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Carlos M. Vilas

 

Nombrar un acontecimiento, una persona, un aspecto de la realidad, implica ejercer un poder sobre lo nombrado –algo que Jehová tuvo muy en claro cuando en las Tablas de la Ley prohibió invocar su nombre en vano. Nombrar significa traer simbólicamente a lo nombrado, transformar su ausencia en presencia y definir el modo en que lo vemos y lo mostramos a los demás. Por ejemplo, no es lo mismo aludir a un dado sistema socioeconómico como de mercado, que hacerlo como sistema capitalista: lo primero destaca transacciones e intercambios, lo segundo denota ganancias y quebrantos. Del mismo modo, las asociaciones mentales suscitadas por la palabra autoritarismo difieren de las que se relacionan con el vocablo dictadura. Los cuentapropistas precarizados de la nueva pobreza urbana pueden ser denominados sector informal, microempresarios o trabajadores autónomos: en cada caso el nombre favorece la ubicación de las mismas personas en conjuntos sociales diferentes, así como la definición de acciones de política distintas según varíe la denominación. La elección del nombre implica una selección, y por lo tanto una discriminación, de significados y asociaciones posibles en torno a un mismo aspecto de la realidad: un tipo particular de régimen de producción y apropiación del excedente, un tipo particular de organización y ejercicio del poder político, una dada identificación sociolaboral.

 

Algo similar ocurre con el que es posiblemente uno de los temas más acudidos y socorridos en los análisis de la realidad contemporánea: la globalización. La cantidad de libros, folletos, capítulos, artículos, material fílmico y literatura virtual producida al respecto en la última década es impresionante; las reuniones de políticos y académicos sobre el tema y sus múltiples posibilidades de abordaje crecen a ritmo exponencial. Esa producción se refiere, desde perspectivas y niveles descriptivos o de análisis muy variados,
a un conjunto de fenómenos ligados a la aceleración de los procesos de integración financiera y comercial del mundo contemporáneo, a la aplicación de ciertos desarrollos tecnológicos a las comunicaciones, y a los escenarios de la política internacional tras la desintegración del bloque soviético. El vocablo globalización indica claramente los alcances espaciales de estos procesos; significa literalmente y sin posibilidad de dudas, que es todo el globo terráqueo –o todo el mundo, si se prefiere sustituir globalización por mundialización— quien está afectado por estos procesos: nadie queda al margen. Refiere por consiguiente a las interacciones que hacen posible ese alcance global, a la frecuencia creciente de intercambios, encuentros y contactos.

 

Al poner el acento en el efecto espacial del asunto, el nombre globalización discrimina otras dimensiones del mismo fenómeno, cuya
consideración puede modificar la imagen integral que de él nos hacemos: por ejemplo, el ahondamiento de las desigualdades entre países, regiones y clases y grupos sociales, y la desigual distribución de ganancias y beneficios; incluso, la redefinición de relaciones de poder y dominación en escala internacional. En la medida en que resta atención o margina estas cuestiones, globalización es
un modo benevolente, además de parcial, de designar el objeto de referencia: vale decir, un eufemismo. Al contrario, estas y otras dimensiones sustantivas del fenómeno del amplio despliegue espacial implicado en el vocablo globalización resultan explícitas en otras formas de nombrar el mismo proceso, más frecuentadas hasta no hace mucho tiempo: por ejemplo imperialismo o neocolonialismo. Estos nombres hacen referencia a imposición, conflicto, dominación y por tanto subordinación, desigualdad. Nada de esto es evidente ni explícito en globalización. Es claro que la opción por una u otra manera de llamar a la misma realidad no es política o ideológicamente neutra, en la medida en que ponen el acento en dimensiones diferentes, aunque interrelacionadas, de un mismo fenómeno complejo, cada una de las cuales favorece o entorpece las valoraciones que el fenómeno suscita, y el diseño y
ejecución de cursos determinados de acción.

La reducción de la globalización a su efecto espacial o al formato externo de las crecientes interacciones, soslayando su conflictividad y los resultados desiguales que aporta a diferentes países, regiones y actores sociales, es una característica del discurso y la literatura de quienes de una u otra manera se benefician de ella, o se las arreglan para sacar buen partido de los efectivamente beneficiados. Constituye, en este sentido, una manifestación de lo que tanto Marx como Mannheim caracterizaron como pensamiento ideológico, y Galbraith denominó “cultura de la satisfacción”. No es accidental por lo tanto la tendencia bastante amplia de asociar la globalización con efectos tales como integración y homogenización, y vincularla automática y casi exclusivamente a los desarrollo tecnológicos recientes en materia de comunicaciones y transportes. De acuerdo al sentido común, nada hay más neutral que la técnica, especialmente si uno no se pregunta por las causas que impulsan el desarrollo científico-técnico o por sus marcos sociales e
institucionales. Históricamente instalada tras el fin de la guerra fría, la sociedad global anticipa un horizonte de armonía y cooperación.

 

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