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Las transformaciones económicas que se desarrollaron a partir de la década de 1950 capturaron a los cinco países de Centroamérica, aunque con desigual intensidad. En la medida en que las dislocaciones provocadas por la modernización capitalista son consideradas el factor explicativo fundamental de las tensiones revolucionarias, debe reconocerse que ese factor estuvo presente en toda Centroamérica. Sin embargo solamente en algunos de ellos se gestaron procesos revolucionarios. Esto sugiere que los desajustes provocados por la modernización capitalista no bastan para explicar la existencia de cuestionamientos políticos radicales. Es necesario complementar el análisis con la consideración de las condiciones políticas e institucionales que enmarcaron las transformaciones de la estructura y su impacto negativo en determinados grupos y clases. La modernización capitalista se desenvolvió en el marco de situaciones políticas diferenciadas: estados represivos en Guatemala, El Salvador y Nicaragua, y sistemas políticos más abiertos a las presiones populares y a las reformas sociales en Honduras y Costa Rica. Mientras el reformismo logró abrirse paso en estos dos países, moderando las tensiones sociales y dándoles canales institucionales de expresión, en El Salvador y Guatemala el centro político fue rápidamente eliminado por las resistencias oligárquicas y militares a las reformas, y en Nicaragua nunca hubo intentos reales de apertura política. 

 

Durante el decenio de 1960 los cinco gobiernos centroamericanos fueron destinatarios de recomendaciones de reforma económica y social provenientes de programas y agencias externas: la Alianza para el Progreso, USAID, algunos organismos multilaterales como el Banco Interamericano de Desarrollo. Estas recomendaciones guardaron poca correspondencia con las relaciones de poder dominantes en la región; encontraron mejor respuesta en algunas burocracias estatales que en las élites económicas. En general las propuestas de reforma no fueron vistas como una dimensión integral del desarrollo; fueron encaradas ante todo como una concesión política: a los sectores medios, a las burocracias, al ejército; por lo tanto, como un factor externo o adicional a las estrategias de crecimiento. Solamente en Costa Rica, y hasta cierto punto y durante un breve período en Honduras, formaron parte constitutiva del estado y de su relación con la sociedad.

 

1.         MODERNIZACIÓN ECONÓMICA Y REGÍMENES DICTATORIALES

            En El Salvador, Guatemala y Nicaragua las transformaciones socioeconómicas estuvieron enmarcadas y encontraron estímulo en regímenes autoritarios. La circunstancia de que en algunas ocasiones hayan existido convocatorias electorales no cambia el carácter de los regímenes. Los procedimientos arbitrarios, la falta de vigencia efectiva de los principios constitucionales, el margen reducido de opciones, la proscripción de alternativas a la dominación política de los grupos tradicionales, el fraude y la anulación de los resultados electorales adversos, fueron moneda cotidiana en los sistemas políticos de estos tres países y son interpretados como elementos estratégicos para el avance del cambio económico (Wheelock 1976; McClintock 1985; Figueroa Ibarra 1991). Las instituciones políticas actuaron como instrumentos de los grupos que impulsaban la modernización capitalista y ratificaron a través de las proscripciones, la represión y la violencia, el sentido de las transformaciones sustantivas.

                       

Ello no impidió que en ocasiones los estados intentaran algunas reformas en las dimensiones más críticas de la desigualdad y la explotación social. Sin embargo, diseñadas para prevenir el estallido de las tensiones sociales, y obedeciendo a una racionalidad que no era la de las propias clases dominantes, tuvieron que enfrentarse a la frustración de las expectativas sociales que esas mismas reformas estimularon, y a la oposición inamovible de las élites, nada dispuestas a efectuar concesiones. El reformismo estatal llegó poco, tarde, y mal; mucho más que prevenir la protesta social, contribuyó a alimentarla.

 

El Salvador

Desde el sangriento aplastamiento de la insurrección campesina e indígena de 1932 dirigida por el Partido Comunista, El Salvador permaneció bajo gobierno militar; conjurado el peligro, los grupos oligárquicos se concentraron en el manejo de sus intereses económicos y delegaron en el ejército la gestión gubernamental.[1] Hasta 1979 todos los presidentes del país fueron altos oficiales del ejército. Se llevaban a cabo elecciones invariablemente ganadas por el candidato militar, quien ya convertido en presidente administraba los asuntos públicos de conformidad con la óptica de la clase terrateniente. Sobre la base de la derrota popular, se configuró una fórmula política que relevaba a la élite económica de un involucramiento directo en los poco rentables negocios públicos, al mismo tiempo que garantizaba la marginación institucional de los grupos medios y, sobre todo, de los campesinos y los trabajadores. El ejército fue a un mismo tiempo partido político y policía política de la oligarquía.

 

Los nuevos aires de la política interamericana insuflados por la Alianza para el Progreso y la diferenciación de la sociedad derivada del crecimiento económico introdujeron elementos de tensión en esa fórmula política. Después de la revolución cubana el gobierno de los Estados Unidos decidió promover algunas reformas sociales con el fin de reducir el potencial de conflicto y prevenir situaciones similares a las registradas en la isla. Por su lado, el desarrollo de la urbanización y la modernización capitalista aceleraron el crecimiento de sectores medios urbanos que no se sentían representados por el régimen político. Finalmente, las propias filas del ejército resultaron receptivas a la necesidad de adaptar el sistema institucional a los nuevos términos del desarrollo. La década de 1960 se caracterizó en consecuencia por una sucesión de tensiones entre algunas iniciativas gubernamentales de reforma económica --por ejemplo, regulaciones estatales e intervención en diferentes aspectos del crédito y la producción-- y de moderada apertura política, y las rigideces de la estructura económica y de los grupos oligárquicos.

 

Después que en 1963 se aprobó el sistema de representación proporcional para las elecciones parlamentarias, los partidos políticos contaron con una actitud más tolerante del gobierno. Las elecciones municipales y legislativas de 1964 dieron un resonante triunfo al Partido Demócrata Cristiano (PDC), apoyado sobre todo por el voto de los sectores emergentes urbanos de clases medias; la oposición ganó 24 de las 52 bancas legislativas. En las elecciones de 1968 el PDC obtuvo la misma cantidad de bancas y en las de 1971 solamente 21, pero ganó la alcaldía de San Salvador. El voto por el PDC era eminentemente urbano; los cuerpos de seguridad dificultaban enormemente a la oposición el reclutamiento de simpatizantes en el campo. El carácter limitado de las reformas y la resistencia que de todas maneras suscitaban en algunos sectores del ejército y en la oligarquía por un lado, y por el otro lo que ante los ojos de muchos activistas era renuencia de las dirigencias opositoras a presionar por mayores márgenes de acción, confluyeron para favorecer una progresiva radicalización de algunos sectores de la oposición. La resistencia del gobierno a reconocer a las organizaciones campesinas que se estaban formando de todos modos, la represión a los activistas, y la demanda de reformas políticas y económicas efectivas, provocaron en 1970 rupturas en el PDC y en el Partido Comunista, de jóvenes militantes que criticaban el compromiso de sus partidos con el régimen, y que ingresarían posteriormente a las organizaciones guerrilleras que comenzaron a operar en esa década.

 

También se activó la protesta sindical. Los sindicatos de maestros y de empleados públicos fueron particularmente activos.  La primera expresión de una nueva actitud de los trabajadores urbanos fue la huelga de maestros en 1968; el movimiento recibió el apoyo de otras organizaciones laborales y de la población en general, y culminó con demostraciones masivas en San Salvador protagonizadas por sectores de clases medias, estudiantes y pobres urbanos; situación que se reiteraría con la huelga de maestros de julio-agosto de 1971. Especialmente importante para el tensionamiento del escenario político fueron la impresionante movilización de la población marginal urbana, que crecía con las migraciones, y la activación social en el campo. Las nuevas organizaciones que empezaron a crecer en las barriadas pobres salvadoreñas en las décadas de 1960 y 1970, como las que comenzaban a hacerse sentir en el campo, caían en gran medida fuera de los alcances de los sindicatos y los partidos tradicionales. Las nuevas prácticas de pastoral de la iglesia católica estimularon el surgimiento de los sindicatos campesinos; sin embargo, dada la prohibición legal, las nuevas organizaciones sólo podían tener existencia como asociaciones de intereses mutuos, y no como sindicatos orientados hacia la negociación colectiva u otras actividades relacionadas con el trabajo.

 

El cuadro III.1 muestra el crecimiento del movimiento sindical tanto en lo que toca a organizaciones y afiliados como en el tamaño medio de las organizaciones. Entre principios de los años sesenta y mediados de los setenta el número de sindicatos creció 50% y el de afiliados 150%, y el tamaño medio de las organizaciones aumentó 60%. El deterioro de las condiciones de vida de los asalariados después de la guerra con Honduras (1969), combinado con el crecimiento del empleo industrial impulsado por el aumento de la inversión nacional y extranjera, creó una coyuntura favorecida además por las tensiones entre los grupos dominantes tradicionales y las orientaciones tibiamente reformistas de algunos elementos de las fuerzas armadas.

 

Cuadro III.1: El Salvador: crecimiento del movimiento sindical, 1962-1976

 

Año

Sindicatos

Afiliados

Tamaño medio

1962

78

25,917

332

1963

87

27,734

319

1964

70

20,922

299

1965

68

24,475

360

1966

80

24,146

301

1967

124

31,214

252

1968

104

34,573

332

1969

104

40.717

391

1970

113

44,150

391

1971

121

47,020

388

1972

124

49,886

402

1973

117

54,387

465

1974

122

62,999

516

1975

127

64,186

505

1976

127

64,968

511

                               Fuentes: 1962-75: North (1985:55). 1976: Menjivar (1985:119).

 

 

 

Las elecciones presidenciales del 20 de febrero 1972 marcaron el fin de una década de experimentos militares de cautelosa apertura del sistema político. Contra los pronósticos oficiales una alianza electoral muy amplia entre el PDC, el socialdemócrata Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) y la Unión Democrática Nacionalista (UDN, frente electoral del Partido Comunista) ganó las elecciones, que fueron desconocidas por el régimen militar. La represión a los manifestantes que protestaron contra el fraude ocasionó ese mismo día más de 300 víctimas entre heridos y muertos. El malestar se hizo sentir también dentro del ejército, donde abortó un golpe militar de jóvenes oficiales que trató de instalar en el gobierno a los candidatos efectivamente ganadores.[2] A partir de entonces comenzó una etapa de terrorismo de estado encaminada a arrasar con la oposición. La represión selectiva se convirtió en masiva; las matanzas de trabajadores rurales y campesinos, de activistas sindicales y barriales se hicieron cotidianas durante toda la década de 1970. Los grupos parapoliciales de represión y aniquilamiento (ORDEN, FALANGE), que habían tenido una primera intervención durante la huelga de maestros de 1968, se incorporaron abiertamente al funcionamiento del sistema político.  En 1975 una manifestación de estudiantes fue brutalmente reprimida con un alto saldo de víctimas.

 

La radicalización represiva del estado encontró respuesta en las clases populares. En 1972, después del fraude electoral, comenzó a actuar la primera organización guerrillera: las Fuerzas Populares de Liberación (FPL), formada un año antes por disidentes del Partido Comunista. Poco después se fundó el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP); en 1975 una disidencia dentro del ERP dio nacimiento a las Fuerzas Armadas de la Resistencia Nacional (FARN), y en 1976 se creó el Partido Revolucionario de los Trabajadores Centroamericanos (PRTC), como organización político-militar. Las organizaciones de masas también se consolidaron y aumentaron sus niveles de acción. En 1974 se creó el Frente de Acción Popular Unificada (FAPU); posteriormente surgieron el Bloque Popular Revolucionario (BPR), la Unión de Pobladores de Tugurios (UPT), y otros.

                       

A mediados de 1976, durante la presidencia del coronel Arturo Armando Molina --surgida del fraude electoral de 1972-- se trató de ejecutar un tibio proyecto de transformación agraria encaminado a eliminar algunas situaciones particularmente primitivas y a reducir los niveles de tensión social en el campo; para entonces los trabajadores sin tierra y el campesinado pobre mostraban niveles crecientes de organización, y presionaban por un reparto agrario y mejores condiciones de producción. A pesar de sus alcances limitados --unas 150 mil ha debían distribuirse entre unas 12 mil familias-- el proyecto y sus propulsores fueron enfrentados por una intensa movilización empresarial conducida por la Asociación Nacional de la Empresa Privada (ANEP); las acusaciones de comunismo llovieron sobre los principales responsables del proyecto. Finalmente la oposición terrateniente consiguió introducir reformas en el proyecto que desvirtuaron su sentido. El triunfo de la oligarquía en esta confrontación enardeció la agresividad de los terratenientes y de los servicios de seguridad contra los activistas rurales y los sacerdotes reformistas. Aumentaron los ataques a sacerdotes, a los que los terratenientes responsabilizaban de la agitación campesina, y a edificios parroquiales, lo que a su turno tuvo como respuesta el aumento de las protestas y movilizaciones populares.

                       

En las elecciones presidenciales del 28 de febrero 1977 el triunfo fue adjudicado al candidato oficialista, general Carlos Humberto Romero. Los reclamos opositores de fraude fueron reprimidos con gran violencia; varios dirigentes fueron obligados a dejar el país, y comenzó una verdadera caza de opositores: secuestros, torturas, asesinatos. Con los partidos políticos ya no más vistos como una alternativa al régimen, los sindicatos urbanos y las organizaciones de campesinos pusieron de relieve una nueva militancia y canalizaron sus energías políticas a través de los frentes populares de masas. Desde el inicio del gobierno del general Romero aumentaron la represión con procedimientos más brutales y la frecuencia y masividad de las movilizaciones, huelgas, invasiones de tierras, manifestaciones de protesta en el campo y en las ciudades. Después del fraude electoral y de la masacre del 28 de febrero el Partido Comunista modificó su orientación; en 1979 creó las Fuerzas Armadas de Liberación (FAL) y se sumó a la lucha guerrillera. Ese mismo año se formaron las Ligas Populares 28 de Febrero (LP-28), como un nuevo frente de masas. Se estima que para esta fecha los frentes de masas movilizaban a unas 100 mil personas (McClintock 1985 I:187). El cuadro III.2 presenta las relaciones entre organizaciones político-militares, frentes de masas y organizaciones militares, hacia 1979. 

 

 

Cuadro III.2. El Salvador: Organizaciones revolucionarias, 1979

 

Organización político-militar

Frente de masas

Organización guerrillera

Fuerzas Populares de Liberación, FPL

Bloque Popular Revolucionario, BPR

Fuerzas Populares de Liberación, FPL

                                     Resistencia Nacional, RN

Frente de Acción Popular Unificada, FAPU

Fuerzas Armadas de la Resistencia Nacional, FARN

Partido de la Revolución Salvadoreña, PRS

Ligas Populares 28 de Febrero, LP-28

Ejército Revolucionario del Pueblo, ERP

Partido Comunista de El Salvador, PCES

Unión Democrática Nacional, UDN

Fuerzas Armadas de Liberación, FAL

Partido Revolucionario de los Trabajadores Centroamericanos, PRTC

Movimiento de Liberación Popular, MLP

Partido Revolucionario de los Trabajadores Centroamericanos, PRTC

 

 

Al margen de éstas y con una orientación menos radicalizada se encontraba la Unión Comunal Salvadoreña (UCS), que desde sus orígenes a fines de los 1960s mantenía buenas relaciones con el Instituto Estadounidense para el Desarrollo del Sindicalismo Libre (American Institute for Free Labor Development, AIFLD). Hacia 1980 la UCS era la mayor organización campesina de El Salvador, con una membresía estimada en unos sesenta mil afiliados (Prosterman & Riedinger 1987:148).[3]

 

Las movilizaciones populares registraron una participación creciente de las mujeres, sobre todo a partir de 1975-76. El involucramiento de las mujeres creció inicialmente en el movimiento de maestros y en las organizaciones de barriadas pobres. Una proporción muy alta de la militancia y de la dirigencia de ANDES, el sindicato de maestros, estaba constituida por mujeres, lo mismo que la membresía y dirigencia de la Unión de Pobladores de Tugurios (UPT). A mediados de la década se creó la Asociación de Mujeres Progresistas de El Salvador (AMPES) que inicialmente centró su actividad en el terreno de los derechos laborales, extendiéndola posteriormente a terrenos más directamente ligados a la movilización política. En 1977 se fundó COMADRES (Comité de Madres y Familiares de Presos, Desaparecidos y Asesinados Políticos de El Salvador), de notable militancia en materia de derechos humanos; al año siguiente surgió AMES (Asociación de Mujeres de El Salvador), vinculada al BPR. En 1979 se creó la Asociación de Trabajadores y Usuarios de Mercados de El Salvador (ASUTRAMES), en la que las mujeres llegaron a representar 75% de la membresía (García y Gomáriz 1989 II:207-208); dejó de funcionar hacia 1982-83 por la represión gubernamental y el incremento de la violencia política.

                       

La incapacidad de los grupos dominantes de introducir cambios en los términos brutales de la explotación social y de aceptar aperturas del sistema político hacia los actores medios que podrían haber actuado como factores de moderación del conflicto, y el fracaso de los intentos reformistas dentro del ejército por sus propias limitaciones y por la intransigencia de la oligarquía, arrojaron a El Salvador a una espiral de violencia que se extendería por más de una década.

 

El deterioro económico producto del clima de violencia generalizada, la evidente ingobernabilidad del sistema político, y el deterioro de la imagen internacional por la repercusión de las violaciones a los derechos humanos, introdujeron divisiones dentro de las fuerzas armadas. Después de fracasar algunos intentos de conseguir la renuncia del general Humberto Romero, el 15 de octubre 1979 un grupo de jóvenes oficiales dio un golpe de estado y lo destituyó. Los militares contaban con apoyo de segmentos del empresariado modernizante, y de profesionales del PDC y el MNR vinculados a la Universidad Centroamericana "José Simeón Cañas" (jesuita), y aparentemente con la anuencia de la embajada de Estados Unidos. El objetivo político del golpe era doble: por un lado, frenar el baño de sangre en que el país se encontraba sumergido en los últimos años; por el otro, impulsar reformas económicas y sociales que fueran una alternativa de cambio pacífico a la convocatoria revolucionaria de las guerrillas.

                       

El golpe de octubre tensionó al ejército y explicitó sus divisiones internas, y tomó de sorpresa tanto a las guerrillas como a los sectores de la extrema derecha. Sin embargo la falta de arraigo social del golpe y las divisiones internas del propio gobierno militar conspiraron contra la realización de sus intenciones reformistas. Después de una primera crisis en enero 1980 el PDC ingresó formalmente al gobierno, en virtud de un "Pacto PDC-Fuerza Armada" promovido por funcionarios de la embajada de Estados Unidos que pretendía excluir de la Junta de Gobierno a los elementos civiles y militares más progresistas. Sin embargo el incremento de la violencia contra los dirigentes populares, incluidos dirigentes de las organizaciones que integraban el gobierno, agotó rápidamente sus posibilidades.  Cuerpos paramilitares apoyados por los sectores más recalcitrantes del ejército asesinaron al dirigente del PDC Mario Zamora (febrero 1980) y al mes siguiente al arzobispo de San Salvador, Oscar Arnulfo Romero, mientras oficiaba misa. La impunidad del terror detonó una segunda crisis en el gobierno con la renuncia de varios de sus miembros, y se proyectó al propio PDC. Un número importante de dirigentes de primera línea rompió con el partido, para formar el Movimiento Popular Socialcristiano (MPSC), aunque muchos debieron salir al exilio para salvar sus vidas.

                       

El terrorismo de estado en sus manifestaciones más brutales, que había aumentado en 1979, entró en un período de desenfreno que alcanzaría en 1981 sus niveles más espeluznantes, incluso para un país con la tradición de represión salvaje como es El Salvador. En 1980 se contabilizaron más de 8,000 ejecuciones extrajudiciales de civiles no combatientes por causas políticas, y en 1981 más de 13,000. De éstas casi 61% fueron cometidas por cuerpos combinados militares y de seguridad, y 35% por grupos paramilitares; el 14% restante fue responsabilidad de "escuadrones de la muerte" (Benitez Manaut 1989a:342). En el trienio 1980-82 el 91% de las víctimas consistió de campesinos (71%), trabajadores (10%) y estudiantes (10%) (White 1984:44).

                       

La importancia de la reunificación interna en la victoria del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) en Nicaragua y el desafío planteado por el golpe militar, impulsaron a las organizaciones revolucionarias salvadoreñas a buscar la unidad. En enero de 1980 se formó la Coordinadora Revolucionaria de Masas (CRM), que agrupó a los cinco frentes de masas, y en marzo del mismo año se creó la Dirección Revolucionaria Unificada (DRU) de las cinco organizaciones político-militares. En abril se constituyó el Frente Democrático, una coalición de pequeños partidos y organizaciones sociales que incluía al MPSC, el MNR, el MIPTES (Movimiento Independiente de Profesionales y Técnicos), y organismos estudiantiles y de pequeños y medianos empresarios. De la unión del Frente Democrático con la CRM surgió el Frente Democrático Revolucionario (FDR); su primer presidente fue Enrique Alvarez Córdoba, quien como ministro de Agricultura había impulsado el frustrado intento de transformación agraria en 1976. La "Plataforma del Gobierno Democrático Revolucionario" planteaba, entre otros puntos, el desarrollo independiente y la liberación popular, y la creación de las bases económicas para desarrollar el socialismo (CDR 1980). En octubre de 1980 las cinco organizaciones guerrilleras se integraron en el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional, aunque conservando una marcada autonomía operativa. El fracaso del reformismo "desde arriba", el techo alcanzado por las movilizaciones de masas, y la exacerbación del terrorismo de estado, reorientaron la lucha política al terreno de la guerra. En noviembre 1980 Alvarez Córdoba y otros dirigentes del FDR fueron asesinados por un "escuadrón de la muerte".

 

Guatemala

La contrarrevolución de 1954 y una sucesión de regímenes abiertamente represivos constituyeron el marco político de las transformaciones capitalistas. El derrocamiento del gobierno reformista, popularmente electo, del coronel Jacobo Arbenz, por una invasión militar auspiciada por el gobierno de EEUU abrió las puertas a una intensa y prolongada represión política, y a una serie de gobiernos militares o controlados por las fuerzas armadas, que se sucedían a través de golpes militares y de elecciones fraudulentas.

                       

El coronel Carlos Castillo Armas, impuesto en la presidencia tras la invasión de 1954, murió asesinado por uno de sus guardaepaldas en 1957; después de un breve interinato militar se convocó a elecciones. Éstas fueron anuladas por decisión militar, y fue impuesto como presidente el general Miguel Idígoras Fuentes. Idígoras gobernó desde 1958 hasta 1963, cuando fue derrocado por un golpe militar detonado por el temor a que el ex presidente progresista Juan José Arévalo se presentara, con probabilidades de triunfo, en las siguientes elecciones presidenciales. Idígoras fue sustituido por el general Enrique Peralta Azurdia, quien gobernó hasta 1966. En las elecciones presidenciales de ese año triunfó una coalición opositora, reformista, encabezada por Julio César Méndez montenegro, un civil. Las fuerzas armadas condicionaron la entrega del gobierno a una sustancial moderación del de todos cauteloso programa de Méndez montenegro y a la celebración de un pacto, en el que la embajada de Estados Unidos actuó como mediadora, por el cual el nuevo presidente reconocía la autonomía de las fuerzas armadas respecto del poder civil, especialmente en materia de seguridad interna y en los operativos de contrainsurgencia (Poitevin 1977:155 y sigs.; Torres Rivas 1986).

 

 

Gracias a estas concesiones Méndez Montenegro pudo completar su mandato legal. En elecciones que la mayoría de los analistas considera manipuladas, celebradas en 1970, la presidencia regresó a los militares, en la persona del general Carlos Arana Osorio. En 1974, tras unas elecciones que también se juzgan fraudulentas, asumió la presidencia el general Kjell Laugerud García. Lo novedoso del fraude consistió en que el candidato opositor víctima del mismo fue otro militar, el general Efraín Ríos Montt, a quien acompañaba como candidato a vicepresidente el empresario Mario Sandoval Alarcón, jefe del ultraderechista Movimiento de Liberación Nacional (MLN) y ligado a las familias más tradicionales de la oligarquía guatemalteca. Cumplido su mandato, el general Laugerud García entregó la presidencia a otro militar, el general Romeo Lucas García, quien no pudo concluir su periodo. En las postrimerías de éste fue derrocado por un golpe militar encabezado por el general Ríos Montt.

 

 Tras el derrocamiento de Jacobo Arbenz se desenvolvió un proceso de contrarreforma agraria presidido por una ideología aguerridamente anticomunista. Los beneficiarios de la reforma agraria fueron despojados de sus tierras; las organizaciones campesinas y los sindicatos agrícolas que habían tenido un fuerte protagonismo en el gobierno anterior fueron disueltos; se persiguió, encarceló o asesinó a sus dirigentes y activistas (CIDA/ESFE 1971:103 y sigs; Figueroa Ibarra 1980:98ss; 126ss; Solórzano Martínez 1984). Lo mismo ocurrió con el movimiento sindical urbano. De unos 100 mil afiliados (alrededor de 10% de la PEA) en vísperas del derrocamiento de Arbenz cayó a poco más de 27 mil en 1975, menos de 2% de la PEA.

                       

En el marco de una amplia corrupción administrativa, el régimen de Castillo Armas llevó a cabo una limitada distribución de tierras que los especialistas coinciden en atribuir a la intención de introducir divisiones en el campesinado y conseguir apoyo para el gobierno.[4] Los sindicatos agrícolas, que habían crecido en número y membresía en el periodo 1947-53 –de sólo 3 a 344 organizaciones—fueron reprimidos cruelmente y desmantelados. Sólo pudieron reorganizarse siete sindicatos de trabajadores de finca entre 1955 y 1961 (Adams 1970:450; Serna 1976).

 

El reparto agrario marginal y con cuentagotas siguió en ejecución durante todo el periodo posterior a 1958. Durante las presidencias de Julio César Méndez Montenegro y del general Carlos Arana Osorio se ejecutó un programa de colonización para asentar campesinos indígenas en El Petén. La idea de reubicar  agricultores indígenas en otras zonas del país no era nueva;  apareció por primera vez en un documento del Banco Mundial a principios de la década de 1950 con recomendaciones para la reactivación económica de Guatemala. Su destinatario, el gobierno de Jacobo Arbenz, dejó de lado las sugerencias del banco y prefirió impulsar la reforma agraria. El documento recomendaba reasentar a los agricultores indígenas en zonas más propicias a una agricultura más moderna donde pudieran mejorar sus niveles de producción e ingresos, sus condiciones de vida, y encontrar nuevas ocupaciones agrícolas e industriales más productivas "que el actual cultivo ineficiente de maíz de alturas” (IBRD 1951:28). Al concluir la presidencia de Méndez Montenegro en 1970 el programa había reasentado a algo más de 300 familias, en 16 cooperativas.  El general Osorio Arana prosiguió por esta línea, sobre todo en la denominada Franja Transversal del Norte. La política de reasentamiento combinó verticalismo y violencia. Las decisiones sobre comunidades afectadas y lugares de destino eran tomadas por el estado sin consulta con los afectados, en función de consideraciones ajenas a ellos, y vinculadas a los intereses de especulación con tierras de los propios funcionarios militares y civiles. No es sorpresa que muchos campesinos acabaran peor que antes y que muchos grandes ganaderos encontraran en estos programas sustanciales beneficios (vid Maloney 1981).

                       

Sin embargo, y al margen de la intención de los gobiernos, estos programas crearon cierto espacio para la acción organizativa rural de elementos jóvenes de la iglesia católica. A partir de la década de 1960 algunos sacerdotes impulsaron el desarrollo de cooperativas en los departamentos de Huehuetenango y Quiché, sobre todo en las zonas de reciente poblamiento por indígenas del altiplano trasladados por los programas de reasentamiento. Estas cooperativas, relativamente prósperas, generaron experiencias de desarrollo comunitario (puestos de salud, escuelas, clubes de amas de casa, talleres de capacitación y alfabetización, radios rurales, etc.), y fueron importantes para el desarrollo de redes de mercadeo y para el surgimiento de instancias de autoridad local independientes de las élites y los caudillos locales. Esta dimensión del trabajo pastoral también fue importante para la apertura de nuevos horizontes en las mujeres.

 

El impulso organizativo y sus éxitos económicos iniciales encontraron eco en algunas agencias extranjeras, como la AID, que a principios de la década de 1970 financió algunos programas de apoyo, con la anuencia de las instituciones gubernamentales. En 1967 había 145 cooperativas registradas; en 1975 eran 510 con más de 130 miembros (Black et al. 1984:132). Más de la mitad de esas cooperativas se encontraba Quiché, Huehuetenango, Sololá, San Marcos. Se estima que hacia mediados de los años setenta 20% de los habitantes del altiplano estaba organizado en algún tipo de cooperativa (Handy 1989). En la misma época la combinación de actividades de la Acción Católica y el aumento de la alfabetización entre los indígenas, la independencia económica ofrecida por las cooperativas y la acción proselitista del Partido Demócrata Cristiano (PDC), estimularon cambios significativos en las comunidades indígenas. En muchas aldeas persistía la autoridad religiosa indígena tradicional y un sistema de gobierno dual (estructura indígena de gobierno local subordinada a la estructura ladina oficial). En casi todas las comunidades surgieron grupos que se oponían a la jerarquía tradicional o que la habían forzado a unirse a ellos en la lucha por la independencia política y económica a través de las cooperativas y los partidos políticos localmente controlados por indígenas. Los más jóvenes abandonaron la sumisión a la autoridad local ladina e incluso hacia el gobierno nacional. La mayor independencia política y económica local favoreció un redescubrimiento de las identidades étnicas y un espíritu de diferenciación y oposición respecto de la cultura y las estructuras ladinas que subordinaban a los indígenas. El trabajo de antropólogos estadounidenses en varias de estas comunidades fue también factor importante en esta nueva actitud (Nash 1970; Colby y Van der Berghe 1977).

                       

Pese a que la Acción Católica y la jerarquía eclesiástica trataron que las cooperativas y otras formas de organización no conmocionaran demasiado el status quo, el conflicto con las políticas del gobierno fue inevitable. Al principio del gobierno del general Lucas García (1978-82) se canceló el registro de más de 250 cooperativas acusadas de marxismo y comunismo; el Instituto Nacional Cooperativo siguió funcionando pero con creciente asfixia financiera. Entre 1976 y 1978 fueron asesinados 168 dirigentes de cooperativas y de aldeas. Pese a ello a fines de la década de 1970 existían 510 cooperativas en todo el país, 57% de ellas en el altiplano (Brockett 1988:110-112).

                       

En la década de 1960 habían surgido algunas organizaciones guerrilleras en respuesta a la creciente insatisfacción por el carácter antipopular y represivo de los gobiernos militares, la poca eficacia de las instituciones políticas para cambiar las cosas, y el influjo de la revolución cubana. Sin embargo las divisiones internas, la falta de arraigo en el campo y, sobretodo, en el campesinado indígena condenaron a estas organizaciones al aislamiento y, a la postre, a la derrota militar. Su área principal de acción había sido la costa del Pacífico, donde estaban ubicadas muchas de las más importantes empresas agrícolas capitalistas y donde se registraban las mayores concentraciones de trabajadores asalariados. Estos trabajadores, ya se vio en el capítulo anterior, se reclutaban fundamentalmente en el altiplano indígena y migraban estacionalmente a las plantaciones de la costa. En el enfoque predominante en las organizaciones guerrilleras de la década de los sesenta se trataba de proletarios vinculados al capital, más que de agricultores indígenas empobrecidos.

 

En enero 1972 una nueva organización guerrillera, el Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP) apareció en el altiplano occidental, donde halló un clima favorable alimentado por un profundo y generalizado descontento social: contra la codicia de los terratenientes que monopolizaban la tierra y pagaban salarios miserables, contra los caudillos ladinos locales que ejercían una autoridad arbitraria sobre los indígenas; contra los jefes militares y policiales de los pueblos y pequeñas ciudades que abusaban de la gente, reprimían y asesinaban. Una década de trabajo pastoral de sacerdotes jóvenes estadounidenses y españoles, de acción comunitaria por los Cuerpos de Paz y la USAID, y de labor de varios grupos de antropólogos estadounidenses, había reavivado o recreado la conciencia étnica de los agricultores de las tierras altas. Los  guerrilleros tuvieron que adaptarse, no sin problemas ni tensiones, a las nuevas condiciones. Cuando lo hicieron, consiguieron un apoyo sin precedentes, marcando un contraste profundo con la experiencia guerrillera del decenio anterior.

                       

Tras las primeras acciones del Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP) contra algunos terratenientes del Quiché, el ejército desató una campaña contrainsurgente brutal en el área Ixil. Más que a los guerrilleros, afectó ante todo a las organizaciones campesinas e indígenas que, carentes de medios de defensa, fueron blanco fácil de la represión. En 1975 el ejército mató a 37 cooperativistas en Ixcan, y en 1976 empezó la ocupación militar de poblados y ciudades (Nebaj, Chajul, San Juan Corzal, entre otros); a principios de 1977 más de 100 dirigentes locales habían sido asesinados (Aguilera 1980; Torres Rivas 1980a; Davis & Hodson 1983). El 29 de mayo de 1978 tuvo lugar en Panzós, departamento de Alta Verapaz, la masacre de más de 100 hombres, mujeres y niños Kekchí en respuesta a la protesta pacífica por el despojo de sus tierras. Con esta acción, ejecutada a la luz del día por efectivos uniformados del ejército en connivencia con los terratenientes del lugar, fue evidente para los indígenas Kekchí e Ixil de la Franja Transversal del Norte, que no había recurso institucional para proteger sus aldeas contra los militares y los latifundistas. Según Handy (1989) gran parte del apoyo activo recibido por el EGP en Alta Verapaz y partes del Quiché fue una respuesta defensiva a esta masacre.

                       

La matanza de 39 dirigentes campesinos que protestaban por el secuestro de dirigentes y la usurpación de tierras, en el asalto militar a la embajada de España en la ciudad de Guatemala (enero 1980), ofreció más evidencia de la instrumentalización del poder del estado para apoyar a los terratenientes aun a costa de la extinción de la población indígena. Algunos de los ocupantes de la embajada venían de Nebaj. Después de la masacre el ejército ocupó esta ciudad Ixil, matando a hombres, mujeres y niños. En reacción, comunidades enteras ixiles decidieron sumarse a las guerrillas. En julio 1981 efectivos militares secuestraron a Emeterio Toj Medrano, dirigente del Comité de Unidad Campesina (CUC). Fundado en 1978, el CUC es considerado la primera organización sindical dirigida por aborígenes y la primera también en juntar a los campesinos indígenas del altiplano con los ladinos pobres que trabajaban en las fincas del Pacífico.  El dirigente fue torturado de manera brutal para que acusara al CUC de connivencia con las guerrillas. En un operativo espectacular el EGP atacó el cuartel donde Toj Medrano estaba prisionero y lo liberó. A partir de esta acción los campesinos indígenas se sumaron a la guerrilla en cantidades sin precedentes, sobre todo al EGP, y a medida que más comandantes guerrilleros eran indígenas, más fuerte era la incorporación. Algo similar ocurriría con otra organización guerrillera, la ORPA (Organización Revolucionaria del Pueblo en Armas), creada en setiembre 1979. Después de iniciar sus actividades en la costa sur, ORPA se desplazó hacia el altiplano (Chimaltenango, Sololá);  según un autor, a principios de los años ochenta 90% de los rebeldes en ORPA eran indígenas (Handy 1989).

                       

Hasta mediados de la década de 1970 la mayor violencia estatal se concentró en los departamentos donde la expansión capitalista tenía mayor impacto, pero a partir de entonces se extendió a todo el país, como respuesta a un sostenido crecimiento de la movilización social y laboral: huelgas de maestros, de trabajadores industriales y de la minería, protestas y manifestaciones de estudiantes.[5] En mayo de 1976 se creó el Comité Nacional de Unidad Sindical (CNUS), primera experiencia de acción unitaria, y tras el terremoto de 1976 surgió el Movimiento Nacional de Pobladores. Después del reflujo de la segunda mitad de los años cincuenta y la década siguiente, el movimiento sindical industrial experimentó alguna recuperación. Aumentó el número de paros y huelgas y el involucramiento de los trabajadores en esas acciones (Castañeda Sandoval 1993).

           

El apoyo popular a las luchas sindicales creció. En junio 1977 más de 15 mil personas asistieron al funeral de Mario López Larrave, un abogado sindical asesinado por un grupo de ultraderecha. En noviembre del mismo año setenta mineros de Huehuetenango iniciaron una marcha hacia Ciudad de Guatemala en demanda de derechos laborales violados por la empresa; el impacto popular de esta caminata de más de 300 kilómetros fue tal que los mineros siguieron su marcha aún después que el gobierno satisfizo sus reclamos. Cuando llegaron a la capital fueron aclamados por una multitud estimada en más de 100 mil personas. A pesar de la violencia represiva, la activación social se proyectaba hacia sectores amplios de la población, combinando las demandas sociales con los reclamos de democratización.

Cuadro III.3. Guatemala: Huelgas y paros en el sector industrial, 1966-1978

Periodo

Huelgas y paros

Participantes

 Días no trabajados

Huelguistas/trabajadores (%)

1966-70

(Méndez M.)

51

41,589

441,200

11.7

1970-74

(Arana O.)

74

71,605

887,500

67.7

1974-78

(Lagerud G.)

119

102,364

1,213,600

80.8

Fuente: Figueroa Ibarra (1991)

A finales del periodo de Lagerud García las convocatorias a huelga encontraban una adhesión masiva (cuadro III.3). Esto fue favorecido por la eficacia reivindicativa de algunas convocatorias; por ejemplo, el gobierno debió ceder a las protestas populares de octubre 1978 en repudio a un sustancial aumento en las tarifas de autobuses; la huelga de trabajadores de las plantaciones bananeras en marzo 1980 obtuvo el aumento de salarios reclamado.

 

La represión escaló brutalmente durante la presidencia del general Romeo Lucas García (1978-82), y se adoptó una política de sistemática mano dura contra el movimiento sindical. A las ya señaladas matanzas de Panzós y la embajada de España, deben agregarse las 60 personas asesinadas por tropas militares en el Quiché (agosto 1980); se estima que en enero-febrero de 1981 la intensificación de la represión militar en Chimaltenango cobró alrededor de 1,500 vidas de campesinos indígenas; en agosto un operativo militar en Huehuetenango dejó un saldo de 200 campesinos muertos; alrededor de otros mil murieron en la masacre de San Sebastián Lemoa (Quiché) un año más tarde, y unos 700 más en operativos militares en Alta Verapaz en setiembre 1981 (Figueroa Ibarra 1991:121-165; Dunkerley 1987:476-477; Falla 1992). En junio de 1980 fueron asesinados 27 dirigentes de la Central Nacional de Trabajadores (CNT), y otros 17 en agosto del mismo año: el gobierno y la patronal pusieron fin de este modo a los conflictos sindicales en la planta embotelladora de Coca Cola (Frundt 1987).

                       

En enero de 1979 un grupo paramilitar asesinó a Alberto Fuentes Mohr, dirigente del opositor Partido Socialdemócrata (PSD); en abril del mismo año fue asesinado Manuel Colom Argueta, ex alcalde la capital y dirigente del también opositor Frente Unido de la Revolución (FUR). La eliminación física de ambos dirigentes golpeó severamente a sus pequeñas organizaciones que pugnaban por abrir un espacio de centro en la convulsionada política guatemalteca, a través de alianzas con el Partido Demócrata Cristiano. Tras el asesinato de Fuentes Mohr se creó el Frente Democrático Contra la Represión (FDCR), una coalición amplia de organizaciones sociales y partidos políticos que demandaba el cese del terror y la violencia; la respuesta del sistema fue el ya señalado asesinato de Colom Argueta. Las organizaciones guerrilleras que habían reiniciado operaciones a principios de los setenta y las que se formaron con posterioridad  comenzaron a coordinar sus acciones en octubre de 1980, y formaron en febrero 1982 la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG): EGP, Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR), ORPA y Partido Guatemalteco del Trabajo/Núcleo de Dirección (PGT/ND).

 

Nicaragua

Instaurado en las postrimerías de la década de 1930 como resultado de la intervención militar de Estados Unidos, el somocismo rigió los destinos de Nicaragua durante 45 años a través de una conjugación de elecciones fraudulentas, pactos, reformas constitucionales, peculado y represión, que permitieron mantener el poder político en manos de la familia Somoza y trasmitirlo de padres a hijos.

                       

Hablar del somocismo como un régimen dinástico no es apelar a una metáfora sino describir exactamente su naturaleza típica. Tras la muerte de Anastasio Somoza García (“Tacho”), fundador de régimen, en 1956, el poder que había monopolizado se desdobló en sus dos hijos: el mayor, Luis Somoza Debayle, asumió la presidencia, y la jefatura de la Guardia Nacional pasó al hijo menor, Anastasio Somoza Debayle (“Tachito”). En 1971 Anastasio hijo asumió la presidencia reteniendo la jefatura de la Guardia; no es exagerado suponer que, de no haber ocurrido el triunfo sandinista en 1979, su propio hijo Anastasio Somoza Portocarrero (“Chigüín”) habría sucedido a su padre en los oficios de su abuelo.

                       

Cuando “Tacho” Somoza García murió víctima de un atentado en 1956 sus hijos intentaron una relajación formal de los controles políticos, en el marco de la bonanza económica y de los nuevos aires de la Alianza para el Progreso. Luis Somoza asumió la presidencia por decisión del Congreso Nacional pese a no existir ninguna disposición constitucional o legal que permitiera tal cosa; fue ratificado por medio d elecciones de resultado convenientemente asegurado. La presidencia "constitucional" de Luis Somoza (1957-63) fue sucedida en elecciones igualmente aseguradas por el candidato del oficialista partido Liberal Nacional, René Schick. El Partido Conservador decidió no participar de esas elecciones ante la negativa del gobierno de no permitir la llegada de una misión observadora de la OEA. Schick murió en 1966 sin terminar su mandato. Lo había ejercido bajo la estrecha vigilancia de la familia Somoza, favorecido por el auge económico que ampliaba la mesa de negociación con los grupos tradicionales. Pero las elecciones convocadas para 1967 probaron que los Somoza no estaban dispuestos a continuar la apertura política. La oposición formó una coalición amplia, uniendo al Partido Conservador cuyo presidente Fernando Agüero era el candidato a presidente, al Partido Liberal Independiente (PLI) y al Partido Social Cristiano (PSC). Una movilización convocada por los opositores el 22 de enero 1967 fue brutalmente reprimida por la Guardia Nacional al costo de 500-600 víctimas entre muertos y heridos (Gutiérrez Mayorga 1985; Dunkerley 1987:233); muchos de los manifestantes habían sido "acarreados" desde el interior del país, sin explicárseles que participarían de una actividad política. Anastasio Somoza Jr ganó las elecciones con un alegado 70% de los votos.

                       

Al finalizar su mandato en 1971 Somoza celebró un nuevo pacto con los conservadores, que les aseguró 40% de las bancas del congreso, convocaría a una asamblea constituyente, y formaba un triunvirato integrado por el propio Agüero y dos somocistas que gobernaría hasta que nuevas elecciones fueran convocadas en 1974; Somoza conservaría su cargo de Jefe de la Guardia Nacional. Con este acuerdo el Partido Conservador evidenció su vocación por una participación minoritaria y subordinada, propinando un severo golpe a la oposición legal: ni PLI ni PSC tenían suficiente fuerza para ocupar el espacio dejado vacante. En las elecciones de 1974 Somoza declaró haber obtenido casi 90% de los votos, y los conservadores ocuparon la cuota de bancas parlamentarias establecida en el pacto de 1971. La abstención fue alta: 40%.

                       

Lo mismo que los regímenes de El Salvador y Guatemala, el somocismo intentó un tímido reformismo a instancias de organismos internacionales y de agencias del gobierno de EEUU, con alcances similarmente reducidos. En 1952 una delegación del Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento visitó Nicaragua; recomendó la promoción de la agroexportación y en particular de la ganadería, y la adopción de medidas que habrían de estimular la llegada de capitales extranjeros (IBRD 1953). Por recomendación del IBRD se creó en 1953 el Instituto de Fomento Nacional (INFONAC), una agencia de desarrollo encargada de diseñar y financiar proyectos de inversiones en los sectores agropecuario, forestal y de infraestructura. En 1963 se creó el Instituto Agrario Nicaragüense (IAN) encargado de promover proyectos de reforma agraria por la vía de la colonización de la frontera agrícola (bosque tropical húmedo), que permitió crear una enorme reserva de fuerza de trabajo y de tierras para la agroexportación. En conjunto estas medidas no pudieron revertir el impacto negativo sobre el campesinado del avance del capitalismo agroexportador ni estaban diseñadas para ese fin; en general, se las interpreta al contrario como mecanismos que permitieron abrir la frontera agrícola a la expansión ganadera orientada a la exportación en beneficio de los grupos más próximos al somocismo (Taylor 1970; Núñez Soto 1980).

 

 

Con el fin de mejorar su imagen externa Somoza decidió aproximarse formalmente al partido Conservador, donde siempre había material dispuesto a ello. Al finalizar en 1971 su manbdato celebró un pacto con Fernando Agüero, a la sazón dirigente máximo de los conservadores, por el cual se garantizaba a éstos 40% de las bancas en el Congreso, se acordaba convocar a una asamblea constituyente y la formación de un triunvirato integrado por el propio Agüero y dos somocistas, que gobernaría hasta que nuevas elecciones fueran convocadas en 1974; Somoza mantendría su posición de jefe de la Guardia Nacional. Con este acuerdo el partido Conservador puso de manifiesto su vocación a una participación minoritaria y subordinada, propinando un severo golpe a la oposición legal, ya que ni el PLI ni el PSC tenían fuerza suficiente por sí solos o conjuntamente como para ocupar el espacio opositor dejado vacante. En las elecciones de 1974 Somoza declaró haber obtenido casi 90% de los votos; los conservadores ocuparon la cuota de asientos parlamentarios que les acordaba el pacto de 1971. La abstención ciudadana fue alta: 40 por ciento.

 

Lo mismo que los regímenes dictatoriales de El Salvador y Guatemala, el somocismo intentó un tímido reformismo a instancias de organismos internacionales y de agencias del gobierno de Estados Unidos, con alcances similarmente reducidos. En 1952 una delegación del Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento visitó Nicaragua; reconoció que en el futuro la economía del país seguiría dependiendo fuertemente de la agricultura y que el desarrollo industrial debería subordinarse al desarrollo agropecuario. En consecuencia recomendó encarar la promoción de la agroexportación y en particular de la ganadería de carne, autorizar la libre importación de bienes de capital, exoneraciones impositivas, garantizar la libre convertibilidad de las utilidades, y medidas similares que en conjunto permitirían atraer capitales extranjeros (IBRD 1983). En 1953, tambi{en por recomendación del BIRF, se creo el instituto de Fomento Nacional (INFONAC), una especie de banco de desarrollo, encargado de diseñar y financiar proyectos de inversiones en los sectores agropecuario, forestal y de infraestructura.

 

En 1963 se creó el Instituto Agrario Nicaragüense (IAN), encargado de promover proyectos de colonización de la frontera agrícola (bosque tropical húmedo), que permitieron la creación de una enorme reserva de fuerza de trabajo y de tierras para la agroexportación (Taylor 1970; Vilas 1992a:140 y sigs.). En 1975 se creó el Instituto de Bienestar Campesino (INVIERNO), dirigido a los campesinos pobres de las zonas cafetaleras de los departamentos de Carazo y Matagalpa, caracterizados por una extrema división de la tierra en pequeñísimas parcelas. El programa consistía en estimular la producción de granos básicos a través del crédito, complementaria de la producción de café. Hacia 1977 algo más de cinco mil campesinos recibían crédito de INVIERNO, pero el endeudamiento ocasionado por los bajos rendimientos debido a la mala calidad de los suelos llevó a muchos de ellos a perder su tierra. De acuerdo con todas las interpretaciones, la verdadera finalidad del programa era garantizar, a través del endeudamiento campesino, un fondo de mano de obra barata para las fincas cafetaleras medianas y grandes (Enríquez 1991:1-52; Nuñez Soto 1987:48 y sigs.; Serra 1990). La reforma somocista, más que introducir cambios en la estructura agraria buscó reducir el potencial de tensiones sociales resultante de las profundas desigualdades sociales y fortalecer la acumulación de capital en los segmentos medios y superiores de tenencia y producción.

 

El régimen político somocista se asentó sobre tres pilares principales: 1) sus excelentes relaciones con el gobierno de Estados Unidos; 2) el control absoluto de la Guardia Nacional; 3) el mantenimiento de canales de negociación política con el partido Conservador.

 

 

1) Las buenas relaciones con el gobierno de Estados Unidos permitieron al primer Somoza alcanzar la jefatura de la Guardia Nacional, cuerpo constabulario creado por las tropas estadounidenses de ocupación en la década de 1920; esa posición sería la plataforma de lanzamiento para su prolongada carrera política. En 1939 Somoza García visitó Estados Unidos, cuyo presidente Franklin D. Roosevelt le ofreció “la recepción militar más ampulosa en la historia de la ciudad de Washington” (Diederich 1981:21).[6] Los lazos con Estados Unidos se estrecharon más durante la segunda guerra mundial, cuando las fuerzas armadas estadounidenses construyeron una base naval en el puerto de Corinto, en el Pacífico, y bases aéreas en Managua y en Puerto Cabezas, en la Costa Atlántica. Los dos hijos varones de “Tacho”, Luis y Anastasio, habían sido enviados a estudiar a la Academia Militar Lassalle, en Nueva York; posteriormente Anastasio hijo ingresó en West Point, donde se graduó; Luis estudió ingeniería en la Louisiana State University. Somoza García  confirmó su lealtad a los Estados unidos declarando la guerra a los países del “Eje”, decisión que le permitió beneficiarse personalmente de la confiscación de las propiedades de los súbditos alemanes e italianos radicados en Nicaragua. En 1954 autorizó que Estados Unidos utilizara el aeropuerto de Managua en los vuelos de apoyo al coronel Castillo Armas en el derrocamiento del gobierno del presidente Arbenz en Guatemala. En 1961 parte de la invasión a Cuba, auspiciada y apoyada por el gobierno de Estados Unidos, se entrenó en territorio nicaragüense. Las tropas que zarparon de Puerto Cabezas fueron despedidas personalmente por “Tachito”, sucesor de su difunto padre en la jefatura de la Guardia Nacional, con la recomendación de que le enviaran de recuerdo “un pelo de la barba de Fidel Castro”. En 1965 el gobierno nicaragüense contribuyó a integrar la “Fuerza Interamericana de Paz” con la que el gobierno estadounidense trató de enmascarar la invasión a República Dominicana.

 

El somocismo fue así, durante casi medio siglo, el aliado más firme y consecuente de Estados Unidos en Centroamérica. Tras el derrocamiento  de las dictaduras en Guatemala, El Salvador y Honduras, y los sucesos de 1948 en Costa Rica, el régimen somocista se convirtió en un importante factor de estabilización en una región que anticipaba un escenario de tensiones y conflictos en ascenso entre los grupos dominantes tradicionales, los sectores medios emergentes y las fuerzas armadas. La inestabilidad regional se agravó con el triunfo de la revolución cubana y el entusiasmo que suscitó en un amplio arco de organizaciones políticas y grupos sociales. En tales circunstancias, el régimen somocista aparecía ante los ojos de Washington como una pieza valiosa en la proyección hemisférica de su política de seguridad nacional en el marco anticomunista de la guerra fría.

 

2) La Guardia Nacional fue instrumento de importancia fundamental durante todo el somocismo, pero según un estudioso del tema, el modo en que los Somoza ejercieron control sobre este cuerpo armado, creado a principios de la década de los treinta por la fuerza de invasión de Estados Unidos, impediría hablar del somocismo como un caso de régimen militar (Guzmán 1992). Los Somoza padre e hijo ejercieron control absoluto sobre la Guardia. Decidían con voluntad personal y excluyente los ascensos, honores y pases a retiro; la lealtad a la persona de Somoza, más que los méritos castrenses, era la llave que abría las puertas de la promoción militar. Las atribuciones de los Somoza incluían la facultad de saltar rangos del escalafón cuando el caso lo ameritaba: Anastasio Somoza Portocarrero, nieto del fundador, debutó como oficial de la Guardia con el grado de coronel. Ninguna de estas medidas suscitó quejas o reclamos.[7]

 

Somoza García y después su hijo, aseguró su control sobre la Guardia Nacional aislándola de la sociedad, y este estilo fue continuado por su hijo. Los oficiales y suboficiales vivían en sus propias urbanizaciones; carecían de vinculaciones sociales significativas con el mundo civil y sus contactos con el sistema político se reducían a Somoza (Booth 1982). La lealtad al jefe era recompensada con un sistema generoso de prebendas: exenciones impositivas, libre importación de bienes, tiendas de abastecimiento a bajo precio, y gratificaciones similares presentaban a la Guardia Nacional como una vía apropiada para que elementos provenientes de los sectores medios o del campesinado se abrieran paso en una sociedad donde la dominación   de clase se combinaba con las redes tradicionales de linaje y con la discriminación racial.

 

Hasta que el desafío revolucionario sandinista se identificó, la mayoría de los elementos de la Guardia Nacional estaban asignados a una variedad amplia de funciones que no son estrictamente militares (policía, guardafronteras) o de carácter propiamente burocrático (administración de aduanas, migración y extranjería, dirección de algunas corporaciones estatales, administración del régimen carcelario;[8] actividades todas en las que campeaba un clima de generalizada corrupción. Solamente pequeños grupos convencionalmente considerados “de élite” recibían entrenamiento estrictamente militar. La falta de un espíritu de cuerpo relativamente independiente de la personalización de la jefatura, la carencia de autoridad de los mandos medios, la subordinación total a la familia gobernante, se evidenciaron en las postrimerías del régimen: en cuanto se tuvo noticia que el 17 de julio 1979 Somoza Debayle y su hijo habían abandonado el país, la Guardia Nacional dejó de combatir contra los sandinistas y se desbandó.

 

3) La alianza con el Partido Conservador y la disposición de éste a aceptar un papel subordinado en el sistema, dotó al régimen de una base de legitimidad más amplia que la de las típicas dictaduras personales. Esto no excluyó la existencia de algunos conflictos e incluso temporales rupturas, pero los Somoza siempre pudieron recurrir, en momentos de tensión, a acuerdos con esta fuerza política tradicional. El somocismo, expresado en términos partidarios en el Partido Liberal Nacional, y el Partido Conservador, bautizaron a este sistema de alianzas con el nombre de “paralelas históricas”, asentado sobre un número de coincidencias básicas: lealtad al liderazgo hemisférico de Estados Unidos, exclusión de terceras fuerzas que pudieran llegar a constituirse en amenaza al sistema, marginación popular combinada con mediaciones clientelísticas y, a partir de la década de 1950, un agresivo anticomunismo a tono con el sistema de guerra fría.

 

El único momento en que el somocismo se inclinó hacia el otro lado del espectro político fue a fines de los años cuarenta. Anastasio Somoza García salió indemne de la ola de movilizaciones estudiantiles y de clases medias que en esa década cruzó toda Centroamérica y acabó con las dictaduras de Jorge Ubico en Guatemala, Maximiliano Hernández Martínez en El Salvador, y Tiburcio Carías Andino en Honduras. Para enfrentar a la intensa movilización social que demandaba modernización política y democratización la dictadura adoptó algunas medidas que consiguieron cierto apoyo en las incipientes organizaciones sindicales y en el Partido Socialista (PSN): aprobó un código del trabajo técnicamente progresista, y posteriormente un sistema de seguridad social. Más por el rechazo que estas medidas suscitaron en la oposición conservadora que por sus propias características, el somocismo apareció dotado coyunturalmente de cierto tinte progresista --que no excluyó la represión del activismo obrero cuando fue necesario (Gould 1990:79ss). Pasado el peligro, el pacto celebrado en abril 1950 con el general Emiliano Chamorro, jefe máximo del Partido Conservador, volvió a poner las cosas en su lugar.[9]

 

Sin embargo para una nueva generación de conservadores los compromisos de su partido con la dictadura resultaron inaceptables. Desde la década de 1950 jóvenes de encumbradas familias conservadoras comenzaron a involucrarse en una oposición activa al somocismo y a buscar vías  de superación del tradicional bipartidismo liberal/conservador. En los años setenta Pedro Joaquín Chamorro Cardenal impulsó la creación de la Unión Democrática para la Liberación (UDEL), una reunión de varias denominaciones políticas que tuvo poco éxito, sobre todo por la desconfianza del Partido Conservador hacia una alianza con grupos liberales que planteaban un programa reformista.

 

La subordinación política de los grupos dominantes al somocismo fue tal que recién en 1978 –es decir cuando el acenso del desafío revolucionario sandinista ya parecía incontenible—se creó el que puede ser considerado primer partido político de la burguesía nicaragüense como clase: el Movimiento Democrático Nicaragüense (MDN). La situación no fue distinta en el terreno corporativo. La primera reunión empresarial para discutir la orientaciones económicas gubernamentales se celebró en marzo 1974; a pesar de que el auge algodonero data de principios de los años cincuenta, fue recién en 1978, casi treinta años después, que se constituyeron las primeras asociaciones gremiales de empresarios algodoneros. La Unión de productores Agropecuarios de Nicaragua (UPANIC) se creó en 1979, lo mismo que la Confederación de Asociaciones profesionales (CONAPRO). Se trataba en consecuencia de una burguesía débil en lo corporativo organizativo y en lo político.

 

Durante la década de 1970 la incorporación al sandinismo de algunos jóvenes de familias conservadoras encumbradas introdujo la represión somocista en el seno de los grupos tradicionales. El efecto se sintió mucho más en la  “sociedad” conservadora que en el Partido Conservador, y acumuló elementos de conflicto a una relación que se había deteriorado sensiblemente después del terremoto de Managua (diciembre 1972). El Partido Conservador, en efecto, mantuvo la alianza con el somocismo hasta el final de la dictadura, hasta el punto que Fernando Agüero abandonó el país inmediatamente después del triunfo revolucionario y se mantuvo en el exilio durante toda la década sandinista. Pero la marginación de parte importante de las familias conservadoras más tradicionales respecto de la bonanza económica derivada del auge agroexportador erosionó la aceptación del somocismo n este sector social. Los conflictos se explicitaron cuando el régimen monopolizó los fondos externos para la reconstrucción de Managua después del terremoto e incursionó en rubros tradicionalmente controlados por la burguesía conservadora (especulación inmobiliaria y construcciones, sobre todo) y se exacerbaron en algunos casos cuando la represión alcanzó a algunos de sus hijos que habían ingresado al FSLN o colaboraban con él.

 

El somocismo fue, en resumen, un sistema dinástico asentado en un instrumento de coacción y control (la Guardia Nacional) y un sistema de alianzas políticas con la principal fuerza de oposición formal, con el reaseguro del apoyo de los sucesivos gobiernos de Estados Unidos. La alianza con el Partido Conservador y la disposición de éste a aceptar un papel subordinado en el sistema dotaron a éste de una base de legitimidad más amplia que la de las típicas dictaduras personales (como fue, por ejemplo, el caso de Rafael leónidas Trujillo en la República Dominicana). A su turno estas alianzas se edificaban a partir de la coincidencia de somocismo y conservadorismo respecto del tipo de país que debía construirse en Nicaragua, de su acatamiento al liderazgo estadounidense, y del estilo clientelista de subordinación de las masas populares, sobre todo rurales, que permitía movilizarlas como séquitos electorales y de confrontación en los momentos necesarios. Este sistema de alianzas dejaba sin oportunidades efectivas de gravitación política a las otras organizaciones opositoras, que por su carácter minoritario también dependían de alianzas con el partido Conservador a partir del común denominador del antisomocismo.

                       

La reducida presencia de estas organizaciones (PLI, PSN PSC y otras) en el campo, a causa del funcionamiento del clientelismo y de la represión, redujo su influencia sobre todo al ámbito urbano, o a los centros de concentración de fuerza de trabajo asalariada (por ejemplo, los ingenios azucareros en el occidente del país.  Los intentos del PSN en la década de 1960 de organizar los primeros sindicatos campesinos en la zona de Matagalpa chocaron con una inmediata represión, lo mismo que las movilizaciones de trabajadores rurales y los esfuerzos de organización campesina en occidente (Santos de Morais 1970; Gould 1990:85 y sigs.) La actividad sindical fue más notoria en las ciudades, sobre todo con la reactivación de la industria de la construcción posterior al terremoto de Managua, pero en general la capacidad reivindicativa fue reducida. Además, la estrecha vinculación de las organizaciones sindicales a los pequeños partidos de oposición o a organizaciones internacionales que competían entre sí  acentuaba las divisiones y favorecía la eficacia de eficacia de la represión.[10]

 

Estas limitaciones y la tradición política del país mantuvieron como una alternativa siempre abierta el recurso a la violencia para conseguir cambios políticos. Fue, en verdad, una alternativa considerada y practicada por un espectro amplio de actores ante el nuevo panorama que se abrió tras la muerte de Somoza García. En el segundo semestre d3 1958 un pequeño grupo armado de estudiantes universitarios de filiación liberal independiente, dirigidos por el viejo general sandinista Ramón Raudales, ingresó desde Honduras con la intención de derrocar al régimen; rápidamente fue detectado y derrotado por la Guardia Nacional. En 1959 exiliados conservadores organizaron desde territorio de Costa Rica una nueva incursión, vagamente inspirada en el reciente triunfo revolucionario en Cuba; corrió la misma suerte que la anterior. Meses después una tentativa similar, de orientación más liberal y socialista que incluía a algunos veteranos de la guerrilla de Raudales, y aparentemente con más vinculación al régimen cubano, fue neutralizada en territorio hondureño cuando intentaba ingresar en Nicaragua.[11] Por lo tanto la creación de la guerrilla del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) a principios de la década de 1960 no fue algo que ocurriera en el vacío; algunos de sus integrantes originales habían participado en los intentos previos, sobre todo en el de “El Chaparral”, y en la formación de organizaciones próximas al PSN que intentaron infructuosamente radicalizarlo.

Estas primeras manifestaciones de lucha armada pusieron en evidencia la inconformidad de segmentos radicalizados de las clases medias con el sistema somocista y con lo que consideraban complicidad de los partidos políticos. La participación estudiantil fue decisiva, y la táctica “foquista” inicial expresó tanto la vigencia de una particular interpretación de la experiencia guerrillera cubana, como la falta de inserción entre los trabajadores urbanos y rurales y en el campesinado.[12] Después de algunos fuertes reveses, el FSLN logró ampliar su inserción sen sectores del campesinado y los barrios pobres de las principales ciudades, al mismo tiempo que atraía las simpatías de jóvenes elementos de las familias tradicionales. Desde mediados de los años setenta el FSLN aumentó su actividad en áreas de concentración de asalariados rurales promoviendo ocupaciones de tierras y la organización sindical.

 

El enmarcamiento institucional de las profundas transformaciones sociales producto del crecimienti0 capitalista por un sistema político cerrado a las demandas de los grupos negativamente afectados por ellas creó condiciones para el mantenimiento de la convocatoria revolucionaria no obstante las alzas y bajas del accionar guerrillero. Los rasgos estructurales de la economía nicaragüense incidieron para que la propuesta de sustitución revolucionaria del régimen calara en sectores sociales más amplios y de perfil clasista menos definidos que en El Salvador. Por un lado, la existencia de una amplia frontera agrícola y el mayor peso de las fracciones medias del campesinado redujeron el peso del campesinado sin tierra en la estructura agraria a fenómenos circunscriptos espacialmente, y diferenciaron las causas y expresiones del malestar rural (una circunstancia que habría de ser fuente de numerosas tensiones para la reforma agraria sandinista) y orientaron la protesta más hacia el estado y sus aparatos represivos que hacia los terratenientes. Las políticas gubernamentales que impulsaban las transformaciones analizadas en el capítulo anterior crearon condiciones para que una amplia capa agricultores medianos y campesinos acomodados, muchos de ellos vinculados por tradición al conservadorismo, prestara apoyo al FSLN.

 

El terremoto de Managua alteró drásticamente el escenario urbano. El impacto directo de la destrucción en las condiciones de vida de la gente fue agravado por el pillaje de la Guardia Nacional y el acaparamiento y desvío de los fondos de ayuda y reconstrucción por el somocismo (Vilas 1984:135 y sigs.). La reactivación económica posterior incrementó la oferta de empleos sobre todo en la construcción y favoreció una recuperación de la actividad sindical, aunque con la misma escasa eficacia reivindicativa de los años anteriores. Por su lado, la incursión del somocismo en actividades en la que hasta entonces habían operado casi exclusivamente los grupos tradicionales generó fricciones y tensiones dentro del bloque dominante: la llamada “competencia desleal”.[13] Todavía estos sectores no cuestionaban al somocismo como sistema político; se limitaban a criticar la desprolijidad y el favoritismo en el manejo de los fondos públicos y a reclamar la delimitación de la acción del estado a la creación y mantenimiento de las condiciones generales de acumulación. De hecho, la subordinación de los grupos económicos dominantes al somocismo fue tal que recién en 1978 --vale decir cuando el ascenso del desafío revolucionario sandinista parecía ya indetenible—habría de crearse el que puede ser considerado primer partido político de la burguesía nicaragüense como clase: el Movimiento Democrático Nicaragüense (MDN). La situación en el terreno corporativo no fue distinta. A pesar que el auge algodonero data de principios de la década de 1950, fue casi treinta años después, en 1978, cuando se formaron las primeras asociaciones gremiales de empresarios algodoneros, mientras que la Unión de Productores Agropecuarios de Nicaragua (UPANIC) se creó en 1979.[14]

                       

El estado de sitio decretado a fines de 1974 como reacción a un operativo sandinista ahondó las fisuras entre el régimen y el conjunto de la sociedad. La exacerbación de la represión contra todo lo que se aproximara, a juicio de los Somoza, al sandinismo, alcanzó todos los ámbitos del tejido social, aunque ensañándose con los barrios populares y el campesinado medio y pobre. La represión golpeó también a algunas familias emblemáticas de la sociedad tradicional, cuyos hijos se habían incorporado al FSLN a través de la inserción de éste en el movimiento estudiantil y en sectores de la juventud cristiana. Por otro lado el estado de sitió fue aprovechado por el somocismo para profundizar su involucramiento en los negocios y en el manejo prebendario de los recursos públicos.

 

Las presiones internacionales forzaron a Somoza a levantar el estado de sitio en 1977. La llegada de James Carter a la presidencia de Estados Unidos implicó un cambio profundo en la política de Washington hacia América Latina; el respeto a los derechos humanos ocupó un lugar mucho más importante en las relaciones con los gobiernos latinoamericanos que en las administraciones anteriores. A su turno el cambio en el enfoque estadounidense favoreció presiones sobre el somocismo de varios gobiernos de la región: Panamá, Costa Rica, México y Venezuela sobre todo. El FSLN, que desde 1976 se había fragmentado en tres tendencias, incrementó la actividad guerrillera e impulsó la creación de frentes de masas de amplio reclutamiento popular urbano, iniciando asimismo una aproximación a los grupos tradicionales progresivamente distanciados del somocismo.[15] El asesinato de Pedro Joaquín Chamorro en enero 1978 incrementó el distanciamiento del somocismo respecto de los grupos dominantes tradicionales. Empero, el fracaso de la huelga patronal para conseguir la renuncia de Somoza marcó los límites de la capacidad de la oposición tradicional para cambiar las cosas.

 

Tras el fracaso de esa huelga patronal los grupos empresariales opositores crearon el ya mencionado MDN; en mayo 1978 nació el Frente Amplio Opositor (FAO) que agrupaba, además del MDN y UDEL, al PLI, PSN, PSC y otros partidos más pequeños. También se sumó al FAO el grupo de “Los Doce”, un núcleo de profesionales y empresarios reunidos por la tendencia “tercerista” (también conocida como “insurreccional”) del FSLN para aproximarse a la oposición tradicional, que ya en octubre 1977 había planteado la creación de un frente amplio similar al FAO. Pero la propuesta de “Los Doce” incluía  al FSLN, lo que no fue aceptado por el resto. El  Programa Democrático de Gobierno del FAO contemplaba la reorganización del ejército nacional, separación del ejército y la policía, prohibición del enjuiciamiento de civiles por tribunales militares, erradicación de la corrupción gubernamental, derogación de la legislación represiva, libre organización sindical y popular, reforma agraria, reforma fiscal, elecciones libres. No se hacía mención alguna a la lucha sandinista, en una coyuntura en que la actividad del FSLN se extendía por todo el país. Meses más tarde “Los Doce” se retiraron del FAO.

 

En julio 1978 se creó el Movimiento Pueblo Unidos (MUP), una amplia alianza de organizaciones sociales vinculadas sobre todo a la tendencia “proletaria” del FSLN y al Partido Comunista de Nicaragua (PC de N). El programa  del MPU planteaba abolir la Guardia Nacional y la creación de un “Ejército de Defensa de la Soberanía Nacional” a partir de los combatientes revolucionarios y los soldados y oficiales de la Guardia Nacional  no involucrados en abusos o represión; confiscación y nacionalización de las propiedades del somocismo, nacionalización de los recursos naturales y de las empresas que los explotaban, libre organización sindical, reforma agraria, entre otras. El clima de agitación antisomocista involucró a las mujeres. El FSLN impulsó la creación de la Asociación de Mujeres ante la Problemática Nacional (AMPRONAC), un organismo de amplia convocatoria en sectores medios urbanos que acompañó la radicalización de la lucha política y habría de desempeñar actividades de apoyo al sandinismo en la insurrección de 1979.

 

En un clima de creciente movilización popular el FSLN lanzó una insurrección en varias ciudades del país a principios de septiembre 1978 aprovechando el impacto de un operativo anterior contra el palacio Nacional, cuando el FSLN retuvo varios días en ese recinto a legisladores somocistas y conservadores hasta que obtuvo la liberación de los dirigentes sandinistas prisioneros desde años atrás. El hecho, difundido por las cadenas internacionales de medios, dio al FSLN una notoriedad mundial.

 

A fines de septiembre abortó un movimiento golpista dentro de la Guardia Nacional. La huelga patronal convocada ese mismo mes fue superada por el activismo de masas, que cambió su carácter de demostración cívica a movilización sandinista. La debilidad de la burguesía no le permitió conseguir la salida negociada de Somoza García, por lo que renovó sus apelaciones de ayuda al gobierno de Estados Unidos, gobierno que al mismo tiempo era presionado por Somoza para continuar en el poder. En febrero 1979 se creó, a instancias del FSLN, el Frente Patriótico Nacional (FPN); además del MPY u “Los Doce” lo integraron el PLI y la Central de Trabajadores de Nicaragua (CTN) de orientación socialcristiana (que a tal efecto abandonaron el FAO), el Partido popular Socialcristiano (PPSC), el Frente Obrero (marxista leninista) y el Sindicato de Radioperiodistas. El FPN significó la ampliación de las alianzas sandinistas por derecha y por izquierda y la coexistencia de dos “frentes” alineados con dos tendencias internas del sandinismo. Un mes después el FSLN alcanzó la reunificación.

 

La acumulación de tensiones y conflictos generó una doble ruptura del bloque dominante: por un lado, el quiebre de la alianza de la sociedad tradicional con el somocismo en lo que ésta puede ser caracterizada como una  alianza entre diferentes fracciones de la burguesía nicaragüense. Por el otro, la rupturas de la “sociedad conservadora”, es decir las familias tradicionales y sus grupos empresarios, con el partido Conservador, que insistía en mantener su alianza subordinada con el régimen somocista. El ascenso de la lucha sandinista, las presiones internacionales y la fractura del bloque dominante aislaron al somocismo del conjunto de la sociedad. Este efecto de aislamiento fue favorecido por la estrategia sandinista que, al enfocar sus ataques contra Somoza y la Guardia Nacional, diluyó las repercusiones de clase de la lucha en aras de una convocatoria democrática y nacional dirigida hacia un conjunto amplios de actores. A diferencia de lo que ocurría en los mismos años en El Salvador y Guatemala, donde el estado mantenía una base en los grupos tradicionales de la sociedad y el enfrentamiento político adquirió una clara identidad clasista o por lo menos social, en Nicaragua se llegó a un enfrentamiento del “estado contra la sociedad” (Torres Rivas 1980b), bien entendido que se trataba de una sociedad unificada por el embate sandinista tanto como por la agresión dictatorial, y en pie de lucha. El enfrentamiento final tuvo un carácter democrático por su sentido, popular por su activismo y nacional por sus alcances, más que de clase en sentido estricto.[16]           

           

Estados Unidos y los aparatos represivos

Desde inicios de la década de 1960, y como una reacción frente a lo que estimaba como una amenaza de la revolución cubana, el gobierno de EEUU inició una política de apoyo militar y seguridad a los regímenes dictatoriales o fraudulentos de Guatemala, El Salvador y Nicaragua. Antes incluso que surgieran amenazas insurgentes reales, varias agencias gubernamentales estadounidenses decidieron tomar partido por la preservación de esos regímenes, consolidando por lo tanto el poder de los grupos sociales a los que las dictaduras servían o expresaban. En el curso de pocos años se pasó de la evolución pacífica predicada por la Alianza para el Progreso, a la contrarrevolución preventiva y a una temprana militarización de los estados. La democracia dejó de ser una alternativa al comunismo, para ser considerada un instrumento que favorecía la penetración de éste.

                       

La preocupación por la seguridad de estos regímenes parece haber sido el resultado de la convicción de los analistas de Washington respecto de la vulnerabilidad de los mismos, tras la amarga experiencia de la dictadura de Batista en Cuba, a la que el gobierno de EEUU apoyó hasta el final. El viejo régimen en Centroamérica formaba parte de un sistema interamericano de seguridad que descansaba en dos pilares: la hegemonía de EEUU en los asuntos políticos y militares y en las relaciones exteriores de los estados centroamericanos, y (con la excepción parcial de Costa Rica) la dominación de esas sociedades por élites tradicionales u oligarquías firmemente alineadas con EEUU. Debido a los vínculos históricos entre los sistemas de dominación internos y el orden internacional, un desafío a las clases dominantes locales implicaba casi inevitablemente un desafío a EEUU. El equipamiento y entrenamiento de los cuerpos militares y de seguridad y la creación de nuevos servicios de inteligencia, todos orientados a la preservación del orden político y social, fueron objetivos prioritarios de la asistencia de Estados Unidos a los regímenes de la región. Ya en 1963 el entonces Secretario de Defensa Robert MacNamara enunció la doctrina según la cual la tarea fundamental de los oficiales latinoamericanos entrenados en las academias especiales en la Zona del Canal y en territorio de Estados Unidos era la seguridad interna de sus estados. El resultado de esto fue la creación de lo que, posteriormente, algunos observadores llamarían "estado contrainsurgente" (Jonas 1991:116-123), pero un estado contrainsurgente que nació antes que el enemigo al que combatía hubiera dado muestras de actividad significativa.[17]

           

Desde 1961 el gobierno de El Salvador contó con asistencia de EEUU para desarrollar el sistema de inteligencia militar. Se modernizaron los equipos y se organizó una vasta red de irregulares paramilitares que alimentaba con información al aparato de inteligencia y proveía de mano de obra para el trabajo sucio de contrainsurgencia, sirviendo como auxiliares del ejército. Tal era el papel desempeñado por ORDEN (Organización Democrática Nacionalista), cuyos miembros eran reclutados de la reserva militar, y que operaba bajo el mando del ejército (McClintock 1985 I:201 y ss). Este destacamento estaba plenamente establecido hacia 1964, bajo el mando del coronel (después general) José Alberto Medrano, posteriormente héroe de la guerra con Honduras; hacia 1974 movilizaba entre 100 mil y 150 mil hombres. En esos mismo años se creó la Agencia Nacional de Seguridad de El Salvador (ANSESAL), dirigida por el mayor Roberto D'Abuisson; un informe de 1983 indica que uno de cada cincuenta salvadoreños era informante de ANSESAL (McClintock 1985 I:207-208 y 219; Torres Rivas 1986).[18]

                       

En Guatemala el objetivo del US Military Assistance Program durante la presidencia del coronel Enrique Peralta Azurdia (1963-66) era asistir en el establecimiento y mantenimiento de capacidad militar para garantizar la seguridad interna contra la violencia interna y las incursiones castristas. La asistencia consistió en creación de cuerpos especiales parapoliciales encargados de ejecutar secuestros, desapariciones, torturas y asesinatos. La cooperación estadounidense para seguridad interna se intensificó en el período 1966-74. En 1966 se organizó una estructura similar a la ANSESAL, con el nombre de Centro Regional de Comunicaciones, que posteriormente cambiaría varias veces de nombre. El Centro era un sistema moderno y complejo de comunicaciones entre todos los cuerpos de policía, los cuarteles y comandos locales del ejército, con sede en la Casa Presidencial.[19] Entre 1950 y 1977 la asistencia militar de Estados Unidos sumó 40.5 millones de dólares, con más de 3,000 cadetes entrenados en bases de Estados Unidos (Black et al 1984:20).

                       

La Guardia nacional nicaragüense recibió asistencia de Estados Unidos a lo largo de toda su existencia. En particular la Escuela de Entrenamiento Básico de Infantería (EEBI), instituto donde se formaba la tropa de élite propiamente militar, contaba con entrenadores y asesores estadounidenses. En la década de 1970 la ayuda militar de Estados unidos a Nicaragua se estimaba en algo más de 30 millones de dólares frente a una ayuda económica directa de algo más de 158 millones (Bendaña y Butler 1978:49).

 

A fines de 1963 funcionarios del gobierno estadounidense ayudaron a establecer el Consejo de Defensa Centroamericano (CONDECA). Su objetivo explícito era la seguridad colectiva de la región, aunque en los hechos dedicó su atención a velar por la seguridad interna de los países miembro. Solamente Costa Rica se mantuvo fuera. En la década de 1960 el CONDECA prestó cierta atención a los programas de "acción cívica", considerados un eficaz medio para combatir los "planes expansionistas del comunismo" (LaFeber 1984:152); a través del involucramiento de elementos del ejército en actividades comunales, se trataba de mejorar la imagen de los cuerpos armados. Tras la guerra entre El Salvador y Honduras (1969) CONDECA entró en crisis a pesar de intentos del Comando Sur del ejército de EEUU por revitalizarlo.

 

2.         EL REFORMISMO CENTROAMERICANO

            La combinación de modernización capitalista y autoritarismo político que se gesto en El Salvador, Guatemala y Nicaragua contrasta marcadamente con las situaciones que se configuraron en Costa Rica y, hasta cierto punto, en Honduras. En Costa rica la disolución del ejército tras los acontecimientos de 1948 privó a la oligarquía de su instrumento político tradicional. En el periodo 1974-78, por ejemplo, se registró un aumento de la movilización campesina y de las ocupaciones de tierra; mientras en la vecina Nicaragua la dictadura somocista, ante hechos similares, respondía con represión, el gobierno costarricense impulsó un proceso de expropiación con compensación a los propietarios afectados y de titulación en beneficio de los ocupantes. En Honduras, el reformismo militar de la década de 1970 fue alimentado por el impacto de la guerra de 1969 con El Salvador, en la que Honduras llevó la peor parte, y encontró fuerte inspiración en el régimen peruano del general juan Velasco Alvarado. El ejército arbitró en las tensiones sociales e impulsó una reforma agraria que, aunque parcial, contribuyó a contener las demandas agrarias y a dotar de cierta estabilidad al régimen político. Mientras el reformismo logró abrirse paso en ambos países, moderando tensiones sociales y brindándoles canales institucionales de expresión, en El Salvador y Guatemala el centro político fue rápidamente eliminado por las resistencias oligárquicas y militares, y en nicaragua nunca hubo intentos reales de apertura política.

 

Costa Rica

El establecimiento de la variante costarricense de democracia social está ligado al modo en que, después de 1948, el estado alcanzó una amplia y duradera autonomía tanto respecto de la oligarquía cafetalera como de las clases populares que en ese entonces conformaban la base social del Partido Vanguardia popular (PVP, comunista), con el que el gobierno reformista de rafael Calderón Guardia (1944-44) había alcanzado algunos consensos. La disolución del ejército privó a la oligarquía cafetalera de una herramienta política; el control sobre los sindicatos redujo la capacidad de presión corporativa de los trabajadores y la proscripción del PVP los dejó sin representación política; la adopción de un programa reformista y modernizante por el Partido Liberación Nacional (PLN) y el estado convirtió al sistema político en la arena de transacción de los intereses sociales.

 

El movimiento armado de 1948 dirigido por José Figueres y el Partido Social Demócrata   (a partir de 1951, Partido Liberación Nacional) proscribió al PVP al mismo tiempo que se apropió de algunos aspectos importantes de su programa de reformas económicas y sociales, y a través del manejo de instrumentos de política el estado que se configuró consiguientemente arrebató a la oligarquía cafetalera el manejo de una porción sustancial del excedente financiero de la economía del café. La utilización de ese excedente permitió a Figueres ganarse el apoyo político de buena parte de los pequeños caficultores y competir exitosamente con la izquierda proscripta por el apoyo de los asalariados. El éxito de la estrategia debió mucho a la existencia de un programa de acción política y transformación social que grupos intelectuales venían discutiendo y bosquejando desde años atrás en torno al Centro para el Estudio de los Problemas Nacionales fundado en 1940, y al periódico Surco.[20] La Junta de Gobierno establecida en 1948 decretó la nacionalización de la banca y de la generación y comercialización de energía eléctrica; estableció un impuesto de 10% sobre el capital; reformó con sentido progresista la legislación sobre la mujer (que consiguió el derecho al voto en 1949) y respetó los avances en materia de legislación laboral de la administración de rafael Calderón Guardia.

 

La nacionalización de la banca permitió asignar los recursos crediticios a los objetivos de política establecidos por los grupos que se expresaban a través del estado: una amplia capa de pequeños y medianos productores rurales ligados a la exportación, y de profesionales vinculados a ellos. La creación en 1949 del Instituto Costarricense de Electricidad (ICE) promovió el desarrollo de infraestructura y de programas de irrigación que mejoraron las condiciones de producción en el campo. Estas y otras medidas favorecieron el desarrollo de procesos de inversión fuera del sector agroexportador tradicional. Una reforma tributaria sencilla permitió la apropiación pública de parte del excedente que antes quedaba en manos de la oligarquía cafetalera; los fondos obtenidos permitieron desarrollar programas de infraestructura rural que incluían electrificación, drenajes y caminos.

                       

La política de transformación agraria mejoró la distribución de la tierra; el índice Gini de concentración se redujo 10% entre 1950 y 1973, y 16% en las tierras dedicadas a café (Reuben Soto 1982:209-210). A pesar de esto la estructura de tenencia siguió mostrando una fuerte polarización lati-minifundista, mitigada en parte por la alta proporción de tierra ocupada por sus dueños.[21]  En 1973 aún quedaba más de un millón de hectáreas incultas dentro de las fincas, de las que casi dos tercios en latifundios y un tercio en fincas medianas. En parte debido a la fuerte concentración de la tierra subutilizada en fincas grandes, tres cuartos de los que trabajaban en la agricultura a principios de los años sesenta carecía totalmente de tierra o la tenían insuficiente para sostener a sus familias; casi 60% eran peones y otro 15% minifundistas (Hall 1984:274).

 

Hasta 1961 la colonización espontánea de tierras baldías fue la principal válvula de escape para los trabajadores sin tierra, pero ese año la Ley de Tierras y Colonización prohibió las ocupaciones. En 1962 se estableció el Instituto de Tierras y Colonización (ITCO) para hacerse cargo del problema agrario en respuesta a las presiones que emanaban del crecimiento poblacional, al agotamiento de la frontera agrícola, la poca generación de empleos industriales en las ciudades, y el temor de que se generara un efecto de demostración a partir de la revolución cubana. El ITCO fue creado bajo la influencia del enfoque reformista de la Alianza para el Progreso; su modelo, y el de la ley agraria, fue el de la reforma agraria venezolana impulsada en esos años por Acción Democrática, de similar orientación socialdemócrata que el PLN. Inicialmente dedicado a programas de colonización en tierras vírgenes con indemnización a los antiguos dueños, en la década de 1970 el ITCO también promovió asentamientos colectivos y cooperativas en tierras compradas a propietarios privados, con intermediación financiera estatal (Rivera 1986:41-45, 53; Barahona Riera 1980:275-276, 278). Aunque estuvo sometido a limitaciones financieras –situación frecuente en este tipo de reformas— los programas se aceleraron a partir de 1975.

 

Sin perjuicio de su alcance reducido, la reforma agraria implicó una transformación en la relación entre el estado y las clases subalternas rurales. Durante la primera mitad de la década de 1960 el clima social del campo fu alterado por las tomas de tierras y por las ocupaciones violentas y masivas de fincas privadas en el Valle Central. Entre 1962 y 1971 el ITCO intervino en 272 conflictos originados por la toma de 372 fincas; el 45% de las tomas se realizó entre 1970 y 1971. Este año se estimó que las tierras ocupadas sumaban casi 120 mil hectáreas (Rivera 1986:88-89. La capacidad del estado para dar respuesta a la demanda de tierras, y el enfoque particularista del problema, permitieron prevenir la formación de organizaciones campesinas fuertes, como fue en cambio el caso de Honduras.[22]

                         

La autonomía relativa del estado respecto de los actores sociales fundamentales –oligarquía cafetalera, asalariados, pequeños productores rurales—otorgó un amplio margen de maniobra al grupo político de José  Figueres y Liberación Nacional. Al alcanzar un margen estable de autonomía política respecto de la clase tradicionalmente dominante, y al capturar para el estado una porción importante de la riqueza generada por el café, Figueres y el PLN pudieron mantener un equilibrio entre el imperativo de redistribuir la riqueza para adquirir consenso de masas, y la necesidad de estimular la productividad y racionalizar la más importante actividad económica nacional. Las medidas para modernizar la producción cafetalera incluyeron a lo largo de las décadas de los cincuenta y los sesenta la renovación de las plantaciones, promoción del uso de fertilizantes, políticas de crédito, producción de semillas de alto rendimiento, desarrollo de nuevas técnicas de manejo de cultivos, etcétera, todo impulsado directamente por agencias estatales.

 

Una parte considerable del excedente cafetalero volvió a la agricultura en forma de proyectos de desarrollo y no sólo en programas de bienestar social. Así, mientras los programas iniciales para reestructurar la economía tuvieron que ser impuestos a una clase terrateniente opuesta a tales cambios, en el largo plazo sus elementos más poderosos resultaron fortalecidos por la modernización del sector cafetalero. Esta situación marca un contraste con otras experiencias de expropiación del excedente agropecuario en América Latina, en las cuales tuvo lugar una transferencia del mismo hacia el capital industrial para impulsar procesos de sustitución de importaciones, en un enfrentamiento político con los grupos terratenientes y exportadores que dejó poco espacio para el acuerdo y la negociación.[23]

           

El crecimiento de la productividad fue mayor en los grandes cafetaleros que en los pequeños debido a que aquéllos se apropiaron mejor de los beneficios del progreso técnico y de la modernización promovida desde el estado; algo similar ocurrió en materia de aumento de los volúmenes de producción, y también crecieron la concentración y la centralización de la producción (Winston 1989).  El resultado de todo esto fue que los grandes cafetaleros salieron fortalecidos aunque en una forma reconstituida, y en el marco de una mayor diferenciación de los grupos capitalistas.

 

La eficacia reformista del estado conducido por Liberación Nacional se asentó asimismo en su capacidad para neutralizar la oposición de los trabajadores y los pequeños agricultores, a través de políticas de bienestar social, distribución de tierras, y la legitimación institucional de las organizaciones laborales. Los trabajadores que simpatizaban con el Partido Vanguardia Popular (PVP, comunista) sufrieron la proscripción de su organización; a cambio se les ofreció seguridad social, cooperativas y sindicatos. La debilidad de esas organizaciones frente al estado convirtió a éste en una especie de complemento de las organizaciones corporativas de la clase.

                       

El sindicalismo se desarrolló más en el sector público que en el privado; en 1973 la tasa general de sindicalización (rural y urbana) era la más alta de Centroamérica: 43.4% de los ocupados en el sector público, y sólo 5.5% en el sector privado (Barahona Riera 1980:36 y 143-144; Sojo 1984:55-56). De 310 sindicatos activos en 1977 pertenecían a la actividad agrícola 40 (31%), con casi 14 mil afiliados en un total de más de 72 mil (20%).[24] El sindicalismo agrario tuvo cierto desarrollo gracias a las  condiciones institucionales relativamente permisivas. En 1960 se creó la Federación de trabajadores Agrícolas, en 1965 se formó la Federación Unitaria de Trabajadores Agrícolas y Campesinos (FUNTAC) y en 1967 surgieron el Congreso Nacional de Campesinos, la Federación Nacional de Juntas Progresistas y la Federación Campesina Cristiana Costarricense. Estas organizaciones protagonizaron ocupaciones de tierras que en general recibieron un tratamiento negociador por parte del gobierno.

                       

La intervención del estado en los procesos de reproducción de las clases subalternas (educación, vivienda, salud, seguridad social) generó una red de instituciones que se convirtieron en canales de expresión legítima de las tensiones sociales y de la organización del consenso. Existió una congruencia básica entre el desarrollo económico estimulado por el sector público y el reformismo institucional: se apuntaba a la valorización del capital al mismo tiempo que el estado redistributivo atendía las necesidades de los grupos y clases subordinadas y definía el marco institucional de procesamiento legítimo de las tensiones sociales.

 

La intervención estatal se incrementó progresivamente, en particular durante la presidencia de Daniel Odúber (1974-78). La nacionalización de las compañías de refinación de petróleo y comercialización de sus derivados había dado lugar a la creación en 1963 de RECOPE (Refinadora Costarricense de Petróleo) con 15% de participación estatal, que creció a 63% en 1973 al 100% el año siguiente. Por su parte la creación de la Corporación Costarricense de desarrollo (CODESA) permitió efectuar grandes inversiones en empresas privadas que no pudiesen encararlas por sí mismas. El empleo público se quintuplicó en el curso de 25 años; de 16 mil ocupados en 1949 se llegó a casi 87 mil en 1973, en gran medida como efecto de la ampliación de la presencia estatal en la regulación de los mercados, la fijación de precios de productos y servicios básicos, y similares. Se gestó lo que Sojo denominó “capitalismo de estado transitivo” (Sojo 1984:43) en cuanto las condiciones generales de la producción eran puestas a disposiciones de los capitales individuales. Vale decir, un modo de intervención que no desplazaba, sino que consolidaba, al sector capitalista.

 

El reformismo estatal mejoró el perfil social del país. Entre 1961 y 1971 el ingreso captado por el 20% superior de la población cayó de 60% a 50.6%, al mismo tiempo que el PIB crecía a una tasa anual de 6.5%. La tasa de mortalidad infantil bajó de 83.2 por mil a 43.1 por mil y la expectativa de vida creció de 63.3 años a 68.3. La fuerte inversión pública en bienestar social fue posible, entre otros factores, por el peso reducido de la inversión en seguridad. En 1960 el gasto en educación pública representó 18% del presupuesto del gobierno central, subió a 22% en 1970, y a 30% en 1976, mientras el gasto en seguridad se mantuvo en alrededor del 5% en todo el período (Céspedes 1979; Denton y Acuña 1984). A fines de la década de 1970 el gasto en defensa representaba menos de 3% del gasto público total, mientras que en Guatemala, El Salvador y Honduras era entre tres y cuatro veces mayor; en cambio el gasto en educación, salud y seguridad era más del doble del de Guatemala, y más de 40% mayor que los de El Salvador y Honduras. El desarrollo del movimiento cooperativo y de asociaciones urbanas de solidaridad creó canales para un involucramiento pausado pero creciente de mujeres en actividades de capacitación, favorecido asimismo por la ampliación del mercado laboral. Las políticas reformistas del estado tuvieron como efecto una reorientación de la movilización hacia el sistema de partidos y las confrontaciones electorales: una conversión de la movilización social en movilización electoral. Debe señalarse, en todo caso, que esta reorientación no fue simplemente un juego de prestidigitación política: la inserción de las masas en el sistema político tuvo como contrapartida mejoras significativas en sus condiciones de vida, en un marcado contraste con el resto del istmo.

                       

Además de su impacto en las cuentas fiscales, la abolición del ejército privó a la burguesía cafetalera y al conjunto de los grupos dominantes del que en la política latinoamericana es su instrumento fundamental de poder; a cambio de esto se les ofrecieron políticas de acumulación y modernización. Asimismo la disolución del ejército dotó de mayor estabilidad al sistema político reformista y al régimen de partidos; como señala Vega Carballo (1989), éstos no tuvieron que competir con los militares, como en Honduras, y pudieron controlar el ritmo y la orientación del cambio social. Al mismo tiempo, la debilidad de las organizaciones corporativas –cámaras empresariales, sindicatos—para actuar más allá de sus espacios sectoriales, fortaleció la eficacia de los partidos como instancias de articulación de los intereses sociales. Finalmente, el reformismo dotó al estado de una clientela amplia que expresaba su lealtad al sistema en la aceptación de los canales institucionales de transacción de intereses y, ante todo, en el sistema electoral.

                       

La proscripción del PVP durante más de dos décadas actuó como reaseguro para que las presiones sociales se canalizaran por los partidos del régimen. Se conjugó de esta manera un sistema reformista eficaz, con una amplia base de legitimidad, a salvo de amenazas por la derecha --por la eliminación del ejército-- y por la izquierda --por la proscripción del comunismo. El régimen político articuló un sistema bipartidista hegemónico de alternancia en el poder ejecutivo, con una mayoría estable del PLN en el Congreso hasta entrada la década de 1980. Esto permitió combinar el principio democrático de la rotación con la estabilidad política derivada del control legislativo.

 

Varios estudios (por ejemplo Palma 1980; Rojas Bolaños 1980; Sojo 1984) pusieron énfasis en el efecto desmovilizador de las políticas sociales, sugiriendo que éste y no otro fue su objetivo central. Es difícil argumentar al respecto, como siempre que se discute en torno a la intencionalidad de determinadas políticas públicas. Haya sido éste o no el designio de los gobiernos o del PLN, es incuestionable el impacto de las reformas en la consolidación de la legitimidad del sistema político. Más que una desmovilización de las clases populares, las políticas reformistas tuvieron como efecto una reorientación de la movilización popular hacia el sistema de partidos y las confrontaciones electorales: una conversión de la agitación social en movilización electoral. Debe señalarse, en todo caso, que esa reorientación no fue simplemente el resultado de un juego de prestidigitación política: la inserción de las masas en el sistema político tuvo como contrapartida mejoramientos significativos en sus condiciones de vida, en un notable contraste con el resto del istmo.

                       

Honduras

La conjugación de reforma social y apertura política que hemos visto en Costa Rica se manifestó de manera matizada en Honduras. Un proceso de reforma agraria permitió moderar las tensiones sociales en el campo y alimentar expectativas sobre la eficacia del estado para resolver conflictos y atender demandas, en el marco de regímenes militares de carácter tibiamente reformista y cierta sensibilidad social. La debilidad de los partidos políticos tradicionales (Nacional y Liberal) para articular el dinamismo de las fuerzas sociales que se fueron perfilando como efecto de las transformaciones del capitalismo agroexportador contribuyó a la vulnerabilidad del sistema político representativo y a la reorientación de las presiones sociales por la vía corporativa.

                       

El diseño democratizante insinuado a través del Partido Liberal en la década de 1950 chocó contra las rigideces de un sistema político modelado por los grupos más tradicionales y las empresas transnacionales del banano, a través del Partido Nacional (conservador) y de las fuerzas armadas. En estas condiciones las presiones en torno a la democratización se expresaron de manera separada en el terreno socioeconómico y en el terreno político, sin una necesaria correspondencia entre ambos: el énfasis en la democratización política no se proyectó a las relaciones sociales y al acceso a recursos, y los avances en el terreno socioeconómico no fueron antagónicos con regímenes políticos autoritarios. El predominio de la óptica corporativa limitó las proyecciones políticas de los intereses sociales y creó condiciones para que fuera el estado, y en particular el ejército, quien en nombre de la sociedad en su conjunto ejerciera una marcada autonomía respecto de las clases en pugna. Por las características estructurales del país, los alcances y limitaciones de este esquema fueron particularmente notorios en el sector agropecuario, sobre todo en torno al problema de la tierra.

                       

Con el apoyo de organismos multilaterales y de agencias gubernamentales estadounidenses, el estado hondureño, prácticamente reducido hasta entonces al control militar de la población y al poco eficiente cobro de las rentas de aduana, fue transformado en un ente con amplias facultades de intervención en la vida económica. A través del crédito agropecuario e industrial, y del desarrollo de la infraestructura vial y energética, el estado apoyó y promovió la diversificación económica y la integración de Honduras a la modernización capitalista de la posguerra, contribuyendo a la formación de nuevos grupos empresariales en la producción ganadera y algodonera, y posteriormente en la producción azucarera; por lo tanto, con percepciones e intereses distintos de los de los grupos tradicionales ligados al enclave bananero.[25] La reforma constitucional de 1957, auspiciada por el interregno militar (1956-57) que sucedió a la caída del gobierno reformista del presidente Julio Lozano Díaz, sancionó la intervención estatal amplia en la economía. El estado fue incluso autorizado a reservarse áreas de competencia exclusiva por razones de interés nacional y seguridad, para encauzar, estimular y suplir a la iniciativa privada. La institución que permitió ejecutar este amplio intervencionismo fue el Banco Nacional de Fomento (BANAFOM), de características muy parecidas al INFONAC nicaragüense.

                       

En 1962 el gobierno liberal de Ramón Villeda Morales promulgó la primera ley de reforma agraria en respuesta a las movilizaciones rurales y las huelgas agrícolas que desde 1954 agitaban algunas zonas del país y en particular a las ocupaciones de tierras por los trabajadores cesantes de la empresa bananera estadounidense Tela Railroad Co. El gobierno de Villeda Morales (1959-63) expresaba una alianza política amplia de grupos modernizantes (la incipiente burguesía industrial, las capas medias urbanas) y sectores populares, que se expresó en medidas como el Código del Trabajo, el fomento a la educación y la reforma agraria. En 1961 creó el Instituto Nacional Agrario (INA) para encauzar las tomas de tierra y encargarse del problema agrario. Poco después algunos grupos  campesinos crearon el Comité Central de Unificación Campesina, que en agosto de 1962 se transformó en Federación Nacional de Campesinos de Honduras (FENACH). La FENACH movilizaba sobre todo a los arrendatarios y ocupantes precarios de tierras de la Tela Railroad Co, muchos de los cuales habían sido obreros de las plantaciones de la bananera y en tal condición habían acumulado experiencia de acción sindical.[26] Un mes después de la creación de FENACH y como reacción a ella se formó la Asociación  Nacional de Campesinos de Honduras (ANACH) con asesoría AFL-CIO y ORIT. Apoyada por el gobierno, rápidamente obtuvo personería jurídica. Las tomas de tierras encontraron respuestas favorables en el INA, acelerándose la recuperación de tierras nacionales y ejidales ilegalmente poseídas por los terratenientes. Las tierras se adjudicaban a los ocupantes, con apoyo financiero estatal, para la producción  asociativa.

                       

La activación agraria alarmó a los terratenientes que encontraron eco en sectores del ejército. El golpe militar de 1963 frenó la reforma agraria. Entre ese año y 1967 el INA sólo impulsó algunos pequeños proyectos de colonización en la frontera agrícola. La tónica del gobierno militar fue antipopular y represiva. En la masacre campesina de El Jute (departamento de Yoro, el 30 de abril 1965), ejecutada por el ejército, uno de los muertos fue el dirigente Lorenzo Zelaya. La represión también abarcó a la ANACH pese a sus relaciones con organizaciones sindicales de Estados Unidos. En 1969 aumentaron los desalojos de campesinos y finqueros salvadoreños sobre todo en los departamentos fronterizos; otros optaron por abandonar Honduras por temor a represalias. Las acciones militares, apoyadas por el INA, eran estimuladas por los terratenientes, que esperaban beneficiarse de las expulsiones. La existencia de campesinos salvadoreños instalados en Honduras desde décadas atrás sirvió a los terratenientes para presentar como un conflicto de tipo nacional lo que en realidad era un conflicto entre dos clases sociales.[27]

                       

Después de un breve interregno civil un segundo golpe militar, también encabezado por el general Oswaldo López Arellano, dio nuevo impulso a la reforma agraria, en franco contraste con el conservatismo de su anterior gestión. En 1973 se creó la Federación de Cooperativas de la Reforma Agraria de Honduras (FECORAH), en la que el gobierno, a través del INA, llegaría a tener fuerte gravitación; en 1982 FECORAH llegó a contar con 10,000 socios. En noviembre 1979 se creó el Frente Unido Nacional Campesino de Honduras (FUNACAMH), un intento de unidad de todas las organizaciones campesinas ante la virtual paralización de la reforma agraria.

                       

La reforma agraria se orientó fundamentalmente hacia las tierras de propiedad estatal; 73% de la superficie afectada en 1973-74 correspondió a tierras fiscales, 19% a tierras privadas y 8.5% a tierras ejidales. Entre 1973 y 1982 los gobiernos militares afectaron algo más de 240 mil ha., beneficiando a casi 39,500 familias campesinas. Fue por lo tanto una reforma agraria de alcances reducidos. Más de 125 mil familias minifundistas quedaron fuera del programa, o casi 75% del total (PREALC 1983a:29). Durante su primera década la reforma agraria afectó a 8% de la tierra en beneficio de 13% de las familias rurales (Ruhl 1984). A pesar de estas cifras reducidas ninguna otra reforma agraria en América Latina tuvo tanto alcance antes de la reforma agraria sandinista en Nicaragua. Además, el tipo de reforma, en el que el detonante para la asignación de tierras eran las ocupaciones, tuvo un impacto fuerte en la organización campesina. Las luchas agrarias tuvieron como resultado el desarrollo de la organización más que una amplia asignación de tierras.  Según un autor al comienzo de los años ochenta unas 142 mil familias pertenecían a alguna de las organizaciones campesinas (Salgado 1981, 1982).

                       

Las luchas campesinas tuvieron un carácter incremental; desde mediados de la década de los setenta las tomas de tierra se hicieron en forma masiva y sincronizada como verdaderos “operativos campesinos”, al decir de un especialista (Posas 1979, 1981a, 1981b). Sin desconocer sus alcances limitados, es incuestionable que fue la lucha de esas organizaciones el factor que permitió impulsar la reforma agraria. El periodo 1973-77 fue el de mayor dinamismo de la reforma: se entregaron casi 170 mil manzanas (72%) a algo más de 24 mil familias (62% del total). En 1976 el INA empezó a afectar no sólo tierras fiscales sino también tierras privadas ociosas, pero la oposición de las empresas bananeras consiguió la renuncia del director del INA y una moderación del proceso (Posas y Del Cid 1981:205 y sigs.; LAC 1984:cap. 4; Brockett 1988).

 

A pesar de estas limitaciones el reparto agrario alimentó una intensa movilización rural y el desarrollo de la organización campesina sin paralelo en el resto de Centroamérica. Su relación con el estado fue dinámica; los intentos estatales de controlarlas encontraron una desigual capacidad de respuesta y resistencia. El INA se convirtió en la instancia privilegiada de negociación entre el poder político y las organizaciones agrarias. Los avances en materia de reparto fortalecieron a las organizaciones y su sentido de eficacia categorial, al mismo tiempo que dotaron al estado de una base relativamente sólida de legitimidad. La estrategia de la reforma agraria, con énfasis en la organización cooperativa y asociativa fortaleció adicionalmente la organización campesina y convirtió a la capacitación en un ingrediente importante de las políticas agrarias y de la actividad de las organizaciones.

                       

Debe señalarse empero que el movimiento campesino hondureño nunca pudo constituirse como una fuerza independiente de los partidos políticos; las principales organizaciones mantuvieron vinculaciones bastante estrechas con éstos, y la relativa autonomía operativa con que contaron no fue suficiente para introducir en los programas de los partidos la demanda de reforma agraria. Más aún, el campesinado hondureño se mantuvo, durante todo el proceso de reforma, dividido por sus lealtades políticas tradicionales --liberales y nacionales (conservadores) sobre todo-- situación que debilitó a las organizaciones del sector y favoreció, en cambio, a la capacidad instrumentalizadora del estado. Las organizaciones, por lo demás, mostraron dificultades para movilizar de manera amplia a las masas rurales como forma de expandir sus bases de sustentación en la lucha reivindicativa. Tendieron más bien a concentrar sus esfuerzos en la consolidación empresarial de las cooperativas y empresas asociativas, y en su desarrollo productivo.

 

De todos modos la dinámica introducida por las luchas agrarias y por la respuesta reformista del estado tuvo repercusiones amplias en el contexto de la modernización capitalista global. El movimiento sindical urbano creció durante las décadas de 1960 y 1970, pero salvo momentos particulares no pudo articularse a la activación campesina.[28]

                       

La rigidez de la estructura tradicional generó enfoques reformistas en los nuevos segmentos de la burguesía industrial y amplió el espacio para el activismo sindical. En la medida en que el reformismo era parte constitutiva del estado, la intervención de éste fue en general favorable a los sectores más innovadores de la sociedad, bien que manteniendo los parámetros de un régimen capitalista. El carácter de enclave extranjero del sector más dinámico de la economía nacional (el banano), la debilidad de la burguesía, y las limitaciones de la organización popular, contribuyeron a dotar al estado, y particularmente a las fuerzas armadas, de una amplia autonomía respecto de la sociedad.

 

Estados Unidos y el reformismo centroamericano

Los intentos reformistas contaron con el estímulo y la cooperación del gobierno de Estados Unidos y de organismos multilaterales de crédito y desarrollo. Las misiones del Banco Mundial en la década de 1950, ya mencionadas, fueron complementadas en la década de 1960 por la AID; en el nivel operativo de terreno, proyectos como el Cuerpo de Paz, y algunas misiones religiosas, fueron importantes para fomentar nuevas actitudes de la población hacia sus condiciones de vida. En los años cincuenta el objetivo del reformismo fue en poner “a punto” a las economías y a los estados de Centroamérica para incorporarse a la dinamización de la economía mundial detonada tras el fin de la guerra y protagonizada por las nuevas formas de organización capitalista: las empresas transnacionales. En los sesenta los objetivos de estabilidad política y seguridad hemisférica se sumaron al anterior, aconsejando algunos cambios en las políticas sociales y en materia agraria. Pero a medida que los cambios introducidos contribuían a activar las tensiones sociales, el énfasis en la modernización económica y social fue perdiendo peso frente al objetivo de seguridad hemisférica, a su turno integrado plenamente a la impronta de la guerra fría.

                       

En lo relativo a la economía el enfoque promovido por las agencias gubernamentales estadounidenses y por los organismos multilaterales puso énfasis en el desarrollo de la infraestructura –especialmente transportes y comunicaciones--, promoción de la agroexportación y en la creación de facilidades para la inversión extranjera que debería dinamizar y modernizar el aparato productivo (IBRD 1951, 1952; Wynia 1972). Se recomendó asimismo el desarrollo de la educación básica y técnica, en especial la educación agrícola encargada de la formación de especialistas en ese campo (agrónomos, zootécnicos, administradores) y la creación de centros de investigación y experimentación de variedades genéticas adaptadas al sistema ecológico centroamericano. Se recomendó la introducción de reformas tributarias –incluyendo en algunos casos la creación de algunos impuestos básicos, como el impuesto a la renta—y la agilización de los procedimientos administrativos. En la década de los sesenta se agregaron recomendaciones de reforma agraria, se insistió en la reforma tributaria y en la necesidad de dar atención al desarrollo de la infraestructura social –especialmente educación y salud: escuelas, hospitales y clínicas, y similares.

 

Las recomendaciones de reforma incluyeron la necesidad de modernizar y fortalecer los aparatos estatales de los cinco países. Muy a tono con el clima intelectual y político de la época, se consideraba que el estado estaba llamado a desempeñar una activa función de estímulo al mercado, apoyando el surgimiento de nuevos grupos económicos que pudieran actuar como contrapartes locales de los inversionistas externos, y contribuyendo a la modernización de los grupos tradicionales. En estos años surgieron en los cinco países bancos e instituciones estatales de fomento a la producción, encargados de canalizar el crédito externo destinado al desarrollo de nuevas actividades y el financiamiento de tecnologías modernas. Se instalaron escuelas de agricultura y centros de investigación y experimentación como parte de los sistemas de educación superior o como dependencias directas del gobierno central.

 

También se crearon oficinas de planificación: en Guatemala, Honduras y Nicaragua a principios/mediados de la década de 1950 bajo los auspicios del "punto IV" del presidente Harry Truman; en El Salvador (1962) y Costa Rica (1963) en el marco de las recomendaciones de la Alianza para el Progreso (Wynia 1972). Su creación respondió sobre todo a los requisitos de las agencias internacionales para la concesión de financiamiento para el desarrollo, y en buena medida su creación obedeció también a los requisitos de las agencias internacionales para la autorización del desembolso de los fondos. La eficacia de estos organismos fue reducida. Sus recomendaciones encontraron poca receptividad en el poder ejecutivo, pero de todos modos contribuyeron a mejorar la capacidad de información y análisis de los gobiernos. En la década de 1960 el apoyo a la transformación agraria condujo a la creación de institutos y agencias de reforma agraria en todos los países de la región, a los que ya se hizo referencia. Estas instituciones se convirtieron en el punto de articulación de una gama amplia de organismos estatales encargados de ampliar los alcances de las políticas públicas y los ámbitos de gestión gubernamental en los asuntos económicos y sociales, fortaleciendo asimismo sus bases de legitimación.

                       

El involucramiento del gobierno de Estados Unidos tuvo también manifestaciones más directas. Rosenberg (1987) señala la gravitación de agencias gubernamentales estadounidenses en el diseño de los programas económicos de cada país centroamericano. "El presupuesto de la embajada de EEUU puede ser el único presupuesto de esos países que crece", dice, y esto amplió las posibilidades de que fuera el gobierno de EEUU quien definiera la agenda económica y social de esos países. La influencia estadounidense se vio magnificada por la debilidad de la mayoría de las instituciones (estructuras, presupuestos, programas, personal) del país sede.

 

Las tensiones fiscales del reformismo

Los límites políticos del reformismo centroamericano se expresaron también en las cuentas fiscales. La resistencia de los grupos dominantes a pagar impuestos en proporción a sus ingresos y a sus capitales, dotó a los estados centroamericanos de una exigua base tributaria, que habría de hacer crisis a medida que el sector público extendía sus funciones de promoción económica y social.

 

El cuadro III.4.ilustra la fragilidad de la base tributaria de los estados centroamericanos durante todo el periodo de expansión agroexportadora y de crecimiento industrial. Las cifras revelan una muy escasa capacidad para movilizar recursos financieros internos que los llevaría ante los crecientes compromisos de gasto, a apoyarse de manera creciente en el endeudamiento externo.

 

 

 

 

Cuadro III.4. Centroamérica: Coeficiente de tributación (% del PIB)

 

1955

1965

1975

1980

Costa Rica

10.1

11.8

12.7

11.5

El Salvador

10.8

9.9

12.0

11.1

Guatemala

8.5

7.6

9.5

8.6

Honduras

7.3

9.7

12.1

14.0

Nicaragua

10.8

10.2

10.6

10.6ª

ª 1979.  Fuente: Vilas (1990a:123)

 

 

Las estrecheces fiscales obedecían a diversos factores. El crecimiento del comercio regional  a partir de los años sesenta, libre de derechos de aduana, desplazó progresivamente al comercio de Centroamérica con el resto del mundo, que sí estaba gravado. Además, la adopción de un arancel externo común que discriminaba contra las exportaciones extra regionales de bienes de consumo (altas tarifas) y en cambio reducía los impuestos de importación de bienes intermedios y de capital, tuvo como efecto reducir adicionalmente los ingresos fiscales de las importaciones: el comercio regional se orientó hacia los bienes de consumo que de haber sido importados desde afuera de la región habrían debido pagar tarifas altas, mientras que el comercio extra regional tendió a especializarse en bienes desgravados. La caída de los derechos de importación significó un golpe severo a las rentas fiscales; en los años iniciales del Mercado Común Centroamericano (MCCA) esos derechos representaban, por ejemplo, 32% de los ingresos del gobierno en Guatemala y 54% en Costa Rica (Bulmer-Thomas 1987:181-185).

               

En segundo lugar, los incentivos a las nuevas actividades productivas contemplaron exenciones de los impuestos a las importaciones y a las ganancias. Además, las políticas tributarias estuvieron fuertemente sesgadas hacia los impuestos al consumo y la producción. A mediados de la década de 1970 los impuestos directos representaban en toda Centroamérica sólo 21% de los ingresos totales de los gobiernos, mientras llegaban al 32% en toda América Latina. Esta situación beneficiaba a los grupos de más altos ingresos, que además podían evadir con facilidad tasas de imposición de todos modos ridículamente bajas. Según Best (1976) si la tasa de imposición sobre el 20% más alto de perceptores de ingreso se hubiera incrementado a un 20% (una tasa mucho más baja que en los países industrializados) esta única fuente de ingresos habría sido mayor que los ingresos de impuestos de todos los países centroamericanos, excepto Costa Rica. Este autor concluía su estudio señalando que la estructura tributaria de Centroamérica sólo era buena para un reducido grupo económico: los terratenientes. Los impuestos a las exportaciones representaban proporciones absurdamente bajas de los ingresos totales. Entre principios de la década de 1960 y la siguiente sed redujeron de 3% a 1% de los ingresos del gobierno de nicaragua; de 5% a menos de 4% de los ingresos del gobierno de Honduras; de 5% a 1% en Costa Rica, de 11% a menos de 6% en Guatemala. Solamente en El Salvador se mantuvieron arriba del 15% durante todo el periodo (Bulmer-Thomas 1987:182).

 

En tercer lugar, el gasto público creció velozmente durante todo el periodo, particularmente en los años setenta, generando una brecha creciente entre ingresos y egresos fiscales. Aquéllos crecieron con una tasa anual promedio de 6% durante el decenio, mientras el gasto lo hizo al 90%; el coeficiente del gasto público casi se duplicó en ese lapso: de 12.5% en 1970 a 21% en 1980 (IICA/FLACSO 1991:106 y sigs.). La creación, ya comentada, de un número importante de agencias estatales de promoción del desarrollo protagonizado por empresas privadas y el involucramiento directo del estado en la construcción de infraestructura económica y social y en el financiamiento de grandes proyectos contribuyó a la generación de los desbalances. Durante la segunda mitad de la década de 1970 la inversión pública creció con un ritmo anual promedio superior al 20% (Molina Chocano 1981).

 

Salvo en Costa Rica el crecimiento del gasto público se orientó hacia las demandas de acumulación y consumo de los grupos medios y altos, dejando de lado al resto de la población. Puesto que son los grupos de menores ingresos los que constituyen las clientelas más numerosas de los hospitales y las escuelas públicas y de las campañas de alfabetización, vacunación, potabilización de agua, y similares, es claro que, con la excepción costarricense, estos servicios eran meramente simbólicos para la mayoría de la población (cuadro III.5). Al finalizar la década de 1970 los gobiernos centroamericanos gastaban un promedio anual de cinco dólares con centavos en la salud de cada centroamericano, y menos de quince dólares en su educación. Pero si se excluye a Costa Rica del promedio, los valores anuales eran $4.55 en salud y $ 9.22 en educación.

 

Cuadro III.5. Centroamérica: Gasto público en salud y educación, por habitante (en dólares de 1970)

 

Costa Rica

El Salvador

Guatemala

Honduras

Nicaragua

Centroamérica

 

  S

E

S

E

S

E

S

E

S

E

S

E

1970

2.2

20.6

4.3

8.3

3.6

5.8

3.9

8.6

5.9

9.2

5.9

10.5

1975

5.7

26.6

4.7

9.3

3.5

5.6

5.4

9.3

4.4

10.1

7.7

12.2

1979

8.1

35.1

4.2

9.6

4.3

7.0

6.4

10.1

3.3

10.2

5.3

14.4

S: Salud    E: Educación    Fuente: SIECA (1981) y elaboración propia

 

 

La combinación de gasto público en aumento y una estructura tributaria deficiente generó un crecimiento rápido del déficit fiscal (cuadro III.6).

 

 

Cuadro III.6: Centroamérica: Déficit fiscal, 1970-80

 

Déficit fiscal¹

Déficit/gasto²

Crecimiento del déficit³

 

1970

1975

1980

1970

1975

1980

1970-75

1975-80

Costa Rica

21

38

339

6.8

8.7

42.4

12.7

54.9

El Salvador

22

42

195

7.2

8.9

32.3

13.5

36.1

Guatemala

56

20

365

12.5

3.4

33.0

- 18.8

79.1

Honduras

48

43

199

21.8

12.1

34.3

-  2.2

35.8

Nicaragua

24

146

135

11.4

32.1

23.2

42.9

- 1.4

Centroamérica

172

288

1233

12.0

13.0

33.0

9.6

40.9

¹: Millones de dólares de 1980.  

²: Déficit fiscal como porcentaje del gasto  del gobierno central. 

 ³: Tasas  anuales.   

Fuente: IICA/FLACSO 1991:111-113.

 

 

 

 

Una adecuada reforma tributaria habría podido prevenir estos efectos, pero habría implicado confrontaciones con los grupos tradicionalmente dominantes. Las reformas encaradas (por ejemplo en Nicaragua en 1962, y en Guatemala en el período presidencial de Méndez Montenegro) fueron tímidas e insuficientes. El cuadro III.7 muestra la escasa relevancia de los ingresos corrientes de los gobiernos durante la década de 1960. Solamente en Honduras registraron algún incremento.

 

Cuadro III.7. Ingresos corrientes del gobierno central (Como % del PIB)

 

Costa Rica

El Salvador

Guatenala

Honduras

Nicaragua

1960

13.3

s.i

s.i

10.8

9.5

1965

13.3

11.2

8.9

º0.5

10.3

1970

13.3

11.5

9.0

º2.4

9.3

Fuente: SIECA/INTAL (1973, vol. 10:117 y sigs.)

 

 

La brecha creciente entre ingresos ordinarios y gastos fue cubierta por el endeudamiento externo, que lo mismo que en el resto del hemisferio se incrementó durante la década de 1970 gracias a las condiciones de liquidez internacional. El saldo de la deuda pública externa de Centroamérica se multiplicó por cuatro entre 1960 y 1970, volvió a hacerlo entre 1970 y 19765, y creció dos y media veces entre 1976 y 1980 (cuadro III.8).

 

Cuadro III.8. Centroamérica: Saldo total de la deuda pública externa contratada, 1960-1980 (Millones de pesos centroamericanos)

 

1960

1966

1970

1976

1979

1980

Costa Rica

55

141

227

933

2,233

3,183

El Salvador

33

82

126

462

939

1,176

Guatemala

51

97

176

551

934

1,053

Honduras

23

77

144

581

1,180

1,510

Nicaragua

41

113

206

936

1,136ª

1,588ª

Centroamérica

203

510

879

3,463

6,422

8,510

ªIncluye la deuda privada garantizada por el estado.

Fuente: 1960-76: BID (1965, 1980); 1979 y 1980: IICA/FLACSO (1991:92).

 

En la segunda mitad de la década el ascenso de la violencia política condujo al aumento de  los gastos militares en nicaragua y El Salvador, a los que se destinaron porciones crecientes del endeudamiento. En Costa Rica parece haber gravitado, fundamentalmente, la decisión gubernamental de mantener los niveles del gasto a pesar de la desaceleración del crecimiento.

                       

Salvo Costa Rica, donde el gasto social tuvo un comportamiento dinámico, en el resto de Centroamérica el endeudamiento público alimentó sobre todo los subsidios estatales a la empresa privada local y extranjera, y a los grupos sociales perceptores de ingresos medios y altos: reducida carga tributaria, importaciones baratas, gastos de seguridad y defensa contra las protestas sociales. Los precios internos, que en décadas anteriores se habían mantenido bajo relativo control, crecieron rápidamente como efecto del alza de los precios externos, sobre todo en los rubros alimenticios, que gravitan proporcionalmente más en los sectores de ingresos menores (IICA/FLACSO 1991:99-100). El alto coeficiente de importaciones del sector agroexportador y de la industrialización gravitó pesadamente sobre las cuentas fiscales. Los grupos de poder centroamericanos no tienen responsabilidad en el choque petrolero, pero el estilo de desarrollo escogido incrementó la vulnerabilidad de las economías frente a los cambios en la economía mundial.

 

En economías abiertas como las centroamericanas el crecimiento de la demanda por encima de la oferta –el “exceso” de demanda—se compensa con el crecimiento de las importaciones. Si la tasa de cambio se mantiene constante, como en la década de 1960, y el crecimiento de los ingresos de exportación acompaña al crecimiento de las erogaciones requeridas por las importaciones, el nivel interno de precios no experimenta alteraciones. Pero si los ingresos de exportación se rezagan (por caída de los volúmenes exportables o de los precios internacionales) se genera déficit en la balanza comercial. En tal situación los gobiernos pueden echar mano a dos recursos de política: 1) reducción del ritmo de crecimiento y por lo tanto disminución de la demanda de importaciones; 2) establecer restricciones a las importaciones. Este segundo caso implica establecer controles al exceso de demanda, lo cual alimenta presiones inflacionarias. Los gobiernos autoritarios pueden manejar durante algún tiempo esas presiones comprimiendo la demanda de los trabajadores. En Guatemala, Nicaragua, El Salvador y Honduras los ingresos de los campesinos y los salarios de los obreros y empleados marcharon rezagados respecto del crecimiento del ingreso por habitante. La represión de las demandas de consumo que podrían haber presionado sobre los desequilibrios externos fue el factor de ajuste de las economías. En Costa Rica las políticas sociales crearon alternativas no salariales a las demandas de los grupos de menores ingresos, pero el cambio de la situación internacional tras el primer shockpetrolero modificó profundamente el panorama. Los precios internos iniciaron un incremento vertiginoso, la capacidad de importar se deterioró y el crecimiento se desaceleró, presionando de manera fuerte sobre las cuentas externas.[29]

 

El cuadro III.9 muestra la rápida evolución desde la estabilidad de precios en la década de 1960 a tasas relativamente altas de inflación, para los criterios de entonces, en la siguiente.

 

 

Cuadro III.9. Centroamérica: Tasas medias anuales de inflación, décadas de 1960 y 1970 (Precios al consumidor)

 

1960-72

1972-77

Costa Rica

2.4

13.4

El Salvador

0.5

12.8

Guatemala

0.7

13.8

Honduras

2.6

9.1

Nicaragua

1.8

12.6

Centroamérica

1.4

12.8

                                                    Fuente: SIECA (1981)

 

Los altos niveles de endeudamiento y el desencadenamiento de las presiones inflacionarias marcaron los límites del reformismo centroamericano; las tensiones fiscales explicitaron las rigideces políticas del modelo e incrementaron los niveles y las manifestaciones de la insatisfacción social.

 

 

 

3.         LA NUEVA IGLESIA

            Las transformaciones políticas y sociales experimentadas por América Latina en los  años sesenta –la revolución cubana, la instalación de varios gobiernos desarrollistas, el golpe militar de 1964 en Brasil, el desigual efecto de las políticas recomendadas por la Alianza para el progreso, entre otras-- gravitaron en las iglesias del continente y en particular en la iglesia católica. En ésta, además, las encíclicas "Mater et Magistra" del papa Juan XXIII y "Pacem in Terris" de su sucesor Pablo VI, y la constitución apostólica "Gaudium et spes" del Concilio Vaticano II introdujeron modificaciones amplias en la acción pastoral y en el enfoque de los problemas sociales, redujeron las prevenciones hacia las organizaciones izquierdistas al deslindar el terreno de lo estrictamente religioso del campo de lo político y social, y legitimaron el involucramiento en una acción social de orientación reformista y de confrontación a las expresiones más descarnadas del capitalismo. Importante en la crítica al capitalismo fue un cierto retorno a la doctrina de la Patrística, que enfatizaba el carácter colectivo con que los bienes terrenales fueron creados, y la estigmatización de la economía de lucro. La renovación doctrinaria también abrió las puertas a la cooperación entre cristianos y marxistas en el terreno político y social --una cuestión que venía discutiéndose desde la posguerra europea--, al deslindar los juicios de fe y las materias teológicas, de las doctrinas políticas y sociales. La constitución "Gaudium et Spes" declaró asimismo la independencia de los juicios políticos y los juicios teológicos: ningún cristiano podría legitimar sus opciones políticas en "verdades de la fe". Una concepción que habría de minar severamente la autoridad de las jerarquías religiosas conservadoras.

                       

Es un fenómeno recurrente en sociedades agrarias, con fuertes componentes de población indígena y poca experiencia organizativa de la población por encima del nivel local, que lo religioso actúe como un ámbito de protesta de la gente (vid por ejemplo Houtart 1989; Clemeña Ileto 1979). Lo nuevo de la situación centroamericana a partir de la década de 1970 fue que la religiosidad dejó de ser caja de resonancia y válvula de escape de agravios locales o particulares, para impulsar un cuestionamiento global y estructural del orden establecido. Éste fue el papel extraordinariamente innovador de las comunidades cristianas de base y de la Teología de la Liberación.

 

La renovación de la pastoral católica puso especial énfasis en el contacto directo del "pueblo de Dios" con los evangelios; la difusión de la lectura y el comentario de la Biblia alcanzaron niveles sin precedentes, y se apoyó en la difusión de la alfabetización a cargo de los religiosos. La recomendación del Vaticano de que la misa fuera celebrada en el idioma de cada país acortó más la distancia entre la gente y la iglesia; en las misas era frecuente que el tradicional sermón fuera remplazado por el diálogo entre el celebrante y los feligreses. La conferencia de obispos latinoamericanos en Medellín (1968) adaptó los lineamientos vaticanos a las características del continente y sistematizó las experiencias recogidas en los años precedentes; para los sectores más sensibilizados socialmente de la iglesia centroamericana, constituyó una "luz verde" para un más amplio involucramiento en una pastoral de transformación social.

                       

En esta reorientación influyó también la constatación de la creciente influencia que algunas denominaciones evangélicas estaban alcanzando en algunos países, sobre todo Guatemala. A diferencia de la pastoral católica tradicional, que definió un enfrentamiento con la religiosidad original de comunidades indígenas, las denominaciones protestantes dedicaron más energía a competir con la iglesia católica, evitando conflictos con las expresiones tradicionales de la religiosidad en las aldeas. Esto facilitó su penetración, o por lo menos evitó algunas de las confrontaciones iniciales que protagonizaron los religiosos católicos.[30] La competencia pastoral entre católicos y protestantes no constituye una explicación del sesgo reformista de la labor pastoral, pero posiblemente jugó un papel en la adopción de estilos de organización y de desarrollo de la pastoral rural católica que facilitarían sus proyecciones sociales y, más tarde, una progresiva radicalización.

                       

En la valoración de la gravitación de esta nueva pastoral en la gestación y desenvolvimiento de la crisis revolucionaria centroamericana, es necesario distinguir dos niveles. El primero se refiere a su contribución a una más amplia concientización de las masas, sobre todo rurales, y en particular al rechazo colectivo a condiciones de vida que, por esa misma acción pastoral, comenzaron a ser juzgadas como inicuas e inaceptables. La acción de las comunidades de base, que vinculaban el desarrollo comunitario a interpretaciones sociales derivadas de lecturas renovadas del evangelio, contribuyó significativamente a la ruptura del orden social rural El segundo nivel se refiere a la incorporación de un importante número de feligreses y de religiosos a la lucha revolucionaria, a causa de este nuevo tipo de acción pastoral. La actitud de las jerarquías eclesiásticas hacia uno y otro nivel varió radicalmente, y esto gravitó en los alcances y la eficacia de la acción pastoral. En general hubo una actitud de apoyo hacia el primer nivel, mientras que la actitud hacia el segundo nivel osciló entre la ambigüedad y la condena, con muy pocas excepciones.

                       

El impacto del nuevo mensaje eclesiástico en grandes segmentos de la población centroamericana difícilmente podría ser minimizado. El papel tradicional conformista y legitimador de la iglesia fue sustituido en muchos lugares por un papel cuestionador y dinamizador del potencial de conflicto existente en la sociedad. El desarrollo de nuevos conceptos teológicos ??por ejemplo la noción de "pecado de estructuras" para denunciar la creación por el capitalismo de situaciones objetivas de injusticia--; el énfasis de muchos teólogos y clérigos en que el compromiso del cristiano supone un compromiso revolucionario; la difusión y exaltación de la experiencia personal del sacerdote Camilo Torres en la guerrilla colombiana y la interpretación de su muerte como un martirologio, contribuyeron a que para sectores importantes del campesinado y la pequeña burguesía urbana, la nueva pastoral fuera el puente que les permitió rechazar el orden de cosas existente e incorporarse a prácticas colectivas de confrontación al poder establecido. Según un autor, “el clero, no los cubanos, fue decisivo a fines de la  década de 1960 en las organizaciones de autoayuda de los campesinos, las predecesoras de las organizaciones de masas de la década de 1970” (McClintock 1985, vol. I:150).[31] La nueva pastoral rompió con la tradición católica en Centroamérica de sumisión al poder político establecido --es decir a la oligarquía y a los militares-- y legitimó la protesta social y la insurrección.

                       

La eficacia política de la nueva pastoral dependió en gran medida de su capacidad de inserción institucional en la estructura eclesiástica, y de que obtuvieran protección de la jerarquía local. La ilustración más evidente de esto la ofrece El Salvador. El apoyo del arzobispo de San Salvador, monseñor Arnulfo Romero ??y su antecesor, monseñor Chávez??, a la nueva generación de sacerdotes y laicos que actuaban en su diócesis tiene mucha importancia para entender el amplio espacio que la nueva pastoral llegó a ocupar en determinadas regiones y su creciente enfrentamiento al poder político. El conservatismo de la jerarquía eclesiástica en los departamentos occidentales del país (Ahuachapán, Santa Ana, Sonsonate), donde más fuerte había prendido la rebelión de 1932, puede ayudar a explicar la ausencia de manifestaciones de la renovación pastoral en esas zonas. Similarmente, la falta de apoyo de la jerarquía eclesiástica de Guatemala y la consiguiente deslegitimación institucional, forzaron a los sacerdotes de la diócesis del Quiché ??obispo incluido?? a emigrar, ante la desprotección a que fueron abandonados frente a la represión gubernamental.

                       

La necesidad de contar con el apoyo de la jerarquía fue una de las limitaciones de la nueva pastoral. La oposición del obispo forzó a suspender las experiencias en la diócesis, so pena de que los sacerdotes, religiosas y laicos fueran excluidos de la comunidad eclesial. Las características particulares de la institución religiosa diferencian a ésta de otras organizaciones sociales, como partidos y sindicatos. En éstos la disidencia interna puede culminar en la formación de una nueva organización. Esto no es imposible en una iglesia, pero la formación de una "nueva iglesia", incluso de una nueva parroquia, es mucho más complicada que la creación de un nuevo partido o un nuevo sindicato. Por este motivo mantenerse dentro de la organización es mucho más importante para un dirigente religioso que para un dirigente sindical o partidario, y las escisiones tuvieron siempre carácter individual. Sin embargo, la circunstancia de que muchos de los sacerdotes y religiosas vinculados a la nueva pastoral fueran extranjeros pertenecientes al "clero regular" --jesuitas y hermanos del Sagrado Corazón españoles, capuchinos, benedictinos y Maryknolls estadounidenses, entre otros-- contribuyó a reducir la autoridad de los obispos que se oponían a ella o la veían con desconfianza.

 

La proyección de la nueva pastoral fue desigual en la región. Relativamente fuerte en algunas zonas de El Salvador, Guatemala y Honduras, más débil en Nicaragua y poco relevante en Costa Rica. En los departamentos de Chalatenango, San Salvador y Morazán, de El Salvador, fue importante la participación de sacerdotes y laicos cristianos en la gestación de las organizaciones revolucionarias o en la ampliación de sus bases populares. En Guatemala las organizaciones revolucionarias que operaron en el Quiché tuvieron significativa vinculación con varios religiosos. En Honduras algunas organizaciones campesinas particularmente activas en tomas de tierra y en el impulso a la reforma agraria encontraron apoyo en sectores de la iglesia. En Nicaragua el involucramiento de cristianos en la guerrilla sandinista debió más a la iniciativa del FSLN que a la dinámica de la nueva pastoral, cuyos alcances fueron en general limitados; la integración a la lucha revolucionaria se desenvolvió en la mayoría de los casos en detrimento de la afiliación a las prácticas del cristianismo.

                       

Guatemala

En Guatemala la Acción Católica (AC) tuvo presencia desde fines de la década de 1940. Al principio AC combatía la religiosidad indígena, aumentando en las aldeas la inestabilidad generada por el éxito de los misioneros protestantes y por las actividades de algunos partidos políticos. Aunque el efecto de AC varió de aldea a aldea, su resultado más evidente fue el debilitamiento de la jerarquía religiosa indígena tradicional, que era vista como una influencia negativa. Durante los gobiernos populares de Juan José Arévalo y Jacobo Arbenz se suscitaron algunas tensiones con la jerarquía católica, pero después de la invasión de 1954 y la caída de Arbenz la relación de la jerarquía con el gobierno mejoró. El número de sacerdotes creció rápidamente: de 195 en 1954 a 242 en 1955 y a 423 en 1965; entre 1950 y 1965 el número de monjas pasó de 96 a 354 (Sierra Pop 1982; Berryman 1984:183). El aumento se debió a la llegada de gran cantidad de sacerdotes y monjas del extranjero. A fines de los 1960s sólo 15% de los sacerdotes era guatemalteco. El crecimiento del número de sacerdotes y su menor dependencia de la jerarquía condujeron a una progresiva descentralización de la labor eclesiástica. En 1968 existían 160 escuelas católicas en todo el país, con alrededor de 41 mil estudiantes. Algo más de la mitad estaba en ciudad de Guatemala, pero el resto se distribuía en todo el altiplano, y contribuyó a alterar la vida tradicional de las aldeas.

                       

Con menos vínculos a la jerarquía y la cultura guatemalteca, los curas extranjeros promovieron organizaciones comunales y locales a la par de Acción Católica; además de llevar a la práctica la "opción preferencial por los pobres" del Concilio Vaticano II, la reorientación pastoral expresaba la necesidad de competir con los misioneros protestantes, muy activos en las comunidades del altiplano. A principios de la década de 1960 empezó a ponerse énfasis en la organización de cooperativas y en programas de mejoramiento social; los "cursillos de capacitación social", que comenzaron en 1962, se habían difundido a toda Centroamérica hacia 1965. También se fue forjando una amplia red de grupos de alfabetización y de escuelas radiales, en idiomas nativos. El trabajo eclesiástico fue reforzado por la labor de los trabajadores sociales y por la presencia creciente de los partidos políticos opositores, especialmente la democracia cristiana, y por el trabajo de revivalismo étnico de algunos antropólogos estadounidenses (Carmack 1991:38, 70-71).[32]

 

Estos nuevos ingredientes de la dinámica rural contribuyeron al desarrollo de las aspiraciones indígenas, a la conciencia de su identidad, y a su confrontación con el gobierno. Hacia 1978 se registraban en el Quiché fuertes conflictos entre las autoridades y los sacerdotes; algunos de éstos entraron en contacto con organizaciones guerrilleras, e incluso se unieron a ellas. La agresividad gubernamental, unida a la de los terratenientes, y la poca disposición de la más alta jerarquía eclesiástica de la ciudad de Guatemala para salir en defensa del obispo y los sacerdotes del Quiché, forzaron a éstos y al obispo a abandonar la diócesis para salvar sus vidas, en julio 1980. En 20 meses (enero de 1980 a agosto de 1981) 91 sacerdotes y 64 religiosas debieron abandonar Guatemala a causa de la represión gubernamental y la falta de respaldo de la jerarquía católica; seis emisoras de radio católicas quedaron destruidas o fueron silenciadas, diez colegios católicos dejaron de funcionar, y lo mismo aconteció con 42 centros de formación religiosa (Sierra y Siebers 1990).

 

El Salvador

El proceso que condujo a la formación de las organizaciones populares salvadoreñas estuvo estrechamente ligado al trabajo pastoral: inicialmente con el Partido Demócrata Cristiano y el involucramiento de la iglesia católica en la organización de cooperativas en la década de 1950.  Los clubes de Cáritas funcionaban desde 1965, con actividades para amas de casa y para jóvenes, y enseñanza de algunos oficios, ligadas a cursos de evangelización; el PDC organizaba cursos de entrenamiento, con algún apoyo de la iglesia y de la AID. A fines de los 1960s el PDC comenzó a organizar a los jornaleros agrícolas y a los campesinos pobres sobre todo. El apoyo de la iglesia fue vital para estas primeras experiencias: dadas las restricciones que el sistema político imponía a la actividad de los partidos opositores en el campo, los sacerdotes y las religiosas se convirtieron en activistas y organizadores. A principios de 1968 aparecieron las primeras "Uniones comunales", que rápidamente se multiplicaron: a mediados de ese mismo año había unas 20 con unos 4,000 pequeños agricultores (no asalariados) que se fusionaron en la Unión Comunal Salvadoreña (UCS).

                       

El influjo de la reunión de Medellín y los efectos de la guerra con Honduras impulsaron a la jerarquía católica salvadoreña a adoptar en 1969 una posición sin precedentes de defensa del campesinado y efectuar una moderada apelación a una reforma agraria. En una carta pastoral los obispos de la Conferencia Episcopal Salvadoreña llamaron a los terratenientes a apoyar una distribución más justa de la tierra; los instaron a que vendieran algo de sus tierras a los campesinos que trabajaban en ellas, y a que se desprendieran de las tierras ociosas. Asimismo declararon que la diócesis de San Vicente había donado tierra a un proyecto privado de reforma agraria. La declaración impresionó a la opinión pública y alarmó a los latifundistas.

                       

Sin embargo el mayor impacto estuvo a cargo de las comunidades cristianas de base que desde finales de sesentas empezaron a organizarse en Suchitoto, San Salvador, Cuscatlán, Chalatenango y San Vicente. Estas comunidades, caracterizadas por un fuerte profetismo, habrían de tener amplia gravitación en el campesinado. El cuestionamiento de las estructuras tradicionales a través de las nuevas prácticas de pastoral, de las comunidades de base y de las nuevas interpretaciones de los textos bíblicos, ligaron fuertemente la identidad cristiano-campesina al activismo social.

                       

La creación de la Federación Cristiana de Campesinos Salvadoreños (FECCAS) en 1969 marcó un punto de inflexión en este proceso. FECCAS se formó como una federación de ligas campesinas que habían nacido afiliadas a la Unión de Obreros Cristianos (UNOC),  creada en 1960 con el apoyo de la Central Latinoamericana de Sindicatos Cristianos (CLASC). Problemas de corrupción y la intervención del gobierno llevaron a la disolución de UNOC, lo que dejó sin representación a las ligas. En 1974 FECCAS y otras organizaciones confluyeron para crear, en 1974, el Frente de Acción Popular Unificada (FAPU), del que posteriormente se retiraría para crear el BPR. La presencia de sacerdotes en la formación de organizaciones sociales y en su aproximación a las organizaciones revolucionarias fue amplia y no se redujo al BPR. También en las organizaciones de masas ligadas a las FARN hubo importante participación cristiana y por lo menos dos ministros bautistas formaron parte de sus integrantes iniciales. El ERP por su lado fue formado por elementos de la Juventud Comunista y por jóvenes salidos de la democracia cristiana. La Universidad Centroamericana, de la Compañía de Jesús, desempeñó un papel importante en la radicalización de las jóvenes generaciones de cristianos. Apoyó activamente el frustrado proyecto de transformación agraria de 1976, y formó grupos de apoyo a las iniciativas de cambio en el campo y a las experiencias de nueva pastoral. El gobierno respondió con el arresto y deportación de varios sacerdotes notoriamente involucrados en estas experiencias. 

                       

Monseñor Chávez, arzobispo de San Salvador y cabeza de la iglesia católica en el país, había cobijado con simpatía las nuevas manifestaciones de pastoral y el compromiso de curas y monjas. La designación de monseñor Oscar Arnulfo Romero como su sucesor marcó el punto de inflección en el involucramiento de la iglesia en la activación social y política del país. El nombramiento de Romero coincidió con una escalada de violencia y represión contra los sacerdotes. Entre febrero y mayo de 1977 diez curas habían sido asesinados, otros tantos habían sido expulsados del país --varios de ellos previa tortura--, y varios más habían sido sometidos a arresto. Monseñor Romero asumió un papel muy dinámico en la defensa de los sacerdotes y monjas perseguidos por las autoridades y víctimas de la represión, y legitimó la participación cristiana en la lucha por transformaciones sociales. Condenó con valor el primitivismo de los grupos dominantes y la instrumentalización del gobierno y las fuerzas armadas en defensa de sus privilegios y de la explotación social. En marzo de 1980, cuando aún no tenía tres años al frente del arzobispado, fue asesinado por un "escuadrón de la muerte" mientras oficiaba misa en una capilla, ante decenas de feligreses. Investigaciones emprendidas años después por organismos ligados a la ONU, comprobarían que el operativo fue directamente ordenado por el mayor Roberto D'Abuisson (Comisión de la Verdad 1993:142).

 

Nicaragua

La gravitación de este cristianismo renovado fue menor en Nicaragua; el apoyo de la jerarquía eclesiástica al somocismo se extendió hasta 1970. El movimiento de comunidades de base se desarrolló con menos vigor y con proyecciones territoriales desiguales. Los delegados de la palabra aparecieron en la década de 1960 en algunas áreas del centro-norte y de la zona de frontera agrícola, impulsados sobre todo por sacerdotes capuchinos (CIERA 1981; Cáceres et al 1983:83 y ss). Combinaban la prédica religiosa con la alfabetización, la difusión de técnicas para mejorar las condiciones de salud del campesinado y sus prácticas de cultivo.  El movimiento tuvo gran difusión entre 1972 y 1977; se estima que solamente en el departamento de Zelaya, en el oriente de Nicaragua, había en 1975 unos 900 delegados de la palabra (Samandú y Jansen 1982; Berryman 1984:70).

                       

En 1969 se creó el Centro de Educación y Promoción Agraria (CEPA) que habría de desarrollar una intensa actividad de pastoral rural a través de cursillos de capacitación, prédica de la palabra y concientización. A mediados de 1970 muchos integrantes del CEPA participaban del trabajo organizativo del FSLN entre el campesinado pobre y los asalariados del campo, apoyaron las tomas de tierras y tomaron parte en la organización de la Asociación de Trabajadores del Campo (ATC) en las postrimerías de la lucha antisomocista.

                       

La designación de monseñor Miguel Obando y Bravo como arzobispo de Managua y cabeza de la iglesia católica en Nicaragua (1970) cambió un poco las cosas en la jerarquía. Proveniente de una familia de origen rural, y perteneciente a la orden salesiana, Obando y Bravo tomó distancia del gobierno y aceptó las nuevas experiencias pastorales que comenzaron a desarrollarse en su diócesis. En 1972 ya funcionaban comunidades de base en unas cincuenta parroquias de Managua, número que aumentaría después del terremoto. El comportamiento de Obando fue sin embargo muy cauto. Su objetivo era preservar ante todo la independencia de la iglesia respecto del poder temporal, y ello valía tanto en relación con el estado como respecto de las organizaciones políticas y sociales opositoras.[33]

                       

El apoyo de la jerarquía católica al somocismo hasta la década de 1970, y la actitud ambigua posterior, limitaron el alcance de las experiencias de nueva pastoral al privarlas de apoyo institucional. Si en Guatemala y en El Salvador, la confluencia de cristianos y revolucionarios fue el resultado de la radicalización de la pastoral, en Nicaragua se dio una situación diferente. La aproximación de una joven generación de cristianos al FSLN fue resultado de una confluencia de iniciativas recíprocas, que fructificaron después del terremoto de Managua en diciembre 1972, en torno a la Universidad Centroamericana (jesuita) y a algunas comunidades de base en parroquias de Managua. En conjunto estas experiencias ofrecieron a muchos jóvenes cristianos de clase media la posibilidad de participar en tareas de acción comunitaria y de reflexionar sobre los problemas de su país --de los que estaban alejados por su posición de clase. Muchos de ellos se desencantaron con las opciones ofrecidas por los partidos políticos existentes, a los que consideraban ineficientes o cómplices del régimen; comenzaron a mostrarse interesados en las actividades del FSLN y trataron de entrar en contacto con sus militantes. El FSLN vio con interés estos esfuerzos y definió una estrategia de aproximación a ellos que resultó exitosa. En pocos años la mayoría de los dirigentes del movimiento estudiantil cristiano estaba involucrada, de una manera u otra, en la lucha sandinista (Molina 1981; Serra 1985; Carrión 1986). La experiencia del padre Ernesto Cardenal en las islas de Solentiname, al sur del Lago de Nicaragua, fue importante para la integración de muchos de los jóvenes que participaron de su experiencia pastoral al "frente sur" de la tendencia "tercerista" del FSLN (Cardenal 1979).[34]

 

Después del terremoto de 1972 también las iglesias evangélicas comenzaron a involucrarse en acción social, aunque con menos proyecciones políticas. Creado poco después del terremoto, el CEPAD (Comité Evangélico para la Ayuda al Desarrollo) fue operativo en la reorientación de las iglesias evangélicas hacia un mayor compromiso con las necesidades temporales de sus feligreses, y en superar la competencia y rivalidades que separaban a las diferentes y numerosas denominaciones --muchas de ellas muy reducidas. Con un perfil político más bajo que el de las comunidades católicas, la acción social del CEPAD contribuyó al desarrollo de proyectos de desarrollo comunitario --cooperativas, servicios sociales, entre otras-- que contribuyeron a consolidar la organización social.

                       

De todos modos el contraste con los otros dos procesos revolucionarios es marcado. En Nicaragua algunos segmentos del movimiento cristiano se sumaron al movimiento revolucionario, que era preexistente, mientras que en Guatemala y El Salvador fueron parte constitutiva de él.

 

Honduras                                                                             

En Honduras la iglesia llevó a cabo ante todo un enjuiciamiento ético de la realidad social. El reformismo agrario promovido con énfasis desigual por las administraciones militares amplió el espacio de la pastoral rural, aunque la tolerancia del gobierno no pudo impedir la resistencia de los terratenientes ni la represión ejecutada por los jefes militares locales. Los "delegados de la palabra" comenzaron a actuar en la década de 1960 y ampliaron sus alcances en la siguiente. Lo mismo que en Nicaragua, combinaban la prédica del evangelio con reflexiones sobre las condiciones de vida en el campo; la persuasión de su mensaje se veía fortalecida por tratarse de elementos originarios de las mismas áreas donde desempeñaban su función. La creación de clubes de amas de casa permitió sacar a las mujeres del marco estrecho del hogar e introducirlas en la reflexión sobre los problemas sociales. Inicialmente promovidos por Cáritas, en 1975 el movimiento  Clubes de Amas de Casa (CAC) rompió con esta organización; en 1978 algunas de sus integrantes participaron de la fundación de la Federación Hondureña de Mujeres Campesinas (FEHMUC), que desempeñó actividades de capacitación con mujeres de la UNC. Desde 1974 existía la Asociación Nacional de Mujeres Campesinas (ANAMUC) vinculada a la ANACH, pero de poca actividad (García y Gomáriz 1989 II:208).

           

Con una combinación de profetismo y desarrollismo, la acción eclesiástica favoreció una vinculación progresiva con algunas organizaciones campesinas, particularmente la Unión Nacional Campesina (UNC), de orientación socialcristiana. Grupos cristianos tuvieron activa participación en ocupaciones de tierras, que contribuían al clima de agitación social. Los terratenientes se sentían amenazados por las demandas campesinas de tierra y responsabilizaron a algunos sacerdotes del crecimiento del activismo rural; las acusaciones de comunistas y guerrilleros eran dirigidas a diario a los sacerdotes, religiosas y laicos involucrados en la pastoral campesina. En la región ganadera de Olancho algunos terratenientes y políticos locales pusieron precio a la cabeza del obispo y de algunos sacerdotes; en junio 1975 varios de éstos y algunos trabajadores de pastoral laicos fueron asesinados en un operativo dirigido por un terrateniente de la región (Blanco y Valverde 1987).

           

El mayor aporte de la nueva pastoral de la iglesia hondureña se dio en términos de organización campesina y desarrollo comunal. Las organizaciones campesinas no fueron producto de la acción pastoral, pero es incuestionable que la fuerza y eficacia que algunas de ellas alcanzaron debe mucho a la radicalización social promovida por las nuevas prácticas de evangelización y a la legitimación que éstas brindaron a la resistencia campesina. La "teología de la liberación" tuvo poca difusión, posiblemente por el involucramiento de la jerarquía eclesiástica en las nuevas prácticas de pastoral; las dimensiones doctrinarias de algunos aspectos de la "teología de la liberación" nunca contaron con el apoyo de la jerarquía católica dependiente del Vaticano. La propia práctica de la nueva pastoral creó tensiones con la jerarquía, aprisionada entre la lealtad a los miembros de la iglesia perseguidos por los terratenientes y las autoridades militares, y el deseo de mantener relaciones fluidas con el gobierno.

                       

El mayor auge de las experiencias de nueva pastoral se registró entre 1972 y 1975, coincidiendo con la etapa de mayor dinamismo de la reforma agraria. Las limitaciones de este proceso y los techos con que se enfrentaba la pastoral campesina, y la represión del movimiento popular desde principios de los 1980s, llevaron a algunos religiosos a involucrarse activamente en la acción política y en algunos frustrados intentos de iniciar la lucha guerrillera.[35]

 

Costa Rica

La iglesia católica costarricense desplegó un bajo perfil en materia social que contrastó con el activismo reformador del PLN. Aliada del gobierno de Calderón Guardia (derrocado en 1948), tuvo que redefinir su posición ante las nuevas autoridades y el sistema político que se empezó a configurar. El control vertical firme de la jerarquía inhibió un involucramiento directo en la "cuestión social"  --de todos modos menos aguda que en los vecinos del norte. Después de una desorientación inicial, la iglesia colaboró activamente con el reformismo del estado: en el diseño de algunas políticas sociales, en la capacitación de funcionarios, etc., optando por una intervención mediada por las agencias gubernamentales en vez de una acción directa (Opazo Bernales 1987). Sin embargo la debilidad del movimiento eclesial de base redujo los alcances del involucramiento y diluyó la posibilidad de una acción autónoma respecto del poder del estado. En la década de 1980 algunas denominaciones evangélicas habrían de sacar ventaja de esta ambigüedad.

 


[1] De acuerdo con la expresión de Sara Gordon hubo “delegación del gobierno, no del poder” (Gordon 1989:61). Anderson (1982) es hasta ahora el mejor recuento de la frustrada insurrección comunista de 1932.

[2]. Según LaFeber (1984:244) la intervención del CONDECA (Consejo de Defensa Centroamericano) a instancias de Estados Unidos, fue decisiva para que el movimiento militar abortara.

[3]. El Secretario General de la UCS, José Rodolfo Viera, sería nombrado en 1980 director del Instituto Superior de Transformación Agraria y como tal encargado de ejecutar la reforma agraria del régimen cívico militar. Fue asesinado por un comando paramilitar de extrema derecha en enero 1981.

[4] Entre 1954 y 1957 se entregaron 6367 parcelas y microparcelas; la fanfarria oficialista no pudo impedir un contraste marcado con el proceso de reforma agraria del gobierno derrocado. En solamente 18 meses (enero 1953-junio 1954) el decreto 900 de Jacobo Arbenz afectó 1002 fincas con más de un millón de hectáreas; 55% de esa superficie se expropió con indemnización (CIDA/ESFE 1971:98-99). Entre julio de 1954 y diciembre de 1962 los programas militares de distribución de tierra se ejecutaron a un ritmo de 19 mil ha. /año, mientras la reforma agraria había avanzado a una velocidad de 33,500 ha. /mes (ibid 103 y sigs.). De acuerdo a un estudio efectuado por la AID para el gobierno de Ríos Montt, entre 1955 y 1982 se distribuyeron 602 mil hectáreas a poco más de 50 mil familias, mientras la reforma agraria de 1953-54 distribuyó 602 mil hectáreas a más de 76 mil familias en menos de dos años (Figueroa Ibarra 1991:105; Solórzano Martínez 1983a).

[5] Debe señalarse que la represión se dirigió no sólo a opositores políticos o activistas sociales sino también a quienes objetaban proyectos económicos en los que estaban interesados miembros del gobierno o las fuerzas armadas. Tal por ejemplo el caso de varios críticos al proyecto EXMIBAL (Empresa de Exploraciones y Explotaciones Mineras de Izabal) en 1970 y 1971 que fueron asesinados o debieron salir del país.

[6] Aparentemente fue en esta ocasión que Roosevelt hizo el famoso comentario: “será un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta” (Close 1988:23).

[7]El libro de Millett (1979) es sin dudas el mejor estudio de la Guardia Nacional.

[8] Esto lleva a Dunkerley a considerar erróneamente a la Guardia Nacional como un cuerpo paramilitar (Dunkerley 1988:232).

[9]El pacto, llamado "de los generales", comenzaba denunciando la "amenaza comunista" que a juicio de los firmantes se cernía sobre Nicaragua. Concedía al Partido Conservador una representación minoritaria en el Congreso, que sería ampliada por un nuevo pacto en 1971.

[10] Vid Villagra (1980). Después del triunfo sandinista se reveló que varias de estas organizaciones estaban profundamente infiltradas por los organismos de seguridad del somocismo.

[11] El intento conservador, protagonizado por jóvenes de varias prominentes familias de la sociedad tradicional, es conocido como “Olama y Mollejones” por los sitios donde los guerrilleros llegaron desde Costa Rica por vía aérea; la experiencia de junio 1959 es conocida como “El Chaparral”, lugar donde fue sorprendida por el ejército de Honduras. Vid Blandón (1980); Camacho  Navarro (1971:79 y sigs.).

[12] El dirigente guerrillero Omar Cabezas ofrece un testimonio apasionante de las tribulaciones iniciales de la guerrilla sandinista, de claro predominio estudiantil, para abrirse un espacio en los trabajadores urbanos y en el campesinado pobre de la región norte-central (Cabezas (1982).

[13] Se hacía alusión con esta expresión a la incursión del somocismo en el mundo de los negocios valiéndose de los recursos del estado.

[14]Pero la debilidad orgánica también se registró en las clases populares. El movimiento campesino fue reducido, circunscrito fundamentalmente al departamento de Matagalpa; el movimiento obrero, en una sociedad con un proletariado pequeño y con altos niveles de empleo estacional, también era débil. Varias de las más importantes organizaciones populares surgieron directamente como parte del proyecto revolucionario del FSLN, en las que resultarían ser las postrimerías de la lucha antisomocista: la Asociación de Trabajadores del Campo, los Comités de Defensa Civil (posteriormente Comités de Defensa Sandinista), la asociación de mujeres, y otras; la primera organización nacional de campesinos y medianos productores rurales ??aparte de la efímera Confederación Nacional Campesina fundada por el Partido Socialista de Nicaragua a mediados de la década de 1960, reprimida sin mayor dificultad por el régimen somocista-- es posterior al triunfo sandinista.   

[15] Sobre la división interna sandinista vid López et al (1979); Gilbert (1988).

[16] Esta etapa de la confrontación revolucionaria en Nicaragua presenta varios elementos en común con la estrategia de alianzas amplias de la fase final de la lucha revolucionaria en Cuba: vid O’Connor (1964; Winocur 1980). Sobre la articulación clase/nación en este momento de la revolución sandinista, vid Vilas (1982).

[17]. Según LaFeber (1984:176) el entonces embajador norteamericano en El Salvador se quejó ante el Departamento de Estado de que en 1963 y 1964 había más oficiales de la fuerza aérea de EEUU asignados a la misión militar de la embajada, que aviadores en toda la fuerza aérea salvadoreña. Moreno & Lardas (1979) discuten el papel desempeñado por Cuba en los movimientos revolucionarios de Centro y Sur América en las décadas de 1960 y 1970.

[18]. Vid Nairn (1984) sobre la participación de militares de Estados Unidos en la formación de "escuadrones de la muerte"; también infra, capítulo 4. El mayor D'Abuisson fue fundador del partido ARENA y durante muchos años su presidente.  

 [19]. Según Torres Rivas (1986) la elección ese mismo año de Julio César Méndez Montenegro, un candidato civil, obligó al urgente traslado del Centro al Ministerio de la Defensa, donde pasó a denominarse Servicio de Seguridad Nacional.

[20] Particularmente influyente fue el pensamiento de Rodrigo Facio. Vid una recopilación de trabajos de aquella época en Facio (1978:I) especialmente “Estudio sobre economía costarricense”, “Ventajas sociales y económicas de las cooperativas” y “Un programa costarricense de rectificaciones económicas”.

[21] En 1973 el 85.4% de las fincas que representaba 90.8% de la superficie estaba en poder de sus dueños (Hall 1984:199). Moretzohn de Andrade (1979) y Fernández (1983) señalan sin embargo la progresiva decadencia de la pequeña propiedad familiar.

[22] Se ha señalado sin embargo que aunque el nivel de tensión social se redujo el procedimiento casuista del ITCO favoreció el establecimiento de relaciones de clientelismo político entre los funcionarios y los demandantes de tierra; con alguna frecuencia los comerciantes y terratenientes se aprovechaban del procedimiento legal haciéndose comprar sus tierras por el ITCO con avalúos excesivos (Rivera 1986:100-101).

[23]. Esta interpretación se opone a la de Stone (1975), para quien las reformas deterioraron la posición económica de los grandes cafetaleros. Winson (1989) demuestra que este grupo, junto a otros empresarios rurales no cafetaleros, ha sido más exitoso en la apropiación de los fondos estatales dirigidos hacia la revitalización rural, que el rápidamente creciente número de productores pequeños y marginales.    

[24] Las cifras de la época sobre sindicalización varían enormemente según las fuentes. De acuerdo a Ana Sojo en 1975 el estado, con 18.8% del empleo total, tenía sindicalizada a casi 62% de su fuerza laboral, mientras que la empresa privada, con 81.2% del empleo sólo tenía sindicalizada al 38% (Sojo 1984:55-56).

[25]. Vid sobre esto el excelente estudio de Euraque 1990; también Murga Frasinetti 1985.

[26] El liderazgo de la FENACH estaba compuesto por algunos líderes obreros como por ejemplo Lorenzo Zelaya (comunista), que formaban parte de las legiones de trabajadores despedidos por la bananera a partir de 1954. Posas y Del Cid (1981) presentan un documentado estudio de este asunto.

[27] La patronal Federación Nacional de Agricultores y Ganaderos de Honduras (FENACH) demandó a través de varios documentos y declaraciones la expulsión de los agricultores salvadoreños: vid Carías (1971:128-134) y Alonso y Slutzky (1971:288 y sigs; especialmente 292-294).

[28] Acerca del movimiento obrero hondureño, vid Meza (1980); Posas (1981c).

[29] Weeks (1985:68-69) desarrolla extensamente este argumento.

[30] Annis (1987); Sanchiz Ochoa (1993). Es llamativa la insistencia de Sanchiz Ochoa en referirse a las denominaciones protestantes como “sectas”.

[31] Berryman (1984) constituye todavía la fuente más completa para un estudio comparativo centroamericano del impacto de la nueva pastoral en el cuestionamiento revolucionario. Vid una síntesis de los principales ingredientes doctrinarios de la Teología de la Liberación en Gutiérrez (1971); también Berryman (1987).

[32].Una ilustración de este revivalismo es el crecimiento de la población que se identifica como indígena: 20% entre 1973 y 1980 (Lovell 1988; Adams 1991). Como no existen explicaciones demográficas suficientes para dar cuenta de este crecimiento, es válida la hipótesis que lo explica como un resultado de la activación indígena, en cuya virtud muchos indígenas que antes no se reconocían como tales (por temor, asimilación u otras razones) comenzaron a hacerlo ahora.

[33]Kirk (1992) brinda una imagen de Obando y Bravo como decidido opositor a Somoza que va más allá de la que el prelado da de sí mismo: vid Obando y Braco (1990). Faroohar (1989) y Dodson & Nuzzi (1990) ofrecen perspectivas más balanceadas.

[34]La oposición al sandinismo habría de presentar la radicalización de esta juventud cristiana como un producto de la manipulación y el engaño del FSLN, que explotó las buenas intenciones y la sensibilidad social de estos muchachos y muchachas con fines espurios. Chow (1992:127 ss) presenta la cuestión como una conspiración sandinista; cfr también Kirk 1992:74.

[35]. Carney (1987 especialmente partes IV y V), ofrece un vívido testimonio de la nueva pastoral social y de sus alcances y limitaciones. Sacerdote estadounidense establecido en Honduras, él mismo se radicalizó en ejercicio de su misión en el campo. Tras salir del país por razones de seguridad personal, en julio de 1983 reingresó a Honduras formando parte de un grupo armado del Partido Revolucionario de los Trabajadores Centroamericanos dirigido por José María Reyes Mata, uno de los sobrevivientes de la guerrilla boliviana de Che Guevara. A principios de setiembre de 1983 fue capturado, junto con Reyes Mata y otros integrantes del grupo, por efectivos del ejército hondureño, sin que hasta ahora se conozcan los detalles de sus muertes. Su libro fue publicado de manera póstuma.

 

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