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Carlos M. Vilas (*)

Introducción

Toda política pública guarda una relación básica de consistencia con los diseños estratégicos que orientan el ejercicio del poder político. El modo en que las políticas son producidas y ejecutadas, sus objetivos específicos o sectoriales, los recursos que se les destinan, siempre son referibles, directa o indirectamente, a esos diseños, que adquieren expresión institucional, formal e informal, en el régimen político. En lo que respecta a la política social, cuestiones centrales como los alcances y limitaciones de la asistencia y la seguridad social, el espacio institucional asignado a enfoques promocionales o de empoderamiento de determinados actores, la asignación de recursos, los asuntos o temas que se incluyen o excluyen de las agendas respectivas, remiten a consideraciones de tipo político, vale decir a los modos y alcances de las intervenciones del poder político en esos campos específicos, en función de metas y objetivos que usualmente se articulan con fines de mayor proyección. El poder político no inventa esas concepciones –aspecto en el que el papel de los académicos, los organismos multilaterales de crédito y una amplia variedad de organizaciones no gubernamentales es bien conocido- pero la escogencia de unas en detrimento de otras, su resignificación a determinadas coyunturas y escenarios, se inscribe en una estrategia de poder político de determinados actores en confrontación con las estrategias de poder de otros.


Esta dimensión propiamente política de la política social está presente los enfoques críticos al modo en que ella fue encarada a lo largo del siglo veinte. Frente a una línea de interpretación tributaria de las tesis durkheimianas que ven en la política social una expresión de la solidaridad social, un reconocimiento de que los resultados de la acción individual no son atribuibles únicamente a la responsabilidad de los individuos sino a la estrecha interacción de estos entre sí en el marco de determinadas condiciones y restricciones colectivas (Donzelot 2007), una corriente de análisis que remite a la sociología de Simmel puso el acento en el carácter defensivo o conservador del orden social existente (Simmel 1908). Más allá de sus objetivos específicos y de su eficacia para encarar problemas o dar respuesta a determinadas demandas, la política social es vista en esta perspectiva (que admite un amplio arco de variantes), como un recurso para acotar y regular la conflictividad social y dotar de mayor estabilidad a la fórmula política dominante. Así considerada, la política social contribuye a la preservación del régimen político y, constantes otros factores, legitima ante el capital y los sectores medios la recaudación de los recursos requeridos para financiarla, al tiempo que brinda a los sectores más vulnerables una contraprestación por su observancia del contrato social. En consecuencia el “techo de legitimidad” de la política social está dado por la eficacia de los gobiernos en compatibilizar las demandas sociales con los requerimientos de acumulación de capital y el funcionamiento del mercado, en el marco de los parámetros sustantivos e institucionales del régimen político.


La más lograda expresión político-institucional de este sistema de acuerdos, tensiones y conflictos fue el “Estado de bienestar” de mediados del siglo pasado, con las aproximaciones desarrollistas o nacional-populistas en algunos países de Latinoamérica. Los factores que hicieron posibles su gestación, desempeño y crisis son conocidos y han sido analizados por una amplia literatura especializada, que me releva de reiterarlos aquí (cfr por ejemplo Arias 2012; Laguado Duca 2011; Collier & Collier 1991). Con otra orientación, sentido y alcances, también la política social del neoliberalismo obedeció a su articulación al diseño macroeconómico y macropolítico de la que formó parte (Vilas 1997). El énfasis puesto por gran parte de la literatura en la instrumentalidad institucional de la que se valió para alcanzar sus objetivos contribuyó a soslayar el análisis de éstos y, en lo que más interesa a este autor, su funcionalidad a aquel diseño.


La política social siempre está estrechamente asociada a los procesos y estrategias de acumulación de capital y desarrollo económico, si no por otras razones porque el proceso económico y la política económica proveen directa e indirectamente los fondos demandados por ella. Sin embargo reducir el asunto a su dimensión fiscal o financiera implica adjudicar a la relación un carácter de externalidad que hace poca justicia a su dinámica complejidad. Las “otras razones” que inciden en la asociación entre ambas dimensiones de la acción política y la gestión de gobierno, tienen que ver con el hecho de que cualquier estrategia, “modelo” o “proyecto” de acumulación y desarrollo es siempre una respuesta a algunas cuestiones básicas –qué se produce, cómo se produce, quiénes y para quiénes lo hacen, qué recursos se asignan por quiénes y a quiénes, cómo se distribuye el fruto del esfuerzo colectivo-, que ni son estrictamente económicas ni por lo tanto las respuestas que se formulan son exclusivamente económicas o técnicas. De una parte, porque “lo social”, comoquiera se lo defina, es un elemento inherentemente constitutivo de lo económico, y porque las relaciones que se establecen en el terreno económico configuran de modo significativo el mapa social: la desigual dotación de recursos, el entramado de relaciones de poder y de prestigio. Por otro lado, pero estrechamente ligado a lo anterior, porque la variedad de las respuestas que es posible ofrecer a esas cuestiones, derivada a su turno de la diversidad y antagonismo de intereses y actores involucrados, requiere de la intervención del poder político para imprimir un sentido de conducción y propósito común a esa pluralidad. En consecuencia la política social es política no sólo o no tanto por el recorte temático que le es asignado, sino por su inscripción en una determinada estructura de dominación social y una particular configuración del régimen político.


En la sección que sigue se pasa revista a los aspectos centrales en las estrategias de política social ejecutadas en nuestra región como parte de la reestructuración capitalista que tuvo lugar desde fines de la década de 1970. A continuación se exploran los lineamientos tentativos de un enfoque integral de la política social y en particular de su enfoque de la pobreza, como superación del enfoque asistencialista/promocional predominante a lo largo de todo el siglo veinte. Esa integralidad refiere fundamentalmente a la superación de los programas de asistencia, promoción y seguridad social, por una estrategia de remoción de los factores generadores de vulnerabilidad social. Vale decir, un enfoque de la política social que va más allá de la integración de esos sectores de población al orden social existente, en cuanto forma parte de las estrategias y políticas de transformación usualmente denominadas “post neoliberales” que con diferente énfasis, alcances y estilos se están desarrollando en varios países de América del Sur. El artículo finaliza con unas breves conclusiones, necesariamente tentativas dada la maleabilidad de los procesos en curso.

 

 

1. Qué nos dejó el neoliberalismo


Las transformaciones experimentadas en el patrón de acumulación de capital a partir de la década de 1980 en Latinoamérica tuvieron como efecto cambios de equivalente magnitud y proyecciones en el terreno de la política social. La fragmentación del mercado de trabajo, el crecimiento de los niveles de desempleo y subempleo, el deterioro de los ingresos de los trabajadores, los procesos de desindustrialización y reprimarización de las economías, la apertura indiscriminada y asimétrica hacia los mercados externos, alimentaron el crecimiento de la magnitud de la pobreza y las desigualdades sociales. La política social pasó de la promoción al asistencialismo y de la universalidad a la focalización, dirigidos sus esfuerzos fundamentalmente a la contención de los fenómenos más urgentes de pobreza y desigualdad (Vilas 2011:53-68). El elemento gobernabilidad, siempre presente en la óptica de los gobiernos, adquirió notoria centralidad. Lo que estaba en juego no era la integración social o el bienestar, sino el peligro de que el deterioro social se tradujera, como a la postre ocurriría al final de los noventas y a principios de este siglo en Venezuela, Argentina, Ecuador, Bolivia, en mayor conflictividad social y crisis política. La concentración de los recursos fiscales en el financiamiento del endeudamiento externo privó de recursos a la política social, que se convirtió en parte de los experimentos de reforma del estado financiados con mayor endeudamiento externo. Los organismos financieros que aportaban los recursos fueron también los que muy frecuentemente diseñaron los programas y estrategias de política social.


En nombre de un federalismo fiscal de mercado los instrumentos tradicionales de la integración social a cargo del estado –la escuela, los centros de prevención y atención en salud- fueron derivados hacia las jurisdicciones subnacionales carentes de la experiencia necesaria y no fue acompañada por la consiguiente transferencia de los recursos pertinentes; esto permitió mejorar las cuentas fiscales que el gobierno central presentaba a los organismos financieros multilaterales pero tuvo en severo impacto en el ahondamiento de las desigualdades regionales y entre jurisdicciones sub nacionales (provincias, departamentos, municipios) (Vilas 2003; Willis et al 1999). La privatización de algunos servicios de infraestructura –los ferrocarriles en el caso argentino- agravó el deterioro de la integración nacional. A su turno, esto se sumó a la fragmentación del mercado de trabajo y a la privatización de la seguridad social para introducir fracturas adicionales en el tejido social.


La lucha contra la pobreza fue, por lo menos en términos retóricos, el objetivo central de la política social de las décadas de 1980 y 1990. Su aspecto más notorio fue la enorme cantidad de programas, planes, acciones y estrategias para combatirla, o al menos contenerla, involucrando una masa importante de recursos financieros provenientes, básicamente, de las agencias multilaterales de crédito.


Por el modo en que se llevó a cabo, la focalización en la pobreza dejó de lado su articulación con el mundo de los no pobres: vale decir, la atención a los procesos de transferencia de ingresos desde aquellos a éstos. Transferencias que, por lo menos en las décadas de 1980 y 1990 incrementaron de manera sostenida el número de pobres como “daño colateral” del ajuste estructural y la reforma del estado. La pobreza fue enfocada como una situación que puede ser encarada en sí misma y no como el resultado de un proceso social conflictivo de apropiación y reasignación de ingresos que genera empobrecimiento tanto como enriquecimiento, proceso en el cual intervienen tanto los actores del mercado como los de la política. En consecuencia la política social focalizó sus acciones en los individuos y las familias que vivían los síntomas de la pobreza más que en el proceso de empobrecimiento, es decir el conjunto de factores conducentes a esos efectos.


En una adaptación ad hoc a la tesis de Kuznets sobre el crecimiento de las desigualdades sociales en los momentos iniciales del crecimiento económico, la pobreza fue entendida como un fenómeno de desencaje individual o grupal, friccional y por lo tanto transitorio, respecto de las transformaciones estructurales que estaban en curso. Se pensaba que, superado ese momento, las intervenciones de política carecerían de sentido y el mercado y la racionalidad de sus actores volverían a fluir por el adecuado cauce. La política social adquirió en consecuencia una marcada fisonomía asistencial, encaminada a ayudar a los afectados a salir del pozo del desempleo y la pérdida de ingresos al que los ajustes los sumergían. De ahí, por ejemplo, el carácter cortoplacista de los fondos de inversión social (FIS), o de emergencia social (FES) típicos de la época. La dimensión promocional que desde la década de 1960 caracterizaba a la política social (por ejemplo los programas de desarrollo de la comunidad, la expansión de la cobertura de los servicios de infraestructura, y otros) desapareció de la política social; en adelante serían los propios interesados quienes deberían hacerse cargo de esa cuestión a partir de las condiciones fijadas por el mercado. Desde una perspectiva fiscal, la focalización fue una respuesta adaptativa a la prioridad asignada al gasto público dirigido al pago de los intereses de la deuda externa; de ahí también su dependencia del financiamiento aportado por las agencias multilaterales de crédito, que fueron también las que se encargaron, en lo fundamental, del diseño de la política.


Además de su acoplamiento a la estrategia de acumulación de capital por la vía de la valorización financiera, existió en esta estrategia de política social la evidente finalidad de dotar de un mínimo de gobernabilidad al esquema político-institucional producto de los nuevos acomodos de poder entre actores sociales y económicos. Se temió que el cambio abrupto en las condiciones de vida de amplios sectores de la población podría detonar situaciones de conflictividad –como a la postre habría de ocurrir. Los programas y acciones de emergencia fueron encarados asimismo como ingredientes de una estrategia de contención político-institucional y de fortalecer la legitimidad de gobiernos carentes de suficiente sustento electoral, o cuyo sustento podía debilitarse a causa de las medidas emprendidas. Programas complejos como el Programa Nacional de Solidaridad (PRONASOL) de la presidencia de Carlos Salinas de Gortari en México, o el Fondo de Cooperación para el Desarrollo Social (FONCODES) iniciado por la presidencia de Alberto Fujimori en Perú, fueron particularmente exitosas en este aspecto y contrastan con lo que fue la tónica general en el resto de la región. Existe amplio consenso en reconocer que este diseño de la política social no contribuyó a resolver los factores estructurales o institucionales que habían contribuido a la generación de la nueva y explosiva cuestión social –ni estaba encaminado hacia tal fin- pero muchos de sus programas mostraron eficacia en su función asistencialista, en experiencias locales y respecto de factores coyunturales.1


Un punto que considero importante relevar en esta estrategia es el involucramiento, en la implementación de esos programas sociales, de una amplia variedad de organizaciones sociales, muchas de ellas creadas a tales efectos. Hubo aquí un contraste marcado respecto de la estrategia desarrollista o populista anterior, donde el estado diseñaba y también ejecutaba la política aún en sus dimensiones operativas, aportaba los recursos, remuneraba a los factores, etcétera. La sociedad civil ( que en aquella época era denominada simplemente “sociedad”) era la beneficiaria de un esquema en que el estado era el gran proveedor; la participación de organizaciones no gubernamentales (cooperativas, sindicatos, iglesias) fue marginal en la mayoría de los casos.


En el esquema que se está comentando, el involucramiento activo de organizaciones sociales obedeció a variados motivos. Ante todo, llenar siquiera parcialmente el vacío dejado por la retracción del rol proveedor de las agencias estatales; en este aspecto, las organizaciones fueron abastecedoras de la mano de obra demandada para llevar adelante pequeñas obras locales, prestación de algunos servicios comunitarios de emergencia, distribución de complementos alimentarios, campañas de vacunación, y similares, todo lo cual representó una significativa reducción de costos financieros y fiscales. Por sus propias características la participación directa se llevó a cabo sobre todo en niveles locales, y eso fue presentado como un ejemplo de descentralización y democratización de las acciones respectivas, por oposición al verticalismo del esquema precedente y a su concepción pasiva de la ciudadanía social. Fue sin embargo una ciudadanía empobrecida en su eficacia, en cuanto ésta se limitó básicamente a los aspectos operativos de los programas que eran “bajados” desde las instancias gubernamentales o los organismos multilaterales de crédito. El redescubrimiento descontextualizado de la tesis de la ciudadanía social de Marshall permitió dotar de cierta respetabilidad teórica a un enfoque de política que respondía a intereses mucho más prácticos.2


Ello no obstante, el recurso a las energías laborales de la población afectada tuvo un efecto de potenciación de sus propias capacidades. Por necesidad más que por virtud la gente ganó experiencia organizativa y de gestión de recursos y desarrolló aptitudes de liderazgo; comprobaron las ventajas de trabajar juntos y se potenciaron las redes de solidaridad. Muchas de las organizaciones que habrían de desplegar gran beligerancia en los conflictos y confrontaciones de fines de la década de 1990 y principios de la siguiente tienen su origen en esas experiencias de acción comunitaria. El “capital social” así acumulado probaría ser de extraordinaria utilidad para un enfoque promocional y no meramente asistencialista o paliativo de la política social.


Con todo, los resultados de esta estrategia son conocidos. Al dejar de lado los factores estructurales e institucionales que se encontraban en la base de los problemas que pretendía resolver –por el enfoque fiscalista y macroeconómico que la presidió- se condenó a la ineficacia aún en las modestas metas que se propuso. Los fracasos en el combate a la pobreza y en el ataque a los aspectos más evidentes y preocupantes de la desigualdad social –cuestión ésta que, debe decirse, ingresó muy tardíamente a la agenda de los reformadores neoliberales- son notorios (vid por ejemplo BID 1999; De Ferranti et al. 2004; World Bank 2006). La población en condiciones de pobreza creció a lo largo de la década de 1980 y, aunque con ritmo menor, en la de 1990, a pesar de la relativa recuperación del crecimiento económico en los años iniciales de ésta; circunstancia que cuestiona la afirmación del “derrame” y llama la atención respecto del papel fundamental que cabe a las políticas públicas para que tal cosa ocurra. En consecuencia también se agudizó la desigualdad social, en la medida que los frutos del crecimiento se concentraron en los grupos de más alto ingreso individual y familiar.


Todos estos indicadores se agravaron con el estallido de las crisis de fines de los noventas y principios de la década siguiente. El descalabro económico repercutió ante todo en los sectores que más habían sentido el impacto social regresivo del esquema que ahora se venía abajo, demostrando la vulnerabilidad y la superficialidad de la estrategia de política social complementaria de ese esquema. Quienes debieron pagar el pato de la fiesta neoliberal también tuvieron que hacerse cargo de los costos de la debacle.


El asistencialismo y la focalización permitieron hacer frente con desiguales resultados a una coyuntura crítica tanto social como política, al mismo tiempo que arriesgaban a anclar a sus destinatarios en la precariedad. Por sus propias características los programas de emergencia no generan empleo medianamente estable o remunerador -cuestión de depende de otro tipo de factores- ni distribuyen recursos suficientes para sacar a la gente de la pobreza o reducir las brechas sociales. Además, la prolongación de estos programas en el tiempo "fija" a sus receptores en la dependencia al asistencialismo y favorece el desarrollo de prácticas de clientelismo -sin perjuicio del discurso acerca de la ciudadanía social (Vilas 2011:155).

 


2- ¿Un nuevo paradigma?

La reorientación del desempeño del estado como efecto de las crisis económicas, sociales y políticas de fines del siglo pasado e inicios del presente en países como Argentina, Bolivia, Ecuador, Venezuela, y de alguna manera también en Uruguay; el surgimiento o la reactivación de actores sociales que asumieron un protagonismo que contrasta con su anterior marginación o subalternidad; como consecuencia de esto, las transformaciones experimentadas en la organización institucional y en la configuración política de los estados, permiten discernir el desarrollo de nuevos paradigmas de producción e implementación de políticas públicas en general, y de política social específicamente, de acuerdo a los nuevos objetivos e intereses que, producto de aquellos factores, orientan las modalidades en curso de articulación estado/sociedad.


Algunos análisis producidos a partir de esas transformaciones énfasis en las herramientas de la política social a las que ahora se recurre –la cantidad y variedad de programas de transferencias condicionadas de ingreso, la sustitución de la focalización por la selectividad, el regreso de los subsidios, el retroceso del recurso a los fondos de inversión social, etc. (Sojo 2007; Barrientos 2012; Midaglia 2012). Sin perjuicio de la utilidad y el interés académico de estos aportes, se pierde en ellos la vinculación del despliegue de nuevos instrumentos con las transformaciones señaladas en el párrafo anterior. En consecuencia, se presenta como una cuestión fundamentalmente técnica lo que es, ante todo, un asunto de política. Ahora bien: cambiando los objetivos de la política, es muy dificil que no cambien muchas de las herramientas en uso. Tanto más cuanto que los problemas que deben enfrentarse hoy son de mayor magnitud y complejidad que los del pasado reciente –entre otras razones, por efecto de las políticas ejecutadas en ese pasado reciente. En resumen: nuevos sistemas de poder institucionalizados en nuevas configuraciones estatales implican otros objetivos y, en consecuencia, otras políticas y otras herramientas.


En esta perspectiva, la política social del “post neoliberalismo” se presenta con dos rasgos fundamentales. El primero de ellos refiere a sus proyecciones o alcances: una política social que va más allá del combate a la pobreza, en particular más allá del combate a la pobreza extrema. El segundo se relaciona con la complejidad de la política social: su integralidad, vale decir encarar las causas del empobrecimiento y la vulnerabilidad social y no solamente sus manifestaciones.


2.1. Ir más allá de la lucha contra la pobreza parte de la base que, sin desconocer los efectos de las políticas neoliberales y de las crisis a las que ellas contribuyeron, las víctimas no se ubican exclusivamente en el mundo de la pobreza, al tiempo que se registran bolsones de pobreza por ingresos y trayectorias de empobrecimiento dentro de los sectores o clases medias. Los impactos nocivos de las políticas neoliberales y las crisis se explicitaron, ciertamente en un aumento fuerte de la población en condiciones de indigencia y de pobreza, pero también en la precarización de amplios segmentos de las clases medias (Franco et al. 2011; Choque et al. 2011; Arroyo 2009; Kessler y Di Virgilio 2008; Solimano 2005). Si en lo que toca a aquella la política social asume un perfil claramente resarcitorio, en lo que respecta a éstos adquiere una impronta claramente promocional que poco o nada tiene que ver con los dispositivos asistenciales tradicionales.


En los escenarios generados por las crisis del neoliberalismo las fronteras entre la pobreza y la precarización de fracciones de las clases medias se diluyen, pero ello no significa que la variedad de situaciones pueda ser encarada con eficacia con una única batería de acciones de política, precisamente a causa de la diversidad de las problemáticas. Una es, claramente, la de la llamada pobreza estructural derivada de la carencia de servicios básicos, sin vinculación o con vinculación deficiente al sistema educativo, con dificultades serias para ingresar en el mercado de trabajo, precariedad habitacional. Muchos de estos pobres estructurales, especialmente pero no exclusivamente en las áreas rurales, corresponden a grupos étnicos considerados originarios; en las áreas urbanas una parte considerable es producto de las crisis de fines del siglo pasado y principios del actual.


Las políticas asistenciales tienen un amplio campo de acción en este sector, pero no son suficientes. La reducción de la pobreza estructural demanda una decidida intervención pública a través de la provisión de servicios, el diseño de programas especiales de educación y formación laboral, oferta de oportunidades de empleo de acuerdo a las capacidades individuales, titulación de tierras, programas de saneamiento ambiental. Programas de transferencia condicionada de ingresos como la Asignación Universal por Hijo (y su extensión a embarazadas) en Argentina, la Bolsa Escuela/Bolsa Familia en Brasil, o el Plan Nacional de Emergencia Social (Panes) de Uruguay, dirigidos a este grupo de población, cumplen una múltiple función: transfieren ingresos al par que lo condicionan al cumplimiento, por las familias, de determinados requisitos referidos a la infancia: escolaridad y salud principalmente. En esta medida, apuntan a cortar los mecanismos de transferencia intergeneracional de la pobreza.


Dentro de este grupo de pobreza estructural destaca la situación de los jóvenes que no estudian ni trabajan. Carecen de la cultura del trabajo y de la disciplina básica que deriva de la obligación de cumplir horarios (de trabajo, de las instituciones educativas). Una proporción importante de este grupo está formada por segunda generación de pobres estructurales urbanos. La precariedad de los ingresos, el hacinamiento habitacional, la tugurización, colocan a estos jóvenes en situaciones de riesgo social, agravado éste por los prejuicios sociales respecto de la pobreza y al mismo tiempo por la generalizada difusión publicitaria de los consumos sofisticados. Este panorama se acentúa en el caso de las mujeres a causa de las desigualdades de género.


Otra es la situación de los sectores precarizados de las bajas clases medias urbanas –fundamentalmente los individuos y grupos denominados informales, autoempleados o cuentapropistas. Se trata de personas que tienen un empleo y general un ingreso que se encuentra por encima de la línea de pobreza, pero que es inestable y en todo caso insuficiente para cubrir las necesidades del hogar o la sustentabilidad de la actividad económica. Por su propia informalidad carecen de seguridad social y no son sujetos de crédito, lo que limita sus perspectivas de progreso, de adaptarse a la dinámica de los mercados en que operan, de mejorar su dotación de recursos, aumentar y dotar de mayor estabilidad a sus ingresos. Como destaca Arroyo, son “los grandes olvidados” de la política social focalizada del neoliberalismo (Arroyo 2007:100 y sigs.). No califican para las transferencias condicionadas de ingreso –ni estas son eficaces para atacar sus problemas- u otros tipos de subsidios. Requieren en cambio acceso a líneas de crédito para la ampliación de sus giros o la modernización de sus talleres y pequeñas empresas, formación y capacitación técnica, asistencia en materia de mercadeo.


Pobreza estructural, precarización y marginación juvenil son fenómenos predominantemente urbanos; integran la problemática que plantean las grandes ciudades y le dan mayor complejidad: desorganización, fragmentación espacial, contaminación ambiental y auditiva, hacinamiento. En este nivel la política social se entrecruza con la política de desarrollo urbano. La diversidad de situaciones hace imposible su tratamiento mediante la universalidad de la oferta de acciones o la simple asistencia social –incluso si dotada de mayores recursos. La masividad de los afectados hace ineficaz la focalización o la convierte en complementaria de enfoques más abarcativos. En consecuencia la política social que pretende ir más allá de la lucha contra la pobreza, e incluso la que aspira a ser efectiva en esa lucha, debe recurrir inevitablemente a una sectorialización diferenciada asentada en un diagnóstico confiable y permanentemente actualizado de esa diversidad de situaciones.


2.2 Lejos de limitarse a la asistencia y a paliar los síntomas del deterioro social, una política social integral apunta a superar o minimizar las causas generadoras de la problemática; se dirige a remover los factores y a revertir los procesos de empobrecimiento y precarización, que suelen ser muy variados y que, al contrario de la concepción neoliberal, no dependen sustancialmente de las malas decisiones de los afectados. En estos escenarios las transferencias de ingresos han probado tener un alto impacto inicial al poner dinero en el bolsillo de los hogares; contribuyen a resolver o manejar las situaciones de pobreza por ingresos pero son poco eficaces en el enfrentamiento a los factores ambientales (falta de infraestructura, hacinamiento habitacional, precariedad laboral...). De ahí que deban ser complementadas con visiones de más largo plazo que apunten precisamente a esos factores.


Una política social integral se asienta sobre dos premisas básicas: la necesidad de repensar las causas (estructurales, institucionales, culturales) y la naturaleza (coyuntural, estructural) de la problemática social, y de explicitar la interdependencia, señalada al inicio de esta exposición, entre la política social, la política económica y el régimen político. La primera cuestión dice relación con los enfoques teóricos y metodológicos de interpretación de los fenómenos sociales, y por lo tanto con la gravitación que ciertas teorías alcanzaron en las décadas de 1980 y 1990 y su capacidad de encarnar en acciones e instrumentos de política pública. La diferencia entre un enfoque de pobreza y otro de empobrecimiento ilustra acerca de los distintos alcances, teóricos y prácticos, de una y otra concepción. El primero fija la atención y los recursos en un momento puntual; el segundo discierne un proceso y habilita un tratamiento más amplio del asunto. Enfocar la pobreza como efecto de un proceso de empobrecimiento lleva, de una u otra manera, a reconocer en la pobreza el efecto de determinadas configuraciones institucionales y estructurales, de la implementación de una variedad de políticas y en particular de una estructura de poder político que se expresa a través del Estado y de esas políticas: transferencias de ingresos entre clases y otros agrupamientos sociales, entre regiones y países. Este reconocimiento plantea como corolario que un enfrentamiento eficaz a la pobreza implica aceptar que los problemas sociales son mucho más que sociales –en el sentido convencional del término- y, sobre todo y más en general, que el origen de muchos de esos problemas generalmente no está donde los problemas se manifiestan.


Y esto nos conduce a la segunda cuestión: la estrecha y dinámica vinculación de la política social con otros campos de producción e implementación de políticas públicas –la política económica, el régimen tributario, el mercado de trabajo, las estrategias de acumulación y desarrollo- y en especial con el estado en tanto estructura de dominación política y cooperación social, y no solamente como sistema o red de aparatos de gestión (Vilas 2007). Esto resulta particularmente relevante en los escenarios “post neoliberales”, por la activación protagónica de un amplio arco de actores que movilizan identidades, demandas de reconocimiento de derechos en respuesta a necesidades. “Lo social” reclama, en estas condiciones, cambios y reorientaciones en “lo económico”, “lo tributario”, “lo laboral”; implica nuevos enfoques en cuestiones como la relación con la naturaleza, las articulaciones externas de nuestras sociedades, las relaciones de poder entre actores.


Las políticas sectoriales –la política social como cualquier otra- están obligadas a conjugar sus respectivas especificidades con su inscripción en un enfoque sistémico, histórico-estructural, o comoquiera denominárselo, que las ubique en función de un diseño macro que siempre revela una dada configuración de poder entre actores. Tanto más un enfoque integral de la política social que, por propia definición, se fija como objetivo revertir determinadas configuraciones fenomenológicas de lo social metiendo mano en los factores que las generan.

 


3. Conclusiones


 Las características enunciadas de lo que en este texto se denomina enfoque integral de la política social lo inscriben en procesos de transformaciones socioeconómicas y políticas de cierta profundidad. Desde una perspectiva política, toda configuración social puede ser interpretada como el producto de una cierta estructura de poder; la argumentación planteada en las secciones precedentes permite afirmar, al menos como hipótesis, que los avances en este campo particular de las políticas públicas encuentran su condición de posibilidad en los cambios políticos, macroeconómicos y en las articulaciones regionales e internacionales que desde inicios del siglo en curso se vienen desenvolviendo en varios países suramericanos.


Hablar de nuevos paradigmas de la política social puede parecer excesivo en cuanto un paradigma, o modelo de acuerdo a otra terminología, implica siempre una sistematización de variables, funciones, significados y valoraciones; un cierto asentamiento de las prácticas y recursos que los dota de previsibilidad. En cambio, el panorama que nos brinda la política social y más en general las políticas públicas de esta parte del continente es uno de búsquedas, acomodamientos, innovaciones y resignificaciones en contextos de relativamente alta conflictividad. Las políticas, y el conjunto de las acciones del estado, se desenvuelven en un marco de mucha conflictividad.


Paradigmática o no, una política social integral puede ser interpretada como una dimensión de democratización profunda de nuestras sociedades, una democratización en la que el principio básico del gobierno de las mayorías encuentra correlato y significación efectiva en las prácticas sociales, el acceso a recursos, el ejercicio del poder a partir de criterios superiores de justicia y bienestar colectivo.

 

Notas

1 Vid la colección de estudios de caso compilada en Vilas (1995).

2 Las críticas a la teoría de Marshall desde la perspectiva latinoamericana, o mejor dicho a los intentos de trasponer sin mediaciones histórico-estructurales esa teoría a sociedades con otro tipo de desarrollo capitalista y estatal, son muchas y convincentes: vid en particular Franco (1993, 1997); Holston (2008).


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