Exposición de Carlos María Vilas en el programa de actividades académicas del Centenario de la Nacionalización de la Universidad Nacional de La Plata
La Plata, 26 de agosto 2005
Preliminar
Ante todo quiero agradecer a la Dra. Margarita Rozas Pagaza, Directora de la Escuela Superior de Trabajo Social, esta invitación, que tiene para mí un significado muy especial.
Soy egresado de la Universidad Nacional de la Plata, y en ella comencé mi carrera docente. La formación que recibí en esta Universidad me permitió desempeñarme a lo largo de cuatro décadas en los más diversos escenarios del globo, y encarar en ellos las problemáticas más variadas.
En los años sesenta la Universidad Nacional de La Plata era, posiblemente, la más latinoamericana de las casas de altos estudios de Argentina. Esa multinacionalidad que era también multiculturalidad, no menos que la guía y el estímulo de algunos de mis profesores, incidieron fuertemente en mi posterior orientación hacia los asuntos sociales y políticos de América Latina y el Caribe y hacia las aspiraciones emancipatorias de sus pueblos.
Aquella América Latina que en los años sesenta parecía estar en las vísperas de grandes transformaciones con sentido de progreso y justicia social, aquella Argentina industrial de pleno empleo y sólida integración social, guardan poca resemblanza con los escenarios de empobrecimiento, polarización social e inestabilidad que hoy signan a un gran número de nuestras naciones. Cómo y por qué pasamos de aquellas esperanzas a las actuales tribulaciones me alejaría mucho del asunto que hoy nos convoca. Mi intención no es hacer aquí una crónica de casi medio siglo de avances y retrocesos, sino reconocer los escenarios en los que estamos parados, identificar algunas de sus principales tensiones, y esbozar algunas hipótesis sobre su evolución probable.
I
De acuerdo a la CEPAL, en 1980, en vísperas del inicio de la ejecución en gran escala de los programas neoliberales, cuando la región comenzaba a sacudirse las sangrientas dictaduras militares y la pobreza sumaba 136 millones de personas en toda América Latina. Diez años después alcanzaba a 200 millones, en el 2000 rondaba los 207 millones, y en el 2003 se estimaba en 225 millones de personas. El crecimiento sostenido de la pobreza tuvo lugar en el marco de un acelerado incremento de la desigualdad social. Una meticulosa investigación de Portes y Hoffman demuestra que durante los años del experimento neoliberal la desigualdad del ingreso aumentó en la región en su conjunto y, con algunas excepciones, en cada uno de los países. En 1998 el 5% superior de la población latinoamericana percibía ingresos dos veces mayores que el grupo comparable en los países de la OECD, mientras que el 30% inferior sobrevivía con el 7.5% del ingreso total o sólo el 60% de la proporción respectiva en los países avanzados.
La vieja afirmación según la cual las élites de las sociedades subdesarrolladas tienen los mismos niveles de bienestar que sus pares del mundo desarrollado, quedó desvirtuada por la perversa realidad: después de una década o más de dictaduras, y de la reestructuración neoliberal, las élites latinoamericanas viven mucho mejor que sus contrapartes del desarrollo.
Es cierto que la masividad del empobrecimiento y la existencia de desigualdades sociales profundas no son creaciones del neoliberalismo; forman parte de algunos de los rasgos estructurales más persistentes de la mayoría de nuestras sociedades. Es innegable sin embargo que las recetas neoclásicas nada hicieron por morigerar estas situaciones y, al contrario, contribuyeron decisivamente a agravarlas. Más aún, en sociedades que a inicios de la década de 1970 presentaban niveles altos de integración social con una relativamente equitativa distribución del ingreso --como Argentina y Uruguay— la ejecución de esas recetas revirtió esos niveles en poco más de una década.
Una circunstancia típicamente latinoamericana hace aún más grave esta situación. Me refiero a que el crecimiento de la población en condiciones de pobreza y la profundización de la desigualdad social tuvieron lugar incluso en periodos de crecimiento económico. A lo largo de la década de 1990 y hasta nuestros días el número de pobres se incrementó en algo más del 12 por ciento y América Latina se convirtió en la región del mundo con mayor desigualdad social –mayor incluso que áreas con mayor proporción de población bajo la línea de pobreza— a pesar de que la economía creció alrededor de 25 por ciento para el conjunto de la región.
Estos resultados demuestran la falacia de la hipótesis del “derrame” y de una supuesta espontaneidad distributiva en el mercado. El crecimiento económico, la relativa modernización tecnológica y la expansión de la por algunos llamada “sociedad del conocimiento” no dieron paso a una mejor distribución de los ingresos ni sacaron a la gente de la pobreza. Así como, en períodos recesivos, la carga de las pérdidas es desplazada hacia los grupos más vulnerables agravando su precariedad, en periodos de auge los frutos de la reactivación fueron desigualmente apropiados por quienes están mejor posicionados socialmente por su mejor acceso a recursos e instrumentos de poder. Las inercias concentradoras de nuestros mercados fueron reforzadas por decisivas intervenciones estatales.
Lo que a veces se refiere como “ausencia de estado” fue en realidad una gigantesca reorientación de los modos de gestión pública, una drástica reformulación de sus relaciones con la sociedad y un cambio brutal en la asignación de recursos, beneficios y perjuicios entre los diferentes actores de la sociedad. Fue, en consecuencia, una reorientación política del estado, en respuesta a cambios profundos en las relaciones de poder. El cambio en los objetivos de la acción pública acarreó transformaciones igualmente importantes en los instrumentos y procedimientos de gestión –la llamada reforma del estado—y en las relaciones internacionales. Lo que a veces se presenta como resultado inevitable de las fuerzas inmanentes de la globalización, fue en verdad un proceso de construcción política de la debilidad estatal y por consiguiente de contracción de los márgenes de autonomía decisoria respecto de determinados actores: los grupos del poder económico más concentrado, las corporaciones transnacionales, el Departamento del Tesoro de los Estados Unidos, los organismos financieros multilaterales, entre otros.
A través de sucesivas delegaciones de competencias, abdicación de facultades jurisdiccionales y responsabilidades, el estado cercenó sus capacidades de gestión y de decisión política, al mismo tiempo que reforzaba su capacidad de control y de coacción sobre otros actores sociales: trabajadores, organizaciones sindicales, sectores medios, pequeños y medianos empresarios, jubilados, entre muchos otros. Durante los años de la guerra fría el disciplinamiento social se llevó a cabo en nombre de la defensa de Occidente frente a la amenaza comunista. En los años del neoliberalismo el disciplinamiento social se hizo en nombre del libre mercado y la racionalidad macroeconómica frente a las reivindicaciones sociales.
En esta mima medida la relación de representación política experimentó un desplazamiento de particular gravedad. El estado dejó de ser representativo de grandes sectores de su población, de sus demandas, orientaciones y aspiraciones, para asumirse como representativo de “los mercados”, vale decir de los grupos que controlan a los mercados, y más exactamente de una estructura transnacionalizada de poder económico, político y cultural. Ingrediente típico de este desplazamiento son las piruetas post-electorales en cuya virtud los partidos y dirigentes, una vez ganadas las elecciones pasaron a gobernar en función de programas y concepciones diametralmente opuestos a los que abonaron sus triunfos electorales y, en algunos casos, de las banderas que habían orientado una trayectoria política de varias décadas.
II
Se explicita en estas condiciones una disyunción entre el modo en que amplios sectores de la población latinoamericana conciben la democracia, y el desempeño efectivo de los sistemas representativos. Ha sido señalado por varios estudiosos –por ejemplo los peruanos Carlos Franco y Walter Alarcón, el estadounidense Thomas Simon, el francés Michel Dobry o nuestro compatriota José Nun--, y ratificado por sucesivas encuestas en escala hemisférica, que la democracia posee una dimensión normativa respecto de determinados logros y fines. Más en general, la valoración de los sistemas políticos que la mayoría de la gente efectúa, se relaciona no sólo con cuestiones institucionales o procedimentales sino también con las decisiones que se toman a través de esos procedimientos y en esos marcos institucionales. De esta concepción normativa participan todos los sectores sociales; las diferencias se refieren fundamentalmente al tipo de metas y objetivos que implícita o explícitamente se asignan al sistema político.
Al contrario, lo que se desarrolló en la mayoría de los países de la región desde la década de 1980 es un conjunto de regímenes políticos que adaptaron los procedimientos y las instituciones de la democracia representativa a los objetivos y las metas del “Consenso de Washington”. Muchas de las demandas populares de mejoramiento social fueron relegadas a momentos ulteriores de la gestión pública o directamente descartadas, en nombre de la preservación de los equilibrios macroeconómicos, de la necesidad de resguardar la estabilidad de los nuevos gobiernos frente a las presiones del poder económico, o de las condicionalidades impuestas por los organismos financieros multilaterales. Es más que lamentable que la dedicación de muchos colegas a estudiar los enfoques procedimentales de nuestras renacidas democracias y de los procesos llamados de transición no haya prestado suficiente atención a la escasa eficacia de las nuevas instituciones para dar cuenta de muchas de las más acendradas expectativas sociales.
La tensión entre esta concepción restrictiva de la democracia y las aspiraciones populares a una democracia de mayor densidad, en escenarios de mucha vulnerabilidad social, probó tener efectos explosivos en varios países. Protestas populares masivas condujeron en años recientes a cambios de gobierno y derrocamientos de presidentes en Ecuador, Argentina, Perú y Bolivia. En el marco de profundas crisis económicas, de persistentes denuncias de corrupción gubernamental o de una combinación de ambas, movilizaciones multitudinarias forzaron la renuncia o destitución de gobiernos que habían surgido poco antes de elecciones convencionalmente limpias y competitivas.
Así cayeron, bajo el peso de la ira de las masas, Abdalá Bucaram, Jamil Mahuad y Lucio Gutiérrez en Ecuador, Alberto Fujimori en Perú, Fernando de la Rúa en Argentina, Gonzalo Sánchez de Lozada y Carlos Mesa en Bolivia. La intransitividad de estas explosiones populares en lo que refiere a la generación de las transformaciones políticas y sociales que inspiran a las masas no disminuye la intensidad de la señal que arrojan respecto de la precaria estabilidad de los intentos de compatibilizar los principios de igualdad ciudadana y soberanía popular típicos de la democracia, con la evidencia de las desigualdades y los privilegios típicos de esos escenarios sociales. Sobre todo, con la continuidad en la ejecución de las políticas que condujeron a la situación presente.
En otros casos, la frustración popular se traduce en reducción de los niveles de participación, desconfianza o repudio hacia la política y los políticos, o bien hacia expresiones de descontento sin proyecciones políticas claras, o simplemente hacia modalidades variadas de anomia social.
Desigualdades sociales existen en todas las sociedades, por eso todas las sociedades elaboran explicaciones y justificaciones que permitan aceptarlas o incluso resignarse ante ellas como algo inevitable, transitorio, o como anticipación de compensaciones y beneficios futuros. Esas explicaciones o justificaciones pueden ser religiosas, filosóficas o de cualquier otra índole, y son difundidas a través de una variedad de prácticas e instituciones públicas y privadas, tanto en el plano microsocial de la vida cotidiana como a través de instituciones y políticas públicas. El resultado es la existencia en toda sociedad de lo que, en algunas de mis investigaciones sobre este asunto, denominé “nivel socialmente aceptado de desigualdad”.
La desigualdad social se convierte en injusticia cuando supera ese nivel y sectores amplios de la población la juzgan intolerable, porque además del sufrimiento que inflige, carece de una justificación socialmente aceptada como válida. No es muy complicado explicar un cuatro o cinco por ciento de desempleo, o un tres o cuatro por ciento de pobreza; pero es más complicado convencer a la gente que acepte como normal un quince o veinte por ciento de desempleo, que más de la mitad de los hogares permanezcan en la pobreza y sin perspectivas de salida, que forma parte de la naturaleza inmutable de las cosas que los más ricos perciban un ingreso treinta y cinco o cuarenta veces mayor que los más pobres, o que los pobres caigan presos por robar un par de zapatillas mientras delincuentes y malandrines mejor posicionados en las relaciones de poder circulan libremente por las calles u ocupan cargos públicos. Por supuesto incide en todo esto un número de cuestiones históricas, culturales, idiosincrásicas y políticas, que son las que en definitiva explican la muy diferente tolerancia de los pueblos a la desigualdad social.
La Argentina de los años noventa ofrece una ilustración particularmente gráfica al respecto. Durante gran parte de esa década el país remesó al exterior, en concepto de gastos de turismo internacional, un promedio de casi 4.500 millones de dólares al año. Varias decenas de miles de compatriotas disfrutaron las delicias de los más sofisticados resorts turísticos del mundo al mismo tiempo que el “uno a uno” desmantelaba industrias, escalaba el desempleo y se masificaba la pobreza. Es muy probable que la mayoría de esos afortunados viajeros careciera de toda responsabilidad personal en el infortunio de sus menos aventajados compatriotas, pero ello no reduce la distancia social que se fue gestando entre unos y otros, ni la dimensión cultural que la ahondó adicionalmente. Porque mientras unos se beneficiaban del crecimiento económico e ingresaban al cosmopolitismo de los frequent flyers simplemente tomando las ventajas dispensadas por un acceso diferencial a recursos, estos últimos hacían malabarismos para sobrevivir en un mundo de inseguridad, miedo, frustración y precariedad.
En estas condiciones la subsistencia de códigos compartidos de significado y comunicación es más que problemática. La sociedad se fragmenta y, progresivamente, se desintegra. El “otro” deja de ser visto como alguien diferente y pasa a ser considerado como un oponente e incluso un enemigo. Los que tienen se sienten amenazados por los que carecen de casi todo, y las carencias de éstos son interpretadas como resultado de las sobreabundancias ajenas.
Esta concepción “suma-cero” de la distribución del ingreso no es nueva y de hecho alimenta gran parte de las leyendas populares sobre el bandolerismo social. Tampoco es desconocida la amplia gama de prejuicios y miedos de clase y la proclividad a la criminalización de la pobreza que nutren lo más profundo del alma –por darle un nombre—de las oligarquías. Uno de los mayores logros del estado democrático moderno fue neutralizar o al menos acotar las proyecciones prácticas de esas visiones a partir de la constitución –por la vía del sistema educativo, de la administración de justicia, de la seguridad social, del mercado de trabajo, de la regulación económica—de una idea de pueblo-nación que nos incluye a todos y a todas. Una inclusión que nunca fue homogénea ni universalmente consentida, pero que de todos modos permitió que la comunidad política fuera efectivamente vivida como res publica, es decir como algo que es de todos y de todas.
III
La fragmentación social que hoy enfrentamos debe mucho, por lo tanto, a la captura del estado por los intereses y grupos que encabezaron las reconversiones socioeconómicas y políticas del último cuarto de siglo. Una política intransitiva, reducida a la gestión de intereses minoritarios y a garantizar la gobernabilidad merced a una combinación de asistencialismo a los más vulnerables y control o represión de los más revoltosos, es absolutamente funcional a estos escenarios sociales.
La relación entre estructuras socioeconómicas y regímenes políticos –democráticos o autoritarios—nunca es mecánica. Las instituciones y las prácticas políticas no son el simple “reflejo superestructural” de la “base” económica y la estructura de clases, pero tampoco guardan respecto de éstas una relación de independencia. Sabemos, desde Aristóteles a nuestros días, pasando por Tocqueville, Weber, Gramsci y lo mejor de la sociología política contemporánea, que existe, sí, una relación de adaptación y correspondencia entre unas y otras.
Me resulta preocupante, por lo tanto, que muchos intentos de reforma política, sin duda muy bien intencionados, omitan consideraciones respecto de los marcos sociales y de la estructura de poder que nutren al sistema político que se intenta reformar. Por lo tanto, que no tomen en debida consideración los objetivos y los intereses sociales respecto de los cuales ese sistema se referencia. Se trata de hipótesis de reformas institucionales y procedimentales que parten de una aceptación de la complementación entre una democracia de formas y herramientas de gestión y una configuración socioeconómica sobre la cual las instituciones de la democracia carecen de virtualidad transformadora en cuanto no cuestionan el núcleo duro de la estructura del poder.
Sería un error sin embargo plantear esta compleja cuestión en términos de una determinada secuencia –primero una cosa, después la otra. La historia de algunos procesos revolucionarios muestra que los intentos de dar precedencia a las transformaciones socioeconómicas para después democratizar las instituciones o crear instituciones nuevas más democráticas, han arrojado resultados insatisfactorios en ambos aspectos. Por su lado, el desenvolvimiento de las “transiciones democráticas”, que dieron precedencia a las modificaciones institucionales postergando para más tarde las transformaciones de los escenarios de empobrecimiento y desigualdad, no ha arrojado resultados más auspiciosos. Aprisionada por sus compromisos con los grupos de poder, las instituciones democráticas terminaron desvirtuadas por la corrupción, la reproducción o renovación de las más perversas dimensiones de la dominación tradicional, y la frustración y la ira de los pueblos.
No queda más remedio que avanzar en las dos dimensiones: democratizar la política y la sociedad. Y para esto no existen recetas, aunque las experiencias ajenas pueden ser ilustrativas tanto en sus éxitos como en sus tropiezos. El escepticismo de los pueblos respecto de la política sólo comenzará a retroceder ante la evidencia de que otra forma de practicar la política es posible y se está llevando a cabo. Sobre todo cuando esa evidencia estimule y dé protagonismo de pueblo a la voluntad transformadora de los dirigentes y nutra de nuevos dirigentes al proceso de transformación y a las instituciones de la democracia.
La reconstrucción del estado en clave popular, la “re-captura” nacional del estado en función de los grandes objetivos de la justicia social, el bienestar, la seguridad, el desarrollo, es un ingrediente estratégico en este relanzamiento insoslayable de una democracia revitalizada por las energías nacionales. La reconstrucción de la integración nacional es condición inexcusable de cualquier intento en este sentido. Una vez más, el sistema educativo, la política social, la promoción del empleo remunerador, el desarrollo de la infraestructura, la potenciación de la inversión productiva, la preservación del ambiente, la neutralización de los sesgos y las limitaciones del mercado, son otros tantos ámbitos en los cuales no hay sustituto para la orientación, la conducción y eventualmente la intervención pública. El control democrático de esas intervenciones es, también, la mejor garantía de su eficacia y probidad.
Lo mismo que en otros momentos de su historia, Argentina y otros países del hemisferio han decidido, por la voluntad y las aspiraciones de sus pueblos, dejar atrás la herencia de frustraciones, escarnios e injusticias del último cuarto de siglo o más. Como toda hipótesis de transformación con sentido de progreso social, el éxito del empeño depende tanto de la sabiduría propia como de las agresiones y resistencias de quienes siempre han lucrado con la desunión nacional, el oportunismo de los pescadores de río revuelto o la deserción de los dirigentes.
Y, por supuesto de una prudente, es decir sabia, conjugación entre la voluntad y la razón. Voluntad para encarar los más complejos desafíos; razón para fundamentar incluso lo que no necesita ser fundamentado: la aspiración y el derecho de los seres humanos a una vida digna.
Por eso quiero finalizar regresando al recuerdo, en humilde homenaje, de varios de mis profesores en esta Universidad: Silvio Frondizi, Ataúlfo Pérez Aznar, Alfredo Galetti, Héctor Masnatta. Cada uno, desde su propia perspectiva, me abrió las puertas de las razones que dieron fuerza a mi voluntad –que es también la de mi generación.
A ellos, y a todos Ustedes, muchas gracias.