Carlos M. Vilas[1]
Las estrategias de política social siempre están estrechamente asociadas a las estrategias de acumulación de capital y desarrollo económico, si no por otras razones porque el proceso económico y la política económica proveen directa o indirectamente, y usualmente de las dos maneras, los fondos requeridos por aquélla. Sin embargo reducir el asunto a su dimensión fiscal o financiera implica asignar a la relación un carácter de externalidad que hace poca justicia a su dinámica complejidad. Las “otras razones” que inciden en la asociación entre unas y otras tienen que ver con el hecho que cualquier estrategia, “modelo” o “proyecto” de acumulación y desarrollo es siempre una respuesta a algunas preguntas básicas –qué se produce, cómo se produce, quiénes y para quiénes lo hacen, qué recursos se asignan por quiénes y para qué...- que ni son estrictamente económicas ni por lo tanto las respuestas que se formulen son exclusivamente económicas. De una parte, porque “lo social”, como quiera se lo defina, siempre es un elemento constitutivo de lo económico, y porque las relaciones que se establecen en el terreno económico configuran de modo significativo el mapa social –las interacciones de los actores, sus desiguales dotaciones de recursos, sus relaciones de poder. Por otro lado, pero íntimamente ligado a lo anterior, porque la diversidad de respuestas que es posible ofrecer a aquellas interrogantes, derivada a su turno de la pluralidad de intereses del amplio arco de actores involucrados, requiere de la intervención del poder político para imprimir un sentido de conducción y propósito común a esa pluralidad.
En lo que sigue de este documento se presentan de manera sucinta los que considero rasgos principales de los modos de articulación entre estrategias o modelos de acumulación y de política social y su expresión en tres estilos o formatos de política social: el enfoque universalista promocional, el focalizado asistencialista, y el integral.
1.
La política social moderna surgió a fines del siglo diecinueve en el marco de las luchas políticas y sociales de las clases populares y ante todo del movimiento obrero. Desde el inicio, por lo tanto, estuvo estrechamente referenciada por el mercado de trabajo y al mismo tiempo por la necesidad de los diferentes gobiernos de mantener estabilidad institucional. Demanda de inclusión y progreso social desde abajo, necesidad de gobernabilidad desde arriba: la conjugación de ambas dio paso a los tres grandes instrumentos de la política social: la escuela pública, el hospital público y la seguridad social. El enfoque predominante fue universalista y el derecho a la educación, la salud y la seguridad fue entendido como una dimensión de los derechos de ciudadanía. La culminación de este proceso fue el denominado “estado de bienestar” tanto en sus variantes socialdemócratas europeas como en su versión “nacional-popular” latinoamericana.
La tesis de la “ciudadanía social” de Marshall les otorgó fundamentación teórica: la igualación generada o promovida por el estado compensaba socialmente las desigualdades generadas por el mercado. La tesis fue sometida a algunas críticas incisivas, particularmente por parte de autores latinoamericanos; sin perjuicio de ellas, tiene el mérito de haber destacado la correlación existente entre politica social y derechos de ciudadanía así como el papel estratégico del estado en la ampliación de la proyección de esos derechos y a dotar a la democracia de eficacia social. La política social contribuyó asimismo a una mayor ampliación del mercado de consumo en el marco de una estrategia de acumulación extensiva dinamizada por el crecimiento de la demanda.
La sustentabilidad de esta estrategia está condicionada por la capacidad del sector público para captar y movilizar los recursos necesarios para su financiamiento, y al mismo tiempo garantizar una adecuada tasa de ganancia al capital. Se requiere, como mínimo, una presión tributaria que aporte recursos para el financiamiento del bienestar, sin que esa carga genere desestímulos a la inversión de capital, y el auspicio y promoción de sistemas de innovación que estimulen la elevación sostenida de la productividad de las empresas y la eficiencia de la gestión pública. Llega un momento sin embargo en que este equilibrio solo puede ser mantenido con costos crecientes --reducción tendencial de la tasa de acumulación por caída de la rentabilidad del capital, deterioro de la productividad, pérdida de mercados externos, inflación, caída tendencial de los niveles de bienestar, crecimiento del desempleo, entre otros. Los costos también son de índole política: por ejemplo, erosión de la base electoral de los partidos que apoyan este tipo de equilibrios, pérdida de legitimidad del Estado de bienestar.
En estos escenarios crecen tanto la oposición empresarial, que critica la pérdida de productividad y de competitividad, como la oposición sindical y social, que se agravia por el deterioro de las condiciones de vida. Aparece en consecuencia el fantasma de la inestabilidad política y la ingobernabilidad. Vale decir, el peligro de que el estado deje de ser capaz de procesar con eficacia las demandas cruzadas que le formulan los actores del mercado y de la sociedad, y de adaptarse a los nuevos escenarios internacionales. . Llega un momento sin embargo en que este equilibrio solo puede ser mantenido con costos crecientes --reducción tendencial de la tasa de acumulación por caída de la rentabilidad del capital, deterioro de la productividad, pérdida de mercados externos, inflación, caída tendencial de los niveles de bienestar, crecimiento del desempleo, entre otros. Los costos también son de índole política: por ejemplo, erosión de la base electoral de los partidos que apoyan este tipo de equilibrios, pérdida de legitimidad del Estado de Bienestar o sus variantes nacional populares latinoamericanas. En Europa occidental y en Estados Unidos este período de crisis se extendió desde finales de la década de 1960 hasta principios de la de 1980. En América Latina las tensiones se expresaron en una prolongada inestabilidad institucional que incluyó una sucesión de golpes militares y culminarían con la crisis de 1982.
La articulación entre política social y procesos de acumulación que estuvo en la base de estas experiencias se sustentaba en tres pilares: el activismo del movimiento popular, ante todo del movimiento obrero, y sus partidos políticos, las clases empresarias embarcadas en procesos de persistente incremento de la productividad, y un estado regulador y con capacidad y recursos para disciplinar a unos y otras en un permanente juego de equilibrios inestables. Es sabido que esquema convivió con desigualdades y discriminaciones y, de acuerdo a sus críticos, las alimentó. En América Latina fue particularmente notoria la disparidad entre el mundo urbano y el rural, pero no es menos cierto que esa disparidad contribuyó a estimular los procesos migratorios que se encuentran en la base del crecimiento acelerado de las principales ciudades y por consiguiente en la urbanización de la “cuestión social”. También se prestó a abusos y corruptelas y en algunos casos europeos fue compatible con la persistencia de fenómenos de colonialismo e imperialismo que actuaban como válvulas de escape de las tensiones internas.
La política social fue encarada como un ingrediente del proceso de acumulación y no sólo como un elemento estabilizador del conjunto del sistema o como un mecanismo de promoción e igualación social. La integración del tejido social a la que la política social contribuía fue concebida como una dimensión de la integración y la ampliación del mercado nacional y de una mayor cohesión ciudadana. Hubo una clara complementariedad entre una estrategia de desarrollo usualmente denominada keynesiano-fordista, o de acumulación extensiva, y una estrategia universalista de política social. Las acciones y programas que la viabilizaron generaron economías externas para la inversión privada (por ejemplo inversión pública en infraestructura social, construcción masiva de viviendas para clases medias y populares a cargo de empresas privadas con financiamiento público y privado) y ampliaron el consumo colectivo de los trabajadores y sus familias: salud, educación, seguridad social, esparcimiento. La política salarial y la eficacia reivindicativa de los sindicatos se sumaron a lo anterior para estimular una distribución progresiva de los ingresos.
La política social fue enfocada como parte de la inversión y no del gasto y, lo mismo que la política económica, tuvo un claro sesgo anticíclico. El enfoque predominante fue promocional: el desarrollo social era el complemento del desarrollo económico, ambos asentados en una estrategia convencionalmente denominada de economía mixta. La integración política de lo económico y lo social favoreció la amplia incorporación de las clases populares, sobre todo las urbanas, a las instituciones y las prácticas sociales y culturales modernas, impulsando una variedad de procesos de integración social y política a los que Mannheim se refirió como “democratización fundamental”.
La política social de los regímenes nacional-populares, populistas y desarrollistas de América latina y el Caribe de mediados del siglo pasado debe mucho a este diseño. Entre 1950 y 1980 la esperanza de vida de los latinoamericanos creció sensiblemente, disminuyeron los índices de mortalidad infantil, la cobertura escolar y de los servicios de salud se amplió notablemente, la población en condiciones de pobreza se redujo de 51% a 33% de la población total, y ello sin políticas de combate a la pobreza. Los resultados fueron producto de la dinámica integradora de la estrategia: transferencia de mano de obra de actividades o sectores de baja productividad a otros de mayor productividad, mejoramiento de los niveles de ocupación y de la calidad del empleo, elevación de los ingresos de los asalariados, intervenciones estatales en un sentido de desarrollo y redistributivo a través de la política de infraestructura y servicios públicos. La magnitud y profundidad de estos cambios varió entre países, y en todos ellos los progresos fueron más evidentes en las ciudades que en el mundo rural; en éste la rigidez de las estructuras tradicionales de dominación y sus articulaciones con el poder central elevaron obstáculos a una mayor proyección socio-territorial de las mejoras.
2.
Las transformaciones experimentadas en el patrón de acumulación a partir de la década de 1980 en toda la región –con pocas excepciones- tuvieron como efecto cambios de equivalente magnitud y proyecciones en el terreno de la política social. La fragmentación del mercado de trabajo, el crecimiento de los niveles de desempleo y subempleo, el deterioro de los ingresos de los trabajadores, los procesos de desindustrialización y reprimarización de las economías, la apertura indiscriminada y asimétrica hacia los mercados externos, alimentaron el crecimiento de la magnitud de la pobreza y las desigualdades. La política social pasó de la promoción al asistencialismo y de la universalidad a la focalización, dirigidos sus esfuerzos fundamentalmente a la contención de los fenómenos más urgentes de pobreza y desigualdad. El elemento gobernabilidad, siempre presente en la óptica de los gobiernos, adquirió notoria centralidad. Lo que estaba en juego no era la integración social o el bienestar, sino el peligro de que el deterioro social se tradujera –como a la postre ocurriría a principios de este siglo- en mayor conflictividad social y crisis política. La concentración de los recursos fiscales en el financiamiento del endeudamiento externo privó de recursos a la política social, que se convirtió en parte de los experimentos de reforma del estado financiados con mayor endeudamiento externo. Los organismos financieros que aportaban los recursos fueron también los que muy frecuentemente diseñaron los programas y estrategias de política social.
En nombre de un federalismo fiscal de mercado los instrumentos tradicionales de la integración social a cargo del estado –la escuela, los centros de prevención y atención en salud- fueron derivados hacia las jurisdicciones subnacionales carentes de la experiencia necesaria y no fue acompañada por la consiguiente transferencia de los recursos pertinentes; esto permitió mejorar las cuentas fiscales que el gobierno central presentaba a los organismos financieros multilaterales pero tuvo en severo impacto en el ahondamiento de las desigualdades regionales e interprovinciales. La privatización de algunos servicios de infraestructura –los ferrocarriles en el caso argentino- agravaron el deterioro de la integración nacional. A su turno, esto se sumó a la fragmentación del mercado de trabajo y a la privatización de la seguridad social para introducir fracturas adicionales en el tejido social.
La lucha contra la pobreza fue, por lo menos en términos retóricos, el objetivo central de la política social de las décadas de 1980 y 1990. Su aspecto más notorio fue la enorme cantidad de programas, planes, acciones y estrategias para combatirla, o al menos contenerla, involucrando una masa importante de recursos financieros provenientes, básicamente, de las agencias multilaterales que proveían financiamiento externo.
Por el modo en que se llevó a cabo, la focalización en la pobreza dejó de lado su articulación con el mundo de los no pobres: vale decir, la atención a los procesos de transferencia de ingresos desde aquellos a éstos. Transferencias que, por lo menos en las décadas de 1980 y 1990 incrementaron de manera sostenida el número de pobres como “daño colateral” del ajuste estructural y la reforma del estado. La pobreza fue enfocada como una situación que puede ser encarada en sí misma y no como el resultado de un proceso social conflictivo de apropiación y reasignación de ingresos que genera empobrecimiento tanto como enriquecimiento, proceso en el cual intervienen tanto los actores del mercado como los de la política. En consecuencia la política social focalizó sus acciones en los individuos y las familias que vivían los síntomas de la pobreza más que en el proceso de empobrecimiento, es decir el conjunto de factores conducentes a esos efectos.
En una adaptación ad hoc a la tesis de Kuznets sobre el crecimiento de las desigualdades sociales en los momentos iniciales del crecimiento económico, la pobreza fue entendida como un fenómeno de desencaje individual o grupal, friccional y por lo tanto transitorio, respecto de las transformaciones estructurales que estaban en curso. Se pensaba que, superado ese momento, las intervenciones de política carecerían de sentido y el mercado y la racionalidad de sus actores volverían a fluir por el adecuado cauce. La política social adquirió en consecuencia una marcada fisonomía asistencial, encaminada a ayudar a los afectados a salir del pozo del desempleo, la pérdida de ingresos, etc. al que los ajustes los sumergían. La dimensión promocional de la etapa anterior desapareció de la política social; en adelante serían los propios interesados quienes deberían hacerse cargo de esa cuestión a partir de las condiciones fijadas por el mercado. Desde una perspectiva fiscal, la focalización fue una respuesta adaptativa a la prioridad asignada al gasto público dirigido al pago de los intereses de la deuda externa; de ahí también su dependencia del financiamiento aportado por las agencias multilaterales de crédito, que fueron también las que se encargaron, en lo fundamental, del diseño de la política.
Además de su acoplamiento a la estrategia de acumulación de capital por la vía de la valorización financiera, existió en esta estrategia de política social la evidente finalidad de dotar de un mínimo de gobernabilidad al esquema político-institucional producto de los nuevos acomodos de poder entre actores sociales y económicos. Se temió que el cambio abrupto en las condiciones de vida de amplios sectores de la población podría detonar situaciones de conflictividad. Los programas y acciones de emergencia fueron encarados asimismo como ingredientes de una estrategia de contención político-institucional y de fortalecer la legitimidad de gobiernos carentes de suficiente sustento electoral, o cuyo sustento podía debilitarse a causa de las medidas emprendidas. Programas como el PRONASOL durante la presidencia de Carlos Salinas de Gortari en México, o el FONCODES de la presidencia de Alberto Fujimori en Perú fueron particularmente exitosas en este aspecto y contrastan con lo que fue la tónica general en el resto de la región: ni se redujo la pobreza ni mejoró la legitimidad de los gobiernos. Existe amplio consenso en reconocer que este diseño de la política social no contribuyó a resolver los factores estructurales o institucionales que habían contribuido a la generación de la nueva y explosiva cuestión social –ni estaba encaminado hacia tal fin- pero muchos de sus programas mostraron eficacia en su función asistencialista, en experiencias locales y respecto de factores coyunturales.
Un punto que considero importante relevar en esta estrategia es el involucramiento, en la implementación de esos programas sociales, de una amplia variedad de organizaciones sociales, muchas de ellas creadas a tales efectos. Hubo aquí un contraste marcado respecto de la estrategia anterior, donde el estado diseñaba y también ejecutaba la política aún en sus dimensiones operativas, aportaba los recursos, remuneraba a los factores, etcétera. La sociedad civil era la beneficiaria de un esquema en que el estado era el gran proveedor; la participación de organizaciones no gubernamentales (cooperativas, sindicatos, iglesias) fue marginal en la mayoría de los casos.
En el esquema que estoy comentando, el involucramiento activo de organizaciones sociales obedeció a diversos motivos. Ante todo, llenar siquiera parcialmente el vacío dejado por la retracción del rol proveedor de las agencias estatales; en este aspecto, las organizaciones fueron proveedoras de la mano de obra demandada para llevar adelante pequeñas obras locales, prestación de algunos servicios comunitarios de emergencia, distribución de complementos alimentarios, campañas de vacunación, y similares, todo lo cual representó una significativa reducción de costos. Por sus propias características la participación directa se llevó a cabo sobre todo en niveles locales, y eso fue presentado como un ejemplo de descentralización y democratización de las acciones respectivas, por oposición al verticalismo del esquema precedente y a su concepción pasiva de la ciudadanía social. Fue sin embargo una ciudadanía empobrecida en su eficacia, en cuanto ésta se limitó básicamente a los aspectos operativos de los programas que eran “bajados” desde las instancias gubernamentales.
Ello no obstante, el recurso a las energías laborales de la población afectada tuvo un efecto de potenciación de sus propias capacidades. La gente ganó experiencia organizativa y de gestión de recursos y desarrolló aptitudes de liderazgo; comprobaron las ventajas de trabajar juntos y se potenciaron las redes de solidaridad. Muchas de las organizaciones que habrían de desplegar gran beligerancia en los conflictos y confrontaciones de fines de la década de 1990 y principios de la siguiente tienen su origen en esas experiencias de acción comunitaria. El “capital social” así acumulado probaría ser de extraordinaria utilidad para un enfoque promocional y no meramente asistencialista o paliativo de la política social.
Los resultados de esta estrategia son conocidos. Al dejar de lado los factores estructurales e institucionales que se encontraban en la base de los problemas que pretendía resolver se condenó a la ineficacia aún en las modestas metas que se propuso. Los fracasos en el combate a la pobreza y en el ataque a los aspectos más evidentes y preocupantes de la desigualdad social –cuestión ésta que, debe decirse, ingresó muy tardíamente a la agenda de los reformadores neoliberales- son notorios. La población en condiciones de pobreza creció a lo largo de la década de 1980 y, aunque con ritmo menor, en la de 1990, a pesar de la relativa recuperación del crecimiento económico en los años iniciales de ésta; circunstancia que cuestiona la afirmación del “derrame” y llama la atención respecto del papel fundamental que cabe a las políticas públicas para que tal cosa ocurra. En consecuencia también se agudizó la desigualdad social, en la medida que los frutos del crecimiento se concentraron en los grupos de más alto ingreso individual y familiar.
Como es sabido, todos estos indicadores se agravaron con el estallido de las crisis de fines de los noventas y principios de la década siguiente. El descalabro económico repercutió ante todo en los sectores que más habían sentido el impacto social regresivo del esquema que ahora se venía abajo, demostrando la vulnerabilidad y la superficialidad de la estrategia de política social complementaria de ese esquema. Quienes debieron pagar el pato de la fiesta neoliberal también tuvieron que hacerse cargo de los costos de la debacle.
3.
Una nueva correlación política de fuerzas sociales permitió encarar en Argentina, a partir de 2003, un profundo viraje tanto en la estrategia de acumulación de capital como en materia de política social. Ésta dejó de ser vista como la ambulancia que recoge a las víctimas del proceso económico para convertirse en ingrediente de una estrategia global de desarrollo e inclusión social.
El impulso a la producción real a través del manejo de las políticas cambiaria y monetaria se tradujo en tasas altas de crecimiento del producto a lo largo de todo el periodo. Un papel especialmente dinámico es asignado a la inversión pública, que actúa como eje dinamizador de la inversión privada; la obra pública se ha convertido en herramienta de desarrollo. La generación de empleo genuino estimulada por el crecimiento del producto, el combate al trabajo no registrado y el restablecimiento de la negociación colectiva de los salarios y las condiciones de trabajo mejoraron significativamente la posición de ingresos de los trabajadores y sectores medios, impulsando un sostenido incremento del consumo y un estímulo adicional al crecimiento de la inversión. El establecimiento de un impuesto a las ganancias extraordinarias generadas en el sector agroexportador, la política de desendeudamiento público y la reestatización del sistema de jubilaciones y pensiones -cuya privatización fue la principal fuente de déficit fiscal- aportan recursos adicionales para el financiamiento de la inversión productiva, la expansión del consumo y la política social. La cancelación de la deuda con el Fondo Monetario Internacional permitió poner fin al tutelaje de la institución sobre las decisiones macroeconómicas del país.
La política social que comenzó a ejecutarse como complemento de este esquema puede resumirse en tres elementos principales.
i) El primero de ellos es la integralidad. Lejos de limitarse al asistencialismo y a paliar los síntomas del deterioro social, la politica social integral apunta a eliminar las causas generadoras de la problemática; se dirige a remover los factores y a revertir los procesos de empobrecimiento y precarización, que suelen ser muy variados y no dependen sustancialmente de las “malas decisiones” de los grupos afectados: por ejemplo déficit habitacional, deterioro ambiental, carencia de infraestructura sanitaria, insalubridad, déficit educativos, etc. En estos escenarios las transferencias de ingresos han probado tener un alto impacto inicial al poner plata en el bolsillo de los hogares; contribuyen a resolver las situaciones de pobreza por ingresos pero son poco eficaces en el enfrentamiento a los factores ambientales. De ahí que deban ser complementadas con visiones de más largo plazo que apunten precisamente a esos factores.
En este particular debe destacarse el papel activo y de promoción desempeñado por la política de desarrollo de la infraestructura social. Entre el año 2003 y el 2008 la inversión pública en obras de saneamiento ejecutada por el Gobierno Nacional a través del Ministerio de Planificación Federal, Inversión Pública y Servicios creció 570% (de 20 a 1158 millones); a mediados de 2008 representaba más de 6% de la inversión pública total frente a un magro 1% en 2003. El aumento de la participación de las obras de saneamiento en el total de la inversión del MPFIPS es tanto más notable cuanto que en el mismo periodo la inversión pública total creció casi 900% (de 1877 a 17.913 millones). Como resultado, más de tres millones de personas se integraron a redes de saneamiento en todo el país. Hacia inicios del año actual se llevaban ejecutadas algo más de 800.000 soluciones habitacionales, concepto que incluye tanto la construcción de nuevas unidades como la reparación o ampliación de las existentes. Seis por ciento del presupuesto nacional se destina al sector educación.
ii) El segundo elemento es la diferenciación sectorial en la oferta de acciones y programas. Dada la complejidad de la cuestión social, la variedad que caracteriza a las diferentes problemáticas, las acciones de política deben adaptarse a las diferentes problemáticas. Así, una es la llamada pobreza estructural derivada de la carencia de servicios básicos, sin vinculación o con vinculación deficiente al sistema educativo, serias dificultades para ingresar al mercado de trabajo, vivienda precaria. Se estima que alrededor de dos millones de personas se encuentran en esta situación, o seis por ciento de la población total. Muchos de estos empobrecidos estructurales, especialmente en los bolsones de pobreza rural, corresponden a grupos étnicos originarios; en las áreas urbanas una parte considerable es producto de la crisis de 2000-2001. La reducción de la pobreza estructural requiere una decidida intervención a través de la provisión de servicios, diseño de programas especiales de educación y formación laboral, oferta de oportunidades de empleo de acuerdo a las capacidades de los individuos, programas de saneamiento ambiental, titulación de tierras. Programas como la Asignación Universal por Hijo (incluyendo su extensión a mujeres embarazadas) dirigidos a este grupo cumplen una múltiple función: transfieren ingresos al par que condicionan su percepción al cumplimiento de determinados requisitos en materia de escolaridad y salud de los menores.
Otra es la situación de la población precarizada –fundamentalmente los denominados informales y cuentapropistas- que suma unos cuatro millones de personas o alrededor de 12 por ciento de la población. Se trata de personas que tienen un empleo y generan un ingreso, pero inestable e insuficiente para cubrir las necesidades del hogar o la sustentabilidad de la actividad económica. Por su propia informalidad carecen de seguridad social y no son sujetos de crédito, lo que limita sus probabilidades de progreso, de adaptarse a la dinámica de los mercados en que operan, de mejorar su dotación de recursos, elevar y dar mayor estabilidad a sus ingresos. Son los grandes olvidados de la política social focalizada del neoliberalismo. No califican para transferencias de ingresos ni éstas son eficaces para atacar sus problemas. Requieren en cambio acceso a líneas de crédito y de ampliación o modernización de sus talleres o empresas, formación y capacitación técnica, asistencia en materia de mercadeo.
Dentro de esos seis millones o más de personas destaca la situación de los jóvenes que no estudian ni trabajan (aproximadamente un millón). Carecen de la cultura del trabajo y de la disciplina básica que deriva de la obligación de cumplir horarios (de trabajo, de las instituciones educativas). Una proporción importante de este grupo está formada por la segunda generación de pobres estructurales urbanos. La precariedad de ingresos, el hacinamiento habitacional, colocan a estos jóvenes en situación de riesgo social, agravado por el peso de los prejuicios sociales respecto de la pobreza y al mismo tiempo por la generalizada difusión publicitaria de los consumos sofisticados.
Pobreza estructural, precarización y marginación juvenil son fenómenos predominantemente urbanos; forman parte de la problemática que plantean las grandes ciudades y le dan mayor complejidad: desorganización, fragmentación espacial, hacinamiento habitacional, contaminación ambiental y auditiva. En este nivel, la política social se entrecruza con la política de desarrollo urbano.
La diversidad de situaciones hace imposible su tratamiento mediante la universalidad de la oferta de acciones; la masividad de los afectados hace ineficaz la focalización o la convierte en complementaria de enfoques más comprensivos. En consecuencia la política social debe recurrir inevitablemente a una sectorialización diferenciada.
iii) Un tercer elemento es la articulación del estado y las organizaciones sociales. La política de desarrollo de infraestructura social se lleva a cabo recurriendo a la fuerza de trabajo de cooperativas de trabajo organizadas y respaldadas por una amplia variedad de organizaciones no gubernamentales. La experiencia recogida durante los años duros del ajuste neoliberal ha sido de gran utilidad. La vinculación con las organizaciones sociales amplía el involucramiento de las cooperativas más allá de la prestación laboral; los proyectos reciben de la intervención de esas organizaciones el “toque final” que los adapta a las particularidades del lugar donde son implementados. Al ejecutar acciones locales, los programas contemplan la intervención de los municipios, que tienen a su cargo la fiscalización del avance de los proyectos. Además de fortalecer esas instancias de la administración local, el esquema reduce la presión sobre los niveles centrales del gobierno, que limita su participación al diseño general de los programas y al aporte, a través de las jurisdicciones sub-nacionales y sub-provinciales, del financiamiento requerido.
Resultado de esta estrategia, entre 2003 y 2008 la población en condiciones de pobreza se redujo de 54,3% a 17,8%, y la indigente pasó de 27,7% a 5,1% del total. El impulso se desaceleró relativamente en el bienio 2008-09 básicamente por la repercusión de la crisis internacional. De todos modos la desigualdad se ha reducido, rondando el coeficiente de Gini en algo menos de 0.40 frente más de 0.50 en 2002-03. El alto nivel de concentración de las principales ramas de la economía nacional es uno de los factores que conspiran contra un avance más acelerado.
La política social, así articulada a la política económica y a la estrategia de desarrollo, recupera su impronta promocional. La inclusión que promueve tiene como referencia un mercado y una estructura social que ellas también se encuentran en proceso de transformación. Como generalmente ocurre, procesos de esta naturaleza tienden a incrementar, en sus momentos iniciales, la conflictividad social. También en este particular los procesos y escenarios actuales se inscriben en la historia larga de los avances de la democratización y la ciudadanía, que siempre son producto de las luchas sociales de los pueblos y los que tienen “hambre y sed de justicia” contra las estructuras y los beneficiarios de la desigualdad y el autoritarismo.
[1] Profesor Honorario de la Universidad Nacional de Lanús, donde dirige la Maestría en Políticas Públicas y Gobierno, y la Revista Perspectivas de Políticas Públicas.