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Carlos M. Vilas
Universidad Nacional de Lanús, Argentina

 

Comoquiera se la defina, la democracia implica un principio de igualdad aceptado como legítimo por el conjunto de la sociedad, o al menos por una mayoría significativa de ella; afirma la homogeneidad de la asociación política en tanto unidad de sujetos libres e iguales. La igualdad de la democracia refiere a un conjunto de derechos, responsabilidades, deberes y obligaciones, que a partir de las revoluciones burguesas de los siglos 18 y 19 se sintetizan en un doble principio de universalidad: igualdad de todos los habitantes ante ley y ley igual para todos, independientemente de las circunstancias particulares de existencia de cada quien. Debido a su amplitud formal, es esta una concepción minimalista; la evolución ulterior de la conciencia de justicia de los pueblos afirma la necesidad de tomar en cuenta  el modo en que distintas modalidades de existencia social condicionan la efectiva vigencia del principio de igualdad jurídico-formal. Es decir, cómo compatibilizar la homogeneidad política con la heterogeneidad social.


La democracia posee una dimensión sustantiva y una dimensión formal. La primera refiere al régimen político y a las relaciones de poder entre diferentes clases y grupos sociales, es decir a las articulaciones entre el sistema político, las estructuras socioeconómicas y los patrones culturales; se expresa en el modo en que las personas participan en el sistema político, en las demandas que le formulan, en el modo en que éste las procesa y  en su capacidad para movilizar recursos, tomar decisiones y definir cursos de acción. La dimensión formal apunta a los procedimientos e instituciones a través de las cuales el régimen político se desenvuelve; procedimientos e instituciones que, en virtud del principio de igualdad, son de observancia obligatoria por todos.


Los procesos de democratización tienen como objetivo la ampliación de la participación política y social por la inclusión de más actores y asuntos en la agenda política, el reconocimiento  de derechos, el diseño e implementación de políticas,  el tratamiento de cuestiones que, por eso mismo, devienen asuntos públicos. Esto significa que por su propia naturaleza la democracia plantea, con carácter normativo, la eliminación o  morigeración de las circunstancias y factores que entorpecen de hecho o de derecho la efectiva vigencia del principio de igualdad formal. A su vez esto implica la eliminación de las condiciones que obstaculizan o relativizan el ejercicio de los derechos por parte de los excluidos y, por consiguiente, el enfrentamiento a las resistencias que oponen quienes ven en esas reformas desafíos a sus posiciones de poder (económico, burocrático, ideológico, u otro) y a sus niveles de satisfacción con el orden de cosas establecido.


Por tal razón una democracia coherente con sus propios principios contiene siempre un potencial de conflicto que suscita desconfianza y temor en algunos y esperanzas y entusiasmo en otros. Salvo en procesos revolucionarios de cambio integral y drástico de las relaciones de poder, los procesos de democratización son el resultado de transacciones entre los reclamos de los excluidos y las resistencias de los satisfechos. En las sociedades capitalistas el desafío político de la democracia consiste en mantener bajo control la tensión entre igualdad formal de derechos y desigualdad socioeconómica real, a través de lo que Carlos Franco denominó “principio de la desigualdad socialmente aceptada”, que apunta  a la eficacia del poder político para limitar la desigualdad social que sea incompatible con la gestión política de los conflictos, y extender, con los recursos proveídos por el orden económico, los derechos que no pongan en cuestión las garantías básicas a la propiedad del capital y el funcionamiento del mercado.


El hiato que se registra entre la enunciación doctrinaria o constitucional de derechos y su vigencia material es una variable dependiente del tipo de régimen político y de los recursos de poder con que cuentan los sujetos en tanto miembros de una clase. La vigencia material de los derechos guarda siempre una relación de consistencia con los que Lassalle llamó “factores reales de poder”. De acuerdo a la expresión de Spinoza, “Cada uno goza de tanto derecho como poder posee”. El corolario es claro: una distribución desigual del poder conlleva un desigual acceso a derechos.


La enunciación del derecho es, por su esencia normativa, un llamado a la acción, un deber ser que incluye necesariamente la creación o perfeccionamiento de las condiciones materiales, institucionales y culturales que esa acción supone. Así, el reconocimiento de derechos sociales implica las más de las veces una presión sobre las erogaciones fiscales, una afectación parcial de la tasa de ganancia de las empresas, la creación de nuevas estructuras de gestión, nuevas competencias, etc. Por lo tanto debe contemplar la ampliación de las capacidades recaudatorias del Estado que preserven el equilibrio macroeconómico básico, el diseño e implementación de políticas públicas que estimulen o fuercen el acatamiento de las firmas de propiedad privada.  Así como el reconocimiento de la especificidad de los derechos laborales respecto del derecho civil o comercial condujo a la creación de tribunales y ministerios específicos, en nuestros días la instalación institucional de los derechos de género, identidad sexual o de los pueblos originarios lleva forzosamente al desarrollo de nuevas concepciones jurídicas y a la ampliación de los organismos y aparatos abocados a ellos, sin las cuales los “nuevos derechos” quedan  prisioneros de las viejas concepciones.


La vigencia efectiva de los derechos depende también de actores y factores institucionales y operativos: las burocracias afectadas al área específica, los tribunales encargados de la resolución de las controversias que se susciten al respecto, para mencionar sólo dos. No es esta una cuestión de técnica administrativa o judicial únicamente, sino también ideológica, porque la afinidad o el repudio a los cambios en las áreas sustantivas gravitan en el ritmo de aplicación de las requeridas modificaciones institucionales, en la ejecución de las políticas y en el tratamiento de los conflictos de interés. Es frecuente que elementos del poder judicial o de la alta burocracia se desempeñen como frenos  a la efectiva implementación de reformas políticas o sociales: amparándose en el principio republicano de separación de las funciones de gobierno, actúan al margen de las instituciones surgidas de los cambios políticos, desvirtuando el principio democrático del gobierno de las mayorías. Desempeñan un papel similar las grandes cadenas de medios de comunicación, en sí mismas poderosas empresas de negocios con ramificaciones transnacionales. Lo que no se puede prevenir en la arena electoral o en el parlamento, se intenta con más éxito en estos segmentos del Estado protegidos de la participación o la auscultación ciudadana.


Estos elementos configuran las que Gramsci denominó “trincheras” que es necesario conquistar para una efectiva victoria de un nuevo proyecto  político, porque en ellas se abroquelan  los poderes establecidos cuando han debido resignar el manejo operativo de la “casamata central” -la función ejecutiva-. Con esta metáfora Gramsci se refería a la eficacia del Estado para neutralizar desde la magistratura, los medios de comunicación, el sistema electoral, el sistema escolar, las inercias burocráticas, los avances populares. En particular la producción o difusión de conceptos, ideas, teorías, estereotipos, que en la vida cotidiana contribuyen a la reproducción ideológica del orden establecido y neutralizan o desvirtúan la vigencia real de los derechos formalmente enunciados. Un procedimiento que permite ejercer la dominación desde la cultura, opacando sus raíces estructurales y su carácter de clase –apelan a las ideas para que la gente no piense en los bolsillos-. Las  ideas dominantes  en una época son las ideas de la clase dominante, señalaron Marx y Engels; tras ellos Lassalle incluyó a “la conciencia colectiva y la cultura general” entre los factores reales de poder. La tesis gramsciana de la hegemonía señala precisamente el papel  estratégico desempeñado por esa conducción cultural. La marcha hacia concepciones de igualdad y derechos más avanzadas en término de solidaridad, justicia, democracia, soberanía nacional choca frecuentemente con el enraizamiento de concepciones y conductas egoístas en los propios destinatarios de esos derechos, a pesar incluso de las transformaciones ejecutadas en la estructura económica y en su organización institucional. 


Por estas consideraciones, una discusión seria sobre la democracia, los derechos y la igualdad debe tomar en cuenta el momento histórico en el que se desenvuelve y las características particulares de los escenarios nacionales, regionales y globales, y del juego de diferentes fuerzas políticas y económicas en ellos. En particular, reconocer que, en tanto cuestión política, diferentes actores se aproximan y plantean los temas de acuerdo a sus particulares intereses y a sus plexos de valores, que no surgen espontáneamente sino que son producto de determinadas configuraciones sociales y políticas. De lo contrario sería difícil explicar que un mismo vocablo sea celebrado tanto en nombre de experiencias más avanzadas de justicia, libertad y bienestar, de paz y progreso de los pueblos, y también como mascarón de proa del capitalismo neoliberal y las modalidades más salvajes de la expansión imperialista. En resumen: es fundamental tener en claro qué hay detrás de un nombre: de acuerdo a la advertencia de Pablo González Casanova, tener en claro “de qué hablamos cuando hablamos de democracia”.

 

 

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