Notas preliminares para la discusión
Carlos M. Vilas
Universidad Nacional de Lanús, Argentina(*)
Resumen
El estudio de los linchamientos en América Latina presenta dos enfoques principales, que podemos denominar como de (in)seguridad pública y de pluralismo cultural. Cada uno de ellos presenta variaciones de matices y énfasis en aspectos particulares que no invalidan esta diferenciación principal. Una revisión de la literatura muestra, además, que el primero de estos enfoques está presente en todos los estudios que privilegian el segundo enfoque, siendo éste más bien una hipótesis de explicación de un modo particular de responder a acciones que generan inseguridad en ciertos grupos de población. Ambos enfoques también señalan, explícita o implícitamente, falencias en la organización del estado y en el desempeño de sus instituciones. Lo mismo que en textos anteriores del autor, se utiliza aquí una definición restrictiva del linchamiento para mejor diferenciarlo de otras manifestaciones de violencia punitiva colectiva.
Palabras clave: linchamientos, inseguridad, pluralismo cultural, desempeño estatal, sociedades andinas, México, Guatemala.
LYNCHING IN LATIN AMERICA: CAUSES, SETTINGS, OUTCOMES
Preliminary notes for panel discussion
Abstract
The study of lynching in Latin America is mostly conducted through one of two basic analytical approaches: public (in)security and cultural pluralism, each of them with variations in emphasis on specific issues which do not question their basic differentiation. Yet the first approach underlies de second one, as cultural pluralism can understood as an explanatory hypothesis of a particular way to react to certain behaviors that affect public security. Both approaches also point to de inefficacy of the state’s institutional organization and performance when dealing with these issues. As in previous works by this author, a restrictive definition of lynching is here presented in order to differentiate them from other manifestations of collective violence.
Key words: lynching, insecurity, cultural pluralism, state performance, Andean societies, Mexico, Guatemala.
El linchamiento como reacción a situaciones de inseguridad[1]
Es esta la perspectiva más general y la que se encuentra presente, con mayor o menor énfasis, en toda la literatura. Pone el acento en los escenarios de desprotección en que se encuentran determinados grupos de población frente a variadas formas de delitos, tolerancia, corrupción y abusos de funcionarios públicos, lentitud de los procesos judiciales, y en general ineficacia del estado para efectivizar su obligación de dotar de un mínimo de seguridad a la comunidad. El estado no previene la comisión de delitos o situaciones de violencia, llega tarde o no llega una vez que esos hechos se han cometido, e incluso algunos de sus funcionarios tienen una participación activa en su ejecución o en su encubrimiento; los procedimientos judiciales son lentos, farragosos, y se prestan a la impunidad de los delincuentes, agravando el sentimiento de indefensión de las víctimas. En tales condiciones, frente a hechos de violencia que conmocionan al grupo, éste toma en sus manos la ejecución de una capacidad punitiva que el estado ha abandonado. El linchamiento expresaría un fenómeno de reapropiación de violencia punitiva por parte de actores de la sociedad civil.
Los escenarios en que tienen lugar los linchamientos son efectivamente de mucha precariedad, que alimenta o refuerza la sensación de inseguridad, y los actores del linchamiento –víctimas y victimarios—sufren de manera particularmente intensa y persistente esa inseguridad: comarcas y parajes rurales, barrios suburbanos, poblaciones donde la pobreza y la precariedad son predominantes. La inoperancia policial, la celeridad con que a veces los reales o supuestos delincuentes recuperan la libertad, refuerzan el clima de impunidad y un sentimiento de injusticia. El delito impune por ineficacia, desidia, connivencia o corrupción estatal obligaría a la gente a actuar por sí misma, incluso en contra de las autoridades que aparecen protegiendo a los considerados delincuentes (por ejemplo, ataques o presiones sobre edificios policiales donde el delincuente se halla detenido). Las críticas a la acción estatal incluyen lentitud en la intervención policial, maniobras procesales que permiten la impunidad del delincuente, arbitrariedad policial o judicial, y en general circunstancias que convencen a los agraviados de que poco o nada pueden ya esperar del estado, circunstancia que explicaría la falta de denuncias por los delitos de los que se agravian. La ejecución misma de algunos linchamientos agrega argumentos en este sentido: no sólo hay impunidad que protegería al real o presunto delincuente, sino también respecto de la falta de garantías para éste (de Souza Martins 1996; Benevides y Ficher Ferreira 1983; Garay Montañés 1998; Guerrero 2000; Vilas 2001a, 2001b; Rodriguez Guillén 2002; Goldstein 2003; Clark 2004; Handy 2004; Romero Salazar y Rujano Roque 2007; Goldstein y Castro 2007; Snodgrass Godoy 2007; Lossio Chávez 2008; Santillán 2008; Krupa 2009; Rodriguez Guillén y Mora 2010; etc.).
Aunque se ha señalado la inexistencia de información sistemática que permita afirmar que los escenarios en los que se recurre a linchamientos sean más violentos, o de mayor índice de delitos, que los que enmarcan a los linchamientos (Castillo Claudett 2000; Snodgrass Godoy 2006), la objeción empírica soslaya la evidencia que surge de varias investigaciones posteriores en el sentido que la sensación de inseguridad o de impunidad y consiguientemente el miedo no siempre tienen una relación directa o puntual con las amenazas o los peligros que los motivan (por ejemplo Kessler 2009; Dammert y Arias 2007; Zubillaga y Cisneros 2001); con frecuencia esa sensación es incentivada por la intervención de múltiples factores, de los que el más evidente es la creciente gravitación de los medios de comunicación masiva en la formación de las imágenes y percepciones del público (Harb Muñoz 2006 y en sentido general Palidda 2010).
Los escenarios políticos y socioeconómicos en que se escenifica la mayor parte de los linchamientos estudiados (cfr por ejemplo Mack Echeverría 2002; Mendoza y Torres Rivas 2003; Renique 2004; Vilas 2006) agravan el sentimiento de inseguridad de la gente. En estas circunstancias el hecho puntual que detona la reacción colectiva adquiere una significación potenciada por el contexto; por su contigüidad prácticamente inmediata con el hecho puntual que castiga, el linchamiento aporta un sentido de eficacia y un resarcimiento moral que resulta dificil obtener si el enfoque del grupo se pone en los factores político-institucionales y económicos que configuran estructuralmente las condiciones de vida de los sujetos.
La reiteración y difusión amplia de los linchamientos muestran su eficacia inmediata para ejecutar el castigo: no hace falta esperar que llegue la policía para reprimir. La gente se agrupa para un propósito determinado; cumplido éste vuelve a las rutinas del diario devenir. Además, y por perverso que resulte, el linchamiento es un método barato de saldar cuentas, apropiado para los escenarios de empobrecimiento y precariedad en que tiene lugar. La ejecución se lleva a cabo empleando el propio cuerpo de los ejecutores o recurriendo a herramientas sencillas y al alcance de todos (piedras, palos, garrotes, sogas); es excepcional el uso de armas de fuego. La experiencia de los linchamientos indica además que en general los linchadores eluden la acción de la justicia; muy pocos son aprehendidos y la mayoría de éstos recuperan posteriormente la libertad. El carácter tumultuario del hecho hace muy difícil la identificación de los culpables individuales; por su propia operatoria, el linchamiento permite diluir las responsabilidades individuales en la acción del conjunto. A esto debe agregarse que, en propiedad, es la agregación de violencias individuales la que produce la muerte, y no la violencia ejercida por cada uno de los linchadores –asunto que refuerza la satisfacción moral por el hecho justiciero: nadie se siente individualmente responsable, mucho menos culpable, de la muerte.
Esta dimensión subjetiva de la participación en el linchamiento parece tener una gravitación mayor y más decisiva que la búsqueda de la seguridad colectiva. A diferencia de los mecanismos y procedimientos institucionales contemplados en la legislación y las constituciones, formales, despersonalizados y en cierta manera abstractos, el linchamiento brinda una satisfacción moral inmediata, ofrece un sentimiento reparador, una sensación de “deber cumplido”. Es la víctima ejecutando por sí misma, y “en caliente”, el castigo al victimario (real o sospechado de serlo). De hecho, la reiteración de linchamientos en una misma comunidad o barrio sugiere su limitada eficacia para prevenir la reiteración de los hechos que castiga. El argumento del efecto ejemplarizador de la pena se debilita por la propia repetición de los linchamientos.
Se ha señalado que la difusión amplia de los linchamientos a través de los medios de comunicación contribuye a la comisión de nuevos hechos. Goldstein y Castro (2006) plantean como hipótesis que el linchamiento es un mecanismo mediante el cual quienes los cometen buscan alcanzar notoriedad a través de los medios de comunicación y dar visibilidad a la precariedad de sus condiciones de vida. En mis estudios en México y en sociedades andinas (Vilas 2001a, 2008) encontré algunos casos en los que la búsqueda de esta notoriedad mediática era evidente –incluyendo, en un par de casos, la filmación de todo el proceso de linchamiento-, pero no tengo evidencia para afirmar que la búsqueda de repercusión mediática tuviera como fin hacerse ver y oir ante una sociedad y autoridades indiferentes, aumentar el impacto ejemplarizador del hecho, una combinación de ambos o alguna otra razón. Es posible sin embargo que el sensacionalismo y el lujo de detalles escabrosos con que estas acciones son comunicadas al público a través de las medios de comunicación masiva –y ahora a través de una infinidad de blogs-, contribuyan a generar un impacto mimético que reduce la distancia que media entre la pretendida excepcionalidad del acto y las circunstancias de vida de los espectadores (Santillán 2008). Se generaría así un efecto de demostración que podría favorecer el surgimiento de algo así como linchamientos por imitación: grupos de personas que a partir de la evidencia proveniente de otros hechos, deciden superar las reticencias éticas, sicológicas, religiosas, cívicas o de cualquier otra índole y convertirse ellos también en linchadores cuando la ocasión se presente. Algunos de los linchamientos estudiados por Guerrero en Ecuador y por Snodgrass Godoy en Guatemala encuadran en esta categoría (Guerrero 2000; Snodgrass Godoy 2003). Puede argumentarse sin embargo que la propia reiteración de linchamientos en una misma aldea, barrio o comunidad indica la ineficacia preventiva o ejemplarizadora de ese modo de encarar la violación de las normas.
Existe alguna evidencia también que apunta al impacto del modo de ejercicio del poder por los grupos dominantes sobre el imaginario y las prácticas sociales de los grupos subalternos, en un efecto de pedagogía perversa (Vilas 1996). Poblaciones que durante mucho tiempo han sufrido las extralimitaciones del poder, que han presenciado, sufrido o incluso obligadas a participar en acciones de violencia contra gentes como ellas, terminan internalizando ese tipo de relación social e incorporándolo a su repertorio de respuestas ante agresiones de terceros (Huber 1995; MINUGUA 2002; Gutiérrez 2003; Vilas 2008). El “ojo por ojo” que a veces se argumenta como explicación e incluso como justificación de los linchamientos, se referiría así no tanto a la supuesta equivalencia entre ofensa y castigo como al tipo de conductas de víctimas y victimarios: violencia a cambio de violencia, obligar al infractor a “beber de su propia sopa”.
Lo mismo que la hipótesis que se discute en la sección siguiente, la que se está considerando ahora tiende a presentar al linchamiento como un acto reconocidamente brutal, pero en todo caso intencionadamente justiciero. Es necesario señalar sin embargo que el registro de linchamientos incluye un número no pequeño de hechos cometidos contra individuos que nada tenían que ver con las ofensas que se les imputaban. Además se ha comprobado que en muchos casos las motivaciones de los linchamientos fueron sólo venganza o intereses personales que se disfrazaron bajo acusaciones falsas aprovechando la “ventana de oportunidad” abierta por el hecho delictivo. La situación general de inseguridad y la inoperancia de las autoridades o su connivencia con los delincuentes crean la ocasión para enmascarar con argumentos justificatorios y un discurso justiciero la resolución brutal de conflictos personales o políticos (Hass 1999; Vilas 2001b; 2008).
La naturaleza tumultuaria de los linchamientos, el despliegue de crueldad, la velocidad con que se ejecuta todo el proceso –captura, castigo físico, ejecución por golpes, ahorcamiento o incineración- y la posterior rápida recuperación de la normalidad de la vida cotidiana, ha llevado a poner cierto énfasis en la espontaneidad del hecho, despliegue de ira furiosa que estalla ante una provocación y desaparece cuando la reacción colectiva está consumada. Hay ciertamente fuertes ingredientes de espontaneidad en la mayoría de estos hechos, que sin embargo no deberían ser sobrevalorados. La reiteración de la ejecución de linchamientos y la información que se difunde respecto de los mismos sugieren que no solo existe espontaneidad o improvisación, o reacción inmediata ante determinado delito o hecho agraviante. El papel convocante de la multitud desempeñado por autoridades locales (cura párroco, caudillos políticos, notables del lugar, radios locales, etc.) ha sido registrado con relativa frecuencia. En este orden de ideas, el análisis de Lossio Chávez sobre linchamientos urbanos en Perú (Lossio Chávez 2008) plantea la existencia de una organización racional del proceso de linchamiento, con etapas y desempeño de roles relativamente bien definidos. Más aún: la reiteración de linchamientos en una misma comunidad puede contribuir a la “estandarización” del procedimiento de castigo, diluyendo la diferenciación del linchamiento respecto de otras formas de castigo comunitario del delito –vigilantismo, por ejemplo.
El linchamiento como ejercicio de pluralismo jurídico
En esta perspectiva el linchamiento forma parte del pluralismo normativo propio de las sociedades multiétnicas y multiculturales. Sea por voluntad institucional del estado o por su propia ineficacia, el orden jurídico estatal coexiste y se articula de manera dominante con encuadramientos normativos subalternos que expresan y legitiman criterios alternativos de legalidad, justicia y sanción, que pueden entrar en conflicto con los que están incorporados en la matriz institucional de aquél. El linchamiento pondría de manifiesto un fenómeno de retención de violencia punitiva por determinados grupos culturalmente diferenciados respecto de los criterios corporizados en la matriz institucional del estado y en el desempeño de sus funcionarios. Una retención que actúa como mecanismo de consolidación de la unidad y la identidad del grupo frente a la deslegitimada normatividad institucional estatal, y no sólo como modalidad de resolución de cierto tipo de conflictos.
El linchamiento aparece ante quienes lo cometen como un procedimiento normal de reparación de agresiones, un recurso directo reparador de un agravio al grupo. La rápida recuperación del ritmo usual de vida en las comunidades, barrios, etc. tras la ejecución del linchamiento sugiere que éste no es visto por sus autores como algo extraordinario o extracotidiano; forma parte del repertorio legítimo de respuestas a determinados hechos. Es el caso de los linchamientos que se registran en algunos distritos rurales de fuerte densidad étnico-cultural diferenciada respecto de la que se expresa en las instituciones estatales, circunstancias en las que la comisión del hecho se justifica invocando prácticas punitivas ancestrales.
Es cuestión discutida, sin embargo, que los usos y costumbres de los pueblos originarios de América incluyan formas brutales de castigo y de muerte como el linchamiento (Garay Montañés 1998; Ramírez Cuevas 2002; Mendoza 2003; del Álamo 2004; Hinojosa Zambrana 2004; Vilas 2008). No se está haciendo referencia aquí a todo tipo de castigo físico sino al ensañamiento típico del linchamiento. Cierta forma de castigo físico fue admitido hasta muy recientemente por la legislación de muchos países convencionalmente considerados desarrollados; en las prácticas sociales de los pueblos originarios de América también se encuentran formas no letales, usualmente acompañadas de lo que se suele llamar “linchamiento simbólico”: poner en ridículo al ofensor ante toda la comunidad, obligarlo a pedir perdón en público, vestirlo o pintarlo de manera grotesca, etcétera. Se cuestiona en cambio la fundamentación de las dimensiones más brutales del linchamiento, sobre todo el asesinato tumultuario, en un supuesto derecho tradicional. Más exactamente, lo que está en debate, sobre todo por antropólogos, juristas, politólogos y en general estudiosos del pluralismo legal, es hasta qué punto o en qué sentido los linchamientos, que por su reiteración parecen haberse convertido en un modo legítimo de encarar ciertos conflictos, constituyen una costumbre también en el sentido en que el concepto es empleado por esas disciplinas.
La hipótesis del pluralismo legal puede ser analizada en dos niveles o dimensiones. La primera de ellas refiere a la dicotomía misma que establece entre la autenticidad del derecho comunitario y la artificialidad del derecho estatal. La segunda cuestión refiere al debate respecto de la conversión de cualquier práctica social en norma de conducta.
Respecto del primer aspecto, deben señalarse la historicidad y la naturaleza dinámica del derecho consuetudinario. Las normas tradicionales han asimilado normas europeas en tiempos coloniales y normas de los estados con posterioridad a la independencia, las han adaptado a sus necesidades y las han incorporado como propias: fiestas patronales, sistema de cargos, indumentaria, por ejemplo, deben tanto a la imposición colonial y a la adaptación a ella como a prácticas y valoraciones postcoloniales.[2] La idea de ancestralidad se presta a confusiones, en la medida en que omite la evidencia de que, para sobrevivir a los embates del colonizador primero, de los estados nacionales más tarde y ahora de la globalización neoliberal, las prácticas ancestrales debieron adaptarse y resignificarse como condición para sobrevivir. En lo que refiere concretamente a nuestro asunto, existe coincidencia en señalar el impacto de conflictos político-militares recientes en la transformación de hábitos, representaciones, valoraciones de comunidades de origen precolonial directamente involucradas de una u otra manera en ellos, o la destrucción de prácticas de reciprocidad y solidaridad por efecto de las reformas neoliberales (Torrico 1990; Mendoza y Torres Rivas 2003; República del Perú 2003; Vilas 2006, 2008), como también la gravitación de largo plazo de sus efectos (Mendoza Alvarado 2008; Burt 2006; Garavito Fernández 2003; Green 1999; Rodriguez Rabanal 1995).
Las constituciones y la legislación de la mayoría de los estados en sociedades multiétnicas reconocen vigencia al derecho indígena, aunque en la medida en que no se contrapone a los principios fundamentales establecidos por aquéllas (México, Colombia, Venezuela, Bolivia, Ecuador, etc.).[3] Además, numerosos estudios de la justicia comunitaria coinciden en que a lo largo del último medio siglo las autoridades de las comunidades han perdido mucho de su poder; sólo pueden impartir el derecho tradicional en cierto número de casos: robos, riñas, faltas a la autoridad, problemas familiares, conflictos de límites de tierras, robo de ganado, embriaguez, no participar de los trabajos comunales, omisión de aportar tributos y contribuciones a las ceremonias de la comunidad, y aún así únicamente cuando todos los involucrados pertenecen a la comunidad y cuando el estado convalida esa autoridad. Los hechos que involucran a personas ajenas a la comunidad, o constituyen delitos mayores, deben ser remitidos a los tribunales. Los procedimientos del derecho consuetudinario están diseñados para arribar a compromisos entre las partes y recomponer el equilibrio comunitario alterado por el conflicto. Incide en esto la estructura de las comunidades, fuertemente basada en redes de parentesco. La supuesta benevolencia o humanidad de la justicia comunitaria expresaría, más bien, una clara racionalidad de preservación de la unidad del grupo por encima de conflictos: “Son los mismos vecinos, primos o cuñados con quienes hay que convivir después del trato, de tal manera que un simple ‘ajusticiamiento’ no soluciona el problema. La meta, entonces, no puede ser el castigo, sino buscar la conciliación, ‘hacer el balance’…” (Huber 1995:49; en el mismo sentido Izko 1994; MINUGUA 2002:301-302; Gutiérrez 2003; del Álamo 2004).
En tiempos recientes se han registrado cambios, producto de los factores mencionados más arriba e incluso de una mayor “penetración infraestructural” del estado (en el sentido de Mann 1993) en determinados territorios. Con creciente frecuencia las nuevas generaciones prefieren acudir a los tribunales estatales, usualmente más benévolos ante algunos conflictos que las autoridades de la aldea, y esto contribuye adicionalmente a la erosión de la autoridad tradicional. Una de las tensiones más sobresalientes en el tribunal es la que se crea entre los principios de igualdad formal y universalidad del derecho del estado, y la atención prestada por el derecho consuetudinario a la diferenciación a través de la jerarquía y el estatus y la particularidad. Con cierta frecuencia se observa que miembros de la comunidad “juegan” con la pluralidad legal, apelando según las circunstancias a uno u otro sistema (Collier 1973; Sierra 1995). A menudo esto puede conducir a nuevas tensiones dentro de la comunidad. El estudio de Dorotinsky de las comunidades zinacantecas de México encontró que cuando un miembro de la comunidad reclama la intervención de los tribunales “generalmente es por venganza, o para obtener beneficios personales en perjuicio de otro miembro de la comunidad. La ley se convierte así en un arma más para prolongar un conflicto y se invoca a los funcionarios básicamente para hostigar a un enemigo”, elevándose el nivel de conflictividad dentro del grupo (Dorotinsky 1990).
La segunda dimensión de la hipótesis refiere a la posibilidad, legitimidad, o incluso conveniencia desde la perspectiva del equilibrio social, de reconocer estatus normativo a cualquier hecho social cuando éste se presenta con cierta reiteración. La conversión casi automática del ser en deber ser deriva de la misma dicotomía entre prácticas comunitarias y normas estatales. El discurso predominante sobre el derecho indígena, que parte de una crítica a la inadecuación de la ley a ciertos aspectos del mapa social, tiende a valorar la costumbre como buena y a la ley como mala, en virtud de sus respectivos orígenes –la armonía virtuosa de lo social frente a la violencia y la perversión de lo político. Al aislar a las costumbres indígenas de su enmarcamiento social más amplio y al vaciarlas de historicidad, este enfoque reifica esas costumbres, es decir las convierte en cosas, y más exactamente en “cosas buenas” por oposición a la “cosa mala” de la normatividad estatal. Un maniqueísmo que se corresponde con las actitudes de signo inverso que prevalecieron durante siglos y satanizaron o minusvaloraron las prácticas culturales indígenas. Al mismo tiempo, la conversión ex oficio del hecho en norma cumple una función de ocultamiento de la dinámica interna de las comunidades. Fuertemente influenciada por la vieja antropología funcionalista, esta visión de las cosas carga las tintas en las tensiones y colisiones entre la comunidad y la sociedad más amplia, imputando a aquélla una cohesión y armonía internas que soslayan los conflictos y desajustes que tienen lugar en su interior, o encarándolos simplemente como efecto intrusivo de fuerzas exógenas –reproduciendo así como teoría la visión de sectores determinados de la comunidad.
La reivindicación del derecho consuetudinario y de los usos comunitarios puede ser vista como un aspecto de una estrategia de preservación de la identidad del grupo culturalmente diferenciado en contextos que, por variadas causas (transformaciones económicas, migraciones, conflictos político-militares…), la cuestionan de alguna manera. El auge de los movimientos indígenas, las transformaciones en las relaciones entre el estado nacional y las comunidades, el impacto de procesos de cambio económico de gran alcance han contribuido en años recientes al fortalecimiento de estas argumentaciones. Existiría así, en estas organizaciones, un uso de los usos y costumbres, y la justificación del linchamiento, o al menos una mirada benevolente, puede ser entendida como uno de esos usos.
El papel del estado
Los de los linchamientos son escenarios donde el estado no llega, llega tarde o llega mal. Es decir, no cumple con lo que de él se espera en cualquier sociedad: garantizar, hacia adentro y hacia fuera de las fronteras, la vida, la libertad, el patrimonio y la seguridad de las personas. Aún en los casos en que el pluralismo jurídico cuenta con reconocimiento constitucional, ese mismo reconocimiento veda la aplicación de castigos físicos y la pena de muerte y garantiza la vigencia efectiva del debido proceso penal. Si bien en todo pluralismo implica un cierto relativismo axiológico, en estos y otros puntos de semejante gravedad no se admite relativismo alguno. Vale decir, los linchamientos se ubicarían por encima, o por afuera, en todo caso más allá de ese reconocimiento pluralista.
Se discute si esta situación expresa un caso de “estado fallido” o “fracasado”, es decir un estado que alguna vez existió y funcionó y ya no lo hace, si directamente es el efecto de una lisa y llana ausencia de estado, o si expresa un proceso inacabado de formación estatal. Se debate también si esa ausencia, falencia o carácter incompleto se refiere a la institucionalidad material del estado (por ejemplo cobertura parcial de la territorialidad y la población por determinadas agencias públicas: fuerzas de seguridad, organismos judiciales, etc.) o también a su dimensión cultural simbólica (Corrigan y Sayer 1985), a su incapacidad para instalarse “en la mente y el corazón los individuos” (Strayer 1981) y alimentar sentimientos de lealtad a sus instituciones, expresados en prácticas individuales y colectivas. Esa falencia se expresaría tanto en vacíos o ausencias institucionales, en el rechazo o insatisfactorio reconocimiento de la pluralidad lingüística y cultural en el caso de sociedades multiétnicas, en el violentamiento por el estado de su propia legalidad: asesinatos extrajudiciales, tortura de detenidos, sobornos, impunidad y colaboración con el delito, etc., o en la combinación de todas esas manifestaciones.
La teoría de la falencia estatal está estrechamente ligada al diseño de la política exterior de los Estados Unidos (Bush 2002; Rotberg 2004; Moncada Roa 2007; Hirst 2009). Además de las limitaciones y sesgos ideológicos que se derivan de este origen y de las sanas reservas que por ello ha suscitado, el concepto de estado fallido o fracasado “congela” la vida estatal en un momento determinado, descartando la evidencia de que el estado, todo estado, es una realidad en permanente formación y recreación –una “variable conceptual”, en términos de Nettl (1968). Ello así porque el estado es siempre institucionalización política de relaciones de poder entre fuerzas sociales, y los ámbitos en los que se hace presente a través de sus órganos, aparatos y funcionarios, y el modo en que lo hace, refieren en último análisis a la configuración de esas relaciones de poder. En consecuencia lo que desde la perspectiva de ciertos actores puede aparecer como falencia estatal puede ser una prueba del exitoso desempeño estatal desde la perspectiva de otros actores y otros intereses, o una condición para ese éxito. Después de todo “dejar hacer” es una de las consignas fundantes del capitalismo liberal que mantiene su vigencia en estos tiempos de neoliberalismo.
El “abandono” estatal de amplias zonas rurales creó condiciones para la sobreexplotación de la fuerza de trabajo rural en beneficio de las cuentas bancarias de los terratenientes y (pero en menor medida) las arcas fiscales del estado central. La desprotección policial de las barriadas populares va de la mano con la concentración de los recursos en las zonas residenciales de nivel económico medio y alto. Concomitante, el olvido o la falencia estatal pueden ser vistos y vividos como oportunidades “por default” para el ejercicio de la autonomía local. Muchas experiencias de descentralización y “nuevo federalismo” impulsadas en el marco del “Consenso de Washington” resultaron en verdaderas retiradas del estado; la pretendida “autogestión de la sociedad civil” redundó en un verdadero sálvese quién pueda más parecido al estado de naturaleza de Hobbes que a la democracia comunitaria de Tocqueville. Algunos estudios han destacado, en esta línea de argumentación, el efecto no deseado de algunos programas de prevención comunitaria del delito y de “seguridad ciudadana” –íconos de la política de seguridad en los tiempos del neoliberalismo y de lo que ha venido después. De acuerdo a Dammert el carácter a menudo confuso de esos programas “permite la consolidación de un discurso autoritario sobre la delincuencia y, a su vez, la aparición de procesos negativos como los linchamientos de supuestos delincuentes” (Dammert 2005; en sentido similar Romero Salazar y Rujano Roque 2007). Vale decir, más que ausencia del estado, estarían interviniendo en la comisión de linchamientos modalidades determinadas de organización y desempeño estatal.
Por lo demás, el énfasis en la participación comunitaria normalmente deja de lado el reconocimiento de la heterogeneidad interna de las comunidades –sean éstas aldeas indígenas o barrios populares (Mack Echeverría 2002). La idea de una comunidad de iguales no resiste análisis; al margen de los discursos identitarios, existen vínculos políticos y económicos, y un dinámico intercambio, entre lo que ocurre “dentro” de la comunidad urbana o rural y “dentro” de la sociedad mayor en la que aquella está inserta. Lo autóctono o ancestral se reproduce articulado a lo “externo” regional, nacional e incluso global, y éstos lo hacen articulados a lo local; quiérase o no, la mayor densidad de los intercambios y las vinculaciones pone en tensión la “solidaridad mecánica” (Durkheim), el “capital social” (Bourdieu) de las comunidades. De hecho, la cohesión comunitaria que muchas veces se cree ver como sustento cultural del linchamiento es más bien el resultado del linchamiento mismo en comunidades de compleja diferenciación interna (Santillán 2008; Krupa 2009). Las idas y vueltas experimentadas en Ecuador y en Bolivia para operativizar los grandes principios constitucionales del estado multiétnico dan testimonio de la complejidad del asunto.
Los linchamientos se escenifican entre pobres y en ambientes empobrecidos básicamente porque las instituciones públicas teóricamente encargadas de revertir esas condiciones no llegan, o llegan de mala manera: no por una limitación técnica –que ciertamente es real- sino como un efecto de una dada configuración del poder social; es esta configuración la que define los alcances y las limitaciones de la técnica, los procedimientos, las instituciones. En este sentido, la persistencia del linchamiento como modo de resolución de conflictos indican el largo camino que nuestras democracias aún tienen por delante.
REFERENCIAS
(*) Documento presentado en el Panel “Lynchings in the Americas: Historical, Social, and Political Causes”. LASA XXX International Congress. San Francisco, mayo 2012. Agradezco a la Lic. Ivalú Ramírez Ibarra su colaboración en materia documental.
[1]Este documento se apoya en una definición restrictiva del linchamiento como modalidad específica de violencia punitiva colectiva, fundamentada en anteriores trabajos del autor (Vilas 2001, 2005, 2006, 2008).
[2] Vid Martínez Rubalcava (1987) sobre la adaptación del sistema de cargos a diferentes circunstancias políticas y socioeconómicas; Alvarez (2004), Brachetti (2001), Remy (1991) sobre los juegos de batalla y otros ritos de afirmación de la masculinidad y la identidad comunitaria en las sociedades andinas.
[3] Esto se aplica también a las recientes constituciones de Ecuador y Bolivia, que sin perjuicio de dar formato constitucional a estados multiétnicos/multinacionales, mantienen el principio de la supremacía normativa de ese estado respecto de las comunidades individualmente consideradas. Mayor desarrollo de esto en Gutiérrez Pérez et al. (2003); Vilas (2006).