Hay más cosas en el cielo y la tierra, Horacio,
que las que imagina tu filosofía
Hamlet, acto 1, escena 5
Cuando le regalás un martillo a un niño,
todo en la casa necesita ser martillado
Abraham Kaplan, The Conduct of Inquiry
I
Que las instituciones son importantes para el desarrollo y la democracia es algo que se sabe desde hace bastante tiempo; en verdad, formó parte de las preocupaciones y los debates de quienes participaron y condujeron, en el siglo XIX, la organización de las repúblicas de nuestro hemisferio. La novedad de los enfoques neoinstitucionales no obedece tanto a poner el acento en la relevancia de las instituciones públicas, sino en hacerlo de una manera que es compatible con la teoría económica neoclásica –que trata como anatema todo lo que tenga que ver con variables de ese tipo- al tiempo que relativiza algunos de sus supuestos fundacionales. Asimismo, el acento puesto en la dimensión institucional le permite cuestionar el conductismo que durante gran parte del siglo XX campeó en los estudios políticos académicos estadounidenses y problematizar ciertos supuestos de los enfoques de la elección racional.
Sintetizando de manera extrema un vasto campo de literatura, el neoinstitucionalismo descubrió que los individuos no tomamos decisiones en el vacío o con libertad sólo constreñida por la libertad de los otros y la escasez de recursos, sino en determinados marcos institucionales que acotan los alcances de nuestra “libertad de elegir”. Las instituciones son caracterizadas como las “reglas del juego” que organizan las interacciones individuales y colectivas. El secreto del éxito de algunas naciones para alcanzar la prosperidad y la democracia, y del fracaso o las tribulaciones de otras, se encuentra en su capacidad/habilidad/sabiduría para crear y respetar esos marcos institucionales y en particular dos: los derechos de propiedad (así, en plural) y el mercado libre. La configuración de esas instituciones y los alcances del ejercicio de la libertad están acotados, asimismo, por las decisiones que se adoptaron en el pasado (North 1984, 1993; North & Thomas 1973; Williamson 1996; Acemoglu & Robinson 2006, 2012; etc.). Dentro de estos marcos, los seres humanos tomamos decisiones de manera racional, pero se reconoce que la racionalidad que preside las opciones políticas no es exactamente la misma que actúa en las opciones económicas; es más, se admite que en uno y otro caso mucho de lo que se asume como “opción racional” obedece, más que a la satisfacción de un interés utilitario, a la aceptación de determinados patrones culturales, inercias consuetudinarias, y similares (North 2004). La teoría incluye una dimensión normativa: si una sociedad aspira a ser exitosa en lo político (democracia) y en lo económico (prosperidad) debe practicar una respetuosa observancia de las reglas institucionales que la rigen. El cambio, necesario y en algunos casos inevitable, no puede sino ser gradual: “pequeñas modificaciones aportan grandes resultados” (Acemoglu & Robinson 2012:428 y sigs.).
Se aprecia que el neoinstitucionalismo actúa sobre la base de algunas afirmaciones de sentido común; la principal de ellas, que es mejor hacer bien las cosas, de manera prolija, que hacerlas a los ponchazos, desperdiciando recursos escasos, creando confrontaciones fácilmente evitables con un poco más de prolijidad, método y sistema. ¿Quién en su sano juicio podría disentir? De ahí la importancia que se asigna al modo en que se hacen las cosas, a las formas y procedimientos institucionales, más que a las cosas mismas que se hacen, y hacia allí se orientan los análisis de políticas públicas, o deberían hacerlo (BID 2006). La etapa del “qué hacer”, de las recomendaciones de políticas sustantivas tipo Consenso de Washington –desregulaciones y aperturas asimétricas, privatizaciones de bienes y servicios, federalismo fiscal, desestructuración del mercado de trabajo, etc.- estaría completada; llegó el momento del “cómo hacer” bien, para que aquella rinda los frutos prometidos.
Cuando uno sale de la órbita de la economía neoclásica o de la politología conductista, parece claro que es poco lo que el neoinstitucionalismo aporta de novedoso, salvo precisamente el esfuerzo de releer proposiciones derivadas de una amplia variedad de teorías y enfoques precedentes: desde la teoría del atraso económico y las vías de superarlo (Liszt en el siglo XIX, Veblen a principios del XX, Gerschenkron a mediados, Pipitone hacia el final), pasando por la economía del desarrollo (W. A. Lewis, Fishlow entre otros) e incluso esa vigorosa anticipación de la path dependency theory que se encuentra en El 18 brumario de Luis Bonaparte de Marx. Raramente se hallará en la literatura neoinstitucional el reconocimiento a su deuda intelectual –su propia path dependency teórica- con esos y otros autores –el “olvido selectivo” al que se refiere Portes (2007). Lo “neo” de este enfoque consiste entonces en la reelaboración de un conjunto selectivo, en clave de la teoría neoclásica y del enfoque de la opción racional, de aportes anteriores. De acuerdo al viejo dictum: “Lo bueno no es nuevo y lo nuevo no es bueno”.
II
Las instituciones son efectivamente importantes, aunque no siempre, ni tanto, por las razones ofrecidas por el neoinstitucionalismo. Ante todo, porque son el producto o el efecto –según la mayor o menor dosis de intencionalidad que prime en su gestación- de conflictos y competencias entre actores guiados por intereses; de ahí que tan relevante como su explicitación formal es el modo en que esos actores las viven y las practican. Lo que desde una pretendida pureza institucional puede ser visto como vulneración o desprolijidad, desde una perspectiva más dinámica puede ser reconocido como uno de los medios de adaptación de instituciones creadas en determinados escenarios y condiciones, a otros diferentes, es decir como casos de cambio institucional. Esto no descarta la manipulación institucional con el fin de obtener determinadas ventajas que, de otra manera, no se conseguirían; es tan cuestionable desconocer la existencia de situaciones de este tipo como centrarse exclusivamente en ellas. Un análisis realmente productivo a los fines del mejoramiento institucional debería indagar acerca de las causas que motivan esas reales o imaginadas desviaciones. Más aún: suponerlas como desviaciones implica imaginar que existe una sola manera de hacer bien las cosas.
La legitimidad de un determinado entramado institucional, es decir la convicción colectiva en su utilidad para alcanzar ciertos fines puede entrar en conflicto con su mera legalidad cuando las razones que llevaron a su establecimiento dejan de ser tales, o cuando los fines a los que las instituciones sirven ya no son relevantes para el conjunto social o para segmentos importantes del mismo –donde “importante” se define de acuerdo a una variedad muy amplia de criterios. Marx se refirió a la contradicción entre el desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones de producción (la matriz de relaciones y funciones político-jurídico-institucionales y sus respectivas prácticas) como la que abría paso a la transformación social; en el plano del derecho su equivalente es el desfase entre legalidad y legitimidad, o entre la constitución formal y la constitución material –la estructura de poder que sostiene a aquélla. No siempre esa contradicción se supera, como Marx planteó, por la vía revolucionaria; entre ésta y el inmovilismo represivo existe una gama de opciones alternativas cuya factibilidad se vincula a una variedad de circunstancias particulares en las que la calidad del liderazgo político, el tipo de fines que se persiguen, su arraigo en las voluntades colectivas, ejercen una gravitación con frecuencia decisiva. Y no es menos cierto que muy a menudo la adaptación y el cambio discurren por las líneas de menor confrontación, en la coexistencia tensa entre la formalidad y la informalidad donde ésta se cobija en los pliegues de aquélla y aquélla sobrevive gracias a su acomodamiento a ésta –cuestiones bien estudiadas por la antropología y la sociología (Wolf 1966; Adler 1988).
Formales o informales, las instituciones son arreglos colectivos para el desenvolvimiento social; esto no significa un involucramiento universal (o sea de todos y todas) en su elaboración, pero sí observancia (activa o pasiva) por todos y todas. Son arreglos de poder entre actores sociales, que se expresan como derechos y obligaciones. La estabilidad y la observancia de las instituciones dependen de la permanencia de las condiciones que enmarcaron esos arreglos. Cuando ellas cambian, los acuerdos y sus derivas institucionales pierden legitimidad porque se deteriora la creencia pública en su utilidad. Las crisis económicas acarrean enormes remezones en la matriz institucional de las sociedades porque redefinen –independientemente del sentido en que lo hagan- las estructuras de poder y dominación, y ello incluye a las dos instituciones que más interesan al neoinstitucionalismo y en general a su matriz neoclásica: los derechos de propiedad –vale decir, quién se apropia de recursos escasos y puede convocar en su protección el poder coactivo del estado- y los alcances de los procesos de mercantilización –qué transacciones sociales estarán abiertas al despliegue de intereses individuales o particulares, y cuáles deben ponerse a salvo de ellos por considerarse que refieren a bienes públicos-.
III
Si las instituciones son las reglas del juego por las que se rige una sociedad, ¿quién define el juego y sus reglas? ¿Quién determina las restricciones que de ellas se derivan, sus efectos y sus alcances, y en qué condiciones? Las respuestas a estas preguntas son fundamentales para indagar sobre la estabilidad y el cambio institucional. Tengo la impresión de que en este como en otros aspectos los análisis de la realidad rápidamente ceden el paso a proposiciones normativas que prestan poca atención a los datos tozudos de los escenarios y los actores; en otras palabras, a la importación “llave en mano” de formatos y dispositivos teóricos formulados a partir de situaciones, realidades, necesidades y desafíos particulares a los que se reviste de atributos universales (Ibarra 2004; Mato 2005; Vial 2005). Schumpeter admitió que su definición (mucho más que meramente procedimental) de la democracia tributaba claramente al caso histórico particular de Inglaterra y que las condiciones para esa democracia sólo habían existido en esa Inglaterra –una Inglaterra cuyo dimensión colonialista e imperial, constitutiva de su democracia, difícilmente se encontrará en el discurso schumpeteriano. A su turno, la relevancia de las instituciones para el éxito o fracaso de las políticas públicas, que detonó el actual auge del neoinstitucionalismo, fue puesta de relieve en el estudio del Banco Mundial que imputaba a la “mala calidad institucional” el fracaso de sus recomendaciones de política económica en Africa; también aquí el ejemplo de un buen manejo institucional era Inglaterra, en este caso la de los siglos XVII y XVIII (World Bank 1992; Vilas 2000). Más recientemente, el ejemplo exitoso de Inglaterra reaparece en el intento de análisis comparativo de Acemoglu y Robinson (2006), en contraste con el derrotero histórico de Argentina, Sudáfrica y Singapur –extravagante ramillete de experiencias como base de lo que pretende ser una sólida alternativa al estudio clásico de Barrington Moore Jr.
Estos ejemplos indican que el “olvido selectivo” del neoinstitucionalismo es también histórico: es llamativo que la exaltación de la calidad institucional del modelo británico haga caso omiso del papel estratégico que en la construcción de la prosperidad y la democracia británica desempeñó la expansión imperial y luego imperialista. No me parece ocioso recordar el reconocimiento de Hegel, en sus Principios de filosofía del derecho (§ 247, 248) de la relevancia de la proyección colonial en el desarrollo de esa forma superior de racionalidad que es, en su filosofía, el estado, o las reflexiones de Max Weber sobre cómo carecer de un imperio vulneraba las aspiraciones germanas de predominio internacional y la formación de una democracia firme, a la manera de Inglaterra (Weber 1895). La cuestión irlandesa, respecto de la que coincidieron un conservador como Burke y un socialista como Marx, parece no existir en aquellos relatos; la exportación de población excedente a destinos de ultramar y, a la recíproca, la extracción o apropiación de recursos desde esas regiones, tampoco. La información está a mano en cualquier biblioteca (Hamilton 1948; Davis 1973; Ferrer 1996; Wallerstein 1998, etc.), pero el neoinstitucionalismo pasa de largo. No es que los neoinstitucionalistas la ignoren: simplemente la consideran irrelevante. Privada de sus capítulos más escabrosos y decisivos, la historia institucional narrada por el neoinstitucionalismo resulta una caricatura –benevolente, pero caricatura al fin.
La atención privilegiada en las instituciones y en las formas institucionales en detrimento de los fines y objetivos a cuya consecución se ordenan, priva de significado y utilidad sustantiva al análisis, y se presta a mucha picardía y a irse por las ramas. La apelación a las formas y a las instituciones suele ser el subterfugio de quienes no quieren o no se atreven a plantear abiertamente sus propios objetivos o intereses. El argumento de los estados esclavistas del sur de Estados Unidos para ir a la guerra contra la federación no fue la oposición a la decisión del gobierno federal de abolir la esclavitud, sino afirmar que ese era un asunto de decisión soberana de los estados federados; es decir no fueron a la guerra en defensa de la esclavitud sino en defensa de sus propias instituciones... que garantizaban la esclavitud. El mismo argumento fue esgrimido en la década de 1960 para obstaculizar el avance, promovido por el gobierno federal, de la integración racial. En ambos casos el gobierno federal defendió los que consideraba sus derechos constitucionales y una concepción superior de la igualdad y la libertad, y en ambos casos el conflicto institucional se resolvió políticamente, incluyendo el despliegue y ejercicio de la fuerza.
La cuestión institucional es en el fondo una cuestión política, por lo tanto de poder, porque refiere a las pugnas y competiciones por definir el juego y en consecuencia sus reglas, y a la estructura de dominación, autoridad y obediencia que se erige a partir del modo particular en que esos asuntos se resuelven. Por eso no habría que extrañarse que muchos de quienes hoy se agravian por lo que consideran mala calidad institucional argentina son los mismo que no le hicieron asco al apoyo a golpes de estado y a sus consiguientes tropelías. Las instituciones, guste o no, son terrenos de lucha entre diferentes y antagónicos proyectos políticos de organización y conducción del conjunto social; esto no es bueno ni malo, sino inevitable. De los consensos institucionales puede afirmarse algo parecido a lo que Engels, siguiendo en esto a Lassalle, dijo de las constituciones: son los tratados de paz que, después de la batalla, los vencedores firman con los vencidos. Sospecho que cuando el neoinstitucionalismo habla de instituciones, en realidad está pensando en la política y en el poder.
Este carácter político, o si se prefiere, históricamente situado de las instituciones, implica que su sentido y significado, y las prácticas correspondientes, varían con el cambio de los escenarios y los fines que los actores se plantean. Esto se advierte, por ejemplo, en las extensiones y contracciones experimentadas por la expresión “derechos de propiedad”. Los debates respecto de si esos derechos son vulnerados o no en determinadas situaciones por ciertas decisiones de política pública son en realidad discusiones acerca de diferentes concepciones de esos derechos y de su efectiva inscripción en el plexo institucional, concepciones que a su vez refieren a situaciones históricamente configuradas y al modo que ciertos intereses avanzan o son entorpecidos en ellas. Esta discusión está presente, por ejemplo, en torno a las demandas que empresas obligadas a pesificar sus acreencias y a congelar tarifas han planteado contra el estado argentino, al recurrir éste a esas medidas para enfrentar la crisis de 2001-02. Una respuesta afirmativa implica admitir que las expectativas de ganancias futuras son una propiedad en el mismo sentido que lo es la propiedad de un activo físico o financiero; es decir, que es posible ser dueño de lo que aún no se posee porque todavía no existe. Una respuesta negativa significa reconocer las diferencias entre unas y otras –especialmente entre lo que se tiene y lo que no se tiene, y la multiplicidad de imponderables que usualmente median para que las expectativas de futuro se conviertan en utilidades efectivas- y por lo tanto ofrecer un tratamiento institucional también diferenciado. Del mismo modo, la alegada afectación de la libertad de mercado está ligada a cómo distintas fuerzas conceptualizan al mercado, a sus preferencias normativas respecto de qué transacciones corresponde procesar en él y cuáles no, cuestiones que en definitiva responden al proyecto de organización colectiva que se propone.
Las mejores instituciones son las que prueban ser más útiles a sus sociedades, en cada momento de su desenvolvimiento histórico de acuerdo a esos proyectos. Instituciones que han funcionado bien en algunos escenarios han probado ser desastrosas en otros, y a la recíproca. La incomprensión del neoinstitucionalismo de esta elemental verdad explica el tono predominantemente depresivo de sus análisis de nuestras presentes realidades institucionales. Hay que reconocer que los escenarios actuales son de mucha complejidad. Producto de las crisis del neoliberalismo de los años noventas y de principios de este siglo, Argentina y otras naciones sudamericanas están atravesando por procesos de reformulación de sus relaciones de poder: movimientos tectónicos que inevitablemente se proyectan sobre sus entramados institucionales; nuevos o renovados actores sociales que entran o regresan a la escena pública, demandan acciones y promueven intereses que chocan con los de los actores del poder establecido, cuestionan derechos y prestigios. La propia denominación convencional que con frecuencia se adjudica a estos momentos –“post neoliberalismo”, “post Consenso de Washington”- indica lo mucho de indefinición, más allá de lo meramente cronológico, de los tiempos que estamos viviendo.
El debate actual sobre la dimensión institucional de nuestras sociedades es tributario de este contexto de incertidumbre. El neoinstitucionalismo pone énfasis en la observancia de los procedimientos y las formas por encima de los objetivos y los fines; los procedimientos y las formas son importantes y es bueno que se insista en ello, pero no más que los objetivos y fines a los que sirven. En escenarios de marcada inestabilidad socioeconómica y política, y derivadamente institucional, no entender cabalmente esa relación tiene como resultado frecuente la serie de pálidas que integran las conclusiones predominantes en el neoinstitucionalismo criollo. Lo que la madurez teórica permite valorar como casos atendibles de creatividad institucional (por ejemplo Cao 2011), el formalismo y la a-historicidad interpretan como antesalas del fracaso. A veces da la impresión de que no está de por medio una insatisfactoria intelección respecto de las cosas que ocurren: las entienden, lo que pasa es que no les gustan.
Es una historia sin historia y una sociedad sin seres humanos la que narra el neoinstitucionalismo. Me pregunto como harán ahora sus predicadores para explicar el descalabro actual de tantas economías y sociedades institucionalmente correctas del capitalismo desarrollado, ejemplos señeros de cómo hacer bien las cosas, faros radiantes que iluminaban el camino que debíamos transitar si queríamos alcanzar la prosperidad y la democracia de mercado. Prolíficos y hasta parlanchines, “jugando a ser Dios” (North 2004) con las economías de Africa y América Latina en los años del neoliberalismo rampante, el silencio presente contrasta con su pretérita locuacidad. En estos escenarios en los que impera lo impensado, lo jamás imaginado, la sentencia de un destacado practicante criollo de este enfoque -en materia de políticas públicas y desarrollo “lo que importa no es tanto qué se hace, sino cómo se hace”- explicita no sólo un inopinado tributo al fetichismo institucional sino también la desorientación inevitable tras el fiasco de tantas verdades respecto de las cuales se pontificaba que “no hay alternativas”: Pantaleón armado con un martillo.
REFERENCIAS