Carlos M. Vilas *
Antecedentes
La hipótesis de una democracia pactada se encuentra presente, en mayor o menor medida, en prácticamente todas las variantes de la literatura sobre transiciones a la democracia en América Latina. Tomando como referente a la España post franquista de los pactos de la Moncloa, la transitología enfocó el restablecimiento de regímenes democráticos después de dictaduras y autoritarismos de variado pelaje como un proceso gradual y negociado entre los principales actores de la política electoral y representantes del régimen autoritario en retirada. La atención se centró en la recomposición de los procesos electorales y de la institucionalidad más directamente vinculados a ellos, y otorgó prioridad a la gobernabilidad del proceso. Se trataba, ante todo, de pasar de un sistema de autoridades impuestas a otro de autoridades electas. En una demorada adaptación del enfoque procedimentalista de Schumpeter la democracia fue caracterizada como un conjunto estandarizado de instituciones y procesos formales. O’Donnell, denominó a esto “el paquete institucional completo de la poliarquía”, 1 en una invocación de la teoría de Dahl (Dahl 1971). Una vez que los ingredientes del modelo conceptual existen efectivamente, o en una significativa mayoría, el proceso de transición se da por concluido y el régimen ingresaría en una dinámica de consolidación.
El enfoque precedimentalista tendió a marginar un conjunto amplio de cuestiones sustantivas: por ejemplo las referidas a la vigencia efectiva de las garantías individuales, a la administración de justicia, al control ciudadano sobre las funciones públicas, al proceso de desarrollo o a la distribución de ingresos. La marginación se llevó a cabo a pesar de que, en mayor o menor medida, esas cuestiones habían formado parte del conjunto de reivindicaciones que alimentaron las movilizaciones sociales y la confrontación política al autoritarismo. El restablecimiento de los procedimientos electorales y un relativo acotamiento del espacio político hasta entonces ocupado por las fuerzas armadas fueron los indicadores privilegiados de que se estaba transitando hacia la democracia. La transmisión del mando de un gobierno electo a otro fue considerada la prueba más contundente de que la transición se había completado y la democracia estaba consolidada.
Es sabido que las cosas no resultaron como planteaba la teoría, salvo posiblemente en el caso chileno. 2 El imprevisto surgimiento –desde el punto de vista de las premisas del enfoque transitológico— de un número de regímenes heterodoxos en algunos países de la región (Argentina, Perú, Ecuador...) demostró que las democracias electorales realmente existentes en América Latina pueden presentar una riqueza de matices y expresiones mucho mayor que las que supone el paradigma de la poliarquía . En general, los esfuerzos post festum de dar cuenta de estos aparentes desvíos fueron producto de la sorpresa mucho más que de la reflexión; no cuestionaron la relevancia del referente históricamente determinado de la poliarquía en los escenarios histórico-estructurales del continente, ni enfocaron críticamente las falencias y limitaciones del marco conceptual original. Se tendió a atribuir esos desajustes a un conjunto de factores empíricos sobrevinientes a la adopción del modelo (por ejemplo, el impacto de la globalización económica y de la reestructuración neoliberal de la economía, o el descentramiento de la política) mucho más que a las limitaciones propias del mismo para dar cuenta de ingredientes de larga data de las sociedades latinoamericanas (cfr por ejemplo O’Donnell 1992a, 1992b, 1993, 2000; Lechner 1996a, 1996b). En contraposición con la fantasía liberal de una “democracia sin adjetivos” (Krauze 1986) la literatura transitológica dio paso a una profusión amplia de adjetivaciones tendientes a explicar, o al menos describir, lo que teóricamente no debería haber existido: democracias delegativas , democracias de baja intensidad , democracias sin ciudadanía , democracias autoritarias , democracias de conflicto , etcétera.
En gran medida, la mezcla de incomodidad y sorpresa que se evidencia en buena parte de la sociología política frente al proceso político venezolano reciente deriva de este desajuste entre paradigmas teóricos y procesos políticos reales; la crisis de una democracia formalmente consolidada no figura en las elaboraciones conceptuales de la transitología. La reacción obedece, en el fondo, a una concepción institucionalista formalista de los procesos sociales. Me refiero por tal a un enfoque de la política que la reduce a un conjunto de formatos legales sin referencia significativa al modo en que ellos son vividos por los diferentes conjuntos poblacionales, ni al complejo arco de elementos –ante todo, las relaciones de poder entre actores-- que intervienen en la conversión de determinadas pautas de comportamiento colectivo en instituciones legales.
Mucho más que por definiciones generales, e l contenido efectivo del concepto de democracia, como el de cualquier otro régimen político, está forjado por la historia sociocultural y política de un país; en consecuencia, toda generalización debe ser llevada a cabo con cautela. El desarrollo y fortalecimiento de los regímenes democráticos descansa en un conjunto de tradiciones y herencias institucionales, recursos económicos, capacidades administrativas, habilidades técnicas y articulaciones locales, nacionales e internacionales, y no sólo en la voluntad política de los actores o en la aplicación silogística de determinadas definiciones genéricas. La valoración que la población hace de un gobierno o un régimen político tiene que ver tanto con criterios institucionales o legales generales, como con cuestiones prácticas de la vida cotidiana. Los conceptos empíricos de democracia y de autoritarismo articulan cuestiones procesales con la adopción de determinado arco de decisiones sustantivas –es decir, una conjugación de procedimientos y resultados. Un gobierno técnicamente ilegal –surgido, por ejemplo, de un golpe de Estado-- puede suscitar amplio apoyo social en la medida en que encare acciones y adopte decisiones que cuentan con el favor de la opinión pública –como fue el caso del régimen militar peruano de fines de la década de 1960. A la inversa, un gobierno respetuoso de las formas y procedimientos legales puede ver erosionarse sus bases de apoyo en la medida en que deja de lado las demandas formuladas por ellas al sistema político.
No es ésta la primera vez que se registra un desencuentro de este tipo entre teoría política y política realmente existente. Lo mismo que en otras ocasiones, las limitaciones y sesgos de los instrumentos analíticos tienden a generar dos tipos de reacciones. Una, que aquí caracterizaremos como sorpresa , conduce usualmente a ver en lo inesperado una desviación respecto de las pautas de recurrencia y previsibilidad sustentadas en el marco conceptual, e incluso un corte o ruptura respecto de las que deberían haber sido las líneas normales de desarrollo político. El complemento de esta reacción de sorpresa es la tentación de explicar lo inesperado apelando a una causalidad culturalista o psicologista: el carácter o la idiosincrasia de un pueblo o de un dirigente, el nivel de la educación formal de determinados actores, su primitivismo o al contrario su genialidad, etcétera. 3 La segunda reacción consiste en ubicar lo inesperado en el marco de lo ya conocido, subsumiendo las novedades y especificidades del fenómeno dentro de un conjunto de características generales propias de otro tipo de acontecimientos; el “género próximo” toma ventaja respecto de las “diferencias específicas”: es la reacción dejá vu . Ambas suelen ser complementarias: las sorpresa ante la originalidad o la particularidad de lo observado es neutralizada por la subsunción de lo específico o novedoso en la recurrencia de lo general. La no consolidación de la poliarquía es explicada por un supuesto retorno a modalidades pretéritas de organización y conducción. El corolario es conocido: la afirmación del anacronismo de estas experiencias, y su descontextualización respecto de la historia y las características estructurales de la sociedad en la que se desenvuelven.
Con las desventajas (y los beneficios) de la distancia, las páginas que siguen intentan una reflexión preliminar y fragmentaria, orientada hacia el debate, de algunos aspectos del proceso político reciente en Venezuela. La hipótesis central del texto plantea que el apoyo electoral y social amplio a la figura del coronel Hugo Chávez Frías y a su programa de reformas expresa tanto la crisis del sistema político vigente desde 1958, como un intento de reformulación del mismo –incluyendo la redefinición de las relaciones Estado/clases populares-- por canales institucionales esta hipótesis es desarrollada en la sección que sigue. Luego se exploran algunos de los desafíos políticos, internos e internacionales, a la propuesta política del MVR y el Polo Patriótico. Finalmente se resumen, a modo de conclusiones preliminares, algunas proposiciones que podrían orientar análisis ulteriores del tema y una comprensión más cabal del proceso venezolano contemporáneo y su ulterior desarrollo.
Chávez: Síntoma de crisis, hipótesis de recomposición
El rápido ascenso del ex coronel Hugo Chávez Frías sobre la base de una sucesión de consultas electorales, hasta culminar con su elección como presidente y posterior reelección/ratificación, es susceptible de una multiplicidad de lecturas. Una de éstas, que me interese plantear aquí, permite ver en ese ascenso una expresión de la crisis profunda que desde hace al menos una década afecta a la democracia del Pacto de Punto Fijo (1958), tanto como un intento de superación de esa crisis a través de una recomposición del sistema político y de su rearticulación con el mapa social.
Durante más de dos décadas ese sistema puso en evidencia una sólida legitimidad y una notable capacidad de integración incluso de propuestas políticas de cambio radical, neutralizando su potencial conflictivo; la activa incorporación del MAS es posiblemente la mejor ilustración de esta capacidad. En la década de 1980 el sistema comenzó a mostrar signos de anquilosamiento y de progresiva pérdida de representatividad. La política institucional quedó embretada en un fenómeno de auto-referenciamiento y de distanciamiento creciente respecto de la dinámica efectiva que agitaba a su mapa social. Varios factores intervinieron para producir este resultado. La caída abrupta de los precios internacionales del petróleo a fines de la década de 1970, después del boom registrado a inicios de la misma, puso de relieve el destino poco eficiente acordado a los recursos aportados al Estado por la bonanza. Lejos de contribuir a una diversificación e integración del sistema productivo, a una reinserción más equilibrada en el comercio mundial y a un mejoramiento sostenido de la calidad de vida, los años de altos precios consolidaron la dependencia venezolana respecto de su renta petrolera agravando su vulnerabilidad externa y ahondando las fracturas sociales. El impacto de la crisis fue severo y prolongado en términos de contracción del producto, inflación, desempleo, empobrecimiento de amplias franjas de la población trabajadora y sectores medios, y fragmentación social.
La configuración de este panorama social resultó tanto de las nuevas condiciones de la economía regional e internacional como de las decisiones de política adoptadas desde las agencias e instancias institucionales respectivas, que orientaron el costo de la crisis hacia las clases populares y los sectores medios. En la medida en que la política institucional fue alejándose de las demandas y expectativas de sectores amplios del electorado, y que la dinámica social fue generando nuevos actores y redefiniendo la eficacia institucional de los preexistentes, fue explicitándose una típica crisis de representación que minó la legitimidad del sistema. A esa crisis también contribuyeron en medida no pequeña las múltiples expresiones de la corrupción política, judicial y sindical.
El caracazo de febrero 1989 fue un testimonio contundente de esa deslegitimación. Las expectativas generadas por el “Gran Viraje” prometido por Carlos Andrés Pérez se evaporaron rápidamente ante la evidencia de que su gobierno estaba dispuesto a ahondar el tratamiento ortodoxo de los desajustes económicos. La represión estatal a la protesta social agregó nuevos argumentos a la frustración democrática. Con menos dramatismo, una nueva frustración se experimentó con la “Agenda Venezuela” del presidente Rafael Caldera, cuando éste abandonó muchas de sus promesas electorales en aras de un tratamiento ortodoxo de la crisis. Ante los ojos de gran parte del electorado se hizo evidente el compromiso del gobierno de Caldera con los organismos financieros multilaterales y su complicidad con las élites financieras a expensas de las necesidades populares y de los intereses nacionales. En todo caso, el salvamento del sistema bancario tras la quiebra del Banco Latino implicó una gigantesca inyección de recursos públicos que forzó al gobierno a una reorientación de sus prioridades de política.
El ascenso vertiginoso y para muchos observadores inesperado de La Causa R se inscribió en este escenario. En las elecciones de 1993 La Causa R logró lo que durante casi dos décadas el MAS no pudo, ni posiblemente se planteó, obtener: la quiebra del férreo bipartidismo AD/COPEI. 4 Sin embargo lo que fue una posibilidad de redefinición del sistema rápidamente trocó en una nueva frustración democrática, cuando los conflictos internos condujeron a la fractura del partido, quitándole peso electoral. También es importante destacar que en esas elecciones la abstención electoral registró niveles desconocidos desde 1958; el repudio al sistema AD/COPEI/MAS alcanzó en esas elecciones una doble expresión: el voto por La Causa R y el abstencionismo electoral. A partir de 1998, Chávez se convirtió en la opción electoral mayoritaria, pero el abstencionismo siguió registrando marcas altas. Sobre esta cuestión se regresa más adelante.
El apoyo obtenido por Chávez en las elecciones presidenciales de 1998 y en las consultas electorales posteriores contrasta con la falta de sustento a su intento de golpe militar de febrero 1992. Tres años después del caracazo la apatía popular frente a la acción militar mostró que el repudio activo y violento a un desempeño antipopular, elitista, neoliberal, o como se le quiera denominar, del sistema político, no se traducía automáticamente en apoyo a una propuesta de transformación de ese sistema por vías extra institucionales. Es posible que ese contraste haya estado muy presente en el cambio de estrategia de Chávez.
El itinerario de la protesta social y del voto popular a partir del caracazo muestra una interesante conjugación de la aceptación de las reglas institucionales –incluyendo aquellos que contemplan la transformación del sistema político y de sus relaciones con la sociedad- con el apoyo a aquellas propuestas que 1) actúan al margen de la opción bipartidista aunque 2) aceptan las reglas de la política institucional, y 3) resultan más creíbles sus ofertas de promover un cambio con sentido popular. Una vez más la elección presidencial de 1998 brindó una buena ilustración de esto. Compitieron en ella tres candidatos cuya notoriedad provenía de afuera de la política bipartidista tradicional (condición 1): el militar Chávez, la ex reina de belleza y ex alcaldesa Irene Sáez, y el empresario Henrique Salas Römer; los tres compartían también la condición 2. Pero sólo Chávez podía adjudicarse la condición 3.
Parece claro entonces que la búsqueda popular de otra cosa no es la búsqueda de cualquier cosa . En primer lugar, es una búsqueda que incluye una modificación de las reglas institucionales pero que se emprende a partir de esas reglas y con observancia de ellas: elección de autoridades a través del voto ciudadano; reformas constitucionales; enjuiciamiento de funcionarios; etcétera. Hay que mencionar, en este particular, el papel desempeñado por el proceso de descentralización política que, al permitir la elección directa de alcaldes y gobernadores, creó condiciones para el surgimiento de nuevas opciones relativamente independientes del peso de los partidos tradicionales en el plano nacional. En segundo lugar, es la búsqueda de una política que exprese las demandas, aspiraciones y expectativas de actores sociales que se sienten marginados del tipo de política dominante hasta entonces; una política, por lo tanto, que resuelva favorablemente la crisis de representatividad del sistema político. De manera muy simplificada, podríamos caracterizarlas como demandas nacional-populares. En tercer lugar, es una búsqueda que en la coyuntura de 1998 convergió en la figura de Chávez, pero que anteriormente se había orientado hacia una organización (La Causa R) y que se mantiene abierta a juzgar por el persistente volumen del abstencionismo electoral. Vale decir, no es necesariamente ni por definición la búsqueda de un caudillo, sino de una propuesta -por más que un liderazgo fuertemente personalizado sea un ingrediente recurrente de las propuestas políticas de masas, particularmente en coyunturas de crisis en las que la superación de ésta depende en gran medida de la eficacia de las decisiones adoptadas desde las instituciones estatales.
Desafíos e interrogantes
Los momentos iniciales de cualquier sistema político siempre plantean múltiples interrogantes, tanto a los actores como a los observadores. La propia dinámica de la construcción política modifica escenarios y altera relaciones de poder; las acciones y respuestas de los actores afectados, la disputa por recursos, los reacomodos de acuerdo a las coyunturas variables, influyen en el diseño original del plan de acción y se proyectan a los resultados que se van obteniendo. Lo nuevo tiene mucho de hipótesis y lo viejo se resiste a desaparecer; tanto más cuando la crisis del viejo sistema data de bastante tiempo y se convierte, para los actores de mayor capacidad de adaptación, en un modus vivendi e incluso en un recurso de poder.
En esta sección solamente se discutirán tres cuestiones que se presentan como particularmente nutridas de desafíos e interrogantes: 1) la construcción de una fuerza política propia, 2) la estrategia de desarrollo, y 3) la política internacional.
Construcción de la fuerza propia : Hasta el momento el apoyo político al
proyecto reformista proviene de tres sectores: la alianza electoral Polo Patriótico, las Fuerzas Armadas, y la relación, fuertemente personalizada, Chávez/masas populares.
Las victorias electorales del proyecto de reforma se han apoyado en una constelación de organizaciones políticas: la propia, mayoritaria (Movimiento Quinta República, MVR), MAS, Patria Para Todos (PPT), y otras de menor magnitud. El Polo Patriótico (PP) así constituido operó sólo en las elecciones presidenciales. La hegemonía del MVR dentro del PP es clara en lo referente a la Presidencia de la República, tanto por el poder concentrado en esa función –a lo que contribuyen, además de la popularidad de Chávez, las disposiciones constitucionales-- como la designación en posiciones gubernamentales claves de funcionarios provenientes o identificados con el MVR. En cambio, la situación es más fluida en las gobernaciones y alcaldías, donde los candidatos de cada organización integrante del PP compitieron entre sí, poniendo de relieve diferencias y tensiones y, sobre todo, correlaciones locales de poder que no son necesariamente homólogas a la registrada en el plano nacional. Una situación a la que también es proclive el Congreso Nacional, dada la dispersión fuerte del voto parlamentario en las últimas elecciones. Aquí, a las negociaciones internas al PP se agrega la necesidad de llegar a acuerdos con la oposición a los fines de la designación de un número importante de altos funcionarios de Estado: Tribunal Supremo, Fiscalía, Contraloría, entre otros.
El desempeño de otras experiencias de cambio político y social indica que para avanzar las transformaciones y conducir la construcción del nuevo sistema hace falta un instrumento político de considerable homogeneidad y coherencia interna; las coaliciones o alianzas entre varias organizaciones no siempre resultan eficaces. El instrumento que demostró ser apto para llegar al gobierno puede no ser el más adecuado para avanzar las transformaciones en los escenarios que se arman a partir del ejercicio del poder público; su preservación puede involucrar costos y transacciones elevadas en términos del proyecto de reforma. Antes o después, la pluralidad de organizaciones que componen la coalición original cede paso a una fuerza política unitaria, en la cual no todos los que se integran pertenecen a la coalición original, ni todos quienes formaron parte de ésta ingresan a la nueva fuerza.
Existen varios ejemplos de esta transformación, con independencia del contenido o el signo ideológico del proyecto de reforma política y social; en aras de la brevedad se mencionan solamente dos. En Argentina, el entonces coronel Juan Domingo Perón venció en las elecciones presidenciales de febrero 1946 sin partido político propio, apoyado por un número de denominaciones partidarias nuevas y desprendimientos de otras fuerzas políticas; se trató de una coalición electoral formada en un lapso de menos de seis meses, a los fines de dar canalización legal al voto popular. A partir del ejercicio del gobierno y de un apoyo electoral de más de la mitad de los sufragios, Perón se abocó a la creación de un partido político sobre el cual llegaría a ejercer un poder prácticamente absoluto; ese partido absorbió mediante una combinación de negociación, cooptación y presión a la mayor parte de las organizaciones, cuadros y dirigentes que habían integrado el frente electoral original. Otro ejemplo proviene de la Revolución Cubana. Tras la derrota del régimen de Fulgencio Batista, el Movimiento “26 de Julio” de Fidel Castro impulsó un proceso de unificación del conjunto de organizaciones que participaron de la lucha revolucionaria –básicamente el Directorio Revolucionario y el Partido Socialista Popular (PSP)--, que desembocó primero en las ORI (Organizaciones Revolucionarias Integradas), posteriormente en el Partido Unico de la Revolución, y finalmente en la creación del Partido Comunista. En este proceso el M26 de Julio mantuvo el control político del Ejército Rebelde, pero debió encarar una fuerte disputa por la hegemonía dentro de las sucesivas organizaciones político-partidarias con el viejo comunismo del PSP.
La mención de estos casos es meramente ilustrativa; podrían agregarse otros –por ejemplo, la conversión del arco de fuerzas políticas y sociales que apoyó inicialmente al general Omar Torrijos a fines de la década de 1960 e inicios de la siguiente, en el Partido Revolucionario Democrático (PRD. Sobre todo, tiene como finalidad señalar un elemento recurrente en este tipo de experiencias, derivado de la propia naturaleza de los momentos iniciales de todo proceso de transformaciones políticas y sociales en las que una fuerte dosis de conducción es particularmente necesaria. No es forzoso que el proceso político venezolano, y en particular el PP, evolucione en este sentido, pero tampoco es este derrotero una hipótesis carente de plausibilidad.
El segundo sustento de poder está constituido por la Fuerzas Armada Nacional y, en particular, por el Ejército. La nueva Constitución le asigna, además de las misiones y funciones convencionales “la participación activa en el desarrollo nacional” (art. 328); un número importante de cargos públicos de origen electoral o por designación administrativa son ocupados por oficiales militares, activos y en retiro. El núcleo del apoyo militar a Chávez y el proyecto de reformas parece seguir estando constituido por el grupo de oficiales y suboficiales que participaron del intento golpista de 1992. Este núcleo no es monolítico, como lo ilustra la ruptura de Francisco Arias Cárdenas y su capacidad de captar una porción no desdeñable del voto del PP. Se configura así una situación ambigua y de riesgo tanto para el gobierno como para el ejército. El involucramiento corporativo de las Fuerzas Armadas en tareas de gobierno o en funciones de Estado no convencionales plantea la posibilidad del desarrollo de líneas paralelas de mando e introduce en una institución por definición vertical y jerárquica nuevas hipótesis de autoridad y arriesga a la instalación de un clima interno deliberativo. Es inevitable que el involucramiento prolongado en la función pública y la propia situación de retiro ahonde las diferencias de perspectivas, opiniones y, sobre todo, de poder, entre la oficialidad que se mantiene en actividad y conserva mando de tropas, y quienes han pasado a retiro.
La tercera fuente de poder proviene de las clases populares y los sectores más empobrecidos, y también menos organizados, de la sociedad venezolana. Más concretamente, de la particular relación construida con esos sectores por el propio Chávez sobre la base de las expectativas sociales de mejores condiciones de vida. Es alimentada en términos simbólicos por el discurso movilizador, nacionalista y transgresor del presidente Chávez, que proyecta una imagen de fuerza y conducción –a lo que ayuda su condición de militar-- al mismo tiempo que sensibilidad popular. En términos sustantivos, la relación se nutre de un conjunto de políticas laborales y sociales de impacto inmediato. Se trata de una relación no mediada, hasta ahora, por estructuras organizativas formales, situación que le otorga dinamismo al mismo tiempo que vulnerabilidad. Por sus propias características, se trata de grupos poblacionales con comportamientos políticos de alta volatilidad. La movilización inducida desde el Estado a través de programas sociales ha probado ser siempre un mecanismo eficaz para la construcción de apoyos políticos. La diferencia entre un enfoque clientelista y un enfoque democrático-participativo de esa movilización pasa en medida importante en la creación de condiciones para el desarrollo organizativo de la población, admitiéndose desde las agencias gubernamentales la posibilidad del debate, el disenso y la crítica. La bajísima participación ciudadana en el referéndum sindical y la fuga de votantes hacia la candidatura de Arias Calderón indican que Chávez y su propuesta de reforma política y social no cuenta con un cheque en blanco de ningún sector de la sociedad venezolana, ni siquiera de aquellos más empobrecidos que en otras consultas electorales probaron ser sus más firmes apoyos.
El énfasis asignado a las dimensiones socioeconómicas de la democratización –derechos laborales, a la educación, a la salud, a la vivienda, la alimentación y similares— no excluye un conjunto de cuestiones que en la literatura reciente sobre ciudadanía y procesos de democratización suelen ser denominados “derechos de tercera generación”: entre otros medio ambiente, perspectiva de género, derechos de la familia, o derechos identitarios. En conjunto, el reconocimiento de estos derechos y las garantías institucionales a su ejercicio efectivo apuntan a la configuración de una democracia de alta densidad que conjuga el principio de representativo tradicional con el reconocimiento de modalidades de participación social y política en un arco amplio de cuestiones que apuntan directamente a la calidad de vida de sectores muy amplios de la población, y a dotar de mayores proyecciones y sustentabilidad al proceso de desarrollo.
La estrategia de desarrollo: En este aspecto el objetivo central del proyecto
reformista parece consistir en el desarrollo de un capitalismo organizado que compatibilice acumulación y distribución, con intervención activa estatal tanto en el plano político (definición de metas y cursos de acción) y el macroeconómico (planeamiento y regulaciones) como en el microeconómico (provisión directa de ciertos bienes y servicios).
La reforma constitucional asigna al Estado “el uso de la política comercial para defender las actividades económicas de las empresas nacionales públicas y privadas” (art. 301). Además, reserva al Estado “por razones de conveniencia nacional la actividad petrolera y otras industrias, explotaciones, servicios y bienes de interés público y de carácter estratégico” (art. 302). El art. 303 dispone que “Por razones de soberanía económica, política y estratégica nacional, el Estado conservará la totalidad de las acciones de Petróleos de Venezuela S.A. o del ente creado para el manejo de la política petrolera“. La promoción de la seguridad alimentaria y el desarrollo rural integral (arts. 305 y 306), la inclusión de la democratización y la justicia social entre los grandes objetivos del desarrollo (art. 299), entre otras disposiciones, marcan un notable contraste con los enfoques neoliberales predominantes en casi toda Latinoamérica. Estas definiciones son indicativas de una decisión política de promover un desarrollo sostenido y equitativo basado en una coalición multiclasista sostenida, promovida y conducida desde el Estado en alianza con el capital privado. Es interesante destacar que la propuesta de desarrollo no incluye acciones de nacionalización de activos de propiedad extranjera. Lo nacional de la estrategia se refiere a sus objetivos, no a determinados instrumentos de política.
En lo inmediato, la coyuntura de alza de los precios internacionales del petróleo favorece esta estrategia; el activo involucramiento venezolano en el relanzamiento de la OPEP sugiere la decisión de convertir una coyuntura propicia en el ingrediente de un mercado más estabilizado que, además de reducir fluctuaciones abruptas, incremente la sustentabilidad de la estrategia nacional de desarrollo. En términos políticos, la estrategia requiere el desarrollo de mecanismos de gestión pública y de una amplia legitimidad del Estado que le permitan armonizar las demandas y presiones sectoriales de los diferentes actores: sindicatos, trabajadores no organizados, empresas individuales y cámaras o gremios patronales, asociaciones de consumidores, etcétera. 5 La hipótesis de una combinación relativamente equilibrada entre acumulación y distribución es característica de todas las experiencias latinoamericanas de desarrollo de un capitalismo nacional. En términos estrictamente económicos exige, entre otras condiciones, un crecimiento sostenido de la productividad del conjunto de la economía para que las políticas distributivas (necesarias para expandir la demanda interna, cumplir los objetivos de justicia social y abonar la legitimidad política del proyecto) no entren en conflicto con la rentabilidad empresaria (necesaria, junto con la seguridad jurídica, para estimular la inversión de capital).
La estrategia venezolana parece buscar la construcción de un equilibrio dificil pero no imposible entre las posibilidades y las restricciones planteadas por los escenarios internacionales como forma de avanzar hacia un estilo de desarrollo más equilibrado en términos tanto de distribución de los costos y beneficios del desarrollo como de preservación de márgenes de autonomía decisoria. ¿En qué medida es viable una estrategia de este tipo en los escenarios internacionales contemporáneos?
Es indudable que los fenómenos asociados a los avances recientes de la globalización financiera, comercial y tecnológica muchas veces han sido exagerados, y no siempre con ingenuidad. Afirmaciones como “el fin del Estado”, el “fin de la geografía” o el “desapoderamiento del Estado” carecen de apoyo empírico y responden más bien a una visión ideológica de la realidad o a una hipótesis de desenvolvimiento cuyas bases de sustentación son, por decir lo menos, cuestionables (cfr por ejemplo Ferrer 1997; Doremus et al. 1998; Weiss 1998; Vilas 2000a, 2000b). 6 Ello no obstante, la economía internacional está hoy mucho más integrada que hace un cuarto de siglo; la quiebra del bloque soviético y las reformas en curso en China aumentan la homogeneidad relativa de muchos enfoques de política económica y amplían el espacio para la globalización del capital; los acuerdos internacionales acotan la eficacia de muchos instrumentos de política económica y financiera; la capacidad de las economías más desarrolladas para movilizar a sus respectivos Estados en defensa de sus negocios se ha acrecentado. Es indudable que parte considerable de este acotamiento deriva no tanto de las fuerzas naturales supuestamente incontenibles de la globalización sino de decisiones políticas de los estados individuales: en algunos casos en respuesta a condicionamientos impuestos por organismos financieros multilaterales; en otros como resultado de nuevas correlaciones de poder entre los actores de las economías nacionales, y en otras más como expresión de estrategias de poder de los estados más desarrollados.
Estos escenarios no son, por lo tanto, incompatibles por definición con la voluntad política de emprender otras estrategias de desarrollo, pero obligan a una cuidadosa elección de prioridades, acciones y herramientas, y a una muy firme y refinada capacidad de negociación que sepa diferenciar en cada momento entre objetivos no transables e instrumentos respecto de los cuales siempre es posible mayor flexibilidad. En este sentido, los desafíos a una estrategia de desarrollo de este tipo derivan más de las condiciones políticas e institucionales impuestas a los escenarios internacionales por sus actores de mayor gravitación, que de la técnica económica misma.
La política internacional: También el manejo de las relaciones políticas y
económicas internacionales marca diferencias importantes con la tesitura predominante en la región. Venezuela se muestra interesada en consolidar sus vinculaciones y alianzas regionales como parte de su estrategia de desarrollo y, posiblemente también, como condición para su éxito. Es inevitable que, en este empeño, se susciten roces y tensiones con el gobierno de Estados Unidos y, por reflejo, con los gobiernos latinoamericanos más sensitivos a la política exterior de Washington.
Desde el inicio de la presidencia de Hugo Chávez en 1999 Venezuela modificó radicalmente su política energética. Además de ratificar el carácter estatal de PDVSA –cuya privatización estaba siendo considerada por el gobierno de Caldera--, el gobierno venezolano cambió la orientación de su política petrolera, abandonando el enfoque que daba prioridad a los volúmenes de producción sobre el precio del barril, por otro que tiene como eje el precio y asigna a la producción una función reguladora. Con el apoyo de Arabia Saudita y de México –país éste que no es miembro de la OPEP— Venezuela sumó el acuerdo del resto de socios de la OPEP y de exportadores independientes para reducir la producción y sostener los elevados precios que se alcanzaron en el último trimestre de 2000.
Con el fin de no perjudicar a potenciales aliados en la región fuertemente dependientes de las importaciones de petróleo y muy vulnerables al alza de los precios, el Acuerdo Energético de Caracas define un trato especial para un número de países de Centroamérica y el Caribe, incluyendo a Cuba. Aunque este acuerdo puede ser considerado heredero del Pacto de San José celebrado en la década de 1980 en beneficio de las repúblicas del Istmo centroamericano, la inclusión de Cuba resultó particularmente irritante para el gobierno de Estados Unidos. Este cortocicuito se sumó a otros provenientes del general fortalecimiento de las relaciones bilaterales entre Cuba y Venezuela desde el ascenso de Chávez a la presidencia. La inclusión de Cuba en el sistema ad hoc de preferencias petroleras contribuye al cuestionamiento de la eficacia del embargo que Washington insiste en mantener. A esto debe agregarse el disgusto estadounidense por las entrevistas de Chávez con Saddam Hussein y con Mohamed Khadafi en Irak y Libia en el marco de la organización de la cumbre de la OPEP. El modo en que estas cuestiones fueron encaradas por la diplomacia venezolana demuestra habilidad para promover objetivos nacionales reduciendo hasta donde es posible su conflictividad respecto terceros actores. Vale decir, un enfoque político, no ideológico, de las relaciones internacionales.
Del mismo modo, el interés demostrado por alguna forma de asociación y eventualmente ingreso al MERCOSUR implica una opción por este proyecto de integración regional en lugar del ALCA promovido por el gobierno de Estados Unidos; más exactamente, un interés, coincidente con el del gobierno de Brasil, de fortalecimiento del MERCOSUR como base de negociación con la propuesta estadounidense de ALCA. Se inscribe en esta misma línea el apoyo a la creación de empresas estatales latinoamericanas en áreas de la economía particularmente estratégicas para el fortalecimiento de la capacidad soberana de decisión. Naturalmente, el éxito de estas iniciativas depende de la disposición de las contrapartes potenciales de la región.
Parece fuera de cuestión que el regreso del Partido Republicano a la presidencia de Estados Unidos modificará las relaciones bilaterales con Venezuela y, por contagio, la actitud de algunos gobiernos latinoamericanos hacia el proyecto venezolano. La estrecha vinculación del nuevo presidente estadounidense con las corporaciones petroleras y en general el big business anticipan el surgimiento de múltiples áreas de conflicto o, al menos, el tensionamiento de las relaciones. En este contexto el futuro desenvolvimiento del Plan Colombia deberá ser seguido con particular atención. Ya desde su lanzamiento algunos medios de comunicación tradicionalmente vinculados a los grupos más conservadores de la política exterior de Washington se empeñaron en denunciar la supuesta complicidad, o tolerancia, del gobierno de Chávez con las guerrillas colombianas y con actividades de narcotráfico. No debería descartarse que la presencia de tropas de estados unidos en Colombia llegue a desempeñar algún papel en las previsibles confrontaciones de Washington con el proyecto reformista.
No es la primera vez que el combate contra las drogas es utilizado por el gobierno estadounidense como una herramienta de presión y de intervención militar y política en las repúblicas de la región. Con el fin de la guerra fría, el desmantelamiento del bloque soviético y la implosión de la URSS, la lucha contra el narcotráfico y al terrorismo internacional –y contra la fusión de ambos en su estadio superior de narcoterrorismo— han reemplazado al combate contra el comunismo en la política exterior de Estados Unidos. Igual que en ocasiones anteriores, el reclutamiento de aliados entre los sectores de la política y la sociedad venezolana amenazados por el proyecto reformista será fundamental para el éxito de esta política.
Conclusiones tentativas
El carácter en buena medida especulativo de las páginas precedentes es poco propicio para la formulación de conclusiones contundentes. Pero parece posible reunir en esta última sección algunas consideraciones a modo de resumen que, eventualmente, pueda ser de interés para análisis mejor documentados y de mayor profundidad.
A lo largo de este artículo se ha tratado de evitar referirse al proyecto reformista en curso en Venezuela como “chavismo” o alguna otra alusión personalista frecuente en la información periodística e incluso en trabajos académicos. La gravitación fuerte de Hugo Chávez Frías en ese proyecto está fuera de discusión; pero la personalización del proyecto puede distorsionar el enfoque y las conclusiones. Aún los más fuertes y decisivos casos de liderazgo político personal son siempre el resultado de una compleja conjugación de procesos y escenarios histórico-estructurales, trayectos culturales, oportunidades sociales. En este sentido, el “caso Chávez” se inscribe, desde la perspectiva de este autor, en la crisis que el sistema político venezolano venía arrastrando por lo menos desde mediados de la década de 1980 y es, al mismo tiempo, un intento de superación de la misma por la vía de una recomposición amplia de la política, las relaciones sociales y la organización económica. En la medida en que esa crisis fue el resultado de un progresivo alejamiento de la política institucional respecto de sectores amplios de las clases populares venezolanas, la hipótesis “chavista” de superación y recomposición apunta a una intregración de esos actores en un sistema institucional, y en un régimen político y socioeconómico que ofrezca perspectivas de procesamiento y resolución de sus aspiraciones y demandas. La democracia pactada entre los actores del sistema institucional en 1958 es reemplazada por una democracia que surge de un nuevo “pacto”, implícito, entre segmentos importantes de las clases populares, marginadas de aquél, y nuevos actores de la política. 7
El proyecto reformista se orienta al desarrollo de un régimen nacional popular, de capitalismo con participación social amplia y distribución de ingresos. Supone por lo tanto una amplia coalición de clases y grupos sociales. La dimensión nacional del proyecto puede interpretarse entonces como la consecuencia de la amplitud y variedad de los actores, intereses y perspectivas que necesariamente deberá integrar, antes que como el resultado de un estilo de retórica o de una búsqueda ideológicamente orientada de conflictos con determinados actores. Expresa ante todo una necesidad de unidad por encima de enfoques o móviles sectoriales. Pero la aritmética electoral, que muestra la persistencia de alrededor de la mitad de la ciudadanía rechazando las convocatorias electorales sugiere que el camino hacia una efectiva unidad tiene un largo camino que recorrer.
Muchos de los ingredientes del proyecto reformista son conocidos; es posible encontrarlos tanto en los momentos de mayor auge de la socialdemocracia europea, como en el populismo “clásico” latinoamericano del periodo 1930-1970, o en experimentos de reformismo militar como el de Perú en 1968-75. 8 Sin embargo la caracterización de un régimen político no deriva de sus ingredientes individuales, sino de su combinación en un todo que obviamente es diferente de la sumatoria de sus partes constitutivas. Pero incluso reduciendo el enfoque a éstas, no son muchos las coincidencias entre el proyecto reformista venezolano y experiencias nacional-populares del pasado. El proceso venezolano avanza políticamente a través de reiteradas consultas electorales y manteniendo la vigencia de la democracia representativa; la estrategia de desarrollo económico no contempla masivas nacionalizaciones de propiedad extranjera o la afectación de las grandes empresas agrícolas a una reforma agraria. El énfasis en las proyecciones sociales y económicas de la democracia va de la mano con la promoción de una sociedad civil de alta densidad que, de hecho preexistía en muchos aspectos a la propuesta reformista. El involucramiento del ejército en actividades de desarrollo y promoción social tiene lugar en ámbitos específicamente circunscriptos y en coordinación, más que en competencia o a costa de, otros actores políticos, sociales o del mercado. Más que una transformación estructural de la economía y de las relaciones y jerarquías sociales se plantea una reorientación y una reorganización del sistema económico y del tejido social. El objetivo de desarrollo de un capitalismo nacional, bien que dinámicamente articulado a los escenarios de la globalización, es suficiente para descalificar los intentos de ubicar al régimen venezolano en el conjunto de regímenes “neopopulistas” al estilo de los encabezados por Menem en Argentina, Fujimori en Perú o, con algo más de elegancia, Salinas de Gortari en México.
Existe asimismo en el proyecto venezolano un reconocimiento realista de la configuración asumida por el entorno regional e internacional, en el cual deberá desenvolverse. Ello implica la necesidad de adaptar las estrategias, los recursos y los instrumentos a fin de optimizar las probabilidades de éxito en el logro de los objetivos. Y, en cuanto a éstos, no parece haber nada de anacronismo en la búsqueda de la ampliación de los márgenes de decisión política, en la promoción de un desarrollo equilibrado y sustentable, y en alcanzar mejores niveles de vida. En el fondo, una inserción más satisfactoria en el mundo de la globalización.
El éxito de este empeño no está garantizado, pero si el empeño no se hace, lo que sí está garantizado es el fracaso. Entonces, habría que reiniciar la búsqueda.
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* Publicado en Revista Venezolana de Economía y Ciencias Sociales vol. 7 (2) mayo-agosto 2001:129-146.
1 “…what I call the full institutional package of poliarchy” (O’Donnell 1996a).En la traducción posterior al castellano figura “el complejo institucional de la poliarquía” (O’Donnell 1996b).
2 Sin embargo en años posteriores algunos de los cultores tempranos de este enfoque reconocieron las limitaciones del proceso (Moulián 1997). Más en general Vilas (1997).
3 Me refiero a comentarios del tipo “pueblo culto (o inculto)”, “laborioso (o haragán)”; y similares.
4 Es importante recordar que en esa ocasión la elección del veterano Rafael Caldera como presidente tuvo lugar por fuera de los dos partidos tradicionales.
5 El impulso institucional acordado a la constitución de la Fuerza Bolivariana de Trabajadores, y el referendum sindical de noviembre 2000, pueden interpretarse como respuestas (eficaces o no es otra cuestión) a esta necesidad del proyecto reformista de fortalecer su capacidad de conducción, y eventualmente control, de los trabajadores.
6 Me parece interesante destacar el contraste entre la grandilocuencia de afirmaciones del tipo “mundo sin fronteras” o “desaparición del Estado” (por ejemplo Ohmae 1990, 1995; O’Brien 1990; Ianni 1992, 1996) y la reducida y asistemática evidencia en apoyo de las mismas.
7 En este sentido particular, este autor encuentra algunas similitudes entre el proyecto reformista venezolano y el peronismo originario: también éste fue una estrategia de recomposición de un sistema político a través de la integración de las clases populares, por canales institucionales.
8 Cfr Vilas (1995) para una caracterización integral y un emplazamiento histórico estructural de estos regímenes.