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Carlos M. Vilas*

 

Introducción

Varios países latinoamericanos cuentan actualmente con gobiernos genéricamente considerados como de izquierda, izquierda moderada, o centro izquierda. Algunos de ellos han sido caracterizados también como neopopulistas o incluso populistas radicales. En un listado meramente enunciativo estas denominaciones son empleadas para designar a los gobiernos de Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Ecuador, Nicaragua, República Dominicana, Uruguay, Venezuela y, desde hace algunos días, Paraguay. En conjunto, estos países suman dos tercios de la población regional y un poco más de la mitad de producto bruto combinado. Puede agregarse que en las elecciones presidenciales de México el año 2006 el candidato presidencial que compartía la misma visión general que los gobiernos anteriormente mencionados, quedó a las puertas del gobierno por una diferencia mínima que muchos observadores siguen considerando se debió a manipulaciones espurias y no a la falta de votos. Estas experiencias se suman a la persistente capacidad de Cuba de preservar márgenes significativos de autonomía nacional a pesar de medio siglo de presiones externas, y su compromiso con la construcción de un sistema político y socioeconómico no capitalista.

 

Adjetivaciones como las antes mencionadas –izquierda, nueva izquierda, centro izquierda, neopopulismo, etcétera— son vagas e imprecisas. En conjunto aluden a un doble contraste que es posible registrar en las acciones hasta el momento impulsadas por esos gobiernos: de un lado, un tenor de mucha moderación por comparación con el radicalismo que a menudo caracterizó a las propuestas de transformación de la izquierda latinoamericana del siglo veinte hasta la década de 1980, radicalismo que fue no sólo patrimonio de las estrategias revolucionarias sino también de algunas que trataron de desarrollarse por canales institucionales, como la Unidad Popular en Chile (1970) o el Frente Justicialista de Liberación Nacional (FREJULI) en Argentina (1973). Por el otro, una diferenciación respecto de varios aspectos característicos del programa del llamado “Consenso de Washington”, que en mayor o menor grado fue el eje referencial y legitimador de la política gubernamental de la década de 1990 en gran parte de la región. Si la “vieja izquierda” podía ser vista, en mayor o menor medida, pero siempre en alguna medida, como anticapitalista,  la actual neo/centro izquierda es, en todo caso, antineoliberal o, posiblemente con más exactitud, post-neoliberal, en el sentido de reformulación de algunos de los ingredientes del esquema predominante en los noventas.

 

Derecha e izquierda son, por supuesto, criterios relacionales de recíproca implicación, que en uno y otro caso tributan a las valoraciones que forman parte del patrimonio ideológico del propio observador tanto como a los fenómenos sometidos a observación. Además, son caracterizaciones que normalmente asignan una gravitación excesiva a elementos discursivos y a definiciones ideológicos muy generales, olvidando o soslayando que la acción política, aunque siempre orientada por algún tipo de definiciones ideológicas, es un asunto de eficacia en la producción de resultados –como reza la admonición bíblica: “Por sus frutos los conoceréis”--, y la producción de resultados obedece no sólo o no tanto a la intencionalidad de los actores sino a un conjunto complejo de elementos tanto coyunturales como de largo alcance: ideas claras y convicciones firmes por supuesto, pero también acumulación de recursos de poder y control de los mismos, previsión, conocimiento de las características del terreno que se pisa y de las sinuosidades del trayecto, consideración de las acciones y reacciones de los actores involucrados por las decisiones que se toman, etcétera. En síntesis: la ideología o la filosofía definen hacia dónde dirigirse, pero las características del viaje y las perspectivas de llegar a destino son asunto del obrar político. En este sentido, parece claro que varios de los casos mencionados más arriba tienen más puntos en común con gobiernos que usualmente no son incluidos en este conjunto, que con otros que sí lo son. A título ilustrativo puede señalarse al prolongado gobierno de la Concertación Democrática en Chile, bastante más lejos del “socialismo del siglo veintiuno” del bolivarianismo chavista en su enfoque de las cuestiones sociales y económicas y en el modo de desempeño del sistema político, que del gobierno de Álvaro Uribe en Colombia.

 

Democracia y heterogeneidad social

La tesis que someto aquí a discusión plantea que, por encima de los intentos de caracterización antes referidos, el rasgo fundamental de todas esas experiencias político-institucionales consiste en ser democracias coherentes, es decir, regímenes democráticos que admiten como consustancial a su propia naturaleza la legitimidad de introducir transformaciones socio-económicas de amplio alcance. Lo democrático alude aquí a un conjunto de variables y procedimientos referidos a la participación ciudadana en la elección y renovación de los cargos políticos, a la conceptualización misma de la población como pueblo de ciudadanos, a la vigencia efectiva de derechos y deberes garantizado por el control de los medios de coacción por un Estado legitimado por el origen del poder que él institucionaliza en la expresión libre de la voluntad ciudadana. Lo coherente refiere a la posibilidad legítima de orientar el ejercicio democrático de la política hacia la introducción de reformas en la organización social y económica y por lo tanto en el acceso a recursos estratégicos para la integración ciudadana de categorías de población marginadas de ellos o con acceso insatisfactorio a la luz de la cultura de nuestro tiempo y de los niveles alcanzados de desarrollo económico y científico-técnico --condiciones consideradas injustas por sectores amplios de la población. la cultura de nuestro tiempo.,stro tiempo.,por parte de sectores hasta entonces marginados de ellos o con acceso insatisfactor Que esas transformaciones sean intentadas depende en último análisis de las orientaciones y preferencias políticas de la ciudadanía y de las propuestas que formulan las organizaciones que la expresan, y que esos intentos resulten fructíferos o no, es asunto vinculado sobre todo a las relaciones de poder y al desenvolvimiento de la lucha política.

 

Lo central en esta caracterización refiere a la aceptación de la posibilidad de impulsar acciones de ese tipo como una dimensión legítima de un régimen democrático. En el fondo, esta es la concepción de la democracia sostenida por un amplio arco de organizaciones políticas y sociales de base laboral y popular a lo largo del siglo veinte: la democracia no es solamente un sistema que se agota en lo legal-institucional, sino que proyecta su virtualidad transformadora a todos los ámbitos de la vida social como condición de su propia eficacia como democracia. Ello así, porque las condiciones sustantivas para que la igualdad y la libertad ciudadanas sean efectivas para todos y todas, se configuran en el ámbito de las relaciones sociales y de la vida convencionalmente llamada privada: acceso a información, a niveles educativos, disponibilidad de tiempo libre, movilidad física, etcétera, cuestiones todas que en las sociedades de mercado requieren la disponibilidad de recursos económicos de los que gran parte de la población carece a causa de la desigual distribución de los recursos económicos, laborales, educacionales, etc. Esta es una cuestión planteada en el siglo diecinueve por las organizaciones de trabajadores y asumida con particular fuerza por los movimientos feministas.

 

La universalización de los derechos políticos implica la introducción de la heterogeneidad social en la unidad del sistema político. Luchas prolongadas y frecuentemente muy violentas transformaron la democracia de varones propietarios del liberalismo burgués de fines del siglo dieciocho e inicios del diecinueve en la democracia de masas de principios del siglo veinte y en las democracias plurales de la actualidad. Pero la conquista de esa universalidad no acarreó por sí misma la igualdad de condiciones para su ejercicio real  por personas pertenecientes a distintas clases sociales o portadoras de determinadas identidades, y esa desigualdad pre-política, por así decir, cuestiona los alcances y la eficacia de la participación política.

 

Ahora bien: cuanta más heterogeneidad social tiene cabida en el sistema político, mayor es la necesidad política de respetar las normas que presiden el funcionamiento de ese sistema o, como se acostumbra a decir, “las reglas del juego”. La existencia de la heterogeneidad significa muy a menudo que el consenso de los actores no va más allá de las reglas mismas. Esto es lo que el sociólogo brasileño Francisco Weffort denominó “democracia de conflicto”, entendiendo por tal una democracia asentada en una sociedad dividida por profundas desigualdades sociales –como de hecho son la mayoría de las existentes en América Latina. Mientras que en las democracias en sociedades relativamente integradas existe un consenso básico respecto de las cuestiones económicas y sociales, “una democracia de conflicto depende de la sólida legitimidad de las reglas y procedimientos de modo de hacer tolerable el intenso conflicto sobre cuestiones de sustancia social y económica” (Weffort 1992:31-32). Las democracias de conflicto no garantizan, por supuesto, que las transformaciones sean efectivamente llevadas a cabo, pero sí que los debates y conflictos en torno a ellas son legítimos en la medida en que se desenvuelvan observando determinados procedimientos. En otras palabras: la sustitución, hasta donde es posible, del recurso a la violencia por la competencia electoral, y de la cuenta de combatientes y de víctimas al cálculo de ciudadanos y de votos. Esto no implica desconocer que en muchos países las prácticas electorales distan de ser totalmente competitivas y la cuenta de votos honesta, o que intimidaciones y actos de violencia rodeen a veces el momento electoral.

 

En tal situación, lo formal se convierte en sustantivo, y la forma deviene parte del contenido. Ese compromiso es a un mismo tiempo ideológico y político-institucional. El delicado equilibrio que este juego de tensiones y oposiciones entre formas y contenidos implica, tiene como base de sustentación, en efecto, el compromiso de todos los actores de observar las reglas y procedimientos que viabilizan el procesamiento no violento del conflicto. Es ideológico, o cultural si se prefiere, en lo que hace a la existencia de un conjunto compartido de valores, convicciones, mitos y símbolos objetivados en prácticas materiales y discursivas, por encima del arco de diferenciaciones económicas y sociales sobre las cuales cobra existencia la estructura de clases y en general la estratificación social. Es político-institucional, en cuanto el Estado moderno ha desempeñado y sigue desempeñando un papel activo en esa homogenización cultural a partir de una variedad de intervenciones en la configuración estructural de la sociedad.

 

Por ejemplo, algunas constituciones contemporáneas, fruto de amplio consensos democráticos, reconocen la legitimidad de las intervenciones políticas del Estado para remover los obstáculos que la organización económica y social opone a una efectiva participación democrática de la ciudadanía. Vale decir, la eficacia reconocida en lo político para modificar, en un sentido de mayor equidad, las condiciones pre-políticas de la integración social y la participación ciudadana. Por ejemplo, la Constitución italiana de 1948 estableció que “es tarea de la República eliminar los obstáculos de orden económico y social que, limitando de hecho la libertad e igualdad de los trabajadores en la organización política, económica y social del país”. En Argentina este principio fue incorporado a la Constitución de la Provincia de Santa Fe de 1962 (art. 8), de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (art. 11),  de Neuquén (art. 12), Río Negro (art. 14), y otras. Pero es necesario insistir en que la posibilidad de que ese principio se convierta en actos y en resultados depende fundamentalmente de la capacidad y la habilidad de las fuerzas políticas de promover con eficacia sus respectivos intereses así como del compromiso de todos los actores involucrados en la lucha politica en observar las reglas establecidas para el desenvolvimiento de esa lucha y del reconocimiento, “por encima” de las partes en conflicto, de una autoridad reconocida por todas ellas para hacer cumplir dicho compromiso si es necesario con el recurso a la fuerza. , así como del compromiso de todos ellos en el respeto al principio democrático básico del gobierno de las mayorías.

 

Transformaciones democráticas y conflictividad

Más allá de las diferencias específicas que es posible identificar dentro del grupo de experiencias de gobierno mencionadas al inicio de esta presentación, existe un notable contraste entre el panorama político actual y el de las décadas anteriores, cuando la mayor parte de la región parecía estar políticamente comprometida con la implementación de las reformas macroeconómicas e institucionales inspiradas en el programa de “Consenso de Washington”. Las llamadas “democracias de mercado” del neoliberalismo combinaban democracia representativa (diferencia específica con dictaduras militares) y la ejecución de reformas “amistosas al mercado” y amplia apertura a las fuerzas y tendencias crecientemente globalizadas en el terreno de la economía (diferencia específica con desarrollismo o el populismo del pasado).

 

Lo primero que hay que decir respecto de estas experiencias reformadoras de hoy es que cuentan con un origen incuestionablemente democrático; todas ellas llegaron al gobierno a través de procesos electorales competitivos, incluso en sociedades que acababan de atravesar por severas crisis como Argentina, Bolivia o Ecuador, muchos de cuyos efectos aún estaban presentes. Son regímenes democráticos que conjugan el principio de la representación política (partidos políticos, elecciones periódicas, parlamentos…) con el de la participación mediante una intensa activación de la organización y la movilización social y que explicitan la incapacidad de lo político-estatal para contener y expresar la diversidad de lo social y su intensidad reivindicativa. Pero de un universo social que, a diferencia de los referentes unificadores de la sociedad de masas del capitalismo de la sustitución de importaciones (mercado de trabajo, seguridad social, inversión pública en infraestructura…) hoy se presenta hendido por una multiplicidad de diferenciaciones identitarias que, con frecuencia, introducen conflictos y contradicciones en el propio sustento social de las experiencias políticas reformadoras. Así, si por un lado estas nuevas experiencias avanzaron hacia la ocupación del gobierno merced a su capacidad para unificar en un proyecto político común esa amplia variedad de reivindicaciones y demandas, una vez cumplido ese objetivo se enfrentan a numerosas presiones cruzadas respecto de las acciones que se emprenden o deberían emprenderse para satisfacerlas, con el no infrecuente espectáculo que muchas de ellas no son de sencilla compatibilización. De tal manera que el conflicto con la oposición, que se ha intensificado como efecto de la promoción de las reformas, debe procesarse al mismo tiempo que los conflictos internos de las coaliciones gobernantes. Ambos tipos de conflicto alcanzan expresión en el entramado institucional del Estado: por ejemplo, los protagonizados en Bolivia por el Ejecutivo con el Tribunal Constitucional y la Corte Suprema de Justicia en torno a la reforma constitucional y con algunas autoridades departamentales respecto de las autonomías, o en Ecuador los que enfrentaron al Ejecutivo con el Congreso y el poder judicial.

 

Las dificultades de procesar al mismo tiempo que acotar las tensiones dentro de las coaliciones reformistas se ven ahondadas por la crisis por la que atraviesan desde hace años los partidos políticos tradicionales en varios países de la región. Esa crisis, estudiada por una gran variedad de autores, es el producto combinado de por lo menos dos factores principales convergentes en ese resultado: 1) las limitaciones de muchos de esos partidos para  reconocer las transformaciones experimentadas, a lo largo de las décadas recientes, en el mapa social de sus respectivos países, y hacerse cargo de ellas en sus formulaciones programáticas, en sus estilos de acción y otros aspectos similarmente cruciales de su desempeño; las causas de esas limitaciones son variadas y excede los objetivos de esta presentación analizarlas; 2) el involucramiento activo de varios partidos políticos de base laboral y social amplia en la ejecución del programa del “Consenso de Washington” –por ejemplo el MNR en Bolivia, el Partido Justicialista y el Partido Radical en Argentina, o el Partido Roldosista Ecuatoriano— que implicó un giro de ciento ochenta grados en sus definiciones programáticas originarias y un tremendo costo en las condiciones de vida de sus partidarios. La magnitud de las crisis a que condujeron muchos experimentos neoliberales expuso públicamente las debilidades e ineficiencias del sistema político y la complicidad de algunos de sus actores en las decisiones que contribuyeron a ellas. Es así que varias encuestas de opinión de amplia cobertura muestran una persistente desconfianza hacia la política, los partidos, los tribunales y parlamentos en muchos países latinoamericanos. Este escepticismo parece producto sobre todo de la percepción que los entrevistados tienen del desempeño de esas instituciones y en particular de su reducida capacidad, o voluntad, para mejorar la calidad de vida de la gente (cfr por ejemplo Corporación Latinobarómetro 2006).

 

El debilitamiento de la confianza popular en lo político-partidario y en las instituciones convencionales de la democracia representativa para avanzar demandas y alimentar expectativas de mejoramiento social (coincidente con la desconfianza de las élites políticas en la medida en que el sistema representativo es percibido por ellas como siempre vulnerable a las presiones sociales) fue de la mano con el fortalecimiento de lo social-sectorial, equivalente al atrincheramiento corporativo de las élites y a su nunca totalmente abandonada aceptación de las soluciones de facto --como se puso en evidencia en el fracasado golpe de estado de abril 2002 en Venezuela y, más recientemente, en algunas manifestaciones del conflicto en Bolivia o en los descarríos verbales de algunos dirigentes empresarios en el reciente conflicto por la modificación del régimen tributario a las exportaciones agropecuarias en Argentina. Por otro lado, la apertura indiscriminada hacia los escenarios y procesos de la globalización actúa para habilitar una creciente capacidad de presión de sus actores sobre las instituciones y organismos públicos nacionales, con el efecto de estimular un desplazamiento de las relaciones de representación hacia fuera del sistema político: el Estado y la política pierden representatividad  respecto de sus ciudadanos y la ganan respecto de actores externos y fuerzas exógenas de más en más internalizadas –corporaciones transnacionales, organizaciones corporativas, gobiernos extranjeros, instituciones financieras multilaterales, organismos no gubernamentales internacionales, etcétera.

 

La crisis del sistema representativo contribuye asimismo a una mayor personalización del poder político y del gobierno. En ausencia de instituciones constitucionales que gocen de una amplia y consistente legitimidad, las funciones de gobierno tienden a ser asociadas con la persona de algunos dirigentes; el proyecto político, sea cual fuere, ya no es el de un partido o coalición de partidos sino el de su dirigente máximo. Algunos autores han interpretado esto como un efecto persistente del tradicional caudillismo hispanoamericano (cfr por ejemplo Wiarda 2004). En realidad la fuerte gravitación del poder personalizado es un rasgo recurrente en los momentos fundacionales de un nuevo Estado o de un nuevo régimen político y en general es interpretada a la luz del tipo weberiano de dominación carismática. De acuerdo a esa misma interpretación, el carisma personal derivaría, dadas ciertas condiciones, en un carisma institucional que transforma la fe en el dirigente en confianza en las instituciones que ese dirigente contribuyó decisivamente a moldear. O, en el caso de los “pilotos de tormenta” que sacan avante a sus países de crisis profundas o desafíos extraordinarios (guerras, grandes catástrofes y similares), la superación del estado de excepción permitiría regresar al funcionamiento normal de las instituciones. Pero la realidad demuestra que tal regreso no es inevitable o que aquellas condiciones no son de generación espontánea, y que muchos de esos liderazgos fuertemente personalizados tienden a extenderse en el tiempo hasta que la marcha implacable de la biología resuelve finalmente el asunto.

 

Con mucha frecuencia el principal obstáculo a la institucionalización de la política es, precisamente, la preservación de esos rasgos personalizados del poder más allá de las circunstancias que dieron lugar a su aparición y despliegue. Así, este ida y vuelta entre una personalización fuerte producto de la debilidad institucional, y una debilidad institucional a la que colaboran la fuerte personalización y el particularismo de las relaciones políticas ayuda a explicar la tendencia de muchos de estos dirigentes de buscar reelecciones ilimitadas como modo de compatibilizar el principio de la soberanía popular con la continuidad de la conducción política de un proceso de cambio que excede los límites temporales de un mandato constitucional. Y si bien la calidad del desempeño como estadista del gran dirigente hace difícil objetar este sistema de confirmación formal de un liderazgo nacional que existe ante todo en los hechosrmaci como estadista del gran dirigente hace dificil  ilimitadas como modo de compatibilizar el pri, este esquema suele generar su propio efecto de derrame y la misma personalización del proyecto político se observa en niveles inferiores del sistema de decisiones y de la pirámide de funciones, hasta derivar en el espectáculo frecuente del saltimbanqui político: el individuo electo en la lista de un partido pero que rápidamente cambia a la de otro, en el legislador que salta de partido en partido (incluso durante el mismo periodo de gobierno) con tal de seguir presentándose a elecciones e incluso constituye su propio y unipersonal bloque parlamentario, en la promoción de un proyecto que es tanto de poder como de simple sobrevivencia política y, en ambos casos, estrictamente personal: no quedar fuera del presupuesto público.

 

En el constitucionalismo latinoamericano, diseñado en este y otros aspectos bajo la influencia de la Constitución de los Estados Unidos, un número importante de decisiones está asignado al Ejecutivo; esta asignación se amplía en las democracias orientadas hacia la transformación social, y ello con independencia de su orientación ideológica. En las “democracias delegativas” del neoliberalismo de la década de 1980 los presidentes se beneficiaron de prerrogativas delegadas por el parlamento al mismo tiempo que incrementaron el control sobre el poder judicial. Esto facilitó la implementación del programa del “Consenso de Washington” en Perú, México, Brasil, Ecuador, Argentina, y granjeó el apoyo del gobierno de Estados Unidos y de los organismos internacionales en los que ese gobierno posee fuerte capacidad de decisión. Hoy, al contrario, las democracias que promueven transformaciones sociales progresistas están dedicadas a avanzar el cambio en otras direcciones. El decisionismo de Hugo Chávez, de Néstor Kirchner o de Rafael Correa no es más intenso ni más evidente  que el de Carlos Menem, Alberto Fujimori, Carlos Salinas de Gortari o Rafael Caldera. Sólo el contenido de las decisiones ha cambiado, como también cambió la identidad de los que ganan y los que pierden con esas decisiones. Es posible que sea esto lo que explique en definitiva las contradictorias valoraciones de unos y otros “decisionismos”.

 

Política pragmática

El pragmatismo político parece haberse instalado en la región. Pragmatismo no significa necesariamente moderación en las metas o las reformas gubernamentales, sino un modo de obrar la política asentado en una  mejor base cognitiva e intuitiva de lo que puede ser realizado con éxito en cada coyuntura; qué políticas deberían ser diferidas o descartadas, y cómo anticipar las reacciones y los eventuales conflictos de otros actores políticos o sociales. Un enfoque pragmático del propio accionar y de las decisiones que de él derivan involucra todos los aspectos de la elaboración de políticas, incluyendo procedimientos y métodos y no sólo fines y objetivos. Especialmente implica descartar la noción generalmente ingenua, y a veces fatídica, del poder gubernamental como poder ilimitado --un error frecuente en quienes carecen de experiencia previa en el ejercicio del poder político.

 

La experiencia política durante la década de 1980 y la siguiente, de ejercicio del gobierno en niveles municipales, provinciales y en las asambleas legislativas, ha probado de ser de enorme importancia al respecto. El PT brasileño, el MAS en Bolivia, socialistas  y democristianos en Chile, el Frente Amplio en Uruguay, el PJ en Argentina, cuentan con extensa experiencia en el ejercicio institucional del poder tanto en el ejecutivo como en el legislativo, y en ambos casos lo mismo en asuntos internos como regionales e internacionales. Daniel Ortega, Néstor Kirchner, Michelle Bachelet, Tabaré Vázquez se convirtieron en presidentes como culminación de prolongadas carreras y exitosos desempeños en posiciones políticas de relevancia: gobernaciones provinciales o estaduales, ministerios del poder ejecutivo nacional, gobierno de metrópolis, anteriores desempeños presidenciales, etcétera. Lula da Silva llegó a la presidencia de Brasil después de tres décadas o más de liderazgo sindical y político y algo parecido cabe decir de Evo Morales. Otros, como Chávez y Correa, no tuvieron más alternativa que aprender en el cargo. Es también el caso mucho más reciente del presidente Fernando Lugo en Paraguay, aunque su anterior condición de obispo permite suponer en él una indudable capacidad de convencer a la gente de las cosas más increíbles e improbables, de utilidad incuestionable en el ejercicio de la política.

 

El pragmatismo también es evidente en las estrategias diseñadas para construir amplias coaliciones electorales que pavimentaron el camino al poder. Daniel Ortega es posiblemente uno de los casos más ilustrativos. Su triunfo electoral en enero 2007 después de tres intentos frustrados fue el resultado no sólo de la capacidad del FSLN de conservar, a pesar de fricciones y rupturas internas, el apoyo de casi dos quintas partes del electorado nicaragüense, sino además de un complejo juego político de acuerdos y presiones con antiguos adversarios políticos como el Cardenal Obando y Bravo y el ex presidente Arnoldo Alemán, que incluyó una notable habilidad para ir ubicando, a través de los años, a partidarios propios en posiciones institucionales clave. En Brasil, Lula ha tenido éxito en construir un sistema complejo de acuerdos parlamentarios  incluso con elementos de derecha a fin de conservar apoyo legislativo. Algo parecido puede decirse de Néstor Kirchner respecto del justicialismo y una variedad de partidos que en las elecciones de 2003 compitieron contra su candidatura. Gracias a la creación de la Alianza PAIS Rafael Correa pudo ganar la presidencia de Ecuador, y más recientemente la mayoría de la Asamblea Constituyente, contra los partidos tradicionales. En Paraguay, el acuerdo post-electoral celebrado entre la coalición  Alianza Patriótica para el Cambio del presidente Lugo, y la Unión Nacional de Ciudadanos Éticos (UNACE) del general  Lino Oviedo le permitirá bloquear el control del Congreso por el Partido Colorado (que venció en las elecciones legislativas). Por su lado el MAS ilustra en Bolivia las dificultades, señaladas más arriba, de preservar las amplias coaliciones que permiten ganar elecciones, una vez que el gobierno ha sido alcanzado.

 

El pragmatismo político se manifiesta asimismo en el plano de las relaciones con gobierno de fuera de la región, y en particular con el de Estados Unidos, que siempre a tendido a enfocar a Latinoamérica, y más específica a  América del Sur, a través de la óptica de su propia definición de seguridad nacional. Las democracias reformistas de Sudamérica están mostrando una interesante capacidad para la defensa de sus intereses nacionales y por consiguiente la preservación de márgenes de autonomía en las relaciones bilaterales con Estados Unidos (por ejemplo, a través de la potenciación de los esfuerzos de integración regional sudamericana) en lo que toca a definición de estrategias y fijación de objetivos, y de una madura diplomacia que, alimentada por la experiencia, asume que también forma parte de los intereses nacionales prevenir reacciones imperiales por parte del gobierno estadounidense. Ejemplo particularmente gráfico de esto son las relaciones bilaterales de Venezuela y Estados Unidos; el alto decibelaje del discurso político de ambos no ha impedido hasta ahora que el petróleo venezolano siga fluyendo hacia la economía estadounidense ni que los dólares estadounidenses sigan nutriendo las reservas monetarias del Estado venezolano. En un sentido opuesto debe señalarse el abierto involucramiento del embajador de Estados Unidos con las autoridades regionales de Bolivia que se oponen agresivamente al gobierno del presidente Evo Morales y, más en general, la reactivación de la IV Flota de la marina estadounidense y el reinicio de sus patrullajes preventivos en el Caribe y el Atlántico Sur latinoamericano.

 

Un Estado proactivo

La recuperación del Estado como herramienta de desarrollo y bienestar forma parte integral del compromiso con las reformas de tipo progresivo. Esto se expresa en la adopción de políticas económicas y sociales activas y en la ampliación de los espacios de autonomía para la toma de decisiones, tanto respecto de los grupos de poder económico como en los escenarios internacionales. Un aspecto muy publicitado es la recuperación de la propiedad y el control de recursos energéticos, la creación de empresas públicas en sustitución de empresas transnacionales y el estímulo a inversionistas domésticos. En varios países (Argentina, Bolivia, Uruguay, Venezuela) el Estado asume un papel más activo de regulación y orientación en áreas que tradicionalmente pertenecieron al sector público de la economía y que fueron privatizadas en décadas pasadas como parte del programa neoliberal. Pero a diferencia de los regímenes populistas o nacionalistas del pasado, el enfoque es ahora selectivo y no involucra un cuestionamiento de principio a la actividad privada o a las firmas extranjeras. Los avances de Venezuela y Bolivia en la nacionalización de empresas se están efectuando a través de negociaciones; en Argentina, la reestatización de algunos servicios públicos (agua y saneamiento, transporte aerocomercial, correos, control del espacio radioeléctrico) fue la respuesta a incumplimientos contractuales graves por las empresas privadas que los operaban. La reestatización del servicio metropolitano de agua y saneamiento en Uruguay se decidió a través de un plebiscito de amplia participación ciudadana.

 

El reposicionamiento estatal expresa la intención de recuperar capacidad de decisión y de conducción política en asuntos que, en las últimas décadas, fueron cedidas al mercado y, en particular, a un mercado controlado por intereses externos. Las privatizaciones de las décadas pasadas no sólo transfirieron al mercado la propiedad de activos, sino también la definición de los objetivos de política pública y el diseño de ésta en áreas estratégicas para el desarrollo nacional y el bienestar de la población. Por lo tanto más importante que medir si el Estado crece mucho (Bolivia, Venezuela) o poco (Argentina, Brasil, Chile, Uruguay…) en términos de presupuesto o de su red administrativa, es percibir el objetivo político de la recuperación estatal en función de metas de mayor autonomía respecto de los intereses de corto plazo de los mercados, una reinserción más equitativa y beneficiosa en la globalización, y una promoción más decidida de un estilo de desarrollo que distribuya mejor los frutos del esfuerzo colectivo.

 

En esta búsqueda de mayores espacios de autonomía política destacan asimismo las decisiones de “desendeudamiento” adoptadas por Brasil y Argentina respecto del FMI. Al saldar anticipadamente sus deudas con el organismo, utilizando reservas acumuladas en virtud de una correcta administración fiscal, ambos países sacaron del juego a un organismo que, en términos políticos, siempre actuó como un instrumento de presión de los grupos del poder económico y del gobierno de Estados Unidos, y que ha sido severamente cuestionado en la calidad técnica de sus juicios y en el nivel ético de su desempeño (cfr por ejemplo Blustein 2005).

 

Un aspecto de revalorización estratégica del rol del Estado es la adopción de políticas activas en materia de desarrollo económico y social. La política social neoliberal de focalización y alivio de la pobreza crítica es sustituida por una estrategia integral de intervenciones que apunta a remover las causas profundas del fenómeno. La reactivación económica, el reposicionamiento de la inversión pública en infraestructura, la promoción del empleo genuino, la mejora de los salarios reales, un mejor acceso a recursos, etc., están permitiendo revertir el hasta hace poco imparable crecimiento de la pobreza y la desigualdad social. Reforma agraria, ambiciosos planes de apoyo a la pequeña y mediana empresa y a las economías campesinas, desarrollo de la educación pública y agresiva expansión de la cobertura de los sistemas públicos y gratuitos de salud, forman parte de la agenda de la política social de los años recientes. De acuerdo a un informe de la CEPAL son precisamente Argentina y Venezuela los países que en los últimos tres años más han avanzado en la reducción de la pobreza, gracias a estrategias y enfoques heterodoxos e integrales (CEPAL 2006).

 

Al mismo tiempo los nuevos gobiernos reformistas parecen haber sacado experiencia de los desmanejos macroeconómicos del pasado. La ampliación y reorientación de las políticas públicas se lleva a cabo junto con un manejo prolijo de las cuentas fiscales. Mejora la recaudación fiscal y hay una mejor asignación del gasto público a metas de desarrollo y bienestar, pero los sistemas tributarios siguen siendo regresivos. Los resultados recogidos en lo que va del siglo demuestran que la promoción del bienestar y la participación social, la reactivación del crecimiento y las reformas con orientadas a la inclusión social son compatibles con una macroeconomía convencionalmente “sana”. En este aspecto, se trata de experiencias “post-neoliberales” en el sentido que las reorientaciones que postulan o implementan incorporan de todas maneras algunas de las premisas de las experiencias neoliberales del pasado reciente.

 

El mayor involucramiento estatal, el diseño de políticas activas y de mejor calidad, la adopción de “más instrumentos y metas más amplias para el desarrollo” (Stiglitz 1998, 2003) se sustentan ciertamente en las altas tasas de crecimiento económico y en al incremento de los ingresos de exportación a lo largo de la presente década. Pero no debería exagerarse el impacto de las condiciones económicas favorables, necesarias pero insuficientes por sí mismas.  La mayoría de los países latinoamericanos ha conocido en el pasado periodos de expansión económica, que sin embargo no bastaron para prevenir el crecimiento de la pobreza y de la desigualdad social. En sociedades caracterizadas por profundas desigualdades sociales, y América Latina presenta en este asunto, como región, las tasas más altas de todo el mundo, el crecimiento del producto es compatible con el crecimiento de la pobreza y la desigualdad social. En ausencia de intervención gubernamental y de políticas diseñadas a tales efectos, la pobreza sigue creciendo junto con el aumento de la concentración del ingreso. Durante la década neoliberal de 1990 de neoliberalismo el producto bruto conjunto de América Latina creció algo más del 25 por  ciento, pero durante el mismo periodo se sumaron 21 millones de pobres, de los cuales cuatro millones bajo la línea de indigencia. Alrededor de 40 por ciento de la población latinoamericana total  vivía en condiciones de pobreza a principios de la década actual, y un 20 por ciento con condiciones de indigencia.

 

Es recién en años recientes que el volumen absoluto de pobres comienza a disminuir, coincidiendo con el abandono de las recomendaciones del “Consenso de Washington” en varios países de la región. Entre 2002 y 2006 el volumen de población latinoamericana en condiciones de pobreza se redujo en casi 28 millones de personas, y el de indigentes en unos 26 millones, representado 36.5% de la población en la primera categoría, y 13.4% en la indigencia (CEPAL 2007). El contraste entre aquella inercia y el panorama actual parece deberse principalmente a las estrategias y políticas sociales y económicas puestas en ejecución. La calidad de las políticas hace la diferencia entre una asignación eficiente de recursos y el derroche y la chapucería, del mismo modo que la gravitación política de diferentes actores domésticos y externos plantea prioridades distintas respecto de la asignación de esos recursos. En desigual medida, la llegada de estos gobiernos reformistas implica un cambio en las relaciones de poder entre actores sociales y por consiguiente en el modo en que las prioridades son definidas y los recursos distribuidos.

 

Una comparación preliminar efectuada en un trabajo anterior (Vilas 2008), referida a la primera mitad de la década actual, del desenvolvimiento de algunos indicadores convencionales de crecimiento y desarrollo social (tasas de crecimiento del PIB, del empleo/desempleo, la pobreza y la desigualdad de ingresos de acuerdo a cifras de la CEPAL), en dos grupos de países (Argentina, Brasil, Chile y Venezuela por un lado, Colombia, Costa Rica, México y Perú por el otro), permitió concluir que  el grupo de países “reformistas” se desempeñaba de manera mejor en los indicadores sociales (reducción de desempleo, de pobreza y de la desigualdad social) que el grupo más “conservador”, mientras que las tasas de crecimiento del PIB eran ligeramente mayores en el segundo grupo que en el primero. Aunque las propias características de la información obligan a ser cautelosos en esas conclusiones, puede afirmarse que aunque el desempeño global de las administraciones reformistas tal vez no haya sido tan positivo como sus partidarios sostienen, tampoco es lo desastroso que sus opositores predican.

 

Finalmente, es notorio un nuevo impulso a procesos de integración regional alternativos a la propuesta ALCA del gobierno de los Estados Unidos. Esto abarca tanto la ampliación del MERCOSUR para integrar a Venezuela como miembro pleno y la formación de UNASUR (Unión de Naciones Suramericanas) sobre la base del MERCOSUR y la Comunidad Andina de Naciones, como a la promoción por Venezuela de una “Alternativa Bolivariana” de integración regional que a incluye Cuba y Nicaragua, como a proyectos bi o plurinacionales de inversión en infraestructura, desarrollo cultural, financiamiento, etc.  de los que Venezuela es el más visible impulsor –por ejemplo, el proyecto de creación de un banco sudamericano encargado del financiamiento de este tipo de emprendimientos multigubernamentales, la venta de petróleo a precios preferenciales a Cuba, Nicaragua y ahora también a Paraguay, la creación de una red de televisión cultural e información alternativa a la de los grandes multimedios estadounidenses, etc. En conjunto estas acciones forman parte del objetivo de ampliar los márgenes de decisión autónoma de la región y de alcanzar una inserción más beneficiosa en los procesos y escenarios de la globalización. Una vez más debe enfatizarse el carácter político de este impulso. Va más allá de la ampliación de intercambios comerciales, desgravaciones arancelarias, coordinación o unificación de políticas y asuntos similares, y se orienta también a generar instancias institucionales de participación de los actores de la sociedad civil.

 

Al mismo tiempo, se registran tensiones y conflictos entre el objetivo de fortalecer los mecanismos de integración y coordinación regional, y la promoción de intereses nacionales. El diferendo entre Argentina y Uruguay en torno al uso del río Uruguay, las dudas de algunos funcionarios del gobierno de Uruguay respecto de los beneficios que realmente reporta a ese país la pertenencia al MERCOSUR por oposición a la firma de un tratado de libre comercio con Estados Unidos, la discusión sobre los precios de exportación del gas natural boliviano y de la energía hidroeléctrica excedente de Yaciretá, la nacionalización por el gobierno boliviano de empresas brasileñas y la afectación de tierras propiedad de brasileños por la reforma agraria, o la nacionalización venezolana de empresas de capital argentino, ilustran la complejidad del asunto y ponen de relieve la madurez y prudencia que su tratamiento demanda de todos los involucrados.

 

Consideraciones finales

La nueva ronda de gobiernos orientados hacia algún tipo de reformas sociales ha sido objeto de interpretaciones variadas. Estos gobiernos son vistos como una reiteración anacrónica de los regímenes populistas de mediados del siglo veinte, condenada antes o después a proveer de nuevas frustraciones a sus pueblos a causa del  manejo heterodoxo de la economía, el regreso al intervencionismo estatal y el reflotamiento de un nacionalismo trasnochado que tiende a aislarlos del mundo y entra en colisión con el discurso de la integración regional. La demagogia, el caudillismo, la manipulación de las instituciones democráticas, el recurso a prácticas plebiscitarias y la alimentación artificial de la conflictividad social revelarían, en fin, al autoritarismo inherente a estos devaneos reformistas. En sus versiones más extremas esta interpretación presenta a algunos de estos gobiernos –el de Hugo Chávez ante todo, pero también aunque en menor medida los de Evo Morales, Rafael Correa y Néstor Kirchner—como la variante latinoamericana de los rogue states de la Estrategia de Seguridad Nacional del gobierno de Estados Unidos.

 

Se los ha interpretado también como etapas iniciales transitorias que inevitablemente habrán de conducir a desempeños más racionales tanto en lo económico como en lo institucional. Entre tanto, las estridencias retóricas, el discurso nacionalista, socialista o indigenista, y las políticas sociales excesivamente generosas no tendrían otra finalidad que contener la ira o el resentimiento de los pobres y otros grupos afectados negativamente por las reformas neoliberales. Más aún, a pesar de algunas inevitables modificaciones y de una retórica de alto decibelaje, muchas de esas políticas retienen un parentesco con el programa del “Consenso de Washington”. Los gobiernos presididos por Tabaré Vázquez, Lula da Silva, Néstor Kirchner y sobre todo Michelle Bachelet se ubicarían en esta caracterización escéptica.

 

A pesar de sus diferencias, ambos enfoques despliegan una fuerte carga ideológica, en cuanto descansan más en la retórica y los preconceptos del observador que en la dinámica de los hechos objetivos. Más específicamente: se desentienden de los registros históricos de estas sociedades, de la memoria colectiva de los pueblos, de sus experiencias políticas y sus expectativas y demandas frustradas y aún insatisfechas. Es importante destacar, en este sentido, que mientras en Europa millones de hombres y mujeres de las clases trabajadoras y medias orientaron sus preferencias electorales hacia opciones de extrema derecha e incluso fascistas como reacción al deterioro de las condiciones de vida, el aumento exponencial del desempleo y otras dimensiones de las transiciones desde los regímenes comunistas a los post-comunistas, o al desmantelamiento del “Estado de bienestar” socialdemócrata, sus contrapartes latinoamericanas reaccionaron a la dramática degradación de los niveles de vida en una dirección exactamente opuesta, votando por el cambio progresista.

 

Mi posición en este asunto se ubica por lo tanto en otra perspectiva. Creo que, en último análisis, con sus más y sus menos, la mayoría de estos gobiernos reformadores ya que no siempre reformistas expresan con enorme fuerza el carácter aún incompleto de los procesos de integración social y nacional de sus respectivas sociedades. El caso boliviano es posiblemente paradigmático: los conflictos en torno a la autonomía y eventualmente separatismo de las regiones más desarrolladas, justo ahora que los cholos llegaron al gobierno, explicitan y actualizan la persistencia de viejos conflictos que son a un mismo tiempo territoriales, étnico-lingüísticos y de clase. En una sociedad fracturada por conflictos de tanta intensidad, el gobierno de Evo Morales debe hacerse cargo de muchas de las tareas de la efectiva construcción de un Estado, que si siempre son complejas, mucho más lo son cuando se trata de un Estado que debe conjugar su unidad esencial con la multiculturalidad de la sociedad a la que debe imprimir cohesión y un sentido de propósito colectivo. La “cuestión social”, en estas sociedades, resulta estrecha y conflictivamente articulada a la “cuestión nacional” y a la “cuestión estatal”. Hasta cierto punto, éste es también el caso de Ecuador y posiblemente también el de Brasil, por más que aquí el consenso de la mayoría de los actores políticos haya sacado de la agenda gran parte del asunto.

 

En sociedades con mayores y más sólidos niveles de integración nacional (como Chile, Uruguay o Argentina) la política permanece hostigada por la desigualdad social, ahondada y extendida durante los años del programa neoliberal. Las movilizaciones violentas recientes de trabajadores y estudiantes en Chile explicitan la impaciencia en aumento con el gobierno de Bachelet por lo que es percibido como ineficacia o despreocupación por el combate contra las desigualdades que persisten en el sistema educativo, en el acceso a servicios básicos y en las condiciones de trabajo, a pesar de avances importantes en la reducción de la pobreza.

 

En escenarios como éstos, tan importante como consensuar la reglas del juego es ponerse de acuerdo en el juego que se está jugando: el de una democracia anclada en la preservación de un orden social que sectores mayoritarios de la ciudadanía juzgan injusto, o el de una democracia abierta a la virtualidad del cambio en un sentido de progreso social. Cuando la desigualdad social alcanza los niveles que predominan en Latinoamérica, es inevitable que quienes han debido soportar los costos sociales de las reformas neoliberales estén determinados a cambiar, siquiera en algo, el actual orden de cosas, del mismo modo que quienes preservaron o incrementaron su captación de los beneficios están determinados a defenderlos con dientes y uñas. Es ilustrativo que tres cuartas partes de los entrevistados por Latinobarómetro en su ya mencionado estudio, respondieron que cuando las élites ejercen el gobierno, éste deviene un instrumento de los poderosos para obtener sus propios beneficios (op.cit., págs 65-66).

 

Octavio Ianni, uno de los más importantes sociólogos brasileños, afirmó alguna vez que en América Latina “las élites se comportan como conquistadoras, no como dominantes”. Y, en efecto, la historia latinoamericana enseña que han sido siempre esas élites, apoyadas y estimuladas por alianzas externas, quienes no dudaron en recurrir a la violencia reaccionaria para poner abrupto y cruento fin a los esfuerzos populares por construir democracias coherentes: Guatemala 1954, Argentina 1955, Brasil en 1964, República Dominicana 1965, Chile 1973, el fracasado golpe militar en Venezuela en abril 2002, para citar sólo algunos ejemplos. Al contrario, todas las revoluciones sociales del siglo XX estuvieron dirigidas contra regímenes no sólo expoliadores sino también dictatoriales o fraudulentos: México 1910, Guatemala 1944, Bolivia 1952, Cuba 1959, Nicaragua 1979, e incluso las que se intentaron pero no llegaron a triunfar, como en El Salvador y Guatemala en las décadas de 1970 y 1980.

 

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REFERENCIAS

  • Blustein, Paul (2005) An the Money Kept on Rolling In (and Out): The World Bank, Wall Street, the IMF, and the Bankrupting of Argentina. New York: Public Affairs.
  • CEPAL (2006) Panorama social de América Latina y el Caribe. CEPAL: Santiago de Chile.
  • CEPAL (2007)  Panorama social de América Latina y el Caribe. CEPAL: Santiago de Chile.
  • Corporación LATINOBARÓMETRO (2006) Informe Latinobarómetro 2006. Santiago de Chile.
  • Stiglitz, Joseph (1998) “Más instrumentos y metas más amplias para el desarrollo. Hacia el consenso post-Washington”. Desarrollo Económico 151:691-722.
  • Stiglitz, Joseph (2003) “El rumbo de las reformas. Hacia una nueva agenda para América Latina”. Revista de la CEPAL 80 (agosto) 7-40.
  • Vilas, Carlos M. (2008) “Turning to the Left? Understanding Some Unexpected Events in Latin America”. The Whitehead Journal of Diplomacy and International Relations IX (1) 115-128
  • Weffort, Francisco C. (1992) Qual democracia? São Paulo: Editora Schwarcz Ltda.
  • Wiarda, Howard J. (2004) Authoritarianism and Corporatism in Latin America. Gainesville, Fl.: University of Florida Press.

 


* Director de la Maestría en Políticas Públicas y Gobierno, Universidad Nacional de Lanús; Presidente del Ente Regulador de Agua y Saneamiento (ERAS); Vicepresidente de la Rama Argentina de la Asociación Americana de Juristas y miembro de la Comisión Directiva del Instituto Argentino para el Desarrollo Económico (IADE).

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