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Carlos M. Vilas[1]

Introducción

Extraños frutos colgaban de los árboles esa mañana de domingo en Zapotitlán, estado de Guerrero. El revoloteo de los zopilotes, el mosquero zumbante, el amontonamiento de la gente, confirmaban la singularidad del cuadro: pendían del ramaje y se bamboleaban en la bruma que aún se resistía a despejarse, los cuerpos desnudos, brutalmente castigados, de cinco ahorcados. Habían sido linchados por vecinos del lugar a golpes de palos, machetes y puños, disparos de armas de caza, y finalmente colgados. Tres habían cometido asaltos. Los otros eran familiares de los primeros que habían tratado de retirar los cadáveres; corrieron la misma suerte de sus parientes.

 

Los hechos de Zapotitlán ocurrieron el 18 y 19 de diciembre de 1993 cuando México, presidido por Carlos Salinas de Gortari, adquiría membresía en la OCDE y se aprestaba a firmar el Tratado de Libre Comercio de América del Norte. En ese tiempo el gobierno de Salinas era ampliamente celebrado dentro y fuera de México, y no sólo en el ámbito financiero, como un ejemplo particularmente exitoso de modernización e incorporación al primer mundo. La foto de los linchados, en la primera plana de los diarios de circulación nacional, provocó reacciones de espanto ante lo que aparecía como la emergencia brutal de las fuerzas, que se creían eliminadas para siempre,  del México bárbaro. Era como si las cucarachas, los alacranes o los gusanos hubieran surgido de debajo de la alfombra invadiendo la sala elegante donde las damas tomaban el té y los caballeros comentaban la evolución del mercado bursátil.

 

Sin embargo, los linchamientos de Zapotitlán ni eran los primeros ni habrían de ser los últimos. En años anteriores se había registrado una veintena de casos similares en diferentes estados del país; en los cinco años siguientes se registrarían más de setenta. Unos y otros además de decenas de casos anuales de ejecuciones por cuerpos armados al servicio de terratenientes o de caciques locales, operativos policiales y militares, enfrentamientos entre familias, choques entre comunidades indígenas, conflictos religiosos, confrontaciones políticas. Tampoco son característica peculiar de México: en Guatemala, Brasil, Haití y otros países del continente se registran con mayor o menor frecuencia hechos de este tipo –sin olvidar la decisiva contribución de Estados Unidos al tema. Ni son ajenos a la historia política del hemisferio: Tomás Eloy Alfaro en Ecuador, Gualberto Villarroel en Bolivia, dan testimonio de ello.

 

            Este artículo presenta los resultados de una investigación que el autor inició durante su afiliación institucional al Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades de la Universidad Nacional Autónoma de México (CEIICH-UNAM). Parte de la hipótesis de que hechos como los registrados en Zapotitlán son reveladores de la  naturaleza de las relaciones estado/sociedad y de la compleja articulación entre tradición y modernidad en escenarios multiculturales que combinan variados patrones de organización, dominación y legitimación social y política. A esta cuestión está dedicada la primera parte del texto, que resume el marco conceptual de la investigación. Se exponen luego las principales categorías que orientan el análisis. En la tercera sección se lleva a cabo un primer análisis de la información empírica que constituye la base de la investigación. Por último se sugieren algunas conclusiones preliminares que, a manera de hipótesis, orientarán el desarrollo ulterior de la investigación.

 

I. La violencia en sociedades plurales

Cualquier caracterización del estado incluye como uno de sus rasgos definitorios el monopolio de la coacción física. Esto plantea una problemática doble: la que se relaciona con el grado de efectividad del monopolio estatal, y la que indaga sobre su legitimidad. La efectividad refiere al grado en que el estado ha puesto fin a la dispersión del poder armado en manos de particulares --"el contraste entre la violencia de la esfera estatal y la relativa no-violencia de la vida civil"--[2] y a las modalidades de cooperación, complementación, paralelismo o confrontación entre el poder coactivo privado y el del estado. La legitimidad apunta al consentimiento suscitado y obtenido por ese monopolio, tanto en lo que toca a su existencia como tal, cuanto al modo en que la coacción estatal se ejerce.

 

El modo en que se transaron los acuerdos de poder entre las burguesías comerciales e industriales y las oligarquías predominantemente terratenientes, determinó que en América Latina sólo en contados casos (Argentina, Costa Rica, Uruguay...) el estado alcanzara a detentar el monopolio efectivo y absoluto de la coacción física --situación que ilustra asimismo la aún inacabada diferenciación entre estado y sociedad y entre lo público y lo privado.[3] En la mayoría de los países de la región este monopolio es hasta ahora más formal que real, en cuanto persisten modalidades variadas de complementación y cooperación de violencia privada y estatal. Aunque esas modalidades pueden ser vistas descriptivamente como delegaciones operativas de funciones estatales, en los hechos ilustran la incapacidad de los actores que se expresan a través de la institucionalidad del estado para alcanzar una efectiva primacía nacional, y la necesidad de involucrarse en negociaciones con otros grupos de poder, o de aceptar sus "soberanías" regionales o locales en el marco del estado nacional. Las manifestaciones de esta difusión del poder coactivo son numerosas: los ejércitos privados de los grandes terratenientes brasileños, las guardias blancas de los latifundistas del sureste mexicano, los séquitos armados de protección a empresarios, las rondas campesinas en Perú, las patrullas de autodefensa civil en Guatemala, las autodefensas unidas en Colombia, la fusión del poder económico y el poder político-militar en las grandes haciendas de la más moderna agroexportación, los cuerpos armados del narcotráfico.

 

                Dominación legítima es aquella que la población del estado acata por convicción respecto de la justicia de esa dominación mucho más que por temor al castigo que acarrearía enfrentarse a ella, aunque usualmente el temor al castigo ayuda a alimentar aquella convicción. La red de interacciones sociales y el desempeño efectivo de las instituciones públicas inciden decisivamente en el sustento de legitimidad del poder estatal. La convivencia en organizaciones se basa mayormente en un sistema implícito de reciprocidades, y el estado no escapa a ésto. La intensidad y alcances del consentimiento que la gente presta a la autoridad están usualmente ligados a la medida en que juzga que lo que entrega (en trabajo, servicios personales, impuestos, productos, observancia de las normas, participación en rituales...) guarda una relación de proporcionalidad con lo que recibe a cambio (servicios institucionales, seguridad, reconocimiento, empleo o cualquier otra cosa que considera valiosa). El acatamiento al poder estatal y al sistema legal  goza así de legitimidad y el orden social es percibido como justo. No toda incorporación a una organización es producto exclusivo del consenso. Sobre todo en lo que se refiere al estado, la pertenencia a él es una cuestión de ausencia de alternativas en la medida en que nacemos en el territorio de un estado y en una matriz de relaciones configuradas por el estado o articuladas a él. Sin embargo el nivel subsiguiente de involucramiento emocional en esa matriz de relaciones y en su marco institucional está estrechamente asociado a esa noción de reciprocidad. [4]

           

            El discurso de los actores políticos convencionales (por ejemplo dirigentes, partidos, agencias gubernamentales, sindicatos, cámaras empresariales) suele poner el acento en los referentes macropolíticos y macrosociales de la legitimidad, pero la mayoría de la gente construye sus juicios de legitimidad en el nivel microsocial sobre el cual posee, o espera poseer, alguna capacidad de decisión. La  legitimidad se expresa de manera concreta en la vida diaria, en el plano existencial, y se construye a partir del efecto en ese nivel, de los procesos macrosociales, macroeconómicos y macropolíticos. Llama la atención por lo tanto sobre el modo en que esos efectos son interpretados por la gente como resultado del entrecruzamiento  y las tensiones entre los procesos de socialización impulsados por las grandes instituciones (sistema educativo, medios de comunicación, iglesias, organizaciones políticas...) y los que son impulsados por instancias más personalizadas o inmediatas (familia, barrio, amigos, comarca, parroquia). La legitimidad del orden político estatal y de su sistema normativo guarda usualmente una fuerte dependencia de los juicios que la población lleva a cabo respecto del modo efectivo en que determinadas agencias o instituciones públicas penetran las sociedades locales o los ámbitos de la vida cotidiana, mucho más que de las grandes definiciones de política. Cuanto más dependiente es la calidad de vida de los integrantes de un grupo social del desempeño de estas agencias, más fuerte es el papel de las evaluaciones respectivas en la legitimación del orden social. El funcionamiento de la escuela, el hospital o el destacamento policial del barrio, la aldea o la comarca suelen ser más importantes en este sentido que la política educativa, de salud o de seguridad del estado.[5]

 

            La homologación entre legitimidad y legalidad y la precedencia de ésta respecto de aquélla son características del capitalismo occidental: derivan de la abstracción de las relaciones mercantiles y sociales y de la prevalencia de la forma de las relaciones respecto de su contenido. La manifestación de la legalidad como positividad jurídica acordó seguridad y estabilidad a las transacciones comerciales y a la vida social; permitió trazar límites objetivos a la acción del estado y garantizar ámbitos de acción individual libres de la interferencia del poder político.[6] La positividad de los derechos les acuerda existencia objetiva, independiente de la voluntad de los poderosos. La separación entre lo público y lo privado, y la concepción de un "estado de derecho" derivan de, y están asociadas a, la identificación entre legitimidad y legalidad y a la expresión jurídico-positiva de ésta.

 

            El desarrollo del estado-nación implica la progresiva imposición de un tipo específico de dominación y una forma particular de legitimidad --la legitimidad "racional-legal" de la sociología weberiana-- que entra en conflicto con otros tipos de dominación y otras formas de legitimidad que expresan la heterogeneidad de la estructura y la pluralidad de las modalidades de organización social y de autoridad política. Una corriente importante de la literatura llama la atención, precisamente, sobre la dimensión cultural del proceso de formación del estado moderno.[7] La ciudadanía, institución típica de la concepción oficial del sistema político y base del estado-nación, convive y se articula con prácticas de clientelismo y patronazgo, con modalidades patrimonialistas y carismáticas de ejercicio del poder, todo al mismo tiempo y en el mismo territorio. La resultante es la tensión entre las instituciones formales y las prácticas sociales, entre política como formato estatal y cultura como práctica social --como se advierte en la coexistencia usualmente conflictiva de múltiples criterios de autoridad, de justicia y de racionalidad.

 

            Ese desfase imprime al estado periférico su particular "combinación de poder y debilidad".[8] Poder, en el sentido que la penetración de sus agencias y mecanismos de socialización tiene siempre una dimensión fuerte de imposición, y en el sentido que el ingrediente coactivo de la organización estatal debe  mantenerse permanentemente actualizado para garantizar que las tensiones cruzadas de su compleja base social no llegarán al punto de la disolución del cuerpo político. Debilidad, porque la propia heterogeneidad y los intereses contrapuestos del cuerpo social hacen extremadamente frágil el logro de un consenso básico y la dotación de una mínima legitimidad al poder político, sus aparatos y sus funcionarios; vale decir, la conversión del poder en autoridad. En sociedades cruzadas por cortes y rupturas tan profundos la armonización de los conflictos de intereses es más difícil. El estado enfrenta problemas serios para funcionar como "organizador de la heterogeneidad social"[9] y es visto por grupos amplios como la expresión institucional del desorden.

 

            En estructuras sociales de este tipo la legalidad positiva del estado coexiste con formas alternativas de juridicidad, con procedimientos paralelos para la resolución de controversias, y con mecanismos de legitimación distintos de los reconocidos por la legalidad oficial que se expresa en las instituciones del estado. La aplicación de un derecho consuetudinario refiere a la existencia de un corpus legal preexistente al del estado, o desarrollado en paralelo a éste. En sociedades multiétnicas como las de Mesoamérica y el área andina el estado institucionaliza una matriz de relaciones de poder que es al mismo tiempo de clase y étnico-cultural; persisten, con vigencia formalmente subordinada a la legalidad "oficial", formas alternativas de legalidad conocidas como "derecho consuetudinario", de interacción conflictiva con aquélla.[10]

 

            En condiciones de profunda fragmentación social –vale decir, sociedades en las que la diversidad cultural se agrega a situaciones de marcada desigualdad socioeconómica y regional--, el pluralismo legal transita por senderos de doble vía. La coexistencia de dos órdenes normativos –el derecho positivo del estado y el derecho tradicional de las comunidades étnicamente diferenciadas-- define una de esas vías, la de mayor visibilidad: la que va de la sociedad al estado. En la configuración de la matriz de poder expresada en el estado, se trata de franjas delimitadas y usualmente subordinadas de legalidad alternativa cuya existencia es producto del arraigo de patrones diferenciales de identidad y comportamiento social en áreas periféricas a los intereses de los grupos dominantes y de la economía capitalista. En principio el enfrentamiento a la legalidad del estado es circunstancial y discreto; no cuestiona el poder del estado sino algún aspecto puntual de su funcionamiento. Sin embargo, la reiteración a lo largo del tiempo de estos comportamientos de desafío puntual al poder estatal puede abonar el acometimiento de acciones de confrontación de mayores alcances.[11]

 

            La persistencia de este derecho tradicional y sus modos de resolver los conflictos obedece a un conjunto de factores de incidencia variable. Por su propia definición, el derecho comunitario regula controversias que no van más allá de la comunidad, o de pleitos entre algunas comunidades; involucran números reducidos de personas y cifras económicas pequeñas con relación a los grandes agregados de la contabilidad nacional o regional. Son, por así decir, conflictos de intereses marginales desde la perspectiva del estado central y del bloque de poder que se expresa a través de él --robos en pequeña escala, disputas de límites, uso de tierras ejidales, inobservancia de rituales comunitarios, y similares— pero que revisten centralidad para la preservación de la comunidad. La obligatoriedad de este derecho se circunscribe a los miembros de la comunidad. Excepcionalmente puede extenderse a forasteros que de alguna manera violentan las normas comunitarias o que atentan contra derechos o propiedades de sus miembros; en estos casos, se trata de forasteros que normalmente no ocupan posiciones de poder económico o político de las que, de alguna manera, la comunidad depende o que no puede resistir. En cambio, quedan excluidos aquellos personajes regionales como grandes comerciantes, acopiadores de grano, o terratenientes. En general se trata de un derecho aplicable entre iguales, donde el criterio de igualdad refiere tanto a lazos de sangre o de parentesco simbólico como a precariedad económica y patrones de residencia.

 

En segundo lugar,  la precariedad de las condiciones de vida hace difícil acceder a las instituciones judiciales e incluso administrativas del estado para plantear demandas o resolver conflictos. La legalidad oficial es cara; demanda gastos de abogados, procuradores y notarios que usualmente exceden las posibilidades de las comunidades; en algunos casos es necesario efectuar viajes a la capital provincial e incluso a la del país; a pesar del reconocimiento legal o constitucional del multiculturalismo, en materia de trámites es mejor manejarse en castellano que en el propio idioma porque fuera de la región es difícil encontrar funcionarios que lo hablen o lo entiendan. Todo esto dota de un efecto de lejanía física a la distancia cultural que separa a las instituciones estatales de las de la comunidad. Finalmente, el ordenamiento jurídico estatal se asienta en y expresa un plexo axiológico que frecuentemente no coincide, e incluso está en conflicto, con el que se expresa y reproduce a través del sistema normativo de las comunidades. El orden estatal no considera conflictos a muchas de las cuestiones planteadas por la comunidad, o las considera de manera diferente; los tribunales son lentos; las garantías del debido proceso legal, la gradación de los delitos y las penas, etc. son vividas como arbitrariedad, denegación de justicia, protección a los delincuentes. En suma, la tensión entre ambos sistemas normativos pone de relieve la difícil coexistencia de criterios divergentes de justicia así como de metodologías diferentes para el manejo del conflicto. Todo esto en un marco histórico y social de explotación y dominación, de demandas no atendidas y de efectiva vulneración de derechos.

 

            La otra vía del pluralismo jurídico emana del propio estado. Me refiero a la

existencia de facto de dos órdenes jurídicos que deriva de la aplicación diferencial de la legalidad estatal a distintos grupos de población. La problemática creciente de la violación de los derechos humanos en regímenes formalmente constitucionales y democráticos expresa con patetismo esta dualidad. La legalidad, especialmente en lo que refiere a derechos y garantías individuales y al conjunto de principios, normas y prácticas subsumidas en el concepto de "estado de derecho", no tienen vigencia efectiva o la tienen de modo muy esporádico, para categorías amplias de la población socialmente más vulnerable –por ejemplo, comunidades indígenas, niños y mujeres, pobres, trabajadores rurales, campesinos— o más conflictiva: opositores políticos, periodistas críticos, activistas sindicales... Los estados formalmente democráticos y constitucionales suelen violentar su propia juridicidad en el tratamiento concreto de estos grupos de población; en los hechos, y con independencia de la legalidad formal, puede tener lugar una  discriminación entre ciudadanos de primera y éstos otros, implícita y prácticamente ciudadanos de segunda.[12]

 

                En efecto: la dualidad en el tratamiento legal de la población del estado constituye el horizonte cotidiano de lo que Tefel denominó “el infierno de los pobres”:[13] prepotencia e impunidad policíaca o militar, venalidad judicial, arbitrariedad patronal. Se trata de una abrogación operativa del estado de derecho en lo que se refiere a la relación de las agencias gubernamentales respecto de grupos determinados de población. En estos escenarios la democracia y las garantías constitucionales tienden a circunscribirse de las clases medias hacia arriba; a los barrios de clase alta de las ciudades; a las poblaciones blancas y mestizas o ladinas; a los varones mucho más que a las mujeres. En estas circunstancias la legalidad positiva del estado es vivida por los discriminados/as como ilegitimidad, injusticia, autoritarismo o arbitrariedad,  sin perjuicio del formato legal. El sesgo institucional de algunos medios de comunicación destaca mucho más la violencia de los pobres y los oprimidos que la de quienes han resultado más favorecidos en el reparto social de la riqueza y el prestigio. Lo rudimentario de sus medios, lo poco sofisticado de sus estilos, golpean nuestros esquemas y agitan inmediatamente el espectro del regreso a la barbarie justo cuando nos convencíamos de que formábamos parte de la modernidad. Pero la discreción del disparo con silenciador, la capacidad institucional para borrar las huellas o para disfrazar como defensa a una agresión los asesinatos y las masacres, no cambian la naturaleza de la violencia ejercida desde el poder político y económico, y ciertamente refuerzan su impunidad.

 

            El autoritarismo y la brutalidad de las clases dominantes y del estado hacia las clases populares proyectan un efecto de pedagogía perversa sobre éstas, sobre sus estrategias de movilización y de resistencia, y sobre las organizaciones que canalizan el descontento popular. El coeficiente de brutalidad en sociedades fragmentadas por agudas diferenciaciones de clase, étnicas o raciales, de género, u otras, aceptado como "normal" por sus propias víctimas, tiende a ser considerablemente más elevado que en sociedades más integradas y homogéneas, y esa aceptación es reforzada por la percepción cotidiana de actos de violencia como modo de resolver conflictos, imponer voluntades, acceder a recursos o defender el prestigio.[14] Cuando las instituciones del estado no llegan, o llegan tarde o mal en la percepción de los actores, y esta situación persiste en el tiempo, la delegación del poder coactivo en el estado pierde sentido y reaparece el ejercicio de la violencia por parte de los actores.

 

En estos escenarios la violencia opera como una forma normal de mediación de las relaciones sociales cotidianas. Cuando el monopolio estatal de la violencia es inexistente o imperfecto, o no es percibido como legítimo, la sobrevivencia física y el prestigio social pueden depender de la capacidad de los individuos para desplegar una amenaza verosímil de violencia. La debilidad del monopolio estatal de la violencia, la tolerancia del estado frente a despliegues de violencia privada, la extralimitación de las agencias estatales de prevención y coacción, la inseguridad del mundo de la pobreza, refuerzan la cultura tradicional de tenencia y uso de armas, y de resolución violenta de conflictos familiares, vecinales o de otra índole. En comunidades donde la caza provee parte importante de la alimentación, el uso de armas es una condición básica para la subsistencia. La idea de que el poder se ejerce a partir de la posesión de determinados objetos --tierra, dinero, ganado, armas— está presente en todas las sociedades. En algunas de ellas estos elementos son considerados no sólo como recursos de poder sino como el poder mismo; la eficacia cuestionable de los procesos de socialización impulsados desde el estado, las modalidades de relación con la naturaleza, y sobre todo la inseguridad generalizada, mantienen la vigencia de este tipo de convicciones.[15]

 

El potencial de violencia de este tipo de sociedades se incrementa y adquiere mayor explicitación en periodos de profundas transformaciones sociales y económicas, que cuestionan el sistema establecido de jerarquías, expectativas y reciprocidades y someten a tensión los mecanismos existentes de cohesión social. Es conocido en este sentido el impacto de la penetración del capitalismo y las relaciones mercantiles en las áreas hasta ese momento ajenas o marginales a él: erosión de las relaciones comunitarias, diferenciación económica y social de la población, monetización de los intercambios, etc.  El cambio en las fortunas acarrea diferenciación y deteriora la solidaridad; cunden la desconfianza, el chisme, la envidia, la inseguridad. El paso rápido de la homogeneidad relativa a la diferenciación económica resulta inexplicable de acuerdo a los patrones tradicionales; surgen sospechas de pactos o arreglos espúreos que ponen en peligro a la comunidad.[16] Acontecimientos más recientes, como los procesos de ajuste macroeconómico, la desregulación comercial y financiera, o la expansión de la producción y comercialización de estupefacientes, incrementaron la inseguridad y la conflictividad social: enriquecimiento vertiginoso de unos y empobrecimiento de otros; surgimiento de nuevos referentes de autoridad; deterioro de los mercados de trabajo; migraciones; cambio en los sistemas de precios relativos; modificaciones en el uso de los suelos; gestación de nuevos criterios de lealtad, prestigio y deferencia, entre otros.

 

Las décadas de 1980 y 1990 fueron particularmente pródigas de acontecimientos de este tipo en amplias zonas de México. A su turno, estos cambios estuvieron enmarcados por procesos de intensa confrontación social y política orientada hacia la democratización del régimen político, de la que no estuvieron ausentes manifestaciones de extrema violencia física en perjuicio de activistas y simpatizantes de los partidos de oposición. En 1994 se produjo el alzamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en el estado de Chiapas, y en 1995 comenzó a actuar en el estado de Guerrero el Ejército Popular Revolucionario (EPR). Durante la década larga cubierta por la presente investigación (1987 a mediados de 1998) varios centenares de conflictos violentos enmarcaron el tipo de hechos a los que este estudio apunta: enfrentamientos entre comunidades, conflictos entre familias, ejecuciones adjudicadas a grupos ligados al narcotráfico, secuestros con fines extorsivos, conflictos religiosos, violencia de motivación o finalidad política, masacres de campesinos, emboscadas, maltrato a detenidos, extralimitaciones policiales, delincuencia común, etcétera, resultantes en asesinatos, violaciones, torturas, desapariciones, robo de ganado y otras pertenencias.[17] En conjunto, estos hechos señalan el carácter imperfecto del monopolio estatal de la violencia en sus dos dimensiones de efectividad y legitimidad y definen el clima social en el que se ubica la problemática de los linchamientos.

 

 

II. Algunas definiciones básicas

Para los fines de este trabajo, es posible distinguir dos tipos de ejercicio directo de la violencia punitiva. De una parte, el que expresa la coexistencia más o menos armónica, más o menos tensionada o confictiva, de una pluralidad de órdenes normativos. En lo que toca a nuestro tema, esa vigencia conflictiva de sistemas normativos se manifiesta en la dimensión comunitaria de los linchamientos. Por otro lado, la reacción de la gente ante la ineficacia del orden legal estatal para prevenir la comisión y el castigo de conductas que el propio orden estatal tipifica como ilegales. En el primer caso se jerarquiza la vigencia del derecho comunitario por encima del derecho estatal; los linchamientos expresarían una situación de retención de violencia punitiva por determinados actores sociales. En el segundo, se actúa para compensar el vacío dejado por la ineficacia del único orden legal reconocido; los linchamientos representarían una forma de reapropiación de la violencia.

 

En esta investigación se considera linchamiento 1) una acción colectiva 2) de carácter privado e ilegal, 3) que puede provocar la muerte de la víctima, 4) en respuesta a actos o conductas de ésta, 5) quien se encuentra en inferioridad numérica abrumadora frente a los linchadores. Esto significa que se deja de lado fenómenos de violencia simbólica a los que por extensión también suele asignarse este nombre --por ejemplo, ataques a través de medios de comunicación u otra vía pública contra personalidades a fin de dañar su prestigio, obstaculizar cursos de acción, y similares.

 

Acción colectiva: involucra como sujeto activo a una pluralidad de individuos en la que se subsumen sus identidades particulares. Es en este sentido específico, más cualitativo que meramente cuantitativo, que el linchamiento es ejecutado por una muchedumbre: el grupo borra las identidades particulares de sus integrantes. El linchamiento puede apoyarse en una organización previa permanente (aldea, comunidad…) pero como modalidad específica de acción implica una organización puntual  de baja organicidad, orientada al hecho específico del linchamiento y que usualmente desaparece tras él. Así conceptualizado el linchamiento se diferencia de acciones punitivas ejecutadas por organizaciones más permanentes, como el Ku Kux Klan estadounidense;

 

De carácter privado e ilegal: la acción es ejecutada por individuos que no cuentan con una autorización o delegación de autoridad institucional formal; implica por lo tanto una violación de la legalidad sancionada por el estado. Esto diferencia al linchamiento de acciones ejecutadas por vigilantes u otros grupos de personas a quienes las instancias institucionales delegan facultades punitivas o represivas;

 

Consumada o no  en la muerte de la víctima: el acto del linchamiento puede verse

interrumpido por razones variadas (por ejemplo intervención policial o de familiares de la víctima, o fuga de ésta), pero siempre implica, por lo menos, un severo castigo físico;

 

En respuesta a acciones de la víctima o imputadas a ella: el linchamiento se presenta usualmente como una reacción directa a una ofensa de la que los linchadores se agravian. Esto implica que el lapso que media entre la ofensa y la reparación es usualmente breve;  sugiere asimismo la ausencia de la figura de la premeditación del derecho penal, y enfatiza en cambio los ingredientes de espontaneidad;

 

Inferioridad numérica de la víctima: lo cual otorga a los linchadores impunidad y diferencia al linchamiento de otras formas de violencia privada en esos mismos escenarios sociales  –por ejemplo, enfrentamientos entre comunidades.  Llamar la atención sobre la inferioridad numérica de la víctima evita incurrir en discusiones poco relevantes respecto de cuán multitudinaria debe ser la muchedumbre que lincha.

 

 

III. Resultados[18]

a.         El universo

En el periodo cubierto por la investigación (1987-1998) se relevaron 103 linchamientos de acuerdo con la definición dada en la sección anterior. En cuanto hechos de violencia, estos 103 casos estuvieron lejos de ser “truenos en un día de sol”. Se señaló más arriba que la investigación reveló la existencia de un clima persistente de violencia cotidiana: enfrentamientos entre aldeas o comunidades, delincuencia común, conflictos entre familias o grupos de parentesco, ejecuciones vinculadas con la producción y comercialización de estupefacientes, extralimitaciones policiales, grupos parapoliciales, séquitos armados privados (“guardias blancas”), actividad guerrillera. La frecuencia de linchamientos resultó ser, en el periodo investigado, mucho menor que la de estos otros hechos.

 

Casi la mitad de los linchamientos tuvo lugar en los estados de Oaxaca, Chiapas y Guerrero (cuadro 1), caracterizados por una alta proporción de población indígena que dota a su tejido social de una fuerte estructura comunitaria.

 

Cuadro 1. LINCHAMIENTOS 1987-1998,  POR JURISDICCIÓN POLÍTICA

 

ESTADO

%

OAXACA

19

18.4

DISTRITO FEDERAL

17

16.5

CHIAPAS

16

15.8

GUERRERO

11

10.6

MORELOS

9

8.7

PUEBLA

8

7.8

MEXICO

6

5.8

HIDALGO

5

4.8

CHIHUAHUA

2

1.9

JALISCO

2

1.9

OTROS (1)

8

7.8

TOTAL

103

100.0

(1)    Baja California, Durango, Nayarit, Tabasco, Tlaxcala, Veracruz, Zacatecas.

 

La existencia de vínculos comunitarios basados en una convivencia espacial prolongada, en vínculos étnicos (entre los que destacan los de naturaleza lingüística como síntesis de herencia histórica, hábitos cotidianos y modalidades de organización y reproducción colectiva) o de linaje (usualmente reforzando a los anteriores) aparece como una característica de fuerte recurrencia (cuadro 2). Incluso los linchamientos ocurridos en espacios típicamente urbanos (Ciudad de México, Guadalajara, Tapachula, Tijuana…) tuvieron lugar mayoritariamente en ámbitos caracterizados por relaciones socioculturales fuertes y de vigencia intergeneracional (por ejemplo, Milpa Alta o Tepito en el Distrito Federal). Más de la mitad de los linchamientos urbanos (16 de los 28) fueron ejecutados por habitantes de espacios con estas características.[19]

 

 

Cuadro 2. LINCHAMIENTOS, POR LUGAR DE COMISIÓN

LUGAR

%

URBANO

28

27

RURAL (1)

75

73

TOTAL

103

100

(1) Incluye ejidos, aldeas, caseríos, comarcas y similares.

 

 

 

b.        ¿Quiénes linchan?

La alta densidad del tejido social que enmarca a los linchamientos se confirma en el cuadro 3. En la gran mayoría de los casos quienes ejecutan el linchamiento están relacionados con la víctima o víctimas del hecho imputado al linchado: vecinos, amigos, parientes. Este tipo de linchamiento es característico de las aldeas o caseríos de las comarcas rurales.

 

Cuadro 3. ¿QUIÉNES LINCHAN? 

 

Nº (a)

Vecinos, pobladores

88

Víctimas directas de acciones del linchado

6

Parientes o amigos de víctimas del linchado

8

Testigos, paseantes

8

TOTAL

110

(a)     El total excede el número de linchamientos registrados por la superposición de posibilidades.

 

Las mujeres participan en los linchamientos, si bien parece existir una especie de diferenciación de intervenciones en función del sexo. Mientras los hombres predominan en la aplicación del castigo físico, el ahorcamiento o quema de la víctima y el uso de armas de fuego, el involucramiento de las mujeres se registra sobre todo en la denuncia del hecho que actúa como detonante, en el estímulo a los varones, y en las deliberaciones que se adoptan respecto de qué hacer con la víctima.[20]

 

En todos los casos el linchamiento aparece como una reacción ante hechos que agravian a los linchadores, cometidos efectiva o presuntamente por el linchado. La reacción es particularmente inmediata al hecho que la detona en los linchamientos protagonizados por testigos presenciales[21], o de los propios damnificados por acciones del linchado.[22] En estas situaciones el linchamiento explicita la aplicación inmediata de la ley del talión, el recurso al ojo por ojo, que no se circunscribe empero a este tipo de linchamientos.[23] Caracterizados por una fuerte espontaneidad, estos hechos son típicos, pero no exclusivos, de las grandes ciudades y despliegan los mayores niveles de espontaneísmo reactivo.[24] Los ingredientes de deliberación y organización que son frecuentes en los linchamientos escenificados en los ambientes rurales son aquí inexistentes, o bien resultan reducidos a la mínima expresión de la voz de mando del más decidido a emprender la acción.

 

c.                 El resultado

La mitad de los linchamientos culmina con la muerte de la víctima (cuadro 4). Otra casi mitad corresponde a linchamientos interrumpidos, usualmente por intervención policial o de otra autoridad (cuadro 5). Se incluyen en el análisis porque de todos modos ponen en evidencia la intencionalidad de aplicar una medida fuertemente punitiva contra la víctima. Esta intencionalidad surge asimismo de la circunstancia que en el centenar de hechos registrados, solamente en dos hubo desistimiento voluntario de dar muerte al linchado.[25]

Salvo en casos en que el linchamiento es ejecutado en aplicación de usos y costumbres del grupo, es excepcional que los linchadores admitan, posteriormente, la intencionalidad de la muerte. En general se plantea que sólo se buscaba el castigo o el escarmiento de la víctima, y el deceso de ésta se verbaliza  como accidental.

 

 

Cuadro 4. DESENLACE DEL LINCHAMIENTO

 

%

Muerte del linchado

52

50.5

Linchamiento interrumpido

43

41.8

Otros (1)

8

7.7

TOTAL

103

100.0

(1) Amenaza de linchamiento

 

 

Cuadro 5. LINCHAMIENTOS INTERRUMPIDOS: CAUSAS

CAUSA

CASOS

Intervención policial

34

Intervención de otra autoridad

2

Desistimiento

2

Fuga del linchado

4

Otras

2

TOTAL

44

 

 

d.        Linchamiento y amenazas de linchamiento

Llama la atención el recurso a la amenaza de linchamiento como modo de obtener la reparación del daño ocasionado por el amenazado o su familia. Es éste un tipo de hecho que no aparece registrado en los estudios efectuados en otros países.[26] Las circunstancias en que la amenaza de linchamiento se profiere, el destinatario de la misma, y la finalidad perseguida con ella presentan una notable variedad y sugieren que el linchamiento se presenta como un recurso al que se apela con relativa naturalidad en cuanto forma parte de un arco de respuestas posibles del grupo frente a lo que considera violación de sus derechos.[27] Esta hipótesis se ve reforzada por la circunstancia de que en algunas comunidades esta investigación registró la comisión de más de un linchamiento.[28]

 

 

e.         El modo

            La modalidad predominante de linchamiento es por medio de golpes de puño o con palos, machetes y piedras. Sólo en 13% de los casos se emplearon armas de fuego, pese a la relativamente amplia difusión de ellas en el mundo rural: rifles calibre 22, escopetas de caza y otras armas de bajo calibre (cuadro 6). Golpiza y apedreo son ingredientes presentes en todos los linchamientos, aunque no en todos conducen a la muerte de la víctima. Cuando ésta se produce por disparos de arma de fuego, la golpiza multitudinaria previa permite distinguir entre un linchamiento y las ejecuciones ilegales cometidas por  narcotraficantes, “guardias blancas” de los terratenientes, o cuerpos represivos oficiales.

 

 

CUADRO 6. MODALIDAD DEL LINCHAMIENTO

MODALIDAD

CASOS

Golpes (1)

54

Disparos

13

Ahorcamiento

9

Quemado

6

Otras

10

Sin información

11

TOTAL

103

(1)     Incluye lapidación y golpes de machete.

 

 

Los actos de linchamiento despliegan una brutalidad similar a la que se denuncia en las autoridades o en la conducta de la víctima del linchamiento. El empleo del propio cuerpo para ejecutar el linchamiento, o el recurso a instrumentos elementales que pueden ser considerados proyección del cuerpo en cuanto su eficacia sancionadora depende de la destreza personal o la fuerza física de quien los emplea (palos, machetes, piedras…) contribuye a la imagen de ensañamiento y brutalidad característica del linchamiento. Se prestan asimismo para aumentar el carácter ejemplarizador que los linchadores adjudican a su acción. Varios de los hechos registrados en esta investigación son particularmente expresivos al respecto. Al mismo tiempo, la brutalidad y el ensañamiento presentes en muchos linchamientos pueden considerarse ilustraciones del efecto de pedagogía perversa, ya señalado, del ejercicio del poder por parte de “los de arriba”. [29]

 

El recurso a la golpiza también indica la falta de distancia física entre los linchadores y su víctima y refuerza el sentido de justicia por mano propia que sus autores asignan al linchamiento, dotándolo de un significado literal. La golpiza hace más indiferenciado al autor efectivo del hecho y refuerza una dimensión colectiva que favorece en el imaginario de los linchadores la idea de que es “la comunidad”, “la gente”, “los pueblos” quien comete el linchamiento, al mismo tiempo que opaca el involucramiento individual.[30] Frente al carácter frío o distante del disparo de arma de fuego, y a la en principio fácil identificación de quien oprime el gatillo, los golpes, el ahorcamiento, el fuego, incrementan el sentimiento de involucramiento directo, personal, en la comisión del hecho, sin que ninguno pueda ser responsabilizado individualmente, o se sienta individualmente responsable, del resultado final.

 

Esto último ayuda a entender, asimismo, la aparente incongruencia entre la aplicación intencional de castigo físico brutal, y la afirmación posterior de que no se pretendía la muerte de la víctima. La incoherencia no obedece simplemente a un intento oportunista para disculpar el resultado –aunque tampoco lo excluye. Se trata más bien de la constatación de la desproporción entre la contribución individual al linchamiento, y el efecto agregado de la acción colectiva –de la suma de contribuciones individuales.[31]

 

Todos los hechos ponen de relieve el intenso involucramiento emocional de los linchadores con su acción. Seis linchamientos comenzaron con multitudes reunidas frente a las cárceles locales donde los futuros linchados habían sido recluidos por la policía para ser posteriormente remitidos a las autoridades judiciales o simplemente para protegerlos de la ira de la gente. Se trataba de personas acusadas de la comisión de delitos que, finalmente, fueron entregadas a la multitud o arrebatadas por ésta para posteriormente ser sometidas a la violencia. En otros seis casos el linchamiento involucró agresiones a las autoridades policiales que trataron de impedir un linchamiento en curso.

 

Aunque el linchamiento se caracteriza por una fuerte dosis de espontaneidad –a diferencia, por ejemplo, del vigilantismo, que implica una organización formal relativamente estable, con una clara jerarquía interna— varios de los casos registrados muestran la existencia de un cierto ritualismo y algún tipo de deliberación previa: son los que más arriba hemos denominado linchamientos comunitarios. Cuatro linchamientos incluyeron el paseo de las víctimas por la comunidad a la que habría agraviado. Amarrada, la víctima es obligada a caminar en medio de golpes, insultos, escupitajos, o arrastrada por algún vehículo o animal de tiro, antes de ser finalmente ahorcada o quemada. Además del tormento, el paseo tiene una finalidad claramente escarnecedora y ejemplificadora cuyos destinatarios son potenciales autores de acciones similares a las que se imputan a la víctima del linchamiento, o sus relacionados.[32] En el caso del linchamiento en la aldea de Tatahuicapa (municipio de Playa Vicente, Veracruz), que alcanzó mucha notoriedad, se llegó incluso a filmar todo el procedimiento del linchamiento, y la película fue enviada posteriormente a una organización de derechos humanos de la capital del estado (hecho N° 56, agosto 1996).

 

En otros siete casos el linchamiento estuvo precedido de deliberaciones de la comunidad respecto de qué hacer con la víctima. Esto sugiere la existencia una  organización que sirve de marco normativo al hecho, resultante de la fuerte cohesión de las comunidades donde los linchamientos tienen lugar. La existencia de estas deliberaciones enfatiza asimismo el carácter justiciero que sus autores adjudican a sus acciones. En algunos hechos se invoca  de manera explícita la observancia de un derecho comunitario o de usos y costumbres, como legitimación del linchamiento.[33]

 

                Esta circunstancia explica la inexistencia de arrepentimiento o culpa en quienes linchan –más bien una sensación de deber cumplido--, y la solidaridad que su eventual detención suscita en la comunidad. No son raras, en este sentido, movilizaciones masivas y prolongadas hasta obtener la libertad de los detenidos acusados de linchamiento por la autoridad pública.[34] Explica también que, a menudo, para llevar a cabo el linchamiento, se emprendan acciones violentas contra las instituciones del estado (policía, tribunales) que tratan de impedirlo.[35]

 

f.          La víctima

En casi dos tercios de los hechos registrados hubo una sola víctima (cuadro 7). La víctima es hombre en la gran mayoría de los hechos (cuadro 8). En cinco casos la linchada fue mujer, pero solamente un linchamiento culminó con su muerte. En este caso (se denunció que las víctimas se dedicaban a robar niños) la mujer fue linchada junto con un hombre.

 

Cuadro 7. Número de linchados por hecho

Cantidad de linchados

%

Uno

60

58.5

Dos

22

21.3

Tres

13

12.6

Cuatro

2

1.9

Más de cuatro

6

5.7

TOTAL

103

100.0

 

 

Cuadro 8. Sexo del linchado

SEXO

N°

%

Varón

98

95.4

Mujer

4

3.9

Varón y  mujer

1

0.7

TOTAL

103

100.0

 

 

Desde el punto de vista socioeconómico no hay diferencia sustancial entre linchadores y linchados. El linchamiento, o mejor dicho, el tipo de linchamiento que se enfoca en este documento, aparece ante todo como una forma de violencia de pobres contra pobres: pequeños agricultores, pequeños comerciantes, integrantes de comunidades indígenas, gentes de oficio, trabajadores, linchan a otros pequeños agricultores, a otros pequeños comerciantes, a otras gentes de oficio, a otros integrantes de otra o de la misma comunidad.[36] Es el emplazamiento como victimarios o como víctimas del hecho, el despliegue de la violencia o el sufrimiento de ella, lo que diferencia al linchador del linchado, mucho más que las categorías ocupacionales o los niveles de ingresos.

 

            Sin embargo 24 hechos (casi la cuarta parte del total) tuvieron  como víctima a personas que desempeñaban algún tipo de posición local de autoridad, y que a juicio de la comunidad, aldea o comarca a la que los linchadores pertenecen, incurrió en abuso o mal desempeño, violando derechos, bienes o valores de la comunidad o de alguno de sus miembros: policías (16 casos), funcionarios de gobierno (cuatro casos), caciques locales (dos casos), líderes religiosos (dos casos). Puede plantearse como hipótesis que en estas situaciones el linchamiento expresa la sanción colectiva al quebrantamiento de la reciprocidad básica de la vida local; algo así como una versión específica del tradicional derecho de resistencia a la opresión: Fuenteovejuna sin el embellecimiento de la literatura.

 

Es relativamente frecuente el linchamiento a forasteros: sobre todo en comunidades o aldeas rurales, pero también en algunos centros urbanos. Surge aquí con nitidez la sospecha o desconfianza frente a lo diferente o desconocido. El forastero genera inseguridad, es visto como potencialmente dañino y por tanto como enemigo potencial. La situación ilustra el conservadurismo de algunas modalidades de organización social basadas en identidades culturales fuertemente arraigadas –algo que no tiene que ver con el atraso socioeconómico o el primitivismo, según ilustran los conflictos étnicos y religiosos en varios países de Europa. En estos escenarios tiende a considerarse que la agresión, el conflicto, la amenaza vienen de afuera y su portador es el forastero –un recurso al que también suelen echar mano los gobiernos autoritarios: la subversión siempre tiene un origen externo, es un producto de importación.

 

La desconfianza hacia el forastero se relaciona, de todos modos, con peligros que no son inventados por la comunidad: robo de niños, violentamiento de los usos y costumbres del grupo, burla a valores comunitarios, y similares. Estos hechos son reales. El temor al robo de niños, por ejemplo, está relativamente generalizado en todo México, ante las denuncias, muchas de ellas comprobadas, de la comisión de tales hechos.[37] Lo aberrante es la imputación de principio de tales hechos a la gente que no pertenece al propio grupo.[38] No es necesario que el extraño haya ejecutado, o intentado ejecutar, el acto por el que se le sanciona: la no pertenencia al grupo es prueba suficiente para condenarlo.

 

Debe señalarse que, en este contexto, la extranjería de la víctima puede referirse tanto a una efectiva pertenencia –residencial, étnica, cultural—a otra comunidad, territorio o grupo de parentesco, como al resultado de modificaciones en el comportamiento, las actitudes y las valoraciones del sujeto –lo que podríamos caracterizar como forasterismo cultural.[39] La identidad que legitima la pertenencia al grupo se manifiesta externamente en la observancia de conductas, ritos, valoraciones y jerarquías: participación en fiestas patronales y cargos, en trabajos comunitarios, y similares, cuya inobservancia vulneran el principio de reciprocidad. El incumplimiento de esas obligaciones atenta contra la comunidad e indica pérdida de identidad; por consiguiente, pérdida del derecho a vivir en la comunidad. Las frecuentes expulsiones de población en comunidades indígenas en el sur de México, como castigo por haber cambiado de religión, constituyen otra manifestación de este fenómeno de mutación de identidades y forasterismo cultural.[40]

 

La indefensión de la víctima es uno de los rasgos típicos del linchamiento, y surge de varios aspectos del mismo. Ante todo, indefensión física,  por el carácter tumultuario del operativo. La víctima siempre resulta abrumadoramente superada por el número de sus victimarios directos o coadyuvantes. Asimismo, indefensión moral: el linchamiento implica la descalificación absoluta de la víctima; el sospechoso es transformado automáticamente en culpable y pasible de castigo; la posibilidad de una regeneración es impensable. Finalmente, indefensión jurídica: aún en los casos en que se invoca la aplicación de un derecho consuetudinario, la defensa de la víctima es prácticamente imposible; no existen atenuantes ni justificaciones para el comportamiento que se le imputa.

 

g.        El motivo     

El carácter de reparación que el linchamiento asume ante los ojos de sus ejecutores se evidencia en la existencia de detonantes del mismo consistentes en acciones cometidas por, o imputadas a, la víctima. Se trata de acciones que son vividas como provocaciones cometidas por el linchado y que la gente explicita como tales.

 

La mayor frecuencia se registra en el rubro asaltos: una acción que implica el ejercicio de violencia física –real o amenazada- para generar un detrimento patrimonial. Casi la cuarta parte de los hechos se ejecutó como reacción a este tipo de agresiones (cuadro 9). En doce de estos casos el linchamiento fue cometido por las propias víctimas –a veces con la colaboración de paseantes- inmediatamente después del asalto. Siguen en orden de magnitud los “atentados contra la comunidad”, una denominación que abarca  la vulneración de valores, prácticas u objetos de relevancia para la identidad y la continuidad del grupo: robo de objetos religiosos, burla o falta de respeto a las autoridades comunitarias, negativa a realizar trabajos comunitarios, atentar contra el patrimonio comunitario, y similares.[41] La víctima del linchamiento es acusada de haber violentado valores básicos del grupo al que los linchadores pertenecen o de infringir valores más universales fuertemente arraigados en el grupo: asesinatos, violaciones... En otros casos se trata de acciones que en cualquier contexto sociocultural suscitan repudio y se encuentran penadas por el derecho positivo: robos de niños, imprudencia vehicular, asesinatos,  robos.

 

Cuadro 9. Detonantes del linchamiento

DETONANTE

N°

%

Asalto

25

24.6

Atentado contra la comunidad*

19

18.4

Asesinato

14

13.6

Violación

12

11.6

Atropellamiento por vehículo

10

9.7

Robo+

7

6.8

Robo de niños

5

4.8

Hecho político#

4

3.9

Brujería

2

1.9

Impedir linchamiento

2

1.9

Otros

3

2.8

TOTAL

103

100.0

* Robo a escuela o iglesia de la aldea o comunidad; negarse a  hacer trabajos comunitarios; apropiarse de recursos de la comunidad; faltar al respeto de las autoridades comunitarias, etc.

+  No implica violencia física o simbólica sobre la víctima del robo (por ejemplo: abigeato, robo de vehículos o de otros bienes en ausencia de su propietario).

# Reclamaciones o demandas que un funcionario o una institución pública no atiende.

 

Algunos de los linchamientos detonados por hechos de este tipo resultan desproporcionados dada la magnitud del daño ocasionado por la víctima del linchamiento.[42] La idea de que las penas deben ser proporcionales a la infracción cometida pertenece al derecho penal moderno, y obedece a la concepción del individuo propia de la modernidad.

 

Sin embargo la desproporción que se observa entre la acción cometida o imputada al linchado, y la sanción vía linchamiento indica algo más que la persistencia de formas tradicionales o arcaicas de normatividad punitiva. Ella ilustra sobre los escenarios de precariedad y empobrecimiento en que la tragedia del linchamiento se desenvuelve. El hurto de un cerdo, una bolsa de maíz o una bicicleta es considerado un delito menor por la legislación penal –de fuerte sesgo urbano. Pero en poblaciones hundidas en la pobreza usualmente ocasiona un daño muy fuerte para la víctima. En estas particulares condiciones el linchamiento puede aparecer como una sanción mucho menos desproporcionada para el damnificado real o virtual. De todos modos, la aplicación del ojo por ojo, advertida en varios de los linchamientos, implica un principio de limitación y de adecuación entre el hecho imputado y la sanción.

 

La imputación de responsabilidad por los hechos que detonan  el linchamiento puede extenderse a personas que no participaron en ellos, pero que son considerados imputables por amistad o parentesco con el linchado. Se trata de un típico procedimiento de inculpación mecánica (en cuanto basada en la inferencia de una solidaridad mecánica en el sentido durkheimiano) a partir de la suposición de que todo el grupo del infractor es responsable del comportamiento de éste, y que ilustra sobre el escaso desarrollo de procesos de individuación en amplios segmentos de la población. O bien la imputación de responsabilidad se efectúa por la mediación de una causalidad de tipo mágico.[43]

 

h.                 El entorno

El detonante puntual del linchamiento tiene lugar en un clima social particular que dota de gravedad adicional al hecho frente al que el linchamiento es reacción. Estas acciones se llevan a cabo en espacios signados por la inseguridad, la impunidad, el abuso, la violencia que son parte integral de la vida cotidiana en el México rural contemporáneo, y también en buena parte del hábitat urbano de las clases populares. Es ésta una cuestión ya trabajada por la literatura, y que fue surgiendo de manera persistente a lo largo de esta investigación. Los linchamientos tienen lugar en escenarios donde, como en la canción de José Alfredo Jiménez,  la vida no vale nada.

 

La inseguridad reinante incrementa la “accesibilidad” a este tipo de conductas. La justificación posterior de los hechos es coincidente: la gente recurre al linchamiento porque “la policía deja libre a los delincuentes”, “los licenciados (abogados, magistrados) se ponen de acuerdo con los malvivientes”, “estamos cansados de que nadie los castigue”, “nos quejamos y nadie nos hace caso”. Estas y otras afirmaciones semejantes verbalizan sentimientos de frustración o descreimiento respecto de la eficacia de las instituciones públicas para la prevención de los actos que los agravian, la reparación de sus efectos o el castigo de los culpables.

 

            El conflicto político contribuye a este clima de violencia e inseguridad en varios estados de la federación. Los enfrentamientos armados entre militantes del PRI, el PRD, y organizaciones campesinas o sindicales vinculadas a ellos fueron muy numerosos durante el periodo cubierto por esta investigación. La ejecución de linchamientos no parece ajena a esta circunstancia, por lo menos en algunos de los hechos aquí registrados. No en el sentido de que la militancia en determinado grupo político u organización social convierte a alguien en candidato a ser linchado, sino en que la decisión de proceder al linchamiento resulta más fácil de tomarse cuando se refiere a sujetos que, además de haber cometido determinados actos, pertenecen a organizaciones políticas o sociales antagónicas. Estos factores políticos parecen haber jugado un papel en los linchamientos de San Blas (hecho N° 15, febrero 1993), en los de Zapotitlán (hecho N° 23, diciembre 1993), y posiblemente también en los de Huejutla (hecho N° 96, marzo 1998).

 

IV. Conclusiones

            El tipo de análisis conducido hasta aquí no permite sustentar conclusiones definitivas. El enfoque adoptado en el presente trabajo es uno de varios posibles y no excluye otras aproximaciones teórico-metodológicas. Estudios en profundidad de algunos casos particulares de linchamiento posiblemente podrían aportar más luz sobre un tema tan complejo. Por lo tanto, en esta sección se sistematizan algunas proposiciones fundamentadas en la exposición precedente, que se presentan como hipótesis para el desenvolvimiento ulterior del estudio.

 

1.      Con mayor dramatismo que otras cuestiones, el linchamiento expresa la conflictiva coexistencia de diferentes órdenes axiológicos y normativos dentro de una misma sociedad; la existencia de profundas fracturas en su orbe cultural; la muy parcial eficacia de las instituciones públicas y su reducida legitimidad. Ilustra asimismo el carácter desigual y contradictorio de los procesos convencionalmente denominados de modernización, que avanzan mucho más rápido en la implantación formal de las grandes instituciones y en procesos macrosociales que en la gestación de nuevos comportamientos y prácticas microsociales.

 

2.      Al mismo tiempo, los linchamientos dan testimonio del carácter inacabado del proceso de construcción estatal, tanto en su dimensión cultural o ideológica, como en lo que toca a la eficacia y a la legitimidad de su penetración en la sociedad. Dada la solidez institucional del Estado mexicano en comparación con otros de América Latina en contextos multiétnicos y en geografías similarmente extensas y variadas, esta afirmación puede parecer un sin sentido. Se ha señalado en la primera parte, sin embargo, que la presencia física del Estado, en particular de sus instituciones de coacción y control de la población, cuando carece de legitimidad, genera efectos tan conflictivos como la ausencia de tales instituciones cuando la población siente que la necesita. El poder institucional del Estado se convierte en autoridad cuando es reconocido como legítimo; en contextos de empobrecimiento amplio, inseguridad generalizada e impunidad, tal reconocimiento implica un juicio de valor a partir de premisas derivadas de la vida cotidiana, mucho más que de las grandes narrativas de la legalidad formal. En todo caso, la legalidad formal es puesta a prueba por la configuración efectiva de la existencia diaria. La legitimidad formal del ejército, la policía, la agencia recaudadora de impuestos, puede y suele desvirtuarse por los abusos de autoridad, la connivencia con el delito, la negligencia, el recurso a marcos valorativos conflictivos, etcétera, predominantes en los escenarios locales. Es sugestivo, en este sentido, que los hechos que motivan los linchamientos se refieran todos a cuestiones cotidianas en las que se hace patente la ausencia de penetración de estatal –es decir, la ineficacia de las instituciones públicas—o su falta de legitimidad desde la perspectiva de determinados grupos de población. En el fondo, estos conflictos llaman la atención sobre la complejidad de los procesos de formación estatal efectiva y legítima en sociedades multiculturales, así como la impunidad que, en el periodo y los escenarios observados, caracteriza al desempeño local de buena parte de los poderes públicos.

 

3.      No es posible sin embargo establecer una relación demasiado fuerte entre el multiculturalismo de una formación social y la mayor o menor propensión al recurso de la violencia por mano propia bajo la forma de linchamientos o modalidades relacionadas. Aunque el tema excede los alcances de este texto, se ha hecho referencia a la ejecución de linchamientos en sociedades de mayor homogeneidad étnico-cultural como, por ejemplo, Argentina. Tampoco parece posible afirmar una relación significativa entre linchamientos y niveles convencionales de desarrollo socioeconómico; la comparación internacional señala la presencia de linchamientos en contextos socioeconómicos muy variados (a lo largo del texto se ha hecho referencia al recurso al linchamiento en escenarios mucho más “desarrollados”), del mismo modo que sociedades de similares características de desarrollo (en términos de ingreso por habitante, patrones de distribución espacial de la población, inseguridad, u otras) no muestran fenómenos de este tipo, o sólo los presentan excepcionalmente. Sin descartar la incidencia de estas variables, la diversidad de escenarios destaca al linchamiento como recurso para llenar un vacío de presencia o legitimidad estatal.

 

4.      El linchamiento se presenta enmarcado por escenarios de cambios macrosociales y macropolíticos profundos que impactan severamente en los microcosmos locales. La amplia reestructuración socioeconómica e institucional de México en las décadas de 1980 y 1990 introdujo modificaciones de grandes proyecciones  en la vida cotidiana de la gente, cuestionaron certidumbres y alteraron rutinas. La magnitud de los cambios fue agravada por su celeridad. Aunque la presente investigación se centró en ese periodo, se ha señalado en la sección anterior la ejecución de linchamientos en otros momentos equivalentes de la historia reciente de México, aunque el signo o la orientación de esos cambios hayan sido otros –por ejemplo, en el marco de la reforma agraria y el impulso a la “educación socialista” en la década de 1930. Lo persistente es el tremendo cimbronazo provocado por las políticas del estado y las transformaciones a nivel macro social o macroeconómico en la vida cotidiana de grandes grupos de población, sobre todo de población que ya era vulnerable antes de esas transformaciones. En sentido similar puede mencionarse el gran número de linchamientos que se registra en Guatemala con posterioridad al reciente conflicto revolucionario, la aparición del fenómeno en Argentina en una década de acelerada reconversión social y económica en clave neoliberal, o la generalización de linchamientos raciales en Estados Unidos después de la guerra civil. Para poder pisar firme en este terreno se requiere, sin embargo, una investigación que cubra un periodo más extenso que el aquí trabajado.

 

5.      El linchamiento  puede ser interpretado como una de las modalidades que asume en estos escenarios la retención/reapropiación de la violencia, como modo de resolución de conflictos y de consolidación de la unidad y la identidad del grupo frente a la deslegitimada normatividad institucional del estado. Es posible distinguir en este sentido dos tipos de linchamiento: los que expresan la ejecución de una violencia punitiva que el grupo se resiste a transferir a las instituciones públicas, y los que implican una reapropiación de violencia punitiva cuando en ciertas situaciones su monopolio por el estado es visto como ineficaz. En ambos casos el estado se manifiesta incapaz de ejercer efectivamente su pretensión coactiva –ultima ratio de su aspiración a la legitimidad. Esa incapacidad se refiere tanto a la prevención de los hechos que se imputan a los linchados, como a la ejecución misma de los linchamientos, y alcanza su mayor expresión en los casos en que el linchado es arrancado previamente de las manos de las autoridades policiales que lo habían detenido.

 

6.      La existencia de un tejido comunitario o de fuertes identidades grupales no incrementa por sí misma la proclividad de un grupo de personas a ejecutar un linchamiento, aunque sí parece aumentar la probabilidad de formas particulares de ejecutarlo: deliberaciones previas, apelación a un sistema normativo alternativo, etc. Es posible diferenciar también en este sentido entre estos linchamientos comunitarios que explicitan el referido fenómeno de retención de violencia punitiva por parte del grupo, y los más espontáneos típicos de las grandes ciudades, que hemos caracterizado como ilustración de la reapropiación de la violencia por los actores sociales. En todos los casos el clima de inseguridad generalizada y la convicción respecto de la inoperancia o la complicidad de las instituciones públicas, definen el trasfondo social de los linchamientos. Este es un sentimiento particularmente arraigado en algunos territorios con mayor gravitación demográfica de pueblos indígenas, sometidos con frecuencia a múltiples formas de discriminación y violencia institucional --situación que posiblemente refuerza la asociación del recurso a la justicia por mano propia con la vigencia de redes de identidades y solidaridades comunitarias. El linchamiento aparece, para quienes lo ejecutan, como una forma normal de reparación de agresiones. La rápida recuperación del ritmo usual de vida en las comunidades, barrios, etc. tras la ejecución del linchamiento sugiere que éste no es visto por sus autores como algo excepcional o extracotidiano; forma parte del repertorio legítimo de respuestas a determinados hechos.

 

7.      El linchamiento comunitario hace explícito el conflicto de diferentes órdenes normativos y axiológicos y su diferenciada recensión legal. Incluso cuando no existe evidencia de venalidad o complicidad de las instituciones estatales en la generación del sentimiento de injusticia o inseguridad, el conflicto deriva de ese choque de sistemas normativos y de la jerarquía de valores implícita en ellos. Independientemente de las manipulaciones a las que puede ser sometido, el despliegue formal de garantías procesales, típico del derecho penal moderno, puede ser vivido como un sistema injusto cuando permite la libertad (condicional, bajo fianza o bajo prueba) de quien ha causado un daño, o cuando similar tratamiento es negado a los miembros del propio grupo. En las ciudades el linchamiento da testimonio del hartazgo de la gente con las condiciones de inseguridad, violencia, impunidad, venalidad y corrupción policial y gubernativa típicas de muchas grandes urbes latinoamericanas. Frente a los ingredientes de ritualismo, organización y deliberación que se registran en los linchamientos comunitarios, los linchamientos urbanos se presentan como brutales explosiones inorgánicas de ira furiosa tanto frente al detonante concreto como, en el fondo, a la ineficacia estatal para garantizar la convivencia social.

 

8.      Los escenarios predominantes de los linchamientos son de pobreza, opresión, subalternidad: el mundo de los de abajo –según el título de la recordada novela de Mariano Azuela. El linchamiento se presenta, fundamentalmente, como violencia de pobres contra pobres, unos y otros compartiendo la misma falta de justicia institucional. Ilustra, por lo tanto, respecto de los sesgos étnico-culturales y de clase que discriminan en el acceso a las instituciones públicas, incluso en cuestiones básicas como la vida, la libertad, la dignidad o el patrimonio de las personas –los valores a partir de cuya defensa se legitima la institución del estado desde la perspectiva de la teoría política liberal.

 

* * *

 

[1] Instituto Argentino para el Desarrollo Económico y Universidad de Buenos Aires. Agradezco a Rodolfo Stavenhagen, Francisco Zapata, Arturo Alvarado, Juan José Ramírez, Alejandra Araya, Fabián Sislian, así como a dos lectores anónimos,  sus comentarios y observaciones a una versión anterior de este documento. Las limitaciones subsistentes son, por supuesto, de mi exclusiva responsabilidad. Publicado en Revista Mexicana de Sociología vol. 63 (1), enero-marzo 2001:131-160.         

[2] Charles Tilly, Coercion, Capital and European States. AD 990-1992. Oxford: Blackwell 1992:68.

[3] Alain Touraine, América Latina: Política y sociedad. Madrid: Espasa Calpe 1989:54.

[4] Barrington Moore Jr., Injustice: The Social Bases of Obedience and Revolt. White Plains N.Y.: M.E. Sharpe 1978.

[5] Carlos M. Vilas, Mercado, estados y revoluciones: Centroamérica 1950-1990. México: UNAM, 1995, cap. I.

[6] Michael Tigar & Madelaine Levy, Law and the Rise of Capitalism. New York: Monthly Review Press, 1977.

[7] Por ejemplo Benedict Anderson, Imagined Communities. London: Verso 1983; Philip Corrigan & Derek Sayer, The Great Arch. English State Formation as Cultural Revolution. London: Basil Blackwell 1985; Bertrand Badie, L’Etat importé. L’occidentalisation de l’ordre politique. Paris: Fayard, 1992; Gilbert M. Joseph & Daniel Nugent, “Popular Culture and State Formation in Revolutionary Mexico”, en G.M. Joseph & D. Nugent (eds.), Everyday Forms of State Formation. Revolution and the Negotiation of Rule in Modern Mexico. Durham: Duke University Press 1994:3-23; Mark Thurman, From Two Republics to One Divided. Contradictions of Post-Colonial Nationmaking in Andean Peru. Durham : Duke University Press 1997; etc.

[8] Christopher Clapman, Third World Politics. Madison: The University of Wisconsin Press, 1986:39.  

[9] Herman Heller, Escritos políticos. Madrid: Alianza 1985:257-268.

[10] La problemática planteada por la coexistencia de diferentes órdenes normativos se remonta a la sociología durkheimiana: vid Emile Durkheim, La división del trabajo social. Barcelona: Planeta, 1985. Replanteamientos de la cuestión pueden verse en Jane Fishburn Collier, Law and Social Change in Zinacantan. Stanford: Stanford University Press, 1973; Peter Fitzpatrick, “Law, Plurality and Underdevelopment”, en D. Sugarman (ed.) Legality, Ideology and the State. London: Academic Press 1983:159-182; Deborah Poole, “Ciencia, peligrosidad y represión en la criminología indigenista peruana”, en C. Aguirre y Ch. Walker (eds.), Bandoleros, abigeos y montoneros. Criminalidad y violencia en el Perú, siglos XVIII-XX. Lima: Instituto de Apoyo Agrario, 1990:330-367; Rodolfo Stavenhagen y Diego Iturralde (eds.) Entre la ley y la costumbre. El derecho consuetudinario indígena en América Latina. México: El Colegio de México 1990; Mario Rizo Zeledón, “Etnicidad, legalidad y demandas de las comunidades indígenas del norte, centro y del Pacífico de Nicaragua”, en G. Romero (ed.) Persistencia indígena en Nicaragua. Managua: CIDCA 1991:59-103; Rachel Sieder, Customary Law and Democratic Transition in Guatemala. London: University of London, Institute of Latin American Studies 1997; etc.

[11] Sidney Tarrow, Power in Movement. Social Movements, Collective Action, and Politics. Cambridge: Cambridge University Press, 1994; Vilas, Mercado, estado y revoluciones, cit.

[12] Vid por ejemplo Marta Casaus Arzú, Guatemala: Linaje y racismo. San José: FLACSO 1992; Richard N. Adams, Etnias en evolución social. Estudios de Guatemala y Centroamérica. México: UAM Iztapalapa, 1995. Vid en La Jornada  (29 de octubre 1996) un caso flagrante de inversión de la carga de la prueba en detrimento de detenidos indígenas: a fin de considerar sus reclamos de libertad, el Supremo Tribunal de Justicia del estado de Chiapas les exigió “que sustenten con pruebas su inocencia” (pág. 7).

[13] Reinaldo Tefel, El infierno de los pobres. Managua: El Pez y la Serpiente, 1978.

[14]Desarrollo la hipótesis de esta pedagogía perversa en C.M. Vilas, “Prospects for democratization in a post-revolutionary setting: Central America”. Journal of Latin American Studies 28 (2) May 1996:461-503.

[15] Vid Benedict Anderson, “The Idea of Power in Javanese Culture”, en C. Holt et al. (eds.), Culture and Politics in Indonesia. Ithaca: Cornell University Press 1972:1-70; Carlos M. Vilas, Estado, clase y etnicidad: La Costa Atlántica de Nicaragua. México: Fondo de Cultura Económica, 1992.

[16] Cfr. por ejemplo Paul Boyer & Stephen Nissenbaum, The Salem Possessed. The Social Origins of Witchcraft. Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1974;  Michael Taussig, The Devil and Commodity Fetishism in South America. Chapel Hill: The University of North Carolina Press, 1980; James B. Greenberg, Blood Ties. Life and Violence in Rural Mexico. Tucson: The University of Arizona Press, 1989; Mónica Haas, O Linchamento que muitos querem esquecer. Chapecó, 1950-56. Chapecó, S.C.: Ed. Grifos, 1999.

[17] Vid por ejemplo; Diana Guillén, “Mediación política y ruptura del orden en Chiapas”, en Carlos Figueroa Ibarra (comp.), América Latina: Violencia y miseria. Puebla: Universidad Autónoma de Puebla. 1997. Sobre violencia referida  a conflictos por tierras, vid por ejemplo La Jornada, ediciones del 27/1/92, 9/4/92, 3/9/92, 4/3/96, 17/4/96, etc. Vid también Francisco Mejía, “Violencia y éxodo en Atoyaquillo, Oaxaca, desde hace 25 años por una disputa de tierras”. Crónica, 24/8/96. Sobre ejecuciones extrajudiciales, vid La Jornada, ediciones del 6/6/87, 13/6/87, 7/8/92, 24/8/92, 28/2/96, 11/4/97, etc. En junio 1995 policías del estado de Guerrero emboscaron a un centenar de agricultores pertenecientes a la Organización Campesina de la Sierra Sur dando muerte a 17 e hiriendo de gravedad a más de veinte: vid Minnesota Advocates for Human Rights, Massacre in Mexico. Killings and Cover-up  in the State of Guerrero. Minneapolis, diciembre 1995, y Maribel Gutiérrez, Violencia en Guerrero. México: Ediciones La Jornada, 1998. En diciembre de 1997 grupos paramilitares asesinaron a 45 indígenas indefensos en Acteal, Chiapas, incluyendo a varios  niños pequeños: La Jornada, 23/12/97 y ediciones de días siguientes. Cfr también Angeles Mariscal, “En tres años, 300 mujeres de Chiapas han sido ultrajadas”. La Jornada, 8/3/97; Victor Ronquillo, Las muertas de Juárez. México: Planeta, 1999; etcétera. 

[18] Las fuentes de la información son las siguientes: a) Primarias: expedientes policiales y judiciales de los hechos; entrevistas a testigos y a participantes en los hechos; observación de los escenarios; b) Secundarias: periódicos locales y nacionales; informes y estudios sociodemográficos y económicos del INEGI (Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática) a nivel municipal. La Lic. Anayanci Fregoso se desempeñó como muy eficiente asistente de investigación en 1995-97.

[19] El claro predominio de linchamientos rurales en México contrasta con los escenarios mayoritariamente urbanos de los linchamientos en Brasil, a pesar de que ambos países presentan patrones relativamente similares de distribución espacial de su población. Cfr. José de Souza Martins, “Linchamento: o lado sombrio da mente conservadora”. Tempo Social 8 (2) Outubro 1996:11-26;

[20]  Sin embargo en septiembre de 1998 (hecho Nº 102) un grupo de mujeres de la colonia México, en Tijuana (Baja California) linchó y dio muerte a golpes a un hombre acusado de intentar violar a una joven. No participaron hombres en el linchamiento, a diferencia de otros casos en reacción a hechos similares (por ejemplo hecho Nº 56 de agosto 1996, y hecho Nº  98, de abril 1998).

[21] En junio 1994 en la Ciudad de México,  por ejemplo, testigos del atropellamiento de una anciana y una niña por un patrullero policial, sacaron violentamente del vehículo al conductor (resultó ser un policía alcoholizado o drogado, en ropa civil), volcaron el auto, lo incendiaron y golpearon duramente al chofer hasta que finalmente fue rescatado (hecho N°32). Una situación similar tuvo lugar en la delegación Magdalena Contreras del Distrito Federal, cuando la imprudencia de un coche patrullero de la policía ocasionó la muerte de dos mujeres que hacían fila frente a un puesto de distribución subsidiada de leche. La intervención de otro patrullero interrumpió la severa golpiza a que los dos policías causantes del accidente estaban siendo sometidos por varias decenas de testigos y transeúntes (hecho  Nº 91, septiembre 1997). En noviembre de 1996 el conductor de un ómnibus fue apresado, golpeado y pateado brutalmente en  Ciudad Nezahualcóyotl (un enorme distrito popular de Ciudad de México) por transeúntes que reaccionaron al atropellamiento de cuatro personas (dos de ellas fallecidas inmediatamente por efecto del impacto) (hecho N° 71).

[22] En el poblado de Tlayuca, estado de Morelos, un vehículo fuera de control se abalanzó sobre gentes del lugar que se encontraban celebrando una fiesta tradicional. La muchedumbre enardecida sacó al conductor y su acompañante (padre e hijo) del vehículo y los mató a golpes, pedradas y disparos de armas de fuego (marzo 1993, hecho N° 17).  En la Delegación Venustiano Carranza de la Ciudad de México los pasajeros de un ómnibus desarmaron y golpearon salvajemente al hombre que intentó asaltarlos (junio 1993; hecho N° 29). Un hecho similar ocurrió en septiembre 1996 en la delegación Iztapalapa también en Ciudad de México (hecho N° 69). En ambos casos los frustrados asaltantes salvaron la vida al ser rescatados por la policía. En cambio, fue muerto por estrangulamiento el asaltante que intentó desvalijar a los pasajeros de un microbús en la ciudad de Guadalajara (febrero 1997; hecho N° 77). En un hecho similar en las proximidades de San Cristóbal (Oaxaca) el frustrado asaltante pereció como resultado de la golpiza propinada por los pasajeros (hecho Nº 89, agosto 1997).

[23] Por ejemplo, hecho Nº 58 (septiembre 1996,  poblado Santiago Otalman, estado de México): 400 personas lincharon a tres asaltantes de un pequeño comercio local, hiriendo de bala a varias personas. Dos de los asaltantes fueron rescatados por la policía, pero la muchedumbre consiguió retener al tercero. Tras golpearlo salvajemente hasta desfigurarle completamente el rostro, fue atado de pies y manos al kiosco del parque central. La gente se resistió  a las autoridades y amenazó con dejarlo morir si moría alguna de las víctimas del atraco. En el poblado La Honda (estado de Zacatecas) un hombre, públicamente reputado como subnormal, fue muerto a golpes acusado de haber secuestrado a su propia hija, de pocos meses, y haberle provocado la muerte por abandono. Su esposa, madre de la niña, prestó consentimiento al linchamiento (hecho N° 2, febrero 1988). Vid también los hechos N° 17, 29 y 77 referidos más abajo.

[24] Cfr por ejemplo María Victoria Benevides y Rosa María Fischer Ferreira, “Respostas populares e violencia urbana: o caso de linchamento no Brasil (1979-82)” en Paulo Sérgio Pinheiro (org.) Crime, Violência e Poder. São Paulo: Editora Brasiliense 1983:225-243; La Razón (Buenos Aires) 20/8/99; Clarín (Buenos Aires) 23/9/99 y 30/10/99; La Nación (íd.) 30/10/99.

[25] Pobladores de Texcoco (Estado de México) apresaron a dos supuestos ladrones y los sometieron a una brutal golpiza durante diez horas; los entregaron maniatados, sangrantes y con los ojos vendados, más muertos que vivos, cuando las autoridades policiales dieron seguridades de que los individuos serían encarcelados efectivamente (hecho N° 80, abril 1997). En abril 1998 (hecho Nº 100) los pobladores de la comunidad de Palo Gordo, en el estado de Morelos, después de aplicar una fuerte golpiza a dos hombres acusados de cometer varios asaltos contra miembros de la comunidad, los entregaron a la policía del estado. Al hacerlo, advirtieron que esperaban que las autoridades “cumplan con la ley” para que “los pueblos no tengamos que hacer otra vez nuestra propia justicia”. Se referían al linchamiento ejecutado un mes antes por pobladores de la cercana ciudad de Huejutla contra dos forasteros acusados de intentar robar niños (hecho Nº 96, marzo 1998).

[26] Por ejemplo Olaya Holanda et al., “Linchamentos: A Democracia Mudou Alguma Coisa?” en Núcleo de Estudos da Violência, Os Direitos Humanos no Brasil 1995. Sâo Paulo: USP/NEV, 1995; de Souza Martins, loc.cit.; W. Fitzhugh Brundage (ed.) Under Sentence of Death. Lynching in the South. Chapel Hill: The University of North California Press, 1997.

[27] En septiembre de 1994 pobladores de la comunidad zapoteca de San Miguel Yotao (estado de Oaxaca) acordaron linchar a un niño de 13 años si antes de una semana sus familiares no devolvían una suma de dinero robada a la tienda local de  CONASUPO –la red estatal de abastecimientos básicos--, robo del que se acusó al niño (hecho N° 34). En noviembre 1994 una asamblea de campesinos reunidos con el subsecretario de gobierno del estado de Chiapas en Tuxtla Gutiérrez (capital del estado), amenazó con lincharlo si éste no cumplía las promesas efectuadas de satisfacer demandas de tierras, esclarecer la desaparición de campesinos y poner fin a la impunidad con que actúan los grupos armados al servicio de los grandes terratenientes (“guardias blancas”: hecho Nº 41). Pobladores de la aldea Llano Grande (estado de Oaxaca) amenazaron con linchar a un edil municipal acusado de mal desempeño –sobre todo, aplicación de multas y órdenes de encarcelamiento consideradas arbitrarias (mayo 1996, hecho Nº 53). En noviembre 1996 pobladores enfurecidos aprehendieron y amenazaron con linchar a un policía que había impedido el linchamiento de un hombre acusado de asesinato por la comunidad (Mapastepec, Chiapas, hecho Nº 72).

[28] En Río Chiquito, Oaxaca, se registraron dos linchamientos (hechos 47 y 48, noviembre 1995 y  enero 1996, respectivamente). El poblado de San Miguel de Canoa en el estado de Puebla (hecho N° 54, junio 1996)  tiene también cierta tradición de linchamientos, según se indica más abajo.

[29] Pobladores de un asentamiento irregular que temían ser desalojados por las autoridades secuestraron a dos  policías preventivos del área, los golpearon, torturaron con el recurso al tehuacanazo y los drogaron forzándolos a fumar mariguana (hecho N° 3, marzo 1988).El tehuacanazo es una técnica usual de la brutalidad policial en los interrogatorios; consiste en agitar una botella de soda mezclada con ají picante (chile) e introducir el líquido por los orificios nasales de la víctima. En San Blas Atempa, Tehuantepec (estado de Oaxaca) centenares de vecinos sacaron de la cárcel  local a los cuatro acusados de asaltar y asesinar al médico del pueblo. Les golpearon con palos, puños, patadas, piedras, los arrastraron a través del poblado, los  ahorcaron y por último les prendieron fuego (febrero 1993; hecho N° 15). Vecinos de la comunidad de Arroyo Metate, estado de Oaxaca apresaron a tres de los cuatro asaltantes a la tienda de CONASUPO (a cuyo encargado asesinaron). Tras capturarlos, los sometieron a un intenso castigo  con palos, machetes, piedras, patadas y golpes de puño. Uno de ellos murió por efecto de los golpes y ahorcamiento; el segundo, tras una nueva ronda de golpes, murió de un disparo de escopeta en el rostro. Al tercero lo arrastraron hasta el palacio municipal, ahí le dieron varios machetazos en diversas partes del cuerpo y finalmente lo colgaron de un árbol, muriendo ahorcado (hecho N° 45, septiembre 1995). En San Nicolás Los Ranchos, estado de Puebla, dos sujetos acusados de asaltantes fueron atacados por pobladores de la aldea; los apresaron y sometieron a fuerte golpiza a lo largo del día; fueron rescatados por la policía cuando iban a ser quemados (hecho N° 57; septiembre 1996). Ese mismo mes tres sujetos acusados de asaltantes y violadores murieron quemados por pobladores enardecidos de una aldea del municipio de Mexotintla, Chiapas. Fueron arrastrados hasta la plaza del poblado, golpeados por la muchedumbre durante varias horas y quemados vivos; recibieron el “tiro de gracia” (hecho N° 61). En  Acalco,  estado de Guerrero, la víctima , acusada de robo de ganado,  fue torturada durante horas para que denunciara a sus supuestos cómplices (hecho N° 98, abril 1998). Contrástese estos hechos con el siguiente (tomado al azar de la crónica periodística): dos jóvenes mujeres de 13 y 15 años fueron secuestradas en agosto 1996 por militantes de Paz y Justicia, una organización paramilitar patrocinada por terratenientes y comerciantes del estado de Chiapas. Durante diez días las jóvenes estuvieron secuestradas en la comunidad Miguel Alemán (municipio de Tila), lapso en el que fueron reiteradamente sometidas a torturas y violación, y finalmente asesinadas: La Jornada, 8/3/97, pág. 16. 

[30] Después de los linchamientos de Zapotitlán (hecho N° 23, diciembre 1993) uno de los  detenidos declaró  “Nosotros no hicimos nada, los culpables son los pueblos”. Según otro, “los pueblos… hicieron bien de atacar a los asaltantes, pero nosotros ahora estamos aquí encerrados”.  Según un campesino que declaró como testigo, la responsabilidad es de “la gente que se juntó”. Vid en el mismo sentido hecho Nº 17 (marzo 1993, Tlayuca, Morelos); hecho No. 42 (diciembre 1994, Huayapán, Morelos).

[31] Esta situación se advierte también en materia de ahorcamientos. El ahorcamiento consiste, en la mayoría de los hechos, en izar a la víctima por el cuello, golpearla mientras está colgada, bajarla, volver a izarla, volver a golpearla, bajarla nuevamente, y así varias veces. La muerte de la víctima no es un resultado accidental de la acción, pero el linchador puede vivir todo el proceso como orientado nada más que a asustarla.    

[32] En junio 1989 en Tehuacán de Guerrero, Hidalgo, más de 3000 vecinos sacaron de la cárcel local (junto a otros dos presos que aparentemente nada tenían que ver con eso), al  acusado de insultar y amenazar de muerte al alcalde indígena del poblado; los golpearon, raparon, les pusieron ropa de mujer y los pasearon por el poblado. La intervención policial impidió que el hecho pasara a mayores (hecho N° 5). En San Blas Atempa, Tehuantepec Oaxaca (hecho N° 15, febrero 1993) tres acusados de asesinar al médico de la comunidad fueron arrebatados de la cárcel local y paseados a través de la aldea en medio de la golpiza, antes de ser  colgados  y quemados. En enero de 1996 (hecho N° 48) tres individuos fueron linchados por vecinos del poblado de Río Chiquito (municipio de  Jocotepec, Oaxaca), acusados de balear a una persona de la comunidad y amenazar a otra. En San Miguel Ayozintepec, Oaxaca (hecho N° 93, febrero 1998) el acusado de asesinar a un menor fue amarrado y arrastrado por el pueblo antes de ser  muerto con palos y piedras.

[33] En el hecho  N° 15 (febrero 1993, San Blas Atempa, Oaxaca) la población fue convocada a asamblea mediante altavoces y tomó la decisión de matar a los acusados del asesinato, fundada en que la comunidad aplica expulsión o ahorcamiento a los forasteros indeseables. En San Miguel Yoato, Oaxaca (hecho N°34, septiembre 1994) las autoridades de la asamblea que decidió darle muerte al niño acusado de robo a la tienda de suministros justificó esta medida alegando que su deber era “ejecutar las decisiones de la comunidad, de acuerdo con los usos y costumbres”, pues se trataba de un acto ejemplarizador. En San Antonio Tecomitl, Milpa Alta, Distrito Federal, 400 vecinos participaron de una asamblea en protesta por la detención arbitraria de dos vecinos, tras la cual intentaron linchar a tres policías acusados del hecho; volcaron dos coches patrulleros y dos jeeps de la policía, invadieron el comando policial, ejecutaron destrozos y robaron armas. El linchamiento fue interrumpido por la llegada de refuerzos policiales (hecho N° 78, febrero 1997).  En la aldea de Purificación (Texcoco, estado de México) los vecinos constituyeron un jurado que decidió linchar a dos sujetos sorprendidos robando el vehículo de un vecino (hecho N° 80, abril 1997). En la comunidad de Acalco, municipio Chilapa de Alvarez, estado de Guerrero, una multitud ahorcó a un individuo acusado de robos, violaciones y cuatrerismo, tras decidir en asamblea “hacerse justicia”: hecho N° 98, abril 1998).

[34] Días después de los linchamientos de Zapotitlán (hecho N° 23, diciembre 1993), 200 personas organizaron un plantón frente a las oficinas judiciales del municipio exigiendo la libertad de los detenidos acusados de participar en los hechos; el plantón se mantuvo durante casi seis meses. Otros pobladores llevaron a cabo cortes de caminos para presionar por la libertad de los detenidos en marzo y abril 1994, incluyendo el bloqueo de carreteras por gente de diez comunidades y cinco organizaciones sociales. A principios del mes de mayo de 1994 cinco de los detenidos obtuvieron la libertad, tras una negociación a cambio del levantamiento del plantón y el fin de la huelga de hambre que dos aldeanos venían manteniendo desde quince días antes en la ciudad de Chilpancingo, capital del estado. Finalmente el 4 de junio de 1994 fue dejado en libertad el último de los acusados. De acuerdo a un integrante de la Comisión Regional de Derechos Humanos, la decisión de liberarlos fue correcta: “no fueron ellos los que mataron a los supuestos asaltantes, sino el pueblo enardecido por los constantes robos y violaciones de sus mujeres”. La filmación del linchamiento de Tatahuicapa (hecho N° 56, agosto de 1996) permitió identificar y detener a una docena de los linchadores. En respuesta, indígenas mazatecos, mixtecos, mixes y zapotecos de más de sesenta comunidades de la zona se movilizaron reclamando la libertad de los detenidos.

[35] Por ejemplo, hecho N°5 (Tepehuacán de Guerrero, estado de Hidalgo, junio 1989): sacaron a la víctima de la cárcel local a los fines de lincharla; hecho N° 22 (San Juan Totolac, Tlaxcala, septiembre 1993), más de 200 pobladores agredieron a los policías que impidieron el linchamiento de una acusada de robar niños; hecho N°35 (septiembre 1994, Chalcatzingo, Morelos): unos 800 habitantes enardecidos sacaron de la cárcel local a tres acusados de intento de robo de niños. Mientras los golpeaban hasta darles muerte, otros 400 aldeanos se apostaron, armados, vigilando las entradas al pueblo (hecho N° 35, septiembre 1994). Hecho N° 64 (septiembre 1996, Tepito, Ciudad de México) una masa enardecida de trabajadores del mercado, paseantes y pequeños comerciantes pretendió linchar a los policías que impidieron el linchamiento de un conductor que atropelló a un niño; hecho N° 92 (febrero 1998, comunidad de Yaltem, Chiapas): los pobladores  atacaron al policía que llevaba detenido al ladrón y lincharon al delincuente.

[36] Empleo la expresión gentes de oficio con el  sentido   que le dí en un   trabajo anterior:  "El sujeto

social  de  la  insurrección  popular  y  el  carácter  de  la  Revolución  Sandinista",   en Carlos M. Vilas,

Perfiles de la revolución sandinista. Buenos Aires: Legasa, 1984, cap. 3.

[37] Sobre el robo de niños en México, vid Anne-Marie Mergier, “Secuestro de niños latinoamericanos para traficar con sus órganos en Europa”, Proceso 833 (19 octubre 1992); también  Karina Avilés, “El tráfico ilegal de menores deja ganancias anuales por 20 millones de dólares”, La Jornada, 21 de julio 1999.

[38] Uno de los más notorios casos de linchamiento de forasteros fue el que tuvo lugar en San Miguel de Canoa (estado de Puebla) en septiembre 1968, con el trasfondo de las movilizaciones estudiantiles en Ciudad de México. Un grupo de estudiantes y empleados de la Universidad Autónoma de Puebla llegó al poblado de San Miguel Canoa en busca de hospedaje, ya que al día siguiente tenían planeado escalar uno de los volcanes cercanos. Un campesino indígena les dio alojamiento. Alertado, el cura del pueblo (considerado también el principal capitalista/prestamista del lugar), denunció la presencia de desconocidos, advirtiendo a la gente sobre el peligro que entrañaba para la comunidad: son “agitadores comunistas”, “enviados de Satanás”. Ordenó colocar altoparlantes en el pueblo, convocando a través de ellos a que la gente estuviera “alerta”, ante el peligro de que llegara “el diablo para implantar el comunismo”. Cerca de la medianoche subió el tenor de los mensajes, denunciando que los extraños llegaron a la aldea para matarlo a él, robar las imágenes del templo y degollar a los niños. Una muchedumbre de varios miles de personas incluyendo mujeres, ancianos, niños, se precipitó sobre los excursionistas dando muerte atroz a tres de ellos y al aldeano que les ofreció posada, utilizando hachas, machetes, palos, piedras, escopetas, pistolas. La intervención del ejército salvó la vida del resto. Posteriormente se detuvo a cinco campesinos; dos de ellos fueron condenados pese a que las víctimas no los habían identificado. El cura no fue llamado a declarar y siguió al frente de la iglesia. Por el contexto  en que ocurrió (las movilizaciones estudiantiles en la ciudad de México), en ese momento el hecho pasó casi desapercibido. Adquirió proyección amplia gracias al film Canoa, de Felipe Cazals (1975). Similar destino habían sufrido varios maestros de la “educación socialista” impulsada por el gobierno del general Lázaro Cárdenas en la década de 1930, linchados por instigación de algunos curas o caciques locales: Victoria Lerner, Historia de la revolución mexicana, periodo 1934-1940: La educación socialista. México: El Colegio de México, 1979. En junio 1996 (hecho No. 54) se produjo otro linchamiento en Canoa; campesinos indígenas retuvieron durante once horas y estuvieron a punto de linchar a dos reporteros y un chofer, a quienes confundieron con policías estatales que, poco antes, habían apresado a varios aldeanos acusados de talar bosques clandestinamente. El linchamiento fue desistido cuando los forasteros pudieron comprobar que no eran policías. En marzo 1993 en Tepetlaxco, Puebla, padres de familia intentaron linchar a dos fotógrafos itinerantes acusándolos de querer robar niños (hecho N°16). En octubre 1994 en Naucalpan, estado de México dos “extraños” fueron linchados, acusados de robar niños (hecho N°37). En marzo 1998 en la ciudad de Huejutla, estado de Hidalgo, dos forasteros, aparentemente comerciantes ambulantes, fueron muertos a golpes y quemados acusados de “roba niños”. Desde la tarde en que fueron detenidos por la policía, la radio local comenzó a propalar denuncias de que iban a ser excarcelados por falta de pruebas. Se convocó a la gente a impedirlo. Mas de mil personas, hombres y mujeres,  se concentraron frente a las oficinas del juzgado local, reteniendo al juez y al personal. Posteriormente incendiaron la camioneta de los detenidos. También causaron destrozos en dos patrulleros, las oficinas del juzgado y el edificio del municipio, en cuyo interior rociaron combustible con intención de prenderle fuego. Posteriormente sacaron de la cárcel local a los detenidos, “a quienes a golpes y empujones llevaron hasta la plaza principal, donde una muchedumbre observaba lo que realizaban unos 350 padres de familia, azuzados por unos treinta hombres que, en evidente estado de ebriedad, sugerían matar a los secuestradores” (declaraciones extraídas del expediente policial). Los llevaron al kiosco de la plaza y ahí los mataron a palos, machetazos, golpes de puño, patadas. El gobernador del estado llegó en helicóptero para tratar de impedir, infructuosamente, el linchamiento (hecho N° 96).

[39] El linchamiento registrado en la comunidad de Río Chiquito (estado de Oaxaca, noviembre 1995, hecho N° 47) es interesante, porque ilustra este fenómeno de “forasterismo cultural”. La víctima (un hombre de 24 años, nativo del lugar) había migrado al norte en busca de mejores perspectivas de empleo. Regresó después de un tiempo, y su comportamiento empezó a contrastar con el tradicional –en particular, su negativa a ejecutar faenas comunales. Una noche en que regresaba, ebrio, a su casa, fue interceptado por un grupo de personas habilitadas como policías quienes lo despojaron de sus pertenencias y lo golpearon. Logró escapar, pero en la mañana siguiente fue detenido por una muchedumbre mientras se bañaba en el río; lo golpearon en diferentes partes del cuerpo con la culata de una escopeta y lo arrastraron durante un tramo. Después fue llevado a la cárcel del lugar, donde lo siguieron golpeando hasta que perdió el conocimiento. Estuvo en esa situación (golpes, insultos, desvanecimientos) durante dos días. En la medianoche del 2 de noviembre fue sacado de la cárcel, con los ojos vendados y una cuerda al cuello. En tres ocasiones fue colgado de un árbol que se encuentra en el centro de la población, en medio de la gritería de la gente. Perdió el conocimiento otra vez. Después del tercer intento hubo una deliberación respecto de si finalmente lo mataban o no. Fue defendido por un grupo de mujeres que lograron que se le perdonara la vida, pero fue expulsado de la aldea.

[40] Vid por ejemplo La Jornada, ediciones del 2/4/92, 11/5/92, 26/11/96 78, febrero 1997).span lang=; Excélsior, 11/11/92, etc.

[41] Por ejemplo, la comunidad indígena michimaloya de Tula de Allende, estado de Hidalgo, intentó linchar al sacristán de la iglesia acusado de robo de objetos religiosos e históricos (hecho Nº  9, septiembre de 1991). Indígenas de la aldea de San Juan Guichicovi, Oaxaca, lincharon a golpes a dos sujetos acusados de robar la escuela bilingüe (hecho N°21). En diciembre 1993, en el poblado de Santiago Iztaltepec fue golpeado y ahorcado un sujeto acusado de talar clandestinamente bosques de la comunidad (hecho N° 25). En noviembre 1994 el cura párroco de El Arenal, Hidalgo, fue rescatado por la policía de una multitud que pretendía lincharlo acusándolo de haber robado  una imagen milagrosa muy venerada --en realidad la había cambiado de lugar (hecho Nº 39). Más arriba se refirió el linchamiento de quien fue acusado de negarse a ejecutar trabajos para la comunidad (hecho N° 47).

[42]  Por ejemplo, pobladores de San Martín Cuatlalpan, Distrito Federal, intentaron matar a un ladrón de elotes (mazorcas de maíz tierno: hecho N° 66,  septiembre 1996); vecinos de San Miguel Xicalco, delegación Tlalpan del Distrito Federal, lincharon a un sospechoso de intentar robar bebidas gaseosas (hecho N° 67, octubre 1996); indios chamulas de la comunidad de Yaltem (Chiapas) mataron a un sujeto acusado de robar una bicicleta (hecho N° 92, febrero 1998).

[43]  En Zapotitlán (hecho N°23, diciembre 1993) fueron asesinados los familiares que habían llegado a llevarse los cadáveres de tres linchados el día anterior, y que no habían sido involucrados en los hechos imputados a éstos. Dos de los cuatro linchados en Axichiapan, Morelos, en mayo 1994 (hecho N°31)  eran amigos de los asaltantes, sin participación en el delito imputado a los otros dos; simplemente, estaban tomando cerveza con ellos. Cuatro indígenas tzotziles fueron muertos con palos y piedras (otros dos lograron huir) por unos 1000 chamulas de cinco comunidades; fueron acusados de asesinar a nueve personas, por “revelaciones” de una hechicera que afirmó “haber recibido una luz” (hecho N° 38, municipio de Mitontic, Chiapas, octubre 1994). En noviembre 1996 en Duraznotla, Puebla siete miembros de una familia fueron muertos a golpes de palos y machetes al ser acusados de matar mediante brujería a dos hijas de uno de los linchadores (hecho N° 70). Vid Graciela Freyermuth, “Violencia y etnia en Chenalhó: formas comunitarias de resolución de conflictos”, en Chiapas 8 (1999) 103-122, sobre la brujería como detonante de linchamientos en comunidades indígenas; cfr también Collier, Law and Social Change… cit., caps. 5 y 6..

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