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Carlos M. Vilas

Universidad Nacional de Lanús

 

Introducción

El involucramiento del Banco Mundialen los asuntos económicos y políticos de América Latina y el Caribe cobró especial notoriedad en la década de 1980. El organismo se convirtió en uno de los actores más relevantes y visibles en los procesos del denominado ajuste estructural y, poco después, de los cambios en la organización, los objetivos y las funciones de las instituciones de gobierno y de sus articulaciones con los mercados nacionales y globales -la llamada reforma del estado.

 

Hasta entonces el Banco se había limitado a financiar proyectos de inversión en tanto el Fondo Monetario Internacional, de acuerdo a una división del trabajo derivada de los acuerdos de Bretton Woods, era encargado de supervisar la macroeconomía de los estados miembro y de asistirlos en la resolución de problemas de corto plazo en sus balanzas de pago. A partir de los años ochenta, el Banco, además de su función original, pasó a recomendar y supervisar las políticas públicas de los estados afectados por la crisis internacional. La aceptación de esas recomendaciones de política facilitó a economías severamente endeudadas continuar pagando los intereses de deudas acumuladas y reiniciar el proceso de endeudamiento, interrumpido por la incapacidad de pago de los afectados. Asimismo la política crediticia del organismo buscó dotar de estabilidad a gobiernos que enfrentaban desafíos sociales y políticosseveros como efecto de la crisis y del modo como ésta era encarada, e inhibir iniciativas heterodoxas que pusieran en cuestión los fundamentos de la ortodoxia económica neoclásica -convertida en poco menos que doctrina oficial de los gobiernos del Reino Unido (Thatcher) y de Estados Unidos (Reagan) hacia la misma época. 

 

En la medida en que su desempeño siempre ha formado parte de los diseños de política exterior del gobierno de Estados Unidos en áreas que considera estratégicas, el Banco Mundial ha sido visto como una herramienta de construcción hegemónica transnacional (cf. por ejemplo Payer, 1982; Wood, 1989; Mendes Pereira, 2010). Desde sus inicios, los supuestos teóricos, los análisis institucionales y las recomendaciones de política del Banco han mostrado una fuerte adecuación con los enfoques, objetivos y políticas de ese gobierno. Las iniciativas de introducir perspectivas e interpretaciones más abiertas a otro tipo de ideas, de modo de dar cuenta de experiencias exitosas de desarrollo económico y progreso social que marcan disonancias respecto de la ortodoxia oficial –como fue el caso de los debates internos a inicios de la década de 1990 en torno al “milagro asiático”, un asunto en el que algunas naciones del sureste de Asia demostraban particular interés en función de sus propias trayectorias-, fueron sometidos a interminables idas y vueltas, formulaciones y reformulaciones, y a la postre diluidos en eclécticos compromisos que usualmente restaron fuerza y utilidad al producto final (cf.  Wade, 1997; Weder 1999).

 

Es frecuente encontrar en la literatura crítica sobre el papel del Banco la presentación de sus prescripciones de política como una imposición a gobiernos y países carentes de alternativas, ejerciendo presiones sobre ellos, forzándolos a aceptar el ajuste y la reforma del estado. Presiones e imposiciones han existido, pero reducir la relación Banco/gobiernos de estados endeudados a un asunto de presiones externas implica una simplificación excesiva y conduce a interpretaciones desacertadas. Muchas de las recomendaciones de política contenidas en los programas de ajuste estructural y los cuestionamientos al intervencionismo estatal no son nuevas. Desde la década de 1950 casi todos los países de América Latina, y varios de los mayores deudores de las décadas de 1980 y 1990, contaban con experiencia en materia de programas de estabilizaciónque imponían restricciones severas a la política monetaria y fiscal y rediseñaban la articulación externa a través de la modificación del tipo de cambio y el desmantelamiento de barreras aduaneras. Este tipo de programas era muy del agrado de los grupos exportadores, sectores terratenientes vinculados por familia e intereses a ellos, grandes comerciantes importadores, y en general de las élites dominantes de estos países, por lo cual encontraron eco favorable y acceso relativamente fácil a las esferas de gobierno. Para estos grupos, las prescripciones del Banco, como las del FMI, aportaron argumentos y recursos para consolidar sus posiciones de poder y sus convicciones ideológicas, dirimir conflictos con otras fracciones económicas, e incluso prevenir o amortiguar las tensiones sociales y políticas derivadas de la crisis y del modo en que ésta se encaraba -y de los propios efectos de las recomendaciones de ajuste y reforma. En consecuencia, si bien es innegable que en gran medida la rápida y amplia incorporación a los programas de ajuste fue producto de la necesidad, no es menos verdad que también lo fue por interés y placer.

 

La primera sección de este capítulo reseña los principales elementos que estuvieron presentes en la nueva agenda del Banco Mundial y los cambios en los escenarios económicos y financieros globales que la enmarcaron, así como las transformaciones que los programas de ajuste impulsaron en los objetivos, las funciones y la organización de los estados deudores. En la sección siguiente se presta atención a las dimensiones e instrumentos del ajuste que hicieron de éste una verdadera reforma del estado, en cuanto su implementación implicó modificaciones fuertes en la organización y la gestión pública, su articulación a los mercados, la reasignación de recursos  entre actores y consiguientemente la reformulación de las relaciones de poder social, económico y político en los países involucrados.Los resultados efectivamente aportados por el ajuste y las reformas forzaron al Banco a modificar algunas de sus concepciones y recomendaciones acerca del papel del estado en el mundo económico y financiero; a esto se dedica la tercera parte. El trabajo finaliza con una breve sección de conclusiones que pone énfasis en el papel desempeñado por el Banco en las dinámicas de poder entre actores sociales  y en la construcción y rediseño de las estrategias hegemónicas transnacionales de los sucesivos gobiernos estadounidenses.

 

1. Del endeudamiento alegre al ajuste

Varios factores que se presentaron en la década de 1970 condujeron a ampliar las competencias del Banco en el sentido que se acaba se señalar. El aumento de los precios del petróleo en los comienzos de ese decenio tuvo un fuerte impacto en la balanza de pagos de los países que no eran productores y en el crecimiento de un número amplio de economías industriales y no industriales, al par que entregó a los productores nucleados en la OPEP (Organización de Países Exportadores de Petróleo) una fuente de recursos financieros mucho mayor que la que estaban en condiciones de canalizar hacia sus propias economías, y que se volcó en el mercado internacional. El gobierno del presidente James Carter consiguió que las transacciones petroleras se efectuaran en dólares de Estados Unidos; esto fortaleció adicionalmente a una moneda que desde 1971 se había convertido en el medio de transacción del capitalismo mundial.

 

El crecimiento exponencial de la liquidez internacional de los años setenta y la abundante oferta de fondos vino como guante a la mano a los gobiernos y a las élites empresariales de América Latina. Entre 1978 y 1982 la deuda externa latinoamericana más que se duplicó: de 153.293 millones de dólares, a 326.689 millones; considerando que en 1970 la deuda externa conjunta de la región no llegaba a 16.000 millones de dólares, esto significa que en cuatro años la deuda creció casi diez veces más que en toda la década anterior (cf. Vilas, 1992). El veloz aumento del endeudamiento externo permitió insistir en un estilo de desarrollo que venía mostrando tensiones y desajustes por la vía de persistentes déficit en la cuenta corriente; el mercado financiero internacional ofreció una alternativa a las rigideces de los mercados nacionales. Los estados continuaron expandiendo sus responsabilidades sin una contrapartida de financiamiento interno para sostenerlas. Las voces aisladas que a principios de los años setenta trataron de llamar la atención sobre el enorme riesgo de esta estrategia de desarrollo vía endeudamiento (cf. por ejemplo Payer, 1974) fueron sistemáticamente descalificadas.[1]

 

La estructura de distribución del ingreso y el carácter de los regímenes políticos de varios países de la región determinaron que una proporción importante del endeudamiento se destinara a obras dispendiosas, a la compra de equipo militar, o a alimentar la fuga de capitales hacia colocaciones más seguras en el exterior. Se estima que entre 1978 y 1981, es decir los cuatro años previos al estallido de la crisis de 1982, Argentina protagonizó una fuga de capitales equivalente a 60% de la deuda contraída, México 40% y Venezuela más de 100%  (Fishlow 1986).

 

El segundo choque petrolero que sacudió a las economías industriales en 1979 generó fuertes tensiones en los mercados financieros y en las economías industriales. Éstas reaccionaron implantando restricciones en sus políticas monetarias.  Los desajustes en la economía de Estados Unidos (la combinación de estancamiento e inflación de precios) llevaron a la Reserva Federal  a elevar la tasa de interés y a imponer controles sobre los créditos, incluyendo aumentos fuertes en los encajes. Estas decisiones impactaron severamente en las economías altamente endeudadas de América Latina, Asia y África. La recesión de 1982 originada en la política monetaria restrictiva de los países acreedores transformó las tensiones en  crisis; el pánico cundió entre los bancos, que cortaron abruptamente el flujo de fondos nuevos incluso a clientes solventes. La revaluación del dolar por el alza de las tasas de interés provocó un drástico aumento en los servicios de la deuda. Los mayores deudores fueron los más afectados: México, Brasil y Argentina en Latinoamérica, que a medida que se hacía sentir el tensionamiento financiero de fines de los setentas y primeros años de los ochentas, habían incrementado sus requerimientos de capital para hacer frente a los intereses. Con la virtual quiebra de México pese al auxilio que le prestó el gobierno de EEUU, los bancos se negaron a seguir prestando. Aunque la economía internacional se recuperó en 1983-84, la oferta de capital continuó virtualmente cerrada para los deudores latinoamericanos. A comienzos de 1983 casi todos los que cargaban con compromisos importantes habían caído en un incumplimiento de facto (CEPAL 1990a:30-31; Vuskoviç 1990:37 y sigs.). 

 

El endeudamiento excesivo de la región habría sido muy dificil sin las condiciones de oferta que lo estimularon. La reglamentación laxa de los sistemas bancarios nacionales e internacionales es lo que explica, a juicio de los analistas, cómo los bancos individuales otorgaron créditos por encima de toda norma de prudencia. En 1982 por ejemplo varios de los grandes bancos de EEUU tenían préstamos pendientes en Brasil y México equivalentes en cada caso a mucho más de 50% de su capital (CEPAL 1990b:32). A su vez los gobiernos de los países industriales, confiados en la sabiduría del mercado, fomentaron el reciclaje de los petrodólares por los bancos privados. El protagonismo de las instituciones crediticias privadas debilitó el papel anticíclico que podían haber desempeñado el FMI y el Banco Mundial, cuyas posiciones relativas en las finanzas internacionales se deterioraron; en consecuencia, su respuesta inicial a la crisis fue muy debil. Es más: todavía en su informe sobre el desarrollo mundial correspondiente a 1981 el Banco Mundial aprobaba la razonabilidad de la estrategia de endeudamiento fácil  dada la masa de recursos líquidos disponibles (cf. World Bank, 1981). El mercado probó ser incapaz de autoregularse incluso cuando los factores de tensionamiento se hicieron notorios. El impacto de la crisis fue devastador a causa de la enorme apertura de las economías latinoamericanas, al mercado financiero internacional. Contrariamente a lo que los organismos multilaterales y los funcionarios del gobierno estadounidense habrían de argumentar a posteriori, no fue el exceso de regulación sino la falta de regulaciones suficientes, la que detonó la crisis.

 

Los desajustes de las economías latinoamericanas tampoco tenían su causa en los graves desequilibrios de sus balanzas de pagos, sino que éstos eran más bien el síntoma de problemas que no se hallaban en la esfera de la circulación o en el mundo de las finanzas sino en el centro de su economía real. Desde fines de los años cuarenta una corriente del pensamiento económico en torno a la recién creada CEPAL (Comisión Económica de las Naciones Unidas para América latina) y a otros organismos de la ONU, había estado produciendo documentos en los que se demostraba que: 1) los problemas de balanza de pagos de los países de la región eran el síntoma de sus dificultades estructurales para ajustarse a los nuevos términos de la economía internacional, que valorizaban la producción y exportaciones industriales en detrimento, en el largo plazo, de la producción y las exportaciones agropecuarias; 2) en consecuencia resultaba necesario introducir cambios en las estructura de esas economías a fin de mejorar su inserción en el comercio internacional y en las relaciones entre economías exportadoras de capital y economías tomadoras de préstamos externos; en concreto, debería estimularse el crecimiento industrial; 3) por su propia complejidad, se trataba de un reajuste que debía encararse con una perspectiva de largo plazo (cf. Prebisch, 1949, 1981; Singer, 1950; CEPAL, 1965; Pinto, 1965, 1968).  Estas tesis, que forman parte del núcleo del desarrollismo latinoamericano y que contribuyeron al progreso económico y social de la región durante tres décadas, no lograron horadar la coraza neoclásica de los organismos multilaterales de crédito y los policy-makers de Washington.

 

En 1979 el segundo shock petrolero obligó al Banco Mundial a reenfocar la cuestión y a reconocer la magnitud de los problemas planteados por el (des)orden económico mundial. A mediados de ese año, tras intensas discusiones internas y con agencias del gobierno estadounidense, el Banco lanzó un nuevo "producto": los préstamos de ajuste estructural, destinados a entregar a los deudores, bajo ciertas condiciones, dinero fresco que les permitiría reanudar los pagos interrumpidos o demorados, poniendo a salvo a los bancos en riesgo de quebranto, y habilitando a los deudores a continuar generando nuevo endeudamiento externo previa renegociación de la deuda acumulada.  El objetivo era alcanzar la estabilidad macroeconómica de las naciones endeudadas que les permitiría retomar los pagos suspendidos y regresar a los mercados financieros internacionales. Para ello los tomadores de los préstamos debían comprometerse a introducir profundas reformas en el sector público y en sus relaciones con el mercado.

 

Las condiciones para acceder a los préstamos de ajuste estructural significaron una transformación severa de los objetivos y las funciones del sector público y de la organización político-institucional del estado: liberalización del comercio exterior, libre circulación de capitales y fomento a la inversión externa, eliminar o reducir las barreras proteccionistas y cualquier otro instrumento de regulación estatal de la actividad económica y financiera, alineación de los precios internos con los internacionales -con excepción del precio de la fuerza de trabajo local: los salarios-, devaluación de la moneda nacional, promoción de las exportaciones (principalmente las de origen primario), reducción drástica del déficit del sector público, eliminar o reducir significativamente los subsidios al consumo y en general el gasto público, reorientar la política social hacia atención primaria en salud y educación básica, focalizándola en los sectores considerados de pobreza extrema.  La hipótesis subyacente a este conjunto de condiciones era que la crisis en la adaptación a las nuevas condiciones de la economía mundial era causada por el excesivo intervencionismo estatal, del que se derivaba una ineficiente asignación de recursos y la consiguiente distorsión de los mercados. Detalle más, detalle menos, las condiciones pueden ser vistas como una especie de metástasis de las tradicionales recomendaciones y condicionalidades del FMI para acceder a sus planes de estabilización. Esos planes generaban como efecto, por su contenido (devaluación monetaria, eliminación de subsidios, desregulación del comercio exterior, reducción del déficit fiscal) las condiciones que ahora el Banco exigía a los estados. Para evitar superposiciones entre ambos organismos, se decidió que los deudores accederían al préstamo del Banco previo acuerdo con el FMI.

 

A mediados de 1985, ante la evidencia de que la crisis se prolongaba pese a las medidas implementadas por ambos organismos, el gobierno del presidente Ronald Reagan, a través del Secretario del Tesoro James Baker, propuso un plan que, recurriendo a compromisos de todos los actores involucrados, pondría a disposición de los países deudores un financiamiento más amplio, habilitando así un ajuste más rápido y exitoso. Conocido como "plan Baker", la propuesta planteó tres aspectos correlacionados: 1) los países deudores debían llevar a cabo programas de ajuste estructural, sobre todo en los sectores de bienes transables; 2) la banca comercial acreedora debería aportar fondos adicionales, que el plan fijaba en un monto total de 20.000 millones de dólares; 3) los organismos multilaterales de crédito, especialmente el Banco Mundial, debería asignar 10.000 millones de dólares al financiamiento de proyectos que permitirían el crecimiento económico y la recuperación de la capacidad de pago de los países endeudados. El "plan Baker" implicó el reconocimiento de que la crisis no era transitoria y explicitó la prioridad asignada a la necesidad de la banca acreedora de mantener la continuidad de los pagos del endeudamiento, a través del refinanciamiento de las deudas acumuladas y la concesión de nuevos créditos. Lapersistencia de las dificultades de los principales deudores para ajustarse a los nuevos términos de la economía mundial llevaron al Departamento del Tesoro, ahora a cargo de Nicholas Brady, a diseñar un nuevo programa, consistente, en lo principal, en mecanismos mediante los cuales los países deudores canjeaban con sus acreedores deuda vieja por deuda nueva (debt swaps) que se emitía en condiciones formalmente más favorables (por ejemplo plazos más extendidos, quitas parciales), y se habilitaba, bajo ciertas condiciones y con consentimiento de los acreedores, a que los deudores compraran, con descuentos, bonos de su propia deuda acumulada (buy-back).  El “plan Brady” planteaba, a estos efectos, la creación de un fondo de 30.000 millones de dólares, cuyos principales contribuyentes serían el Banco Mundial y el FMI.

 

La convergencia de propuestas del Banco, el Fondo Monetario y el Departamento del Tesoro (tres organismos domiciliados en la ciudad de Washington) pasó a ser conocida como  "Consenso de Washington". Conjunto de recomendaciones y metas instrumentales destinadas a recomponer la capacidad de endeudamiento y pago de los estados cuyas deudas habían caído en default, a poco andar adquiriría carácter canónico de una nueva política económica.

 

Con este marco, las políticas promovidas por el Banco como condición para la concesión de nuevos fondos fueron exitosas porque efectivamente la región retornó a los mercados financieros internacionales. La emisión de títulos de nueva deuda casi se triplicó entre el primer quinquenio de la década de 1990 y el segundo, pasando de u$s 83.000 millones a casi u$s 235.000 millones. Más de 85%  de esos montos correspondieron a sólo tres países: Argentina, Brasil y México. Para lograr mejor aceptación, la deuda privada fue emitida con garantía de los respectivos estados. El estado asumió, de esta manera, el doble papel de deudor y de garante de los endeudamientos privados, relevando a éstos de cualquier responsabilidad internacional en caso de mora o quebranto. Después de las crisis de Asia y Rusia las transferencias volvieron a ser negativas. Desde 1999 hasta 2005 el saldo neto implicó una salida de casi 215 mil millones de dólares, de los cuales 78% solamente entre 2002 y 2005  (Vilas 2011: 56-57).

 

Conviene poner énfasis en que el objetivo central de la arquitectura institucional que operativizó al ajuste no fue otro que la recuperación de la capacidad de endeudamiento de los estados que habían incurrido en default y por consiguiente el apuntalamiento del sistema financiero internacional –el complejo entramado de grandes bancos, compañías de seguros, bolsas de valores, firmas intermediarias…- golpeado por la insolvencia de los deudores. Las políticas del “Consenso de Washington” resultaron satisfactorias en extremo para la banca privada internacional, rescatada de la amenaza de cesación de pagos de sus principales deudores, y una fuente importante de ingresos para un número de intermediarios y comisionistas en las operaciones de reestructuración, canjes, pases, renovaciones; el sistema financiero internacional podía seguir funcionando. En cambio qué tanto de crecimiento y qué tipo de crecimiento se consiguió y con qué sustentabilidad, son asuntos que suscitaron y siguen suscitando debate; el tema ha sido discutido en otros trabajos del autor y excede los alcances de este capítulo (cf. por ejemplo Vilas, 1992, 2007a).

 

2. El ajuste estructural como reforma del estado

El ajuste estructural implicó, en sí mismo, una verdadera reforma del estado: en lo administrativo, en sus orientaciones y objetivos, en su inserción externa, en las relaciones de poder que constituyen su base de sustentación social y política y que condicionan todo lo anterior. Fue una reforma por la vía del desmantelamiento liso y llano -institucional, operativo, en su dotación de recursos humanos, materiales y financieros, en sus capacidades extractivas y distributivas, en sus márgenes de autonomía hacia adentro y hacia afuera- sin un planeamiento ni mucha reflexión previa, urgida por la necesidad de reducir al máximo el gasto público. El “estado mínimo” devino el paradigma de la nueva época.

 

En general la literatura sobre la reforma del estado impulsada por el Banco Mundial y el “Consenso de Washington” ha enfocado predominantemente su dimensión administrativa: el diseño y puesta en funcionamiento de una arquitectura orgánica y funcional destinada a dar operatividad a las decisiones propiamente referidas al ajuste estructural.La atención y los debates privilegiaron esta dimensión del estado y soslayaron la dimensión propiamente política de éste –el estado como estructura de poder político y dominación social– y contribuyeron a reforzar la presentación de la reforma como un asunto estrictamente técnico. En varios textos anteriores me he referido a este aspecto de la cuestión, lo que me permitirá efectuar aquí una rápida síntesis de la misma (cf. Vilas 2000a, 2000b, 2007a, 2007b, 2011, etc.).

 

Desde una perspectiva sustantivamente política, es decir que refiere a la organización de una colectividad a partir de determinadas relaciones de poder entre actores sociales, incluyendo su articulación a escenarios externos, el estado es la expresión institucional, formal e informal,  de esas relaciones de poder y de los efectos resultantes como estructura de dominación social. La dimensión institucional del estado –su red de órganos, agencias, sus elencos de funcionarios, sus sistemas de procesamiento de decisiones, etc.- dan expresión y en principio dinamismo a aquella dimensión sustantiva, al régimen político que sobre ella se asientay a la que reproduce, y a los fines y objetivos hacia los que se orienta su desempeño. En función de esto, fines y objetivos que usualmente responden a intereses de determinados actores sociales pueden ser presentados como fines y objetivos del conjunto social o en todo caso que apuntan al bienestar, el progreso, etc. del conjunto. Cambios en las relaciones de poder entre actores sociales definen tensiones sobre la matriz institucional del estado y sus aparatos de gestión y sobre el desempeño efectivo del régimen político, y antes o después conducen a su modificación legal/constitucional o de facto.

 

De acuerdo a esta perspectiva de análisis, las reformas en los aparatos institucionales del estado, en la dotación de recursos, en sus metas, pueden ser interpretadas, fundamentalmente, como expresión de las tensiones y transformaciones políticas –es decir, de las relaciones de poder y dominación- que el ajuste introdujo en la estructura económica y social y en las representaciones y prácticas culturales de la gente. La reforma administrativa del estado–privatizaciones, desregulaciones, nuevos esquemas de gerenciamiento público, etcétera- fue así poco más que el corolario del ajuste estructural, que fue la verdadera reforma política en cuanto promovió una severa reformulación de las relaciones de poder y dominación entre actores domésticos y entre éstos y actores externos, a través de la asignación de recursos, redefinición de las condiciones de participación en la competencia por ellos, distribución de costos y beneficios. Esa reforma sustantiva del estado se llevó a cabo a partir de relaciones de fuerza que se venían configurando en el marco de la crisis del anterior patrón de dominación y desarrollo.Los que usualmente se categorizan como “efectos sociales” del ajuste dan testimonio del impacto de éste en el acceso a recursos de poder por diferentes actores: financiamiento, acceso a mercados, empleo, ingreso, educación. Hubo quienes ganaron y hubo quienes perdieron; hubo quienes pudieron aprovechar las nuevas condiciones para avanzar, consolidarse o globalizarse y hubo quienes fueron expulsados de los mercados y se hundieron en la pobreza o la precariedad.  Un mismo proceso de ajuste y reformas engendró una extraordinaria concentración de poder económico y un extraordinario empobrecimiento y deterioro social; lo que convencionalmente se considera reforma del estado buscó otorgar operatividad al nuevo “bloque de poder”.

 

Las pugnas entre actores domésticos y externos que condujeron al ajuste pueden ser rastreadas sin mucho trabajo a lo largo del desenvolvimiento de los acontecimientos resumidos en la sección precedente. Sin perjuicio de las fantasías del tipo “one fits all” de algunos portavoces (cf. Williamson 1990, 1993) las características particulares de cada aplicación “nacional” del programa del “Consenso de Washington” no pudieron menos que ajustarse a las configuraciones específicas de poder en los respectivos escenarios. Pero en todos los casos, y por lo que se acaba de plantear, resulta claro que la dimensión política y no meramente administrativa de la reforma del estado, estuvo a cargo del ajuste estructural. Al dejarla de lado, el tratamiento del tema por gran parte de la literatura redujo el estado a sus aparatos de gestión o al análisis de políticas puntuales guardando silencio respecto de los factores políticos que generaron las condiciones de posibilidad a la reforma y le otorgaban sentido.

 

El caso argentino es representativo de este panorama regional,  porque después de la crisis mexicana de 1994 Argentina fue presentadaen la asamblea conjunta del FMI y el Banco Mundial (octubre  1998) como la estrella del ajuste y de una sana macroeconomía. Entre 1991 y 1996 el Banco Mundial otorgó al gobierno de Carlos Menem veinticuatro préstamos destinados a diversas dimensiones del ajuste y el achicamiento del aparato estatal, sus recursos y competencias.[2] Funcionarios del Banco Mundial participaron directamente en la formulación de los marcos legales, las actividades de promoción y la transferencia de los activos estatales a empresas y consorcios privados. En 1993 Argentina firmó un “plan Brady” de permuta de deuda de corto plazo por bonos de plazo más largo, y la reducción de los intereses a pagar en los años siguientes; como contrapartida el estado se comprometió a mantener superávit fiscal y a pagar puntualmente los intereses de los nuevos bonos. El acuerdo dio paso a una verdadera profusión de bonos de deuda pública mediante los cuales el estado obtenía fondos, refinanciaba su deuda y sorteaba la prohibición de emisión monetaria establecida por la Ley de Convertibilidad. Con la asistencia del Banco y el FMI, Argentina se convirtió en uno de los mayores emisores de deuda de la década de 1990 (Blustein, 2005:67).[3]Volcados al mercado en el marco del esquema de convertibilidad monetaria, los fondos eran tomados por actores privados (bancos, compañías de seguros, casas de cambio, empresas productivas y de servicios, filiales y subsidiarias de empresas extranjeras) que, beneficiándose de la artificial paridad cambiaria, los remesaban al exterior, acumulando en plazas financieras internacionales un volumen de divisas que llegó a aproximarse al de la deuda externa –repitiendo de esta manera el comportamiento que ya habían practica en los años previos a la crisis de 1982.[4]A lo largo de la década de 1990 los diferenciales de rentabilidad que ofrecía el sistema financiero respecto de la economía real agravaron el deterioro de ésta: crisis agropecuaria, desarticulación del tejido de la producción industrial, fragmentación del mercado de trabajo, caída del empleo y crecimiento de la pobreza, fractura de la integración regional. De esta manera, con el entusiasta acompañamiento y el impulso de los organismos multilaterales de crédito y las grandes casas de bolsa de Nueva York y Londres, Argentina se encaminó a paso redoblado a la gran crisis de 1999-2001.

 

La arquitectura institucional del ajuste se complementó con  el diseño de una superestructura jurídica internacional a fin de garantizar adicionalmente la disciplina de los estados incorporados a los programas de ajuste y castigar incumplimientos. La herramienta principal de esta construcción es el “Centro Internacional para el Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones entre Estados y Nacionales de Otros Estados”. Creado a mediados de la década de 1960 como tribunal arbitral encargado de dirimir controversias entre empresas extranjeras y estados receptores de la inversión, el CIADI (o ICSID, según sus siglas en inglés) alcanzó especial protagonismo en los años noventa, con el auge de los tratados bilaterales de inversión (TBI). Estos son acuerdos de garantía de inversiones destinados a dar seguridad jurídica al inversor extranjero. Éstos incluyen cláusulas de prórroga de jurisdicción: los conflictos de intereses entre el inversor y el estado que recibe y garantiza la inversión son sometidos a la jurisdicción de tribunales también extranjeros, usualmente del estado de Nueva York –una provisión que, se afirma, brinda  mayor seguridad a los inversores.  Del total de 428 TBIs firmados hasta hoy por estados de América Latina y el Caribe, 78% lo fueron en el período de oro del ajuste estructural: 41% entre 1991 y 1995, y  37% entre 1996 y 2000, mientras que poco más del 8% fue celebrado antes de 1991.

 

El CIADI sólo acepta demandas de las empresas contra los estados que han adoptado acciones que consideran lesivas a los términos originalmente contratados, pero no reclamos de los estados contra acciones de las empresas. A inicios de la década pasada, 158 estados se habían incorporado al CIADI; dos tercios de los casos tratados o en curso se vinculan con TBIs (cf. ICSID, 2013). El registro de resoluciones del CIADI es desalentador para los estados; predominan abrumadoramente las condenas, ratificando el efecto de corset megainstitucional del organismo (cf. Dezalay& Garth 2002; Sornarajah, 2002, 2010; Kennedy 2012).[5]El funcionamiento de estas instancias de resolución de conflictos  indica que, por su carácter de tribunal comercial, sólo prestan atención a las cuestiones comerciales involucradas en las disputas. Los procedimientos y las decisiones están a cargo de árbitros comerciales sin una clara adhesión a consideraciones distintas que la santidad de los contratos pero que están firmemente arraigadas en la comunidad internacional, como los derechos humanos o el medio ambiente.[6]La posibilidad de llevar a juicio ante tribunales extranjeros decisiones adoptadas por los estados de acuerdo a su propia legislación y en ejercicio de sus potestades soberanas destaca la primacía adquirida por el derecho privado (civil y comercial) sobre el derecho público (constitucional y administrativo) y, a la postre, la pérdida de poder estatal para transar con sus propios órganos jurisdiccionales los conflictos suscitados con actores del ámbito privado.  

 

La evidencia de los efectos nocivos de la crisis en las condiciones de vida de sectores amplios de la población (empobrecimiento, pérdida o degradación del empleo y sus efectos sobre vivienda, consumo, etc.), la evidente demora de los programas de ajuste de producir los resultados esperados (fuera porque la reactivación no se consiguió o bien no estimuló el derrame pronosticado), llevaron al Banco a prestar atención al aspecto más evidente de aquellos efectos: la pobreza. En esto también tuvieron influencia las expresiones de descontento social y político que en más de una ocasión pusieron en jaque a los gobiernos ejecutores del ajuste (cf. Walton, 1989; Walton & Seddon, 1994).  El combate a la pobreza extremafue colocado como complemento explícito del ajuste, dirigido a mitigar sus efectos en los sectores más vulnerables de la población (cf. World Bank, 1990). El enfoque del Banco fue selectivo y asistencialista, y sus efectos exiguos: muy poca gente salió de la indigencia, más allá de algunos efectos inmediatos rápidamente revertidos (cf. Vilas, 1995, 1997).

 

Los programas sociales de acompañamiento al ajuste dieron impulso al involucramiento de una amplia red de organizaciones no gubernamentales en materia de programas sociales y ambientales. Muchos de esos programas adquirieron de esa manera una imagen participativa que contrastaba con el verticalismo y la centralización de las decisiones macroeconómicas y las referidas a la reforma estatal (especialmente lo relativo a política fiscal y privatizaciones). La vinculación a los programas del Banco y la posibilidad de recibir recursos financieros y materiales de los programas respectivos dificultó el desarrollo, en las ONG, de perspectivas independientes o alternativas a las del organismo, y tendió a subordinar sus agendas a las de éste. En la gran mayoría de los casos el involucramiento de las ONG fue fundamentalmente operativo y de mediación facilitadora ante las comunidades regionales o locales en que se ejecutaban los proyectos definidos en los programas. En general, las organizaciones no gubernamentales que preexistían al desembarco de los programas y técnicos del ajuste estuvieron en mejores condiciones de conservar autonomía vis-à-vis las orientaciones y agendas del Banco (cf. Tussie, 2000). Se ha señalado también el efecto erosionador de las instituciones de la democracia representativa provocado por la relación directa Banco-ONGs, en cuanto los programas y proyectos del organismo se discutían al margen de las autoridades municipales o de los cuerpos parlamentarios, cuya composición y orientaciones políticas deben pasar por el tamiz del voto ciudadano (cf. Canto Sáenz, 2012).

 

Se advierte en la estrategia y la operatoria del ajuste una contradicción en los términos: la retracción de las competencias decisorias de los estados en el terreno económico, financiero, laboral y social, y el sometimiento de las decisiones a jurisdicciones externas, usualmente consideradascesiones de soberanía  -con simpatía o crítica de acuerdo a la ubicación ideológica del observador-, requieren de ese mismo estado una intervención activa a través de decisiones sin las cuales la reconfiguración de los escenarios institucionales no sería posible, o bien reclamaría intervenciones fácticas por parte de potencias foráneas, como en la tradición de la gunboat diplomacy (actualizada hoy  como drones’ diplomacy).  Vale decir es el propio estado, como autoridad política soberana, quien recurre a esas delegaciones. Qué tanto de esto expresa una cesión de soberanía, un ejercicio perverso de esa soberanía, o por lo menos una reorientación del mismo, y en todo caso un efecto de la matriz internacional de relaciones de poder, es algo que este autor ya ha discutido en previas oportunidades y que se vincula directamente a las alianzas, connivencias y convergencia de intereses entre los grupos locales de poder que ejercen o gravitan decisivamente en el desempeño de las instancias estatales de decisión política y determinados actores transnacionales (cf. Vilas, 2005).

 

La intervención en la importación de diseños normativos e institucionales y en la supervisión de su efectiva implementación y desempeño, destaca el papel de actor político del estado en la ejecución del ajuste. Visto por el saber económico predominante como un problema por sus efectos negativos (asignación ineficiente de recursos, distorsión de mercados, rentismo, prebendalismo y corrupción), su pretendida “ausencia” también resulta un problema, ante las limitaciones del mercado para comportarse de acuerdo a la racionalidad supuesta por la teoría: "riesgo moral" (que es la forma en que la teoría nombra a la corrupción de los empresarios), rentismo, vulneración de la competencia, fraude legal; en todo caso, la racionalidad supuesta por la teoría no sólo suele estar ausente en el estado sino también en algunos actores del mercado con capacidad de incidir en sus objetivos y en su  desempeño efectivo. De hecho el diseño y la implementación de los programas estatales de ajuste supusieron el reconocimiento de que, libradas a su propia iniciativa, las fuerzas del mercado estaban lejos de aportar soluciones óptimas.

 

3. ¿Más allá del ajuste y de la ortodoxia?

Antes de que la experiencia latinoamericana arrojara agua fría sobre las expectativas del Banco y de la comunidad financiera internacional, los fracasos de algunos experimentos del organismo en África y los éxitos de las estrategias heterodoxas de Japón y el sudeste de Asia, alimentaron la hipótesis de que el estado podía ser causa pero también solución de los problemas, como plantearía Peter Evans (cf. Evans, 1992) en un refraseo de la llamada “paradoja de North” (cf. North, 1984:35). De acuerdo a este reenfoque, la cuestión relevante no era “cuánto” estado, como en la tesis del estado mínimo crudamente neoclásica, sino qué tipo de estado (incluyendo la calidad en la gestión de gobierno) en función de qué objetivos. El informe sobre la economía mundial correspondiente a 1991 (cf. Banco Mundial, 1991) fue el primer atisbo de un cambio de percepción, cambio que se explicitó en los informes sobre desarrollo y estilos de gobierno (cf. World Bank, 1992) y sobre el papel de las políticas públicas en el “milagro” del este de Asia (cf. World Bank, 1993). El informe de 1997 "El papel del estado en un mundo en transformación" (cf. World Bank, 1997) sistematizó la nueva aproximación al asunto y propuso un nuevo paradigma: el estado efectivo. "Sin un  estado efectivo el desarrollo sustentable, tanto económico como social, es imposible" (cf. World Bank, 1997:1).[7]

 

La efectividad del estado es definida como el resultado de emplear sus capacidades, entendidas éstas como la habilidad de emprender y promover eficientemente acciones colectivas, para hacerse cargo de las demandas de la sociedad. Un estado efectivo se caracteriza por su capacidad real para establecer y hacer cumplir las reglas sobre las que se sustentan los mercados, permitiéndoles funcionar con eficiencia. El Banco propone, en consecuencia, una agenda básica de capacidades que el estado debería estar en condiciones de desplegar con miras a un desarrollo sustentable y reductor de pobreza: establecimiento de un marco legal; mantenimiento de un ambiente político no distorsionante, incluyendo preservación de la estabilidad macroeconómica; inversión en servicios sociales básicos e infraestructura; protección a los sectores más vulnerables; protección del medio ambiente. Dicho de manera sencilla: el paradigma del estado gendarme que vigila y castiga cede paso al estado que orienta y promueve.

 

Para ello el estado debe mejorar sus capacidades para atender a los aspectos fundamentales del desarrollo económico: comercio libre, mercado de capitales libre, desregulación de las inversiones. La inversión pública debe dirigirse hacia sectores que no son atractivos para el sector privado, pero que generan altos retornos y constituyen externalidades para el conjunto social: atención primaria en salud, provisión de agua potable, saneamiento, educación básica. Actuando de esta manera el estado se convierte en socio y facilitador de la inversión y la gestión privada, orientando a los mercados, promoviendo su mayor desarrollo, asegurando el cumplimiento de los contratos, garantizando la observancia de los principios de una economía sana.

 

Debe destacarse que el documento plantea de manera explícita el objetivo del desarrollo, una cuestión que había estado presente en los programas crediticios del Banco en las décadas de 1960 y 1970, y cuestiones como la inversión en infraestructura, que desaparecieron de la agenda del organismo por la prioridad asignada al ajuste y la articulación con el FMI. Como expresa el título de un artículo publicado poco después por Joseph Stiglitz, que siendo vicepresidente del Banco dirigió la elaboración del informe de 1997, se trata ahora de fijar “instrumentos y metas más amplias para el desarrollo” (cf. Stiglitz, 1998).

 

El informe de 1997 fue difundido con gran despliegue publicitario y puede ser considerado, sin exageración, como el vademécum del post-Consenso de Washington. Funcionarios del Banco participaron en su promoción a través de los medios y en actividades académicas, junto a funcionarios de los gobiernos y a representantes de la sociedad civil. Fondos especiales fueron asignados a universidades e institutos de investigación académica para el desarrollo de proyectos y elaboraciones teóricas en la línea del nuevo enfoque. Sin abjurar de la desconfianza de principio hacia el estado, el “post Consenso” admitía que, en ciertas condiciones, el estado podía ser un eficaz complemento del mercado, e incluso un estratégico sostén del mismo. La tesis no era novedosa, pero después de casi dos décadas de ajuste estructural y de impactos recesivos, la propuesta pareció poco menos que revolucionaria. A diferencia  Consenso de Washington, perfectamente compatible con cualquier tipo de régimen político, el “post-Consenso” fue presentado como inescindiblemente asociado al fortalecimiento de la democracia. El viraje del Banco coincidió temporalmente, e hizo juego, con las orientaciones de política exterior del gobierno del presidente Bill Clinton y la promoción de las “democracias de mercado” como intento de superar el conflicto típico de la guerra fría entre mercados libres en regímenes autoritarios, y democracias populares con mercados controlados.

 

Sucesivos informes anuales del Banco encararon cuestiones específicas en el marco de este concepto del desarrollo y del estado “amistosos hacia el mercado”: investigación científica, combate a la pobreza, construcción institucional, igualdad, género, generación de empleo (cf. World Bank, 1998, 2000/2001, 2002, 2003, 2006, 2012, 2013). A diferencia del “Consenso”, que implicaba un programa de acciones de desmantelamiento de agencias y funciones estatales, el postulado de “ir más allá del Consenso” implicó admitir un menú de cuestiones en las que el mercado por sí solo no basta para alcanzar resultados óptimos en términos de los objetivos fijados, y un estado que sin descuidar su papel de gendarme, debería jugar un papel activo, complementando y regulando el desenvolvimiento de los mercados y actuando como catalizador. Para ello el estado debería ser puesto “a punto”, dejando atrás la consigna del “estado mínimo” del “Consenso” y encarando ¡una vez más! una profunda reforma institucional (cf. Burki y Perry 1998).

 

La revalorización del papel del estado expresa, como el propio Banco Mundial reconoció, la experiencia heterodoxa del estado desarrollista en el sudeste de Asia, Japón y otras áreas menos desarrolladas (cf. por ejemplo Kohli 1986; Wade, 1990; World Bank 1993; Evans 1995). En términos teóricos el cambio de óptica se corresponde con lo que se conoce como  “neoinstitucionalismo” o “nueva economía institucional”.  Es decir, la nueva perspectiva fue presentada no sólo como el producto de un conjunto de experiencias fácticas que en todo caso podían contrastarse con otras de resultado diferente o incluso opuesto, sino como el resultado de aproximarse a los procesos económicos de manera diferente. El recurso al neoinstitucionalismo permitió así tender un puente cognitivo entre unas recomendaciones de política que contradecían muchos de los supuestos teóricos que el Banco y sus principales aportantes de fondos seguían sosteniendo, y la preservación de muchos de esos  mismos supuestos.

 

El neoinstitucionalismo plantea algunas ideas relativamente sencillas: las decisiones de los individuos y las empresas se encuentran acotadas por un conjunto de restricciones, entre ellas las que derivan del marco institucional en que se desenvuelven. Esas instituciones inciden en la eficacia de las transacciones y en los costos que ellas suponen –desde publicidad, capacitación, investigación, acceso a información,hasta prebendas y sobornos. Las características y la  calidad de las instituciones es en consecuencia un factor de mucha relevancia para un mejor desenvolvimiento de los mercados: buenas instituciones favorecen el crecimiento y el bienestar; malas instituciones lo perjudican. Para que las premisas de la teoría neoclásica sean efectivas, deben ser sostenidas por un conjunto de condiciones que no se generan espontáneamente, sino que derivan de factores culturales, institucionales y de trayectorias previas  (cf. North, 1986, 1993, 2005; Acemoglu & Robinson, 2012). El corolario de política pública de la teoría también es sencillo: una eficiente construcción institucional es una condición para el desarrollo de una economía de mercado  que provee rentabilidad y bienestar general.

 

Fortalecido por la asignación del Premio Nobel de Economía a varios de sus exponentes (Ronald Coase en 1991, Douglass North en 1993, y más recientemente Oliver Williamson en 2009), el enfoque neoinstitucional se erigió en el paradigma dominante en el análisis de la calidad institucional y los sistemas de políticas públicas que permite avanzar respecto de los enunciados abstractos de la teoría macroeconómica neoclásica y de las limitaciones del paradigma conductista que imperó durante décadas en la Ciencia Política estadounidense, pero en ningún caso hasta el punto de romper con sus premisas centrales. En este sentido puede plantearse que es su propia ambigüedad la que contribuye a explicar en buena medida el auge del enfoque y sobre todo su aceptación por el Banco y otros organismos multilaterales de crédito (cf. por ejemplo BID 1996), siempre renuentes a admitir el contenido y el sentido político de sus intervenciones.

 

En efecto, el neoinstitucionalismo muestra tanto como oculta. Al destacar la gravitación de los marcos institucionales formales e informales que acotan la libertad en la toma de decisiones o alimentan racionalidades diferentes al costo-beneficio de la escuela neoclásica –o en todo caso diferentes criterios para identificar y estimar costos y beneficios- omite sin embargo una indagación del modo en que las sociedades producen sus instituciones,es decir descarta la visión de las instituciones como condensación de relaciones de poder entre actores, uno de cuyos más evidentes efectos es la desigualdad de los grados de libertad de diferentes actores dentro de un mismo enmarcamiento institucional. Este desconocimiento hace posible tratar a las instituciones como datos formales desgajados de historicidad y, en consecuencia, imaginar la posibilidad de transportar, sin mayores costos de eficiencia, instituciones diseñadas en determinadas configuraciones socioestructurales a configuraciones que poco tienen que ver con ellas, salvo, eventualmente, lo que es efecto de las relaciones de dominación derivadas de la estructura de poder internacional (colonialismo, neocolonialismo, globalización…). Si en el plano académico estas omisiones ayudan a explicar la persistente frustración de los practicantes del enfoque con los resultados producidos por estos injertos institucionales, en el plano de la política es inevitable no reconocer en esos injertos un hilo de continuidad que hace a la naturaleza de las relaciones centro-periferia.[8]

 

Conclusiones

1.Estrecha articulación entre las recomendaciones de política del Banco Mundial y las concepciones predominantes en materia de seguridad internacional en el gobierno de los Estados Unidos. Dada la persistente propensión de los policy-makers de Washington de encarar las relaciones con América Latina y el Caribe como parte de las relaciones con terceras partes (Gran Bretaña en tiempos de la “doctrina Monroe”, Alemania en la época de la revolución mexicana, la URSS durante la guerra fría, el terrorismo internacional ahora), las consideraciones de seguridad internacional jugaron siempre un papel importante en las definiciones de política crediticia que el Banco pone en práctica. Siempre ha habido recursos para los gobiernos amigos, y lo opuesto ocurrió con los no amigos;

 

2. Los programas de ajuste estructural tuvieron éxito, ante todo, en cuanto contribuyeron a recuperar la capacidad de endeudamiento de los países que habían caído en atrasos o suspensión de pagos, librando así  a los grandes bancos del peligro de un default generalizado. Ciertamente este no es el tipo de éxito promocionado por el Banco, que más bien se presenta como promotor del desarrollo, según indica su nombre. Pero las cosas así funcionaron. Asimismo la reiteración de lainterrupción de pagos –a principios de la década de 1980, a mediados-fines de la de 1990-, y el gran negocio de la reexportación de los fondos líquidos, indican el fracaso del Banco para anticipar el desenvolvimiento efectivo de las economías a las que prestaba asistencia, y la idealización de la racionalidad realmente existente en los grandes actores económicos;

 

3. Debilitamiento de las instituciones y las prácticas democráticas y del control ciudadano sobre decisiones que afectaron seriamente las condiciones de vida presentes y futuras de muchísima gente. Las relaciones que se entablaron entre el Banco y el estado significaron el establecimiento de un gobierno paralelo, al margen de las instituciones constitucionales de la democracia representativa. En nombre de la urgencia y de la complejidad técnica, se construyó una intrincada red de agencias especiales, cuerpos de asesores, servicios de consultoría, impermeables al escrutinio de los órganos públicos de auditoría y fiscalización. Es cierto que los gobiernos que ejecutaron el ajuste estructural surgieron, en su gran mayoría, de procesos electorales; también es cierto que ninguno de ellos anticipó lo que traía entre manos, y varios ganaron la elección enarbolando programas completamente diferentes. Y también es verdad que unos cuantos de quienes efectuaron la pirueta post- electoral vieron concluir anticipadamente sus mandatos por efecto de masivas protestas sociales;

 

4. En la medida en que provocaron monumentales transferencias de ingresos y reasignación de recursos entre grupos sociales, los programas de ajuste y reforma del Banco contribuyeron a modificar las relaciones de poder entre actores sociales, fortaleciendo a los mejor articulados a los actores dominantes en los mercados externos y que por ese motivo habían estado en mejores condiciones para extraer beneficios de las crisis que, a la postre, condujeron al ajuste. En este sentido los programas del Banco desempeñaron un papel político incuestionable, y el propio Banco fue un actor político fundamental en este proceso. La reforma del estado promovida por el organismo no fue solamente administrativa o institucional, sino profundamente política. El estado que surgió de ella fue, en efecto, la expresión de una constelación de poder político que pudo contar con la colaboración de los programas de Banco para aspirar a cierta gobernabilidad en sociedades castigadas por esos mismos programas. Es posible argumentar que nada de esto estaba en los planes del Banco ni en las intenciones de sus funcionarios;  pero ello no debe inhibirnos a los analistas de la obligación intelectual de señalar las consecuencias objetivas de las acciones –consecuencias que, corresponde decirlo, habían sido anticipadas por muchas voces.

 

5. El viraje teórico emprendido por el Banco a fines de los años noventa puede ser interpretado como el reconocimiento de que la realidad es más compleja que lo que imagina la teoría –en este caso, que la ortodoxia neoclásica. No es la primera vez que el organismo da estos cambios de timón o por lo menos amplía sus propias miras –recuérdense, por ejemplo, los años del “desarrollo con rostro humano”-. Lo mismo que intentos anteriores del mismo Banco y de otros proyectos ligados de un modo u otro a la política exterior estadounidense –la Alianza para el Progreso de los años sesenta, por caso- cabe preguntarse a quién le están hablando los funcionarios del Banco con sus recomendaciones. En lo que toca a América Latina y el Caribe, durante la última década y media un número importante de estados han emprendido por su propia cuenta, como efecto de cambios políticos de amplias proyecciones, senderos propios de reestructuración y reforma que van mucho más allá del “post-consenso de Washington”, con resultados hasta ahora auspiciosos en materia de democracia, desarrollo e integración social. El resto sigue siendo conducido por coaliciones de poder que se mantienen, por convicción o inercia, dentro de los parámetros del ajuste convencional. Tragedia frecuente de los enfoques de paños tibios, para unos ofrece demasiado poco, para otros pretende “demasiado mucho”.

 

 

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[1]De la fiesta de la deuda también participaron las firmas extranjeras, con sus casas matrices actuando como intermediarias en el acceso a crédito bancario internacional. Por ejemplo las filiales de empresas transnacionales de EEUU eran titulares de 16% de la deuda externa total y de 10% de la deuda con bancos, en 1982 (cf. Vilas, 1992).

[2]El Public Enterprise Reform Adjustment Loan financió la privatización de las empresas estatales de ferrocarriles (que incluyó una considerable reducción de la extensión de la red), telecomunicaciones, hidrocarburos, acero y petroquímica; el Public Sector Reform Loan financió las actividades colaterales a las privatizaciones (consultoría técnica y bancaria y estudios sectoriales); el Financial Sector Adjustment Loan destinado al financiamiento de la privatización de las instituciones financieras; el primer tramo de un préstamo conjunto BM-BID de 650 millones de dólares se asignó al financiamiento de la reducción de la planta de agentes de la administración pública en una 120.000 personas (Felder 2005).

[3]Blaustein (2005) es el más incisivo y detenido análisis de la activa participación del BM y el FMI en el montaje de la crisis argentina, la vulnerabilidad y manipulación de los mecanismos de fiscalización y control, y la incidencia de consideraciones políticas en la toma de decisiones por parte de ambos organismos.

[4]Durante la década de 1990 se acumuló fuera de Argentina una masa cercana a los u$s 100.000 millones, cifra que representaba, a fines de 1999, dos tercios del endeudamiento público y privado. Esa fuga de capitales tuvo lugar en una década caracterizada por la plena adhesión del estado a los intereses de los grandes actores económico-financieros (cf. Vilas 2002).

[5]El caso argentino es ilustrativo de este claro sesgo anti estatal. De doce casos concluidos, nueve resultaron favorables a la demanda, y sólo en tres se admitió la improcedencia de la jurisdicción.

[6]Posiblemente el ejemplo práctico  más ilustrativo de las implicaciones de estas reelaboraciones teóricas corre por cuenta de la demanda de Philip Morris International contra el estado uruguayo, agraviándose de la política contraria al consumo de tabaco, que ha permitido a Uruguay convertirse en el primer estado en el mundo “libre de humo”.  La demanda de PMI es ilustrativa también porque se trata de una firma activamente promotora de los programas de “responsabilidad social corporativa”.

[7]Los momentos principales de este itinerario conceptual ya han sido discutidos por este autor. Cf. Vilas (2000b), texto al que me remito en aras de la brevedad.

[8]Cf. Vilas ( 2011:73-80,  2012) para mayor desarrollo. Cf. también Portes, 2007.

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