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Las situaciones revolucionarias tienden a configurarse cuando cambios bruscos y regresivos en las condiciones de vida agudizan la desigualdad y fracturan el sistema implícito de reciprocidades en cuya virtud la población legitima el orden social. Por "sistema de reciprocidades" me refiero al conjunto de intercambios, reales y simbólicos, frecuentemente implícitos, sobre los cuales se construye el orden social. Esos intercambios permiten a las personas convencerse de que su involucramiento en las relaciones sociales y su aceptación de las instituciones políticas les dan acceso a contraprestaciones que consideran justas en términos generales. Cuando por motivos que pueden ser muy variados esa noción de reciprocidad se quiebra y la gente empieza a considerar que lo que entrega --en trabajo, productos, obediencia, servicios personales, impuestos...-- es más de lo que recibe a cambio --servicios institucionales, seguridad, empleo, reconocimiento...-- comienza a gestarse una conciencia de injusticia que, potenciada por agentes externos, puede llegar a alterar las conductas colectivas tradicionales, a erosionar el sistema preexistente de lealtades, y dirigir la insatisfacción y la protesta de los afectados contra quienes aparecen como beneficiarios de la situación de injusticia: los ricos, los poderosos, el estado.

 

La acción del estado puede reorientar, aplastar o acelerar las manifestaciones de malestar social; en todos los casos aumenta la politización del conflicto. El fracaso del estado en el primer aspecto, tanto más en el segundo, además de favorecer la consolidación y ulteriores avances de la agitación revolucionaria, usualmente provoca fracturas en el bloque de poder; segmentos del mismo lo abandonan e incluso se suman a la protesta. La reducción de las bases sociales del estado y su ineficiencia en el manejo del conflicto contrastan con la coalición revolucionaria, que se erige como alternativa de poder y obtiene el reconocimiento de sectores amplios de la sociedad.

 

Uno de los aspectos centrales en la discusión teórica acerca de las revoluciones sociales se refiere a los factores objetivos (estructuras socioeconómicas e instituciones políticas) y subjetivos (procesos psicosociales, prácticas y actitudes ideológicas), individuales y colectivos, por medio de los cuales sectores amplios de población llegan a la conclusión de que no hay alternativas dentro de la institucionalidad establecida y que para cambiar las cosas hay que integrarse de una manera u otra a la revolución. Es decir, los caminos por los cuales grandes grupos de población llegan a interpretar como injustas sus condiciones de vida, convierten esa interpretación en conciencia de su opresión política, y asignan eficacia a su propio involucramiento en la confrontación directa colectiva y extra institucional al poder político establecido. Si se dejan de lado las teorías conspirativas de la historia, o las versiones más vulgares del foquismo, debe admitirse que se trata de una cuestión compleja, que combina elementos de espontaneidad y de organización, que tiene que ver con una gama muy amplia de cuestiones particulares, y respecto de la cual no es mucho lo que se puede decir en términos generales.

 

Tal complejidad descalifica los intentos de reducir las causas de un proceso revolucionario a un único elemento, ni siquiera como condicionante "de última instancia". Sea que el reduccionismo apunte hacia la economía, sea que se sesgue hacia lo político, o hacia lo socio-psicológico, ninguna de estas dimensiones, que están siempre presentes en el desarrollo de los procesos revolucionarios, puede dar cuenta de éstos por sí sola. El cambio en la conciencia de la gente que detona su involucramiento revolucionario no existe en el aire sino que es respuesta a modificaciones abruptas en la economía y en el régimen político; pero éstas carecen de eficacia transformadora si por algún motivo aquel cambio de conciencia no se produce.

 

La configuración de una situación revolucionaria es así el resultado de la convergencia de tres conjuntos de factores: los que inciden en el cambio en las condiciones de vida (usualmente, factores económicos o político-militares), los que conducen a una valoración negativa de la nueva situación (factores psicosociales, o ideológicos), y los factores de tipo institucional que abren o cierran las perspectivas de cambio de las situaciones adversas dentro del sistema político existente. No basta el cambio adverso si la gente puede justificarlo, ni la conciencia de injusticia es suficiente para movilizar en contra de las instituciones; la historia moderna ofrece muchos ejemplos de dictaduras prolongadas frente a las cuales la mayoría de los oprimidos no parece darse por aludida. Las situaciones revolucionarias son el producto combinado de esta pluralidad de ingredientes.

 

De lo anterior se desprende que tan importante como identificar los procesos macrosociales económicos y políticos que contribuyen a configurar o inhibir una situación revolucionaria, es detectar el modo en que esos factores operan en el plano cotidiano, en la vida diaria y menuda de las personas. El alza o la caída de los precios internacionales, la sustitución de cultivos de consumo por cultivos de exportación, un gobierno insensible, son factores usualmente identificados en el origen de las situaciones revolucionarias. Pero la configuración de las mismas depende en último análisis del modo en que esos factores inciden en la vida diaria. Los indicadores globales, macroeconómicos o macropolíticos, informan sobre el escenario abstracto en que las revoluciones son posibles. Para avanzar desde este umbral y captar el paso de lo posible a lo real, el análisis debe indagar sobre el modo en que esos factores globales inciden en la vida de los hombres y mujeres que hacen las revoluciones. La indagación por las microdeterminaciones de los macrofactores permite discernir el modo en que los individuos construyen y viven conceptos generales como explotación, corrupción, injusticia, orden, felicidad, violencia, bienestar...

 

La atención que se presta a los microfundamentos de la acción social no descarta el peso de los factores estructurales que delimitan el espacio en que operan las opciones individuales. Una de las características de los procesos revolucionarios es, precisamente, la coexistencia de dos niveles de percepción y análisis de los problemas sociales. Los dirigentes y activistas enfatizan las dimensiones macroeconómicas y macropolíticas, y su gravitación en la construcción de las circunstancias microsociales, mientras que la gente "común" privilegia sus microcoyunturas, y es a través de ellas que llega a tomar conciencia del mundo que existe más allá de su comarca, su barrio, su fábrica, su comunidad. Esta dualidad de perspectivas puede contribuir a vigorizar la movilización revolucionaria y la gestión del régimen revolucionario, tanto como a debilitarla. ¿Cuál es la historia legítima de un proceso revolucionario? ¿La de los grandes procesos y estructuras globales que narran sus dirigentes, o la de la cotidianeidad concreta que viven los dirigidos? Y si la historia de la revolución es a la vez ambas y ninguna: ¿cómo se construye la síntesis?

 

1.         ECONOMÍA

            El rechazo colectivo a las condiciones materiales de vida es un ingrediente necesario de las situaciones revolucionarias, pero no lo es en la misma medida para todos los participantes, ni es tampoco un ingrediente suficiente. Las condiciones de vida de grandes porciones de la población centroamericana eran, y son, extremadamente insatisfactorias. No basta sin embargo la pobreza para generar revoluciones. Lo que mueve a la rebelión, constantes los otros factores antes señalados, es el cambio descendente súbito en las condiciones de vida, cambio que altera sus percepciones y valoraciones del mundo en que vive. La velocidad del cambio es tan importante como la magnitud del mismo para explicar la modificación de las perspectivas, porque impide a la gente adaptarse, o generar mecanismos de defensa: se pierde lo que se tiene más rápido de lo que uno se reubica, y lo que queda es un sentimiento de tremenda inseguridad.

 

Usualmente los cambios bruscos de la economía están asociados, en las sociedades agrarias, a la expansión de la economía comercial y la agroexportación. Pueden ser generados por la sustitución de cultivos tradicionales por nuevos rubros con el consiguiente cambio en el uso de los suelos, por alteraciones en las normas que regulan el acceso de los agricultores a la tierra, por incorporación de nuevas tecnologías, u otros factores. Otras veces están ligados a acciones del estado en apoyo al capitalismo agroexportador: por ejemplo, obras de infraestructura como carreteras o represas que destruyen bosques, invaden terrenos y anegan zonas habitadas desde siglos por las comunidades. La expansión del capitalismo agrícola vincula las economías locales al mercado internacional y las expone a los efectos de las frecuentemente intensas variaciones de precios, frente a las cuales los campesinos carecen de posibilidades de defensa cuando son negativas, o de posibilidades de beneficiarse cuando son positivas. Las repercusiones de los cambios se magnifican porque tienen lugar en el curso de unos pocos años, en contraste con el ritmo de la vida rural tradicional. Wallerstein (1980) y Walton (1984) enfatizan el papel de la articulación al sistema mundial en la generación de estos cambios en las economías periféricas: modificaciones en la demanda global, nuevos desarrollos tecnológicos, variaciones en los precios internacionales, entre otros. Esta es también la tesis de Lindenberg (1990): el tamaño reducido y la amplia apertura externa hacen a las economías centroamericanas extremadamente vulnerables a las alteraciones del mercado mundial, cuyos efectos engendran situaciones de inestabilidad y malestar social. Los ciclos de la economía mundial alimentan a los ciclos de estabilidad/ inestabilidad, protesta/consentimiento en las sociedades periféricas.

 

Los cambios son provocados por el impacto de las transformaciones en el mercado y de la subordinación de las economías locales a él, pero usualmente la faceta más visible de las transformaciones, en el nivel local, es política. La modificación de los patrones de producción, de empleo y de vida se produce a través de la intervención de agentes institucionales directa o indirectamente vinculados al estado: funcionarios de la ley, agencias de agrimensura, empresas de obras públicas, cambios en la legislación, aparatos represivos, deslegitimación institucional de las quejas y las demandas de los afectados. En síntesis, la intervención de una fuerza "extraeconómica" que pone en condiciones los nuevos espacios para la expansión del mercado y la acumulación de capital.

 

Los procesos de desarrollo económico acelerado siempre ocasionan desajustes profundos en la sociedad. Debido a su estabilidad básica, tanto las sociedades pre-capitalistas como las capitalistas desarrolladas ofrecen pocas oportunidades de movilizaciones revolucionarias masivas. Para bien o para mal, la gente común tiene asignado un lugar en las relaciones sociales, con sistemas institucionalmente sancionados de recompensas y castigos, independientemente de la distribución social de los mismos; las relaciones sociales y el comportamiento de los agentes --las "reglas del juego"-- son previsibles. La probabilidad de desafíos revolucionarios está ligada ante todo a los dislocamientos, rupturas e inestabilidades de la transición de un tipo de sociedad a otro, del pasaje siempre conflictivo hacia una economía de predominio del mercado, los cultivos comerciales, la agroindustria y la globalización creciente de los procesos económicos y sociales, y un tipo de autoridad basado en la racionalidad abstracta del "derecho igual" (Cerroni 1972:69 y sigs.).

 

Muchas personas, sus familias, los grupos sociales a los que pertenecen, pierden sus modos anteriores de inserción al orden social más rápido de lo que consiguen otros, y las características técnicas de las nuevas formas de producción incrementan este efecto marginador: la maquinización y quimización de la agricultura, por ejemplo, reducen la demanda de empleo, y además demandan una mano de obra distinta (con más entrenamiento y alguna educación formal) que la que ocupaba la agricultura tradicional. Los campesinos se ven privados de tierras, o del modo tradicional de acceso a ellas (por ejemplo, paso de la renta en trabajo o en especie a renta en dinero; se empieza a exigir la posesión de un título; deterioro de las formas comunales de uso del suelo); la tenencia resulta amenazada. Aparece la necesidad del trabajo asalariado ante la incapacidad de la parcela de subvenir a la economía familiar; los nuevos cultivos imponen un trabajo estacional con grandes períodos de "tiempo muerto"; el empleo se hace itinerante y obliga a la gente a viajar por medio país de cultivo en cultivo; el calendario de la economía de mercado choca con el calendario de la economía tradicional: celebraciones, rituales, y similares. La sustitución de cultivos de consumo básico por exportables deteriora los patrones de alimentación de la unidad familiar. Junto con la reducción o la pérdida de la parcela y de los enseres, el nivel de los ingresos familiares se reduce. La estructura de la familia cambia: los jóvenes salen a trabajar fuera de la unidad familiar y generan sus propios ingresos; la distancia y la autonomía laboral y económica respecto de sus mayores relaja la obediencia y según los viejos el respeto; se abren nuevas percepciones y horizontes para las mujeres que lavan o hacen la limpieza en casas de familias acomodadas. El panorama en las ciudades no es distinto: rigideces en la oferta de empleo, tugurización, inseguridad física, delincuencia, prostitución.

 

La degradación del acceso a recursos impacta en todas las dimensiones de la vida y pone en crisis los referentes tradicionales. Pero junto con este deterioro, está la percepción del enriquecimiento y la prosperidad de los otros. No se trata solamente del empobrecimiento de unos, sino de su vinculación con el éxito ajeno. Unos pierden mientras otros ganan: la desigualdad crece. Esto no significa que el orden tradicional o precapitalista careciera de injusticias e iniquidades. La gente vivía mal; trabajaba duro y frecuentemente de balde --¿qué otra cosa significan las múltiples formas de la corvée? Pero había explicaciones que legitimaban el sistema y mecanismos para adaptarse a él. Son esas explicaciones y mecanismos los que ahora faltan.

 

Paige (1985, 1987), Williams (1986), Bulmer-Thomas (1987), entre otros, ponen énfasis en las transformaciones del capitalismo agroexportador para explicar la gestación de condiciones revolucionarias en Centroamérica. De acuerdo con este enfoque, esas revoluciones son producto de la modernización y de su impacto dislocador de las condiciones de vida de millones de personas, tanto en el campo como en la ciudad. Constantes otros factores, el deterioro de la sociedad agraria tradicional en el curso de una generación creó condiciones para que amplias masas de la población centroamericana aceptaran la convocatoria revolucionaria y le otorgaran eficacia cuestionadora. Weeks (1986) en cambio, se apoya en la hipótesis marxista de la contradicción entre el desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones de producción y enfoca el mismo tema desde una perspectiva inversa: la rigidez de las estructuras de la sociedad terrateniente frente a las transformaciones capitalistas las demora y exacerba su costo social para los trabajadores y campesinos. El factor desencadenante de las revoluciones centroamericanas, que movilizaron tanto a los pobres del campo y la ciudad como a segmentos de las élites modernizantes, no es el avance de la modernización capitalista, sino los obstáculos a ella derivados de la resistencia de los latifundistas y el capital comercial, protegida por el despotismo reaccionario del estado.

 

Más interesante que explorar el conflicto entre uno y otro enfoque es advertir el modo en que ambos se complementan para resaltar la situación de los de abajo. Atrapados entre la pujanza modernizadora del capitalismo y la rigidez de la estructura tradicional, quedaron en el peor de los mundos: privados de los elementos materiales o simbólicos que le daban al mundo anterior un sentido y una justificación, y sin perspectivas plausibles de inserción en el mundo nuevo.

 

Este proceso y sus tensiones capturaron simultáneamente a las cinco repúblicas de Centroamérica. Existieron diferencias que no son irrelevantes, pero si tomamos como eje separador la existencia o ausencia de procesos revolucionarios, es evidente que las diferencias socioeconómicas no bastan para dar cuenta de las variaciones de tipo político. ¿Por qué El Salvador, Guatemala y Nicaragua se transformaron desde principios de la década de 1970 en escenarios de violentas movilizaciones sociales y en terreno propicio para el desarrollo de movimientos revolucionarios, mientras Costa Rica y Honduras pudieron mantenerse al margen?

 

Los cuadros I.1 a I.5 permiten advertir la marcada homogeneidad socioeconómica de la región; las diferencias existentes entre las cinco repúblicas centroamericanas son menos decisivas, en esta época, de lo que a veces se piensa. Se aprecia asimismo que ellas no separan a los países de manera coincidente con las diferenciaciones políticas implicadas en el desarrollo o  ausencia de procesos revolucionarios.

 

 

Cuadro I.1. Centroamérica: Tenencia de la tierra en la década de 1960

         (En porcentajes)

 

Tipo de finca

 

 

Multifamiliar³

 

Subfamiliar¹

Familiar²

a) media

b) grande

 

Sup.

Sup.

Sup.

Sup.

Costa Rica

68

3

20

14

11

41

1

42

El Salvador

91

22

7

21

1.5

20

0.5

37

Guatemala

88

14

9

13

2

31

1

42

Honduras

67

12

26

27

6

33

1

28

Nicaragua

51

4

27

11

20

44

2

41

Centroamérica

79

10

15

16

5.5

36

0.5

38

  1. Fincas que generan un ingreso inferior al necesario para la reproducción familiar.
  2. Fincas que generan un ingreso suficiente para la reproducción familiar.
  3. Fincas que generan ingresos superiores a los necesarios para la reproducción familiar

Fuente: CEPAL et al. (1973). Algunas cifras han sido redondeadas.

 

 

Las cifras sobre concentración de la tenencia de la tierra (cuadro I.1) muestran un predominio abrumador de las fincas subfamiliares, con acceso a una porción relativamente reducida de la tierra, y una fuerte concentración de la superficie en las fincas multifamiliares, junto a variaciones importantes entre Costa Rica, Honduras y Nicaragua de un lado,  y El Salvador y Guatemala del otro, en lo que toca a la importancia de las explotaciones familiares. A pesar de la insistencia de gran parte de la literatura acerca del impacto, constantes otros factores, la hipótesis se verificaría en El Salvador y Guatemala, e incluso en Costa Rica, o en Honduras en términos contrafácticos, mucho más que en Nicaragua (cfr. Cuadro I.2).

 

 

Cuadro I.2. Centroamérica: Índice de polarización agraria¹

Centroamérica

Costa Rica

El Salvador

Guatemala

Honduras

Nicaragua

Índice

Índice

Índice

Índice

Índice

Índice

83.72

100

46.44

55.4

90.99

108.7

59.09

70.5

34.7

41.4

23.88

28.5

¹ El índice de polarización agraria se construyó con la sumatoria de la razón simple entre la superficie correspondiente a cada estrato de tenencia y la cantidad de fincas existentes en ese estrato.

ª  Con relación al valor regional.

Fuente: Elaboración propia de cifras de CEPAL et al. (1973)

 

El cuadro I.3 muestra una cierta homogeneidad en materia de distribución del ingreso entre Nicaragua, Guatemala y El Salvador en lo que toca a la participación de los estratos inferiores, pero la polarización del ingreso y la acumulación de distancias entre los diferentes grupos de perceptores (cuadro I.4) es mucho menor en El Salvador, Nicaragua y Guatemala que en Costa Rica y Honduras.

 

 

Cuadro II.3 Concentración del ingreso de los hogares en Centroamérica, década

                        de 1970 (en porcentajes del ingreso total)

Perceptores

Costa Rica

El Salvador

Guatemala

Honduras

Nicaragua

5% superior

22.8

15.4

35.0

21.8

28.0

15% debajo

27.9

49.4

23.9

29.5

32.0

30% medio

28.5

22.8

23.8

25.2

25.0

50% inferior

20.8

12.4

17.3

23.5

15.0

Fuente: Vilas (1984)

 

 

 

Cuadro II.4 Centroamérica: Niveles de ingreso por habitante, 1980*

           Niveles

 Centroamérica

Costa Rica

El Salvador

        Guatemala

    Honduras

   Nicaragua

20% más pobre

177

46

111

52

62

90

30% bajo la mediana

501

155

203

102

178

228

30% sobre la mediana

884

341

364

167

356

423

20% más rico

2165

1535

1134

616

1200

1330

Polarizaciónª

12.2

33.3

10.2

11.8

19.3

14.8

Acumulación de distancias

28.6

60.7

25.8

28.3

20.1

32.8

* Dólares de 1970                ª 20% más rico/20% más pobre

Fuente: Gallardo y López (1986) y elaboración propia.

 

 

El único aspecto donde se registra una dispersión relativamente fuerte es en la densidad poblacional, situación que descalifica cualquier hipótesis demográfica del conflicto centroamericano (cuadro I.5); consistentemente con lo puesto en evidencia en el cuadro I. 2, la presión sobre la tierra en Nicaragua era la más baja de Centroamérica.[1]

 

Resumiendo, puede afirmarse que las hipótesis crudamente estructurales se aplican a Costa Rica mucho más que a Nicaragua.   

 

 

Cuadro I.5 Centroamérica: Densidad de población, 1960-1980 (habitantes por km²)

Población

(Miles)

 Costa Rica

El Salvador

  Guatemala

   Honduras

   Nicaragua

 Centroamérica

1960

1250

2430

3960

1900

1420

9900

1970

1730

3580

5350

2640

1970

13810

1980

1970

4800

7260

2730

18790

 

Superficie

(miles km²)

51

21

109

112

139

355

Densidad (habitantes/km²

 

 

 

 

 

 

1960

24.5

115.9

36.3

16.9

10.2

27.9

1970

33.9

170.4

49.0

23.5

14.1

38.9

1980

43.0

228.5

66.6

32.9

19.7

52.9

Fuente: SIECA (1980)

 

          

2.         CONCIENCIA

            El elemento económico, o estructural, es un ingrediente necesario, pero no suficiente. Más exactamente, lo económico incide en la generación de un sentimiento amplio de inseguridad y de inestabilidad. Hay una modificación fuerte de las expectativas que la gente se hacía respecto del orden de las cosas. Saben que producen y trabajan más que antes, pero ven que eso no se traduce en el alivio de sus tribulaciones, sino que hace la vida más dura. Sienten que han perdido, independientemente de que en términos materiales algunos puedan estar un poco mejor o mantenerse más o menos al margen del deterioro colectivo. La dimensión simbólica de este proceso es tan importante como su dimensión material; entrega una explicación y una justificación del orden social existente. No se trata de determinar si el orden que retrocede ante los embates del mercado es mejor o peor que el nuevo; la gente entiende que es mejor porque tiene elementos para evaluarlo de esa manera, y no sólo porque objetivamente permite vivir de manera menos insatisfactoria. En el antiguo régimen, uno sabía a qué atenerse.

 

Los elementos simbólicos de la cultura no existen en el aire; si las economías campesinas no permitieran una mínima satisfacción de las necesidades, es difícil imaginar que las justificaciones simbólicas pudieran tener eficacia durante mucho tiempo. Pero los argumentos que legitiman un orden social tienden a alcanzar una cierta autonomía respecto de sus bases sustantivas. Esta es una característica de cualquier orden social y ayuda a explicar la aparentemente inexplicable "tolerancia" o adaptación que la población puede desplegar respecto de un orden opresor o inicuo.

 

En las sociedades agrarias este ingrediente de conciencia (o emocional, o subjetivo) se sustenta en el argumento de la costumbre. Los cambios económicos y sus secuelas convencen a los individuos de que se están violentando las costumbres y el orden normal de las cosas. Y debe señalarse, nuevamente, que esto es producto sobre todo de la velocidad de esos cambios, que no deja tiempo de reformular las costumbres en función del nuevo contexto. Las costumbres "se dan" tanto como se construyen. Se componen de prácticas objetivas reiteradas a través del tiempo, y de las representaciones, ideas y significados que la gente se hace de esas prácticas. Cada generación recrea la costumbre a partir de sus propias vivencias del entorno y del pasado, vivencias forzosamente contemporáneas.[2]  La velocidad del cambio dificulta la reproducción/actualización de la costumbre y aumenta la sensación de ruptura y pérdida. La incursión de nuevas modalidades de producción y de acceso a la tierra, la mercantilización de la fuerza de trabajo, el dislocamiento de la familia, todo en el curso de un par de décadas, establecen un hiato entre las generaciones y atentan contra la transmisión de los valores, las actitudes y las creencias.

 

Sobre todo, vulneran la capacidad de adaptación y de maniobra del campesinado. Hobsbawm (1973) llamó la atención hacia la capacidad del campesinado para "hacer funcionar el sistema... con el mínimo perjuicio propio", apuntando a las mil formas de resistencia pasiva, a nivel micro y cotidiano, a las leyes del mercado, a la arbitrariedad del latifundista o del comerciante, a la prepotencia estatal. Esa resistencia pasiva puede ser meramente simbólica: las burlas del campesino ante lo que considera ineptitud del citadino, las triquiñuelas para escamotear parte del producto, la creación de microespacios donde es posible desarrollar un discurso ambiguamente contra-hegemónico --por ejemplo la cantina, o los festejos del carnaval. Estos recursos, limitados como son, pueden ser interpretados tanto como formas de resistencia como de adaptación, pero dotan a quien los practica de un sentimiento de eficacia frente a un adversario más poderoso. La ruptura del orden tradicional atenta contra la continuidad de esas prácticas y deja a los campesinos indefensos frente a las nuevas formas de dominación.[3]

 

Pero al mismo tiempo la tradición de cualquier pueblo o región también está nutrida por las experiencias de las rebeliones pasadas y la memoria que se tiene de ellas. Se ha señalado incluso la existencia de áreas "tradicionalmente revoltosas" en las que la respuesta de simpatía hacia las convocatorias revolucionarias moviliza con facilidad estos ingredientes del pasado (Wolf 1972; Winocur 1980; Cabezas 1982; etc.). 

 

La circunstancia de que el deterioro del modo de vida tradicional provenga ante todo de la irrupción de factores externos a la comunidad local favorece una cierta idealización de la misma y actúa como catalizador de la acción colectiva; la vigencia simbólica del orden tradicional se consolida en los momentos en que sus dimensiones objetivas se deterioran. La diferenciación interna de la comunidad cede terreno ante el conflicto entre ésta y la modernización capitalista que la cuestiona, y esto explica que frecuentemente los dirigentes iniciales de la protesta sean los miembros mejor dotados de la comunidad --en recursos y/o en prestigio. Esto también acuerda a las primeras expresiones de la protesta social un aspecto defensivo que Womack, en su estudio sobre la rebelión zapatista, resumió en una frase que se hizo famosa: "Este es un libro acerca de unos campesinos que no querían cambiar y que, por eso mismo, hicieron una revolución" (Womack 1969:xi), y que Moore (1978 capítulo 15) analizó con mayor alcance. En efecto, la gente no quiere cambiar o, más exactamente, se resiste a cambiar de acuerdo con la propuesta de cambio que el mercado y el estado le imponen. Irónicamente, en su voluntad de resistir al cambio contribuyen a detonar procesos de transformación que los sumergen en sus torbellinos, alteran al conjunto de la sociedad y, por supuesto, a ellos mismos.

 

En la medida en que las instituciones políticas avalan la nueva situación y deslegitiman la queja y la protesta, toma fuerza la convicción de que se están violentando los pactos implícitos sobre los que se basa la relación entre gobernantes y gobernados. Esta es una convicción, por tanto algo subjetivo, pero se basa en hechos objetivos y tangibles. El avance del capitalismo agrario, el desarrollo de la urbanización, el deterioro de la comunidad local, erosionan las relaciones de clientelismo y patronazgo y las lealtades recíprocas que derivan de ellas; el compadrazgo pierde sentido; las fiestas y cofradías pierden significado; las relaciones personales ceden terreno a las relaciones impersonales y abstractas como son impersonales y abstractos los papeles que hay que firmar en el banco, en la oficina del notario, en el despacho del juez. La red de relaciones primarias no puede competir con la red del mercado.

 

Este efecto se experimenta sobre todo en el nivel del poder local, porque es el poder local en sus múltiples manifestaciones el que aparece nvolucrado en esta red de "lealtades primordiales" (Geertz 1973; Alavi 1973), o "conexiones primarias" (Mazlish 1991). Además, en las etapas iniciales del proceso el estado nacional es una abstracción más y lo que cuenta es la autoridad local. Es importante destacar esta diferenciación, porque las características del sistema político y sus instituciones en el plano nacional pueden tener, en este proceso, una gravitación menor que sus expresiones locales. El sistema político puede ser democrático, amplio y participativo en el plano nacional o urbano, y proyectarse de manera arbitraria y despótica en sus capilares locales; a la inversa, la concentración del poder autoritario en ciertas áreas o aspectos de la vida nacional, o en ciertas regiones, puede no afectar, durante cierto tiempo, a otras zonas del país.

 

La conciencia de injusticia se basa en comparaciones entre lo que es y la imagen de lo que fue y debería ser; la interpretación del pasado con su contenido mítico mayor o menor según los casos, deviene el criterio de evaluación de la injusticia del presente. Esta actitud es particularmente fuerte en comunidades indígenas y en sociedades campesinas (Scott 1977; Skocpol 1982; McClintock 1984) pero no debería ser identificada sin más con el atraso: todos los movimientos revolucionarios legitiman su lucha presente resaltando sus raíces en el pasado. La revolución cubana se legitima históricamente en Martí del mismo modo que las revoluciones centroamericanas se presentan como continuadoras de las luchas indígenas del pasado o del enfrentamiento a la marinería de Estados Unidos. Para la comprensión de estos fenómenos no es relevante la autenticidad de estos linajes históricos así construidos; es importante en cambio la construcción misma, el contenido de veracidad que la población les adjudica y su capacidad movilizadora de la acción colectiva.

 

La conciencia de injusticia involucra la convicción de que el poder y los poderosos han violado lo pactado sin que la conducta de los sometidos haya dado pie a esa violación. Es conciencia de arbitrariedad, y sentimento compartido de inseguridad ante la pérdida de los referentes de la acción recíproca. La autoridad deja de cumplir sus obligaciones hacia los gobernados; por lo tanto se deslegitima y deja de ser autoridad. Algunas fuentes enfatizan el crecimiento de la desigualdad como sustento material de estos cambios progresivos en la conciencia de los actores (Russett 1964; Sigelman & Simpson 1977). Se trata de una ruptura de la proporcionalidad en las contraprestaciones sociales materiales y simbólicas o, como ya se dijo, un quiebre en el sistema de reciprocidades, como síntesis de aquellas contraprestaciones y de las valoraciones que se formulan a su respecto. Las expectativas de la gente se alteran: ya no se sabe qué esperar, puede pasar cualquier cosa. El sistema se convierte en aleatorio y deviene caos. Se ingresa en una situación de profunda inseguridad colectiva: hoy se tiene, mañana quién sabe; ahora hay trabajo, el mes próximo tal vez no; los hijos están quién sabe dónde.

 

Las consideraciones anteriores apuntan asimismo a otra constante de las movilizaciones revolucionarias: una estrecha articulación de defensa de los aspectos del orden tradicional sobre los cuales se reproducía la existencia de la gente, con aspiraciones de cambio efectivo por encima de los límites que aquel orden imponía (Wolf 1972; Paige 1975; Stacey 1980; Rudé 1981; Knight 1984; Friedman 1992; etc.); "el apetito por la innovación junto con una nostalgia profunda por el pasado" (Smith 1987:174) que tanto desorientó a Lenin (1905) y que se resume en la ya citada frase de Womack. Las revoluciones sociales ligan los objetivos de cambio radical planteados por las "vanguardias" --o los que genéricamente denomino "agentes externos" un poco más abajo-- y la defensa de derechos tradicionales, compromisos y obligaciones violentados por las élites, que mueve a las masas.

 

Esta conjugación de objetivos y aspiraciones aparentemente antitéticos dentro de un único proyecto de confrontación al poder establecido expresa la complejidad del perfil sociológico de los movimientos revolucionarios en sociedades que están desplazándose hacia el capitalismo agroindustrial. Por un lado, masas populares cuya inserción tradicional en la economía está sufriendo los embates del mercado y la creciente globalización; sus bases materiales y sus referentes culturales ceden terreno pero aún existen, y les sirven de apoyo y retaguardia para su involucramiento político. La comunidad, el barrio, la aldea, la comarca, son recursos que se movilizan en respaldo del proyecto contestatario (por ejemplo Cruz Díaz 1982; Smith 1987; Kincaid 1987; Gould 1990; Mossbrucker 1990).[4]  Por otro lado, los dirigentes y activistas, donde predominan los elementos urbanos, de pequeña burguesía o clase media, con mayores niveles de educación formal, que ya han "avanzado" en el proceso de integración al nuevo orden. En sociedades multiétnicas esta primera generación de activistas proviene mayoritariamente del grupo étnico dominante, o de elementos "ladinizados" de las poblaciones indígenas que cuentan con mayores probabilidades de acceder a instituciones educativas --tradicionales focos de la politización radical de los grupos medios--, de ampliar sus perspectivas más allá de las fronteras de la aldea, la comarca o el barrio (Vilas 1992a). Predominan también los varones: no porque sean más autoritarios y más proclives a comportamientos violentos que las mujeres,[5] sino por los obstáculos enormes que las mujeres deben vencer para integrarse a organizaciones políticas, irse a la clandestinidad, subir al monte, convivir con varones sin la tutela tradicional de las viejas y los hermanos: el costo, y el salto, es mucho más grande para ellas que para los hombres (vid por ejemplo Randall 1980). La complejidad de este perfil sociológico es lo que explica esta fisonomía peculiar de los movimientos revolucionarios: como Jano, miran con una cara hacia adelante, y con la otra hacia atrás.

 

Las condiciones de vida de las masas favorecen esta conjugación de enfoques "hacia adelante" y "hacia atrás". Se trata de gente cuya inserción en el orden tradicional se ha degradado pero no ha desaparecido; están expuestos a las nuevas relaciones y estructuras pero aún cuentan con una retaguardia: todavía tienen algo que perder, y por lo tanto algo que defender. La idea del "Manifiesto Comunista" de que el proletariado es por esencia revolucionario porque ya no tiene nada que perder "salvo sus cadenas", es históricamente errada. No son quienes ya han perdido todo, sino los que aún conservan algo, los que se rebelan. Esta es también la evidencia que arroja la revolución bolchevique (Bonnell 1983; Fitzpatrick 1984).

 

Ahora bien: cuando se ponen en movimiento, los pueblos no se limitan a la dimensión recuperatoria. Se movilizan para reconquistar aquello de lo que han sido injustamente despojados --el acceso a recursos, el control del tiempo de trabajo, el reconocimiento social-- pero también para liquidar las dimensiones opresoras del viejo orden --el tributo, la arbitrariedad, el autoritarismo... Intentando reconstruir el viejo edificio social, terminan de demolerlo. Las revoluciones sociales ligan así fuerzas progresistas e impulsos arcaicos, esperanza y frustración, rebeldía y reacción.

 

3.         POLITICA

            Sin embargo este sentimiento de injusticia es insuficiente para movilizar contra el orden establecido. La capacidad de resignación o de aguante de condiciones inicuas no es infinita, pero suele ser mucho mayor de lo que los intelectuales pensamos. Contando con la debida justificación, los seres humanos pueden llegar a adaptarse o resignarse incluso a situaciones límite. La conciencia de la injusticia no involucra, forzosamente, una disposición a la acción. Para que la gente se rebele activamente la situación no sólo debe ser valorada como negativa, sino que además debe existir una convicción de la eficacia de la acción colectiva para subsanar la situación.

 

La insatisfacción con las condiciones de vida no basta para determinar la orientación política de la protesta. Las transformaciones económicas y sociales y el impacto de una y otras en la mente y en el horizonte de los afectados colocan a éstos en una situación de "disponibilidad" (Deutsch 1961; Germani 1962), es decir en condiciones de desarrollar nuevos comportamientos colectivos y nuevos liderazgos, de conformidad con propuestas que no son generadas por ellos mismos. El cuestionamiento revolucionario es una forma de respuesta colectiva, pero no la única. Los cuerpos parapoliciales reclutan a sus integrantes de los mismos grupos sociales a los que dirigen su prédica las organizaciones revolucionarias; unas y otras aparecen compitiendo por los mismos sectores sociales perjudicados por la modernización capitalista o los cambios políticos. Revolución y contrarrevolución enfrentan, en términos sociológicos, a los mismos actores. Pueden mencionarse en este sentido la guerra cristera en México, la insurrección contra la dictadura de Fulgencio Batista en Cuba, la revolución en El Salvador, como también Nicaragua en los años de la guerra contrarrevolucionaria (O'Connor 1964; Amaro Victoria 1970; Samaniego 1980a). Lo que unifica a estos desplazamientos colectivos es que implican, en todos los casos, conductas violentas, tanto contra el estado y los beneficiarios del orden que éste salvaguarda, como contra quienes se enfrentan a ellos. Pero también se registran comportamientos de evasión: de evasión física por la vía de las migraciones, y de evasión hacia adentro, por la vía de manifestaciones espirituales --religiosidad fundamentalista, filosofías esotéricas, por ejemplo.

 

En el salto de la conciencia a la acción, y en la dirección que esta última asume, juegan un papel central los agentes exógenos, que actúan como catalizadores del descontento social. Durante los años de la “guerra fría” el comunismo fue, de acuerdo al gobierno de los Estados Unidos, el agente externo por antonomasia en las revoluciones centroamericanas (González et al. 1984; Schoultz 1987; Falcoff 1989); la laxitud con que el término fue aplicado, sobre todo por los gobernantes y militares del área, le quitó seriedad al asunto. No obstante debe recordarse que una de las más tempranas formulaciones respecto de la necesidad de un agente externo pertenece a Lenin y su teoría del partido bolchevique como agente moldeador de la conciencia proletaria revolucionaria en trabajadores que, abandonados a sí mismos, no podrían superar el nivel del "reformismo".

 

Existe una gran variedad de tales agentes: curas, predicadores, maestros, periodistas, estudiantes, trabajadores sociales, extensionistas agrícolas y, por supuesto, activistas políticos. Una nueva generación de sacerdotes, muchos de ellos extranjeros, jugó un papel relevante en la activación de la protesta social en Guatemala y El Salvador. Los estudiantes y algunos profesores de la universidad de San Cristóbal de Huamanga en Perú parecen haber sido muy importantes en el desarrollo de Sendero Luminoso. En Nicaragua los "delegados de la palabra" y activistas del movimiento estudiantil cumplieron funciones de concientización y agitación. En Guatemala se ha señalado también el impacto de los voluntarios del "Cuerpo de Paz", de los extensionistas agrícolas, e incluso de antropólogos norteamericanos, en la movilización del descontento indígena en un sentido confrontacional a las instituciones políticas.

 

Estos agentes son externos, ante todo, porque no pertenecen a la comunidad o al medio que movilizan. Pueden no ser totalmente ajenos, como estudiantes que regresan a su lugar de origen, o periodistas de provincia, pero su formación y sus experiencias tienen mayores alcances que el local. Al mismo tiempo, se encuentran en posiciones sociales que les otorgan prestigio e incluso cierta autoridad: el caso típico es el de los sacerdotes, pero lo mismo cabe para los maestros, o los trabajadores de salud; esto permite que se les escuche y se tome en cuenta lo que dicen. Tienen credibilidad porque ayudan a resolver problemas: salud,  enseñanza, los cultivos, la relación con Dios. La "externalidad" raramente es total, porque el agente aparece en la comunidad, o en el barrio, articulado a alguna expresión preexistente de la vida local: la escuela, la iglesia, el puesto de salud, u otra similar.

 

El papel de los agentes externos es amplio: comunican experiencias que permiten vincular lo que pasa en la comarca o la comunidad con lo que ocurre en otras partes, difunden información y conocimientos, organizan; sobre todo, aportan argumentos que deslegitiman las privaciones de la gente y brindan razones para el cambio. Al mismo tiempo los agentes externos enseñan nuevas formas de trabajar, de adaptación a las nuevas condiciones del mercado, y a tratar de salir adelante. Vale decir, tampoco hay nada predeterminado en el sentido de los cambios que estos agentes contribuyen a desarrollar. En la década de 1960 los extensionistas agrícolas, los religiosos y los voluntarios del Cuerpo de Paz predicaban el cooperativismo, la educación básica y la higiene: se trataba de mejorar la inserción de las comunidades rurales latinoamericanas en el desarrollo capitalista e incrementar sus probabilidades de éxito. La frustración de estas experiencias por el autoritarismo estatal y por la propia dinámica excluyente de la modernización capitalista, condujo a muchos de estos agentes externos a cambiar drásticamente sus perspectivas.

 

En períodos de crisis y rápido deterioro de las condiciones de vida, la receptividad popular aumenta y el campo de acción de los agentes externos tiende a incrementarse. La respuesta positiva de la población suele verse favorecida por dos factores adicionales. El primero se refiere a las redes sociales de parentesco, que proporcionan el marco para la organización del trabajo y la toma de decisiones. Esta estructura contribuye a que la incorporación a las organizaciones de reivindicación, e incluso revolucionarias, tenga lugar de manera colectiva: el padre y los hijos; un hermano arrastra a los otros; la familia es una red de apoyo (Warman 1980; Cabezas 1982; Reyes & Wilson 1992). La gravitación de las redes familiares es tradicionalmente fuerte en las sociedades agrarias, pero también se registra en ámbitos urbanos de reciente implantación (Sader 1988). El segundo factor es el relativo aislamiento espacial; la fragilidad de los vínculos entre las comarcas campesinas o las comunidades indígenas por un lado, y el orden nacional por el otro, derivados de la distancia o de la falta de integración física del territorio, favorece la rebelión. De ahí la volatilidad de las regiones fronterizas, donde la presencia de la autoridad central es menor (Wolf 1972:398; Migdal 1974:235; CIERA 1984): el norte en la revolución mexicana, la sierra oriental en el inicio de la revolución cubana, la región norte-central en la revolución sandinista.

 

La acción de los agentes externos no debe ser enfocada como algo conspirativo o simplemente voluntarista; la eficacia de su acción está ligada a los cambios en curso. La presencia de los agentes en las comarcas y comunidades es un efecto de la expansión del mercado, de la apertura externa de la economía y la internacionalización de los procesos políticos, de la accesibilidad de regiones remotas, y de la mayor interrelación entre las ciudades --por donde todos estos agentes han, por lo menos, pasado-- y el mundo rural. Ellos también son, a su manera, un producto que el capitalismo agroindustrial introduce en el campo y las montañas. Pero sin ellos difícilmente la frustración popular se convierte en una fuerza de confrontación, o supera el nivel de la protesta local. El campesino, el artesano, el indígena, toman contacto con tal o cual comerciante, con tal o cual juez de paz, con tal o cual destacamento policial. El agente exterior subsume esta pluralidad de experiencias individuales en un concepto general: la policía, el estado, el capital. Sólo entonces se hace evidente la relación de los indios y el campesinado con los patronos, los ladinos, los latifundistas. La rebelión debe estar en condiciones de personalizar al explotador, pero también debe estar en condiciones de meter al explotador (y al explotado) particular en una categoría general. Sólo entonces estamos en presencia de una confrontación social.

 

La acción de los agentes externos puede interpretarse como una dimensión de la creciente interconexión del malestar en el campo y la agitación en las ciudades, de la que mucho depende el éxito de la movilización revolucionaria (Gugler 1982; Walton 1984). Sólo cuando la protesta rural se articula con la rebelión popular en las ciudades, el régimen político comienza a ser efectivamente amenazado. Esto plantea, antes o después, la cuestión de la conducción de conjunto del movimiento. Diversos factores tienden a subordinar al movimiento campesino, o rural, al movimiento urbano: el localismo que de todos modos permanece como un ingrediente fuerte en las percepciones y demandas de los pobres y explotados del campo, su dispersión espacial, entre otros (Moore 1966:479-482; Córdova 1979; Skocpol 1979:114-115). Sin participación rural las revoluciones no triunfan, pero la conducción campesina resulta insuficiente para guiarlas a la victoria.

 

El desarrollo de la activación revolucionaria está ligado asimismo a la capacidad y eficacia del estado en la movilización de recursos: para prevenir los estallidos sociales, para reorientarlos hacia ámbitos menos confrontativos, o para suprimirlos. A su turno la movilización de recursos por el estado, y su capacidad, eficacia y oportunidad para hacerlo, dependen tanto de factores técnicos tanto como políticos. Los primeros se refieren a las reformas administrativas que permiten poner a los aparatos y agencias del estado en condiciones de asumir un papel activo en la regulación de la dinámica social: por ejemplo, las reformas para elevar la eficacia de las burocracias, o la creación de agencias de planificación. En principio estas medidas permiten ampliar el margen de acción del gobierno y su capacidad para incidir en el funcionamiento de la sociedad: por ejemplo, la ejecución de programas de colonización, reformas agrarias, reformas tributarias, intervención en la comercialización interna o externa de ciertos productos, creación de sistemas de seguridad social, etc. La mayor eficacia técnica permite a las agencias estatales captar mayores porciones de excedente financiero y asignarlo a determinados fines. Específicamente, orientarlo hacia rubros de fuerte impacto social que pueden reducir la gravitación negativa del capitalismo agroindustrial en sectores amplios de las clases populares.

 

Es conocida la reducida capacidad movilizadora de recursos de los estados en sociedades periféricas; las perspectivas de reforma y modernización han estado ligadas, en este particular, a la intervención de organismos internacionales o de otros estados. Las intervenciones militares de Estados Unidos en el Caribe y en Centroamérica en las primeras décadas del siglo XX estuvieron acompañadas por intentos de reformas administrativas y fiscales cuyo objetivo era poner a punto a las agencias estatales de acuerdo a las necesidades de la acumulación de capital de las empresas norteamericanas y garantizar la gobernabilidad de los países respectivos. En la década de 1960, la óptica modernizante de la Alianza para el Progreso puso énfasis nuevamente en la necesidad de reformar los estados latinoamericanos para adptarlos a las nuevas modalidades de la economía internacional y hacer frente más eficazmente a las demandas sociales (Vilas 1979, 1992a).

 

Los factores políticos son, sin embargo, determinantes; la historia reciente de los países en desarrollo ofrece múltiples experiencias de reformas administrativas que contaron con generoso apoyo externo y resultaron frustradas por la falta de condiciones políticas. Esas condiciones refieren fundamentalmente a la articulación de los grupos dominantes con el estado, que es a su turno una dimensión de las relaciones de los grupos dominantes con las clases populares. El tensionamiento de estas relaciones por efecto de la expansión del mercado y el deterioro de las condiciones de vida y de trabajo de sectores amplios de la población favorece el recurso de las élites a la intervención de los aparatos del estado para canalizar el conflicto o directamente para reprimirlo.

 

En sociedades multiétnicas, la explotación social se articula con la opresión étnica. El estado expresa a un mismo tiempo la dominación de clase y la discriminación étnica; el sistema político institucionaliza el racismo, y esta conjugación y acumulación de canales de opresión y de discriminación aumenta el potencial de conflicto y la violencia de sus manifestaciones. El estado institucionaliza asimismo una dominación de género, pero en Centroamérica la dimensión androcéntrica de la dominación social  sería concientizada tardíamente, en el marco de la agitación revolucionaria de la década de 1980.

 

La eficacia de la intervención del estado con finalidad preventiva o para a reorientar las tensiones sociales depende ante todo del momento del desarrollo capitalista y de la protesta popular. Existe un tiempo para la reforma y un tiempo para la represión. Las intervenciones reformistas del estado, cuando son tardías, suelen resultar contraproducentes. De por sí las reformas sociales son encaradas de manera distinta por las diferentes clases y grupos. Para las élites, las reformas se legitiman en la medida que neutralizan o previenen la protesta social y no implican una reducción demasiado significativa del excedente del que se apropian. Para las clases emergentes las reformas se legitiman si son efectivamente tales, vale decir si resultan eficaces para introducir modificaciones en la estructura de dominación social y en la distribución de los recursos. Se incrementan en consecuencia las confrontaciones sociales en torno a las políticas del estado y las presiones sobre éste. Dado el carácter cruzado de tales presiones, es muy difícil alcanzar un mínimo de consenso respecto de la magnitud y proyecciones de la intervención estatal.

 

El fracaso de las reformas por su carácter tardío o por la oposición de las élites debilita al estado y a quienes las apoyaron, y aumenta el potencial de conflicto social. La gente se siente engañada y esto usualmente amplía la eficacia de la convocatoria revolucionaria; la protesta se hace masiva. El estado y sus agencias devienen blanco privilegiado de la protesta social, ya que por su acción represiva, o por su ineficacia reformista, es identificado con los intereses de las élites. 

 

La frustración de las reformas aumenta la radicalización de la población y de sus formas de expresarla y reduce adicionalmente las bases sociales del estado. Lo que después llega a ser conocida como "etapa final" de los procesos de movilización revolucionaria tiene usualmente, como detonante, el violentamiento de la legalidad por el propio estado o los grupos dominantes, y el cierre de las vías institucionales, "reformistas" de expresión del descontento popular: fraudes electorales, desconocimiento de resultados que favorecen a los candidatos populares, golpes militares preventivos, etc. Esto contribuye a explicar la vinculación inicial de muchas organizaciones revolucionarias con organizaciones políticas y sociales legales "reformistas" preexistentes. La posibilidad de recurrir a una alternativa revolucionaria surge generalmente del seno de organizaciones que hasta ese momento actúan dentro de los márgenes de la legalidad permitida: ya porque son sometidas a represión, o forzadas a la ilegalidad, o porque fracciones o tendencias internas optan por vías de acción directa ante lo que se estima ineficacia de la instancia institucional. Como resultado, la primera generación de revolucionarios cuenta usualmente con alguna experiencia política previa (Vilas 1989a:49 ss).

 

Orientada a prevenir el desafío revolucionario, la actividad estatal puede contribuir a la fragmentación de los grupos dominantes y acelerar el avance de la confrontación social y política. Algunos segmentos del bloque dominante empiezan a pensar que la continuación del conflicto atenta contra la economía del país, o radicaliza adicionalmente a los insurrectos. O bien la represión estatal llega a afectar a miembros de las clases dominantes. La política represiva del somocismo, por ejemplo, alcanzó a hijos de familias tradicionales nicaragüenses, y las incursiones del dictador y sus allegados en el mundo de los negocios desplazaron a segmentos de las élites; ambos aspectos alienaron a parte de las clases acomodadas que, a la postre, aceptaron el liderazgo sandinista en la lucha antidictatorial. La división del bloque dominante debilita al estado; al cercenar sus bases sociales lo reduce a un mero instrumento de coacción; vulnera  adicionalmente su legitimidad, ya profundamente fragmentada por el carácter masivo de la protesta social.

 

No debe subestimarse la capacidad de la represión para desarticular un movimiento revolucionario. La movilización oportuna de suficientes recursos coactivos puede desmontar el desafío revolucionario, o por lo menos neutralizarlo. La represión masiva, aunque no derrote a los revolucionarios, puede debilitar sus bases y sus apoyos, y forzarlos a cambios de estrategia. La masacre de 1932 "limpió" de amenazas revolucionarias a El Salvador durante cuatro décadas; la contrainsurgencia de 1966-72 liquidó a las organizaciones de la izquierda política en República Dominicana. En la insurrección sandinista en cambio la combinación de una intensa movilización popular y de sectores medios, con un respetable potencial de fuego, neutralizaron la capacidad represiva del somocismo.    

 

Pero el recurso a la represión no siempre está disponible en la medida en que los grupos dominantes lo requieren ni depende exclusivamente de la voluntad de las agencias estatales. Debe existir un consenso en las bases sociales del estado y un clima de opinión favorable en los actores internacionales que gravitan en el país en cuestión. Además, el recurso a la violencia estatal masiva contribuye a polarizar la situación; el terrorismo de estado puede suscitar respuestas de abandono y pasividad o bien huidas hacia adelante: la gente decide finalmente incorporarse a la propuesta revolucionaria porque de lo contrario, de todos modos la matan (Vilas 1984 cap. III).

 

Ahora bien, represión significa cosas distintas para gente diferente, y distintos grupos sociales son más proclives que otros a sentir los efectos de formas específicas de represión, y de reaccionar frente a ellas. Por ejemplo, en sociedades agrarias, con altos niveles de analfabetismo, la intervención gubernamental o militar en las universidades, la represión del movimiento estudiantil, la censura de prensa, afectan a grupos usualmente muy reducidos de la población. En cambio, los trabajadores rurales y urbanos siempre deben vencer innumerables restricciones y obstáculos para organizarse o declarar una huelga, aunque uno y otro derecho tengan reconocimiento constitucional. La violencia cotidianamente ejercida contra el campesinado --la arbitrariedad patronal, o la prepotencia del comandante policial local-- no altera, necesariamente, la vida normal de las ciudades, ni inhibe el juego político formalmente democrático. En general, para quienes están excluidos del ejercicio efectivo de los derechos de ciudadanía, como era el caso de las poblaciones rurales centroamericanas hasta hace dos o tres décadas, la represión que afecta la participación en las instituciones de la vida pública  --partidos, sindicatos, parlamentos, universidades, medios de comunicación-- puede no ser inmediatamente vivida como tal: ocurre en un mundo alejado que tiene poco que ver con sus horizontes cotidianos y con las cosas que les importan.

 

En este nivel de masas no organizadas, la represión ejercida contra lo que más arriba denominé "microespacios del discurso contra-hegemónico" suele tener una repercusión mayor. Estos "microespacios" --las reuniones en la cantina del pueblo o del barrio, la permisividad propia de los festejos del carnaval, el humor y la burla, entre otros-- permiten el desarrollo de un discurso ambiguamente crítico y cuestionador, o por lo menos de queja, de las expresiones locales, tangibles, del poder --el cura, el comandante de policía, el patrón, el juez de paz... En principio estas expresiones no ponen en tela de juicio la reproducción del orden social. Forman parte integral de él en su dimensión local; son ámbitos delimitados de manifestación de la insatisfacción de los pobres y los sometidos, espacios en los que por un momento dejan de sentirse tales, válvulas de escape para su frustración. De ahí que su eliminación sea más peligrosa que su funcionamiento, porque si las causas de la frustración y de la insatisfacción social se mantienen, y se les suma ahora el desmantelamiento de estos espacios, la gente no tiene más remedio que crearse otros, pero al margen del control informal de las instituciones tradicionales.

 

4.         SITUACIONES REVOLUCIONARIAS Y TRANSFORMACIONES REVOLUCIONARIAS

            Se concluye de la exposición precedente que la gestación de una situación revolucionaria es un resultado posible pero no inevitable de una compleja conjugación de múltiples factores, muchos de los cuales van cobrando cuerpo a lo largo de la historia. La ruptura histórica proviene de la configuración de la situación revolucionaria más que de la aparición de sus ingredientes constitutivos. Pero a medida que los distintos ingredientes se hacen presentes, los ritmos se aceleran y las diferentes dimensiones del proceso se potencian recíprocamente. Cuando este momento se ha alcanzado, cualquier elemento puede actuar como detonante para que la gente se tire a las calles y a los caminos a dar la batalla.

 

La enorme movilización de energías que implica la generación de situaciones revolucionarias suele crear una impresión de falta de proporción con los logros de la revolución. La experiencia de la mayoría de los procesos revolucionarios modernos indica que no existe una correspondencia necesaria, ni una correlación lineal, entre situaciones revolucionarias y transformaciones revolucionarias. Una revolución triunfante puede dar paso a una sociedad más democrática, con un acceso más equitativo a recursos y una participación social más amplia, pero esto no es inevitable. Los resultados de un revolución dependen de las fuerzas sociales que movilizan y de quienes las conducen, tanto como de sus estructuras organizativas y de la reacción del conjunto de los actores sociales y políticos.

 

Es posible distinguir, en este sentido, dos momentos en todo proceso revolucionario: el de la violencia que se dirige contra el poder estatal y finalmente lo "conquista" --lo que a veces se denomina "revolución política"--, y el momento de la transformación socioeconómica e institucional. La diferencia no es tajante; algunos procesos revolucionarios, como por ejemplo el chino, comenzaron la transformación social en las áreas territoriales que controlaban, antes de alcanzar al estado. Pero en líneas generales puede aceptarse el valor ilustrativo de la distinción. Ahora bien: mientras la etapa política muestra una aceleración de los tiempos, con la etapa de la transformación no ocurre tal cosa. La producción de normas legales por las agencias gubernamentales revolucionarias puede ser vertiginosa, pero su eficacia transformadora demanda tiempos más prolongados, sobre todo cuando de lo que se trata es de los cambios culturales. No es infrecuente que después de más de una década de la "toma del poder", muchas sociedades en revolución muestren muchos de los rasgos de la sociedad anterior. Esto es algo que se registra inevitablemente en todas las revoluciones, tanto en las "grandes revoluciones" del siglo XVIII como en las revoluciones del siglo XX; el tiempo de los cambios institucionales no coincide con el tiempo de los cambios de la sociedad, especialmente cuando éstos son participativos. Por último, los resultados de una situación revolucionaria dependen tanto de la iniciativa de las fuerzas que la impulsan como de quienes se resisten a ella y de la gravitación del contexto internacional. Según Harding (1984:1-50) las transformaciones políticas y económicas ejecutadas en la URSS en la década de 1920 deben tanto a los efectos de la guerra civil contrarrevolucionaria, como a los acontecimientos propiamente "revolucionarios" de 1917-19.

 

En un ensayo polémico Perry Anderson se apega a la teoría de la revolución política; una revolución es un proceso rápido de "derrocamiento político desde abajo del orden estatal, y su reemplazo por otro" (Anderson 1984).  Una revolución implica una aceleración de los tiempos políticos; es "un proceso puntual, no permanente", comprimido en el tiempo y concentrado en un blanco, que tiene un comienzo determinado --cuando el antiguo aparato de estado aún está intacto-- y un final nítido: cuando ese aparato es "decisivamente roto" y uno nuevo se erige en su lugar. Según Anderson, no tiene sentido diluir una revolución en el tiempo (lo cual la haría indiscernible de una reforma) ni extenderla a cada departamento de la vida social, reduciéndola a una simple metáfora ("revolución cultural", "revolución tecnológica", etc.). La posición de Anderson tiene coherencia lógica pero hace difícil incluir la dimensión social de la transformación revolucionaria. En su concepto de revolución no hay espacio ni tiempo para la transformación social, y el estado queda reducido a un cierto número de agencias gubernamentales. Es difícil incluso compatibilizar cualquiera de las grandes revoluciones sociales de los tiempos modernos --Inglaterra, Francia, Rusia, China, Cuba-- con este enfoque.

 

En sociedades periféricas o dependientes, los procesos revolucionarios apuntan a tres dimensiones básicas del cambio: transformaciones y desarrollo de la economía, democratización de las instituciones políticas, y reformulación de las relaciones con el sistema internacional. En consecuencia, los procesos revolucionarios convocan a un espectro amplio de clases y grupos sociales, que aceptan esa convocatoria por razones variadas y con alcances desiguales. La confluencia de esta pluralidad de fuerzas para enfrentar al poder establecido deja paso a una diversidad de opiniones respecto de cómo conducir la transformación, y con qué profundidad o proyecciones. La dirección que determinados grupos consigan imponer a ese conjunto de actores, determinará el modo en que esas cuestiones básicas se articulan y jerarquizan recíprocamente, la simultaneidad o secuenciación de su desenvolvimiento. El perfil sociológico de los ejércitos no predica sobre el contenido y los alcances políticos de la guerra, y lo mismo vale para las revoluciones. Quienes pelearon en las calles del París de 1789 no eran burgueses, pero pelearon por una revolución que resultó burguesa. Algo similar puede decirse de las revoluciones del siglo XX. La transformación social no es algo unívoco; la valoración de su magnitud depende del sentido que le adjudican los diferentes actores involucrados en ella.

 

La incapacidad del FMLN (Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional) y la URNG (Unión Revolucionaria Nacional Guatemalteca) para derrocar a los regímenes a los que se enfrentaron lleva a algunos autores a afirmar que no puede hablarse con propiedad de revolución en El Salvador y Guatemala; solamente en Nicaragua el término sería correcto. Booth (1991)  sugiere emplear el concepto de "revueltas nacionales", tal como fue elaborado por Walton (1984), por ser más amplio que el de revolución y abarcar por lo tanto a los tres casos.

 

Según Walton las revueltas nacionales son "luchas prolongadas, intermitentemente violentas y de alcance más que local" que implican la movilización en gran escala de clases y grupos de status "que llegan a ser reconocidos como aspirantes a una soberanía alternativa" y que "involucran al estado en respuestas que transforman el poder social y el del propio estado" (Walton 1984:13).[6]  Walton presenta el concepto de "revuelta nacional" como más amplio que el de revolución, en cuanto atiende a transformaciones impulsadas desde el estado como respuesta a los desafíos insurgentes, aunque no sean ejecutadas directamente por el poder de los rebeldes. Este autor elaboró el concepto a partir de su estudio comparativo de la rebelión Huk en Filipinas, "la violencia" en Colombia y la revuelta Mau Mau en Kenya; enfocó las raíces históricas de estos acontecimientos y el impacto del sistema mundial en las respectivas sociedades; esto explica que, en una perspectiva de historia larga, las manifestaciones de violencia resulten "intermitentes". Algunos procesos históricos de revueltas nacionales pueden culminar en revoluciones, y otros no.

 

El enfoque de Walton es útil porque pone en perspectiva a los procesos de insurgencia, pero al mismo tiempo corre el riesgo de diluir específicas concentraciones intensificadas de violencia política en el panorama histórico general, y de reducir la significación de estallidos y rupturas determinadas --como fue, sin duda, la década de 1970 en Centroamérica. Cuando se toma como horizonte un periodo de doscientos o trescientos años, dos décadas de lucha violenta como en Nicaragua, El Salvador y Guatemala, pueden parecer "intermitentes". El enfoque es, por lo tanto, de discutible pertinencia: destaca las continuidades pero al costo de relegar las rupturas.

 

Booth sin embargo coloca el acento de su caracterización en la cuestión de la conquista del poder estatal por la vía armada --un aspecto al que Walton no acuerda tanta relevancia. La sandinista es una revolución porque "triunfó": derrocó a la dictadura de Somoza y accedió al poder del estado; las de El Salvador y Guatemala no lo son. Una "revuelta nacional" no es algo menos que una revolución, sino algo diferente, pero la caracterización presenta por lo menos dos aspectos cuestionables: reduce el proceso a un método o estrategia de lucha política, y establece una correlación excesiva entre "toma del poder" y transformaciones socioeconómicas y políticas.

 

La reducción de la revolución a la estrategia de lucha política es frecuente en las organizaciones revolucionarias y deriva de la estrecha asociación que se establece entre poder del estado --en este caso, "nuevo" poder del estado-- y transformaciones socioeconómicas y políticas; en la medida en que éstas dependen del cambio político y de la destrucción del "antiguo régimen" y su estado, lo fundamental es ese cambio y el modo en que se ejecuta. Además, las revoluciones son usualmente caracterizadas por la aceleración de las transformaciones políticas (Dunn 1972:12; Skocpol 1979:4), y ello sólo es posible cuando se cuenta con el ejercicio del poder estatal. Es interesante señalar el paralelismo de este enfoque con el enfoque convencional de los regímenes democráticos, que los reducen a un método de escogencia: el sufragio. Desde esta perspectiva revolución es sinónimo de violencia política condensada y acelerada, del mismo modo que democracia es sinónimo de elecciones. La discusión de las páginas anteriores indica que, efectivamente, toda situación revolucionaria implica una confrontación violenta con las instituciones establecidas, pero no toda confrontación violenta es por sí misma producto de una situación revolucionaria. Una revolución es la conjugación de ciertas modalidades de acción colectiva, y cierto tipo de transformaciones socioeconómicas e institucionales; el enfoque unidimensional en uno de estos ingredientes en detrimento del otro puede conducir a percepciones desequilibradas y a conclusiones falsas.

 

La correlación entre "toma del poder" por las armas, y cambios estructurales, es similarmente cuestionable. La experiencia de la socialdemocracia europea de principios del siglo XX indica la posibilidad de introducir reformas profundas en el sistema político y en las estructuras sociales por los canales institucionales existentes; lo mismo vale, en sus debidas proporciones, para el populismo latinoamericano de mediados de siglo. Al contrario, la experiencia de varios procesos revolucionarios muestra la reducida eficacia del poder político para introducir, en el corto plazo, transformaciones estructurales (Eckstein 1985; Utting 1992). La maduración de los cambios, y en particular de los cambios subjetivos --vale decir, en la conciencia de la gente y en su vida privada-- es una cuestión de desenvolvimiento prolongado, en buena medida independiente de los tiempos del poder político; este ritmo se proyecta sobre los cambios en la conducta de la gente: hábitos productivos y de consumo, relaciones interpersonales, pautas de organización, etc. La promoción de los cambios desde el estado puede ser tanto un insumo para acelerar el desarrollo, como para frenarlo: que funcione en uno u otro sentido depende ante todo del modo de ejercicio del poder estatal "nuevo" y de su articulación con la activación social.

 

Como todo proyecto de revolución social, el centroamericano  apuntaba a tomar el poder político para democratizarlo, cambiar las relaciones socioeconómicas mejorando el acceso de los trabajadores y las comunidades a los recursos --tierra, trabajo, comida, educación, salud--, consolidar la soberanía nacional. La valoración de tal proyecto no debería reducirse, por lo tanto, a la cuestión del gobierno o del estado, si bien ésta es una de las dimensiones básicas del cambio revolucionario. La propia movilización revolucionaria, aun cuando no culminó con la toma del poder político por los revolucionarios guatemaltecos y salvadoreños, abrió el espacio para algunas transformaciones sociales y para el surgimiento de nuevos actores, que de todos modos han contribuido a modificar varias dimensiones de las sociedades respectivas. De manera inversa, muchas reversiones del proyecto revolucionario sandinista tuvieron lugar mientras el sandinismo era gobierno.

 

Revoluciones sociales o revueltas nacionales, las de Nicaragua, El Salvador y Guatemala conmocionaron profundamente a toda la región. Sus resultados inmediatos --negociaciones en El Salvador y Guatemala; elecciones perdidas y retrocesos en Nicaragua-- no deberían confundir respecto de las transformaciones que Centroamérica experimentó a lo largo de una etapa terrible de crisis, guerra e intervención foránea, y a la gravitación de esas transformaciones en los escenarios actuales.

 


[1]. La información del cuadro I.5 es genérica, ya que las cifras realmente relevantes serían las que relacionan población rural con superficie apta para uso agrícola. Ruhl (1984) efectúa estos cálculos en su estudio comparativo de Honduras y El Salvador.

[2]Sujo Wilson (1991) y Hale (1992) ofrecen ejemplos de esta recreación y de su fuerza movilizadora contemporánea en la Costa Atlántica de Nicaragua.

[3]Scott (1976, 1985, 1986, 1990) ha desarrollado en varias obras la dimensión de resistencia sin ruptura de estas prácticas de los subordinados en sociedades agrarias; vid también Pelzer-White 1986. Su enfoque es unidimensional, en cuanto el énfasis en los elementos de resistencia no le permiten ver lo que estas prácticas implican de adaptación al sistema, y por lo tanto lo que contribuyen a reproducirlo. Por otro lado, su énfasis en la "economía moral" le hace difícil reconocer la existencia de una racionalidad económica en el campesinado. Vid en este sentido Popkin (1979), Cummings (1981), Roeder (1984) y más recientemente Gutmann (1993).

[4]El papel de la comunidad y la economía familiar como retaguardia del involucramiento revolucionario ha sido señalado también por algunos estudios de la revolución bolchevique: Bonnel (1983); Fitzpatrick (1984); y la sugerente discusión de Katznelson (1979).

[5]Como afirma Wickham-Crowley (1992:23).

[6]. Sobre el concepto de "soberanía competitiva": Tilly (1978:189 ss).

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