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Carlos M. Vilas

 

Conferencia del Dr. Carlos M. Vilas en la ceremonia que en homenaje a su trayectoria académica e intelectual organizó la Universidad Nacional de Lanús, 24 de junio 2005

 

Desde hace algún tiempo es casi en lugar común hablar del “regreso del Estado” en respuesta a la profunda crisis económica y social de la que nuestro país está comenzado a emerger. Se hace alusión con esa expresión a un mayor rigor en los mecanismos de regulación, en algunas modalidades de intervención en actividades económicas, en una mayor firmeza en las negociaciones internacionales. Aunque en alguna ocasión yo también he utilizado esa metáfora, no es rigurosamente exacto que el Estado esté “regresando”, porque la realidad es que nunca se fue, y lo que usualmente se refiere como la “ausencia” del Estado fue, antes bien, el efecto de una transformación en gran escala de sus modalidades de relación política respecto de la sociedad y de una similarmente profunda redefinición de sus objetivos y modalidades de gestión.

 

Propongo por lo tanto pensar el Estado desde la política, es decir, reflexionar --con la brevedad casi taquigráfica a que obliga el tiempo aconsejable para una disertación de este tipo-- sobre la triple dimensión política del Estado: como estructura de poder, como sistema de gestión y como productor de identidades.  

 

I

Pensar el Estado como estructura de poder es pensarlo con referencia a actores sociales y políticos, a sus relaciones recíprocas y a los objetivos que orientan su desenvolvimiento.

 

Desde esta perspectiva el Estado es la unidad suprema de decisión legítima respecto de la población de un territorio. El Estado es una construcción humana que emerge de la sociedad y de la configuración que imprimen a ésta la pluralidad de sus actores en sus múltiples relaciones recíprocas y en sus articulaciones con otras sociedades. Esa estructura se objetiva en instituciones y se expresa a través de mandatos obligatorios dentro de un ámbito territorial delimitado.  

 

La unidad del Estado como poder de decisión no tiene que ver con cuestiones jurídicas como el carácter unitario o federal, centralizado o descentralizado, de su  organización institucional. Es ante todo unidad de sentido y de propósito, de acción y de conducción. Frente a la multiplicidad de lo social, con su pluralidad de actores, intereses, organizaciones, aspiraciones, y frente al riesgo de que la diversidad que enriquece al tejido social ceda paso a conflictos que lo fracturen, la posibilidad de alcanzar una cooperación social en gran escala radica en la capacidad de organizar una estructura de mando y de responsabilidad que ordene esa diversidad y la oriente hacia objetivos comunes. En esa medida, las acciones ejecutadas por determinados individuos o grupos pueden ser imputadas a ese poder que organiza y conduce las interacciones. La eficacia de esa estructura radica tanto en su capacidad para proponer al conjunto social determinados objetivos, como en que esos objetivos y las acciones encaminadas a alcanzarlos expresen las aspiraciones de la sociedad y sean aceptadas activamente por ella.

 

En este sentido se equivocan las teorías que identifican al Estado exclusivamente con  los grupos dominantes, y que por derecha y por izquierda aportaron a la gestación de los totalitarismos del siglo XX. Toda dominación sólo es real “en cuanto unidad de dominadores dotados de poder y súbditos que les han conferido ese poder” (Hermann Heller). La formación del Estado es el resultado de los acuerdos de poder entre unos y otros y de la cooperación objetiva que se deriva de ellos.

 

A lo largo de todo su desarrollo la teoría política se ha referido de variadas maneras a esta unidad esencial de la formación estatal en función de ciertos objetivos básicos compartidos: el bien común de la filosofía política clásica, el bienestar general del positivismo, la hegemonía gramsciana, los bienes públicos de la elección racional. Independientemente de sus respectivas diferencias, alcances y limitaciones, todas estos enfoques señalan la existencia de una unidad de organización y conducción que, para ser efectiva al mismo tiempo que eficaz, debe acoger en alguna medida o en cierto sentido las demandas, expectativas y aspiraciones de los grupos sociales dominados, y no sólo los de los poderosos. Las capacidades reguladoras y mediadoras del Estado en función de ciertos objetivos básicos compartidos obedecen a esta necesidad de mantener la unidad del conjunto social por encima de sus tensiones y conflictos, preservando un piso básico de legitimidad.

Aún en las situaciones más extremas de absolutismo quienes ejercen la dominación buscan siempre algún tipo de involucramiento activo por parte de los dominados, o por alguna fracción de ellos. La represión de los campos de concentración encontró entre los reprimidos elementos dispuestos a colaborar con los opresores. Las ocupaciones militares de territorios ajenos, si quieren estabilizar su dominio sobre la población, deben apelar a algún tipo de colaboración por parte de ésta --como lo indica la historia de todas las invasiones armadas, desde la Roma imperial hasta la invasión a Irak. Sin esa colaboración el éxito militar inicial deviene a poco andar en un fracaso político. La transformación de la coacción física en construcción política está  vinculada al estímulo de la cooperación de los dominados con el proyecto de dominación de los vencedores. Las políticas sociales que acompañan como complemento subordinado a los programas de ajuste de tipo neoliberal pueden interpretarse como producto de la necesidad de los grupos dominantes de ganarse algún tipo de consentimiento de los dominados para que el orden político conserve estabilidad.

 

Estamos en presencia aquí del complejo y crucial asunto de la legitimidad del poder del Estado. Complejo, porque la construcción de la legitimidad moviliza un conjunto amplio de ingredientes objetivos y subjetivos, de acciones tangibles y creencias individuales. Crucial, porque la legitimidad es la que transforma al poder de coacción en autoridad, vale decir, en capacidad de imposición y deber de obediencia en virtud de un contenido ético que se reconoce en los mandatos.

 

El Estado moderno resolvió la cuestión homologando legitimidad y legalidad. Asumiendo el origen democrático de sus instituciones y sus normas –en cuanto éstas son producto de algún tipo de involucramiento político activo o pasivo, directo o indirecto,  de partes relevantes de la población— la legalidad de los procedimientos fue aceptada como criterio básico de legitimidad. Esa homologación deriva en último análisis de la abstracción de las relaciones mercantiles y sociales y de la prevalencia de la forma de las relaciones respecto de su contenido, que constituye un ingrediente típico del capitalismo. La manifestación de la legalidad como positividad jurídica acordó seguridad y estabilidad a las transacciones comerciales y a la vida social; permitió trazar límites objetivos a la acción del Estado y garantizar ámbitos de acción individual libres de la interferencia del poder político. El “Estado de derecho” es así por definición un Estado legítimo. Esta identificación se resume en el conocido principio del Derecho Administrativo: los actos de la administración pública se presumen legítimos cuando son dictados por funcionario competente con observancia de los procedimientos legales.  

 

El desarrollo del Estado moderno implica la progresiva imposición de un tipo específico de dominación y una forma particular de legitimidad --la legitimidad "racional-legal" de la sociología weberiana-- que entra en conflicto con otros tipos de dominación y otras formas de legitimidad que emanan de la heterogeneidad de la estructura social. La ciudadanía, institución típica de la concepción oficial del sistema político y base del Estado-nación, convive y se articula con prácticas de clientelismo y patronazgo, con modalidades patrimonialistas y carismáticas de ejercicio del poder, todo al mismo tiempo y en el mismo territorio. La resultante es la tensión entre las instituciones formales y las prácticas sociales, entre política como formato estatal y cultura como práctica social.

 

La subsunción de la legitimidad en la legalidad tiene una ventaja práctica: basta con el análisis jurídico formal para valorar el grado de legitimidad del Estado. Pero en escenarios de profunda fragmentación social y cultural, como son los de la mayoría de nuestros países, la legalidad, lejos de ser vista como síntesis de valores compartidos, puede ser interpretada como expresión de una imposición en función de objetivos e intereses particulares, que puede reclamar subordinación por despliegue de coacción física, pero que carece de autoridad en el sentido que acabo de precisar.  

 

Ahora bien: la red de interacciones sociales y el desempeño efectivo de las instituciones públicas inciden decisivamente en el sustento de legitimidad del poder estatal. La convivencia en organizaciones se basa mayormente en un sistema implícito de reciprocidades, y el Estado no escapa a esto. La intensidad y alcances del consentimiento que la gente presta a la autoridad están usualmente ligados a la medida en que juzga que lo que entrega (en trabajo, servicios personales, impuestos, productos, observancia de las normas, participación en rituales...) guarda una relación de proporcionalidad con lo que recibe a cambio (servicios institucionales, seguridad, reconocimiento, empleo o cualquier otra cosa que considera valiosa). El acatamiento al poder estatal y al sistema legal  goza así de legitimidad y el orden social es percibido como justo .

 

Ciertamente no toda incorporación a una organización es producto exclusivo del consenso. Sobre todo en lo que  refiere al Estado, la pertenencia a él es una cuestión de ausencia de alternativas en la medida en que nacemos en el territorio de un Estado y en una matriz de relaciones configuradas por el Estado o articuladas a él. En cambio el nivel subsiguiente de involucramiento emocional en esa matriz de relaciones y en su marco institucional está estrechamente asociado a esa noción de reciprocidad. La metáfora del contrato social alude, en clave racionalista, a esta misma cuestión. Sin embargo lo que el contractualismo presenta como producto de acciones individuales racionales intencionalmente convergentes en un resultado común (el contrato), es en realidad efecto de complejos y prolongados procesos cuyo desenvolvimiento no excluye momentos de fuerte conflictividad y recurso a la violencia, y de un sistema de interacciones y transacciones que se reproduce tanto en el plano microsocial de la vida cotidiana como en el nivel de las grandes instituciones y los procesos macrosociales.

 

El discurso de los actores políticos suele poner el acento en los referentes macropolíticos y macrosociales de la legitimidad y en sus expresiones formales, pero la mayoría de la población construye sus juicios de legitimidad en el nivel microsocial sobre el cual posee, o imagina poseer, alguna capacidad de decisión. La  legitimidad se expresa de manera concreta en la vida diaria, en el plano existencial, y se construye a partir del efecto en ese nivel, de los procesos de nivel macro. Llama la atención por lo tanto sobre el modo en que esos efectos son interpretados por las personas y los grupos sociales como resultado del entrecruzamiento y las tensiones entre los procesos de socialización promovidos por las grandes instituciones (sistema educativo, medios de comunicación, iglesias, organizaciones políticas...) y los que son impulsados por instancias más personalizadas o inmediatas (familia, barrio, amigos, comarca, parroquia). La legitimidad del orden político estatal y de su sistema normativo guarda usualmente una fuerte dependencia de los juicios que la población lleva a cabo respecto del modo efectivo en que determinadas agencias o instituciones públicas penetran las sociedades locales o los ámbitos de la vida cotidiana, mucho más que de las grandes definiciones de política. Cuanto más dependiente es la calidad de vida de los integrantes de un grupo social del desempeño de estas agencias, más fuerte es el papel de las evaluaciones respectivas en la legitimación del orden social y del poder político. El funcionamiento de la escuela, el hospital o el destacamento policial del barrio suelen ser más importantes en este sentido que la política educativa, de salud o de seguridad del Estado.

 

La construcción del Estado es por lo tanto un proceso histórico y cultural. No sólo en el sentido de culminación de un encadenamiento prolongado de acciones que a la postre convergen en ese resultado –convergencia que no es inevitable--, sino también porque el Estado perdura en la medida en que es creado y recreado por una miríada de actos cotidianos, de decisiones y mandatos formales y prácticas informales. Ese conjunto de pequeñas acciones y actitudes cotidianas en el ámbito de la vida privada y en sus articulaciones con  la esfera pública, da testimonio de una conjugación multifacética entre utilidad y afectividad, entre intereses y emociones, entre percepciones y convicciones, que constituyen los microfundamentos de legitimidad de las grandes estructuras formales y de los procesos macrosociales. “Un Estado existe sobre todo en el corazón y en la mente de su pueblo –dice Strayer--; si éste no cree que esté allí, ningún ejercicio lógico lo traerá a la vida”.

 

Ahora bien: ¿tiene sentido seguir hablando de soberanía como atributo del poder del Estado en estos tiempos de globalización acelerada? ¿No se afirma acaso que estamos frente a la inevitable desaparición del Estado-nación por el avance arrollador del capitalismo globalizado, o por lo menos de un acotamiento irreversible de sus capacidades?

 

Es innegable que los escenarios diseñados en las últimas dos décadas por la globalización plantean desafíos importantes a la eficacia reguladora del Estado. Pero esos desafíos y las adaptaciones consiguientes se refieren mucho más a los grados de autonomía con que los Estados toman determinadas decisiones, que con su eficacia para imponer esas decisiones a los actores involucrados. Es necesario distinguir entonces entre ambos conceptos.

 

La soberanía es atributo del Estado respecto de la población de un territorio, en cuanto no existen, dentro de ese territorio, mandatos de superior jerarquía. El bloque de poder al que el Estado brinda expresión institucional puede estar constituido, y usualmente lo está, por un entrelazamiento de actores nacionales y externos, pero esto no releva a ese bloque de poder de la necesidad de recurrir al Estado para que sus objetivos, intereses o demandas se conviertan en políticas y normas de acatamiento obligatorio por el resto de la sociedad. Un tratado internacional, por ejemplo, sólo adquiere vigencia “fronteras adentro” una vez que ha sido ratificado por cada Estado individual, y esa ratificación es un acto de soberanía estatal. Lo mismo cabe decir de las condicionalidades de los organismos multilaterales de crédito como el Banco Mundial o el FMI: para que sean obligatorias deben ser formalmente adoptadas por determinadas agencias gubernamentales –ministerios, bancos centrales, etc.— mediante decretos, resoluciones o incluso leyes del parlamento.

 

El régimen de convertibilidad monetaria que rigió en Argentina durante una década fue un instrumento estratégico en la desnacionalización de la economía, la destrucción de su parque industrial, y la apertura indiscriminada a los actores de la globalización financiera. Existieron poderosos intereses y actores locales y globales que presionaron en este sentido y, a la postre, se alzaron con las ganancias. Pero ese régimen tuvo vigencia efectiva porque existió un conjunto de decisiones políticas del Estado que lo pusieron en vigencia: desde una ley del Congreso –acto político soberano por antonomasia-- hasta un conjunto de aparatos administrativos que garantizaron su observancia –organismos tributarios, tribunales, y otros. La globalización, para avanzar, necesita de decisiones políticas del Estado y la reorientación del ejercicio de sus facultades soberanas en función de determinados objetivos perseguidos por determinados actores.

 

Autonomía en cambio es la capacidad de los Estados para definir objetivos y fijar metas, seleccionar y emplear instrumentos de política, movilizar recursos y mantener bajo control las restricciones en que operan las políticas públicas, incluyendo el comportamiento de otros actores. La autonomía nunca es absoluta; es más bien una resultante del tipo de relaciones que se generan con los actores sociales y económicos, y de los escenarios regionales e internacionales en que esas relaciones se desenvuelven. Autonomía implica siempre algún tipo de negociación. Mayor o menor autonomía respecto de ciertos actores (empresas, sindicatos, organizaciones sociales, otros estados, organismos multilaterales, etc.) significa mayor o menor capacidad del Estado para definir estrategias y objetivos de acción, ejecutar políticas, captar y asignar recursos.

 

Los ejemplos que se dan usualmente para abonar la tesis del deterioro de la soberanía estatal –la delegación de facultades decisorias en organismos de terceros estados (tribunales de justicia o de arbitraje, calificaciones técnicas, etc.), la implementación de determinadas políticas—son en realidad ilustraciones de una transferencia de facultades decisorias que sólo es posible en virtud de un ejercicio del poder soberano del Estado delegante.

 

En definitiva, lo que los procesos de globalización plantean no es tanto la erosión del principio y la vigencia de la soberanía de los Estados, como la reorientación de los objetivos y las metas a las que ese ejercicio se en camina. Ello, en escenarios internacionales en los que desiguales niveles de desarrollo económico, técnico-científico y militar entre Estados definen márgenes de autonomía extraordinariamente acotados para algunos y aparentemente ilimitados para otros.

 

II

Existe una segunda dimensión del Estado, que es operativa, y refiere a sus capacidades de gestión. Es ésta una dimensión derivada de la anterior, en la que el Estado  define y ejecuta cursos de acción, y extrae y asigna recursos en función de objetivos referibles al núcleo de su politicidad. El modo en que un Estado lleva a cabo la administración de sus recursos y la gestión de sus políticas es analíticamente diferenciable de esos arreglos de poder pero guarda a su respecto una relación de adecuación básica. Antes o después, cambios en las relaciones sociales de poder se traducen en nuevos diseños institucionales y en modificaciones en la gestión pública. Las capacidades de gestión estatal tienen como referencia y horizonte los objetivos de la acción política, y éstos siempre expresan, de alguna manera, los intereses, metas, aspiraciones, afinidades o antagonismos del conjunto social y de la jerarquización recíproca de sus principales actores –es decir, su estructura de poder.

 

Se desprende de lo anterior que la relación entre la gestión pública, la estructura socioeconómica y las orientaciones políticas del Estado siempre es estrecha. Los estilos de gestión de los recursos públicos, y la conceptualización misma de ciertos recursos como públicos, guardan una vinculación íntima con los objetivos a los que apunta dicha gestión y, por lo tanto, con la configuración de la estructura de poder de la que esos objetivos derivan. Cada modalidad de gestión pública se inscribe en una matriz determinada de relaciones entre el Estado y la sociedad, y contribuye a reproducirla. El esquema burocrático de gestión, que durante tantas décadas orientó el desempeño de la administración pública, es típico de escenarios sociopolíticos de relativa estabilidad y autonomía operativa del Estado respecto de una sociedad de masas con conjuntos sociales relativamente homogéneos. El supuesto de este esquema de gestión es la previsibilidad de la dinámica societal de acuerdo a los grandes diseños estratégicos del desarrollo económico y el desempeño estatal; se espera de la normativa que contemple todas las situaciones que efectivamente pueden registrarse en la vida real, y el funcionario no hace más que aplicar la norma. Típico ingrediente de este paradigma es el principio “lo que no está explícitamente permitido, está prohibido”, que ata el desempeño de los funcionarios a la observancia estricta de la norma. Al estilo de la pirámide jurídica de Hans Kelsen, el funcionario se limita aplicar las normas y procedimientos previamente establecidos por la autoridad de nivel superior. Al contrario, un esquema de gestión de tipo gerencial usualmente responde a la necesidad de adaptación rápida a escenarios cambiantes de públicos segmentados, preeminencia de los tiempos cortos, objetivos circunscriptos, toma de decisiones con interpretación y aplicación flexibles de los marcos normativos, o incluso en ausencia de marcos normativos. El dinamismo de la realidad cambiante y el número de factores de incertidumbre desaconsejan la definición de esquemas normativos rígidos. El principio de legalidad recibe un tratamiento laxo, o bien la violación de las normas se justifica por imperativos de emergencia, necesidad y urgencia, o la invocación de alguna otra circunstancia excepcional. La pluralidad de públicos diferenciados demanda una labor permanente de focalización y ajuste de las políticas que, a su turno, ahondan la segmentación del tejido social.

 

La gestión de las relaciones laborales entre empresas y trabajadores ofrece una buena ilustración de la vinculación entre esquemas de administración pública y relaciones y jerarquías sociales. El desarrollo del derecho del trabajo, como rama específica del derecho público, fue resultado de una configuración de relaciones de poder entre sindicatos y empresas en el marco de una sociedad de masas, esquema fordista de producción y creciente regulación estatal. La creación de este cuerpo legal ensanchó las modalidades de mediación pública, dio pie al desarrollo de nuevas agencias gubernamentales y ramas de administración de justicia, limitó las facultades decisorias de las empresas, acotó la capacidad de acción unilateral de las organizaciones laborales, y contribuyó al fortalecimiento de una ideología de derechos colectivos que coexistió con desiguales niveles de conflictividad con la ideología liberal tradicional de derechos individuales. Al contrario, la progresiva sustitución del derecho laboral por el derecho civil o comercial en el marco de la llamada flexibilización laboral, testimonia en nuestros días el retroceso de la capacidad de afiliación y de negociación de los sindicatos de trabajadores, junto con el predominio de esquemas de acumulación flexible, desregulación amplia de la economía, recuperación de capacidad decisoria por las empresas, y resurgimiento de una ideología de racionalidad individualista. El cambio de marco jurídico implica asimismo una transferencia de la gestión de las relaciones laborales del ámbito público al privado: empresas de mediación, administradoras de riesgos laborales, entre otras. En la base de todos estos cambios se encuentra la pérdida de poder político de los trabajadores y sus organizaciones representativas, y el deterioro del mercado de trabajo como articulador global de la sociedad.   

 

La relación básica de correspondencia entre el Estado en tanto sistema institucional de decisión y gestión, y la matriz de poder dominante en la sociedad, plantea dos corolarios importantes. El primero se refiere a la interacción entre agencias gubernamentales y unidades de decisión económica (empresas y asociaciones de empresas); el segundo apunta a la cuestión del tamaño del Estado.

 

Contrariamente a lo que sugieren algunas discusiones recientes en materia de reforma institucional del Estado, no existen actividades o ámbitos determinados de la interacción social, que, por definición o en abstracto, pertenezcan al ámbito de la gestión pública o de las decisiones empresariales privadas. La historia del capitalismo registra numerosos ejemplos de empresas que desempeñaron funciones típicamente estatales –por ejemplo emisión de dinero de curso forzoso, coacción física de sus trabajadores, producción de marcos normativos de vigencia territorial, etc. La Compañía Holandesa de las Indias Orientales (1602-1799) fue la que mejor desarrolló este esquema, que impulsó la colonización holandesa de gran parte de Asia y el Pacífico y convirtió a uno de los más pequeños estados de Europa en una de las mayores potencias políticas y comerciales durante dos siglos. En escala menos extendida, las más conocidas aplicaciones de este esquema estuvieron a cargo de La Forestal, en el noreste, y de las grandes estancias ovejeras de la Patagonia: control físico del territorio, coacción física de la población que lo habitaba –fueran o no trabajadores de la empresa—con facultad legal para imponer castigos, emisión de moneda de curso forzoso y legal en ese territorio. A la inversa, existen múltiples ejemplos de Estados que desempeñan, a través de variadas herramientas institucionales, funciones típicamente empresariales de producción y distribución de bienes y servicios mercantilizados.

 

En un nivel de máxima abstracción la existencia del Estado se legitima por la satisfacción de un conjunto básico de grandes objetivos que de una u otra manera hacen a la sobrevivencia organizada del todo social: aportar condiciones conducentes a la  reproducción ampliada de su base material, brindar seguridad a su población y defenderla ante agresiones externas, promover la integración social, dotar a la población de una identidad colectiva. Sobre esto existe un consenso muy amplio y el debate se refiere fundamentalmente a conceptualizaciones diferentes de esos bienes: como dice Boaventura de Sousa Santos, “las luchas por el bien común siempre fueron luchas por definiciones alternativas de ese bien”. Ello así porque no existe una definición técnica o políticamente neutra de qué cosas puede hacer el Estado y de qué cosas no debe ocuparse.

 

Los contenidos y alcances de la acción estatal derivan siempre de los objetivos que el Estado persigue y ésta es, ya se dijo, una cuestión eminentemente política en cuanto referible en definitiva al bloque de poder que el Estado institucionaliza –incluyendo en esto sus articulaciones externas. Los ámbitos de acción legítima del Estado, así como los alcances de las transacciones y la asignación de recursos por el mercado, se definen ante todo de acuerdo con diseños macropolíticos y macroeconómicos motorizados por particulares arreglos de poder entre actores, de acuerdo a una variedad de objetivos e intereses. Enfatizo el “ante todo”, porque junto al diseño racional de los alcances de la competencia del Estado suelen coexistir objetivos particularistas, como la supervivencia de segmentos de la burocracia pública,  la generación de rentas para grupos particulares, u otros, que ilustran la tensión permanente en el seno de la gestión estatal entre intereses y metas generales y motivaciones particulares o sectoriales.

 

Del mismo modo, la idea de un tamaño óptimo del Estado tiene como referencia explícita o implícita los objetivos hacia los cuales la acción pública se orienta, los intereses que promueve así como aquéllos a los que inhibe o discrimina. Se comprende fácilmente, por ejemplo,  que un Estado que promueve una estrategia de capitalismo industrial exportador requiere para sus relaciones con los actores del mercado de un sector público de complejidad, magnitud de recursos y estilos de desempeño (incluyendo, por ejemplo, un sistema de educación superior y de desarrollo científico técnico, una infraestructura amplia y eficiente, recursos humanos numerosos y de alta calificación) diferentes a los de un Estado que da prioridad a objetivos de tipo financiero, o que impulsa un estilo de inserción externa basado en la producción de bienes primarios. En muchos países de América Latina el tamaño efectivo del sector público es el resultado de decisiones gubernamentales pragmáticas frente a las tensiones entre el gasto público primario, de impacto directo en las condiciones de gobernabilidad, y los servicios del endeudamiento público externo, a cuya continuidad se vinculan las hipótesis de crecimiento o, incluso, de reproducción simple.

 

Lo anterior no implica desconocer la dimensión instrumental o técnica siempre presente en la determinación de la eficacia y la eficiencia de la gestión y las políticas públicas, y su especificidad relativa. Aunque es posible formular definiciones abstractas de una y otra, determinar en cada caso sometido a examen los criterios con los que se evaluarán la eficacia y la eficiencia de una estrategia o de una gestión particular es tan importante como acordar una definición general o formal. El contenido de los conceptos de eficacia y eficiencia está siempre asociado a determinados estilos de desarrollo, trayectorias precedentes, o valoraciones colectivas, e incluso a necesidades y posibilidades históricamente particularizadas. Más exactamente: es posible definir en abstracto en qué consisten, técnicamente, la eficacia y la eficiencia de la gestión y las políticas públicas, pero la valoración de ellas en cada caso particular, y en conjunto, siempre se lleva a cabo con referencia a un marco político y a un plexo axiológico institucional determinados.

 

La eficacia de la gestión pública requiere, en cada escenario institucional y sociopolítico, la consistencia del diseño de las políticas con los objetivos que se persiguen, así como coherencia en la gradación o jerarquía  que se reconoce entre ellos. El diseño de las políticas públicas es fundamentalmente un tema de técnicas e instrumentos; lo segundo es ante todo materia de la política en cuanto ésta se refiere al deber ser del desempeño público. Es también materia de la política la elección entre diferentes opciones instrumentales, en la medida en que éstas involucran cuestiones de costos, recursos humanos, tiempos, y similares. Algo parecido ocurre respecto de la valoración de la eficiencia de las políticas públicas. Eficiencia es en el fondo una cuestión de costo/beneficio, de definición de criterios respecto de cuánto se está dispuesto a pagar para alcanzar determinados resultados, de qué naturaleza son los costos a considerar (económicos, políticos, de prestigio, etc.) y de quién o quiénes deberán hacerse cargo de ellos. Ésta es también una decisión eminentemente política en cuanto siempre tiene como referente las relaciones de poder entre determinados actores y de éstos con relación al Estado; una de las manifestaciones más claras del poder político consiste en la capacidad de hacer pagar a otros los costos de las acciones encaminadas a alcanzar los objetivos de quien lo ejerce. La naturaleza política de ambas cuestiones no se diluye por el hecho de que las respectivas decisiones se deleguen hacia funcionarios que ocupan posiciones formalmente técnicas, o hacia actores del ámbito privado.

 

En consecuencia antes de dictaminar sobre el tamaño óptimo, o por lo menos adecuado, del aparato estatal y los alcances de sus competencias, deberíamos tener en claro hacia qué objetivos y metas el Estado se encamina.

 

La experiencia argentina de las últimas décadas ofrece una ilustración perversa de esta vinculación entre aparatos, funciones y proyecto político.  “Achicar el estado para agrandar la Nación” fue la consigna que orientó las reformas macroeconómicas e institucionales de signo neoliberal recomendadas --y frecuentemente impuestas-- por los organismos multilaterales de crédito a partir de la década de 1980. Esa consigna formaba parte de la ideología política de la clase dominante argentina desde medio siglo atrás, en cuanto interpretaba la integración social y política de las masas trabajadoras y la organización popular como producto exclusivo o principal de la demagogia política y de una abusiva intrusión del estado en las relaciones sociales y económicas. “Achicar el estado” implicó desmantelar los instrumentos públicos de gestión anticíclica, liquidar la mediación pública en las relaciones laborales, acotar el margen legítimo de movilización, organización y reivindicación social, y desmantelar las modalidades de articulación público-privado que habían hecho posible el avance de Argentina por el camino del desarrollo industrial y de una notable integración social. La recomendación del “Consenso de Washington” de reducir el Estado a su dimensión mínima acopló bien con esa ideología y la dotó de cierto tono cosmopolita.

 

Aunque gran parte de la discusión de esos años se centró en la cuestión del tamaño del aparato estatal,  lo que en realidad estaba en el tapete era la nueva orientación política del Estado a partir de la redefinición de sus relaciones con determinados actores sociales y económicos, y las funciones y responsabilidades que habría de asumir en consecuencia. Esto explica que el Estado se achicara en algunos aspectos –por ejemplo, producción y distribución de bienes y servicios y regulación de relaciones entre agentes económicos--  y creciera en otros –dotación de personal temporal, organismos de control administrativo, seguridad y disciplinamiento social. En el fondo del debate sobre el “estado mínimo” lo que estaba en juego eran los intereses que el Estado asumía como propios y habría de promover, y los objetivos a los que en consecuencia encaminaba su acción.

 

Argentina fue una de las naciones de América Latina que más avanzó por este sendero. De acuerdo a Oscar Oszlak nuestro país tenía a principios de la década actual “uno de los aparatos estatales de nivel nacional más pequeños del mundo” con relación a su población, PBI y otros indicadores. Las reformas encaradas a lo largo de las décadas de 1980 y 1990 implicaron mucho más que la privatización de activos físicos y de servicios hasta entonces públicos. La transferencia de estos asuntos a la actividad privada involucró, una paralela traslación de facultades políticas de conducción y control. El Estado se desligó de actividades económicas –producción y comercialización de bienes y servicios por empresas estatales que ahora eran privatizadas-- y de los activos ligados a esas actividades, pero también se desprendió de facultades e instrumentos de política que hacen a la orientación del proceso de desarrollo económico y social: planeamiento estratégico, planificación de inversiones en infraestructura, promoción del desarrollo científico y técnico, preservación del medio ambiente, y similares. Cuestiones todas para las cuales el mercado, orientado exclusivamente por la rentabilidad empresarial, ha probado ser incompetente.

 

En ejecución del recetario del “Consenso de Washington” el Estado se despojó de instrumentos b&´sicos de conducción política y no sólo de gestión o administración, y los transfirió a actores cuya óptica es particularista o a lo sumo sectorial. El deterioro social que se aceleró a partir del año 1998 fue en realidad el capítulo más reciente de un proceso de progresiva erosión de las condiciones de vida de millones de personas a lo largo de dos décadas de notable continuidad de esquemas macroeconómicos y políticos por encima de algunas variaciones parciales o coyunturales y de la sucesión de elencos de gobierno. El deterioro del mercado de trabajo por el crecimiento del desempleo, la caída de las remuneraciones reales y la precarización laboral –la flexibilización laboral recomendada por los organismos financieros multilaterales-- contribuyó a generar escenarios sociales de mucha inseguridad y violencia. Los procesos de empobrecimiento y la desigualdad social profunda siempre conducen a escenarios de inseguridad: no sólo en lo que se refiere a la precariedad socioeconómica, sino a la incidencia de la violencia física en las relaciones interpersonales y a los índices de criminalidad. Ello explica que los procesos de desmantelamiento estatal y la búsqueda del “estado mínimo” no hayan sido incompatibles con la ampliación y fortalecimiento de los aparatos estatales de represión y disciplinamiento de la población: vale decir, el estado gendarme como metáfora y también como contundente realidad.

 

Estos escenarios de desigualdades e inseguridad usualmente tienen como correlato la impunidad de los poderosos. Las transformaciones institucionales de las dos últimas décadas enmarcaron también sonados casos de corrupción pública, enriquecimiento ilícito y malversación de fondos públicos tanto en Argentina como en otros países de la región. La desregulación estatal dio paso al descontrol de las empresas y los funcionarios. El sonado y aún impune caso de la reforma laboral y los denunciados sobornos en el Senado de la Nación ofrecen una gráfica y patética ilustración de la degradación de las instituciones políticas como premio para la vulneración de derechos y calidad de vida de los trabajadores.

 

III

La tercera dimensión política sobre la que quiero reflexionar hace referencia al papel del Estado como productor de identidades. El Estado “nombra” a su población y al nombrarla, la constituye en sujeto portador de derechos, responsabilidades y obligaciones. Nombrar un acontecimiento, una persona, un aspecto de la realidad, implica ejercer un poder sobre lo nombrado –algo que Jehová tuvo muy en claro cuando en las Tablas de la Ley prohibió invocar su nombre en vano. Nombrar significa traer simbólicamente a lo nombrado, transformar su ausencia en presencia, definir el modo en que lo vemos y lo mostramos a los demás, y de condicionar la forma en que el nombrado se piensa a sí mismo. Sobre todo, nombrar implica asignar un sentido y un significado a lo nombrado –es decir, asignarle una identidad.

 

No es lo mismo referirse a un determinado sistema económico como de mercado, que referirse a él como capitalismo: lo primero denota intercambios y transacciones, lo segundo señala ganancias, pérdidas, apropiación privada de medios de producción, mano de obra asalariada. Los cuentapropistas precarizados de la nueva pobreza urbana pueden ser denominados sector informal, microempresarios o marginales. En cada caso los nombres diferentes favorecen la ubicación de las mismas personas en conjuntos sociales distintos y la definición de acciones de política diferentes según varíe la denominación. Los nombres no son antojadizos, porque las palabras están preñadas de significados. Detrás de los desacuerdos semánticos sobre la definición de una palabra “se disimulan desacuerdos sociales y nacionales. Las luchas de definición son, en realidad, luchas sociales, puesto que el sentido que hay que darle a las palabras proviene de compromisos sociales fundamentales” (Cuche).

 

El Estado moderno occidental constituyó a su población como pueblo, y más exactamente como pueblo-nación. Un pueblo de sujetos portadores de derechos, es decir un pueblo de ciudadanos, igualados formalmente en su condición de tales por encima de las diferenciaciones derivadas de la heterogeneidad social y de su acceso a recursos. Vale decir, una igualdad que encubría las profundas desigualdades sociales. Las luchas de los trabajadores y de otros sectores emergentes permitieron ahondar esa igualación y forzaron al Estado a la reconceptialización de su pueblo: ya no más un conjunto de individuos, sino un entramado de clases y otros actores sociales. En esa misma medida el Estado asumió nuevos cometidos y más amplios horizontes de intervención en la sociedad. Para hacerse cargo de ellos, su estructura institucional fue sometida a profundas transformaciones: economía centralmente planificada en algunos casos, Estado de bienestar en otros, desarrollismo y regímenes nacional-populares en otros más. Que esta constitución popular del sujeto político del Estado haya sido realizada en un arco amplio de regímenes políticos y definiciones ideológicas (democracias y totalitarismos, derechas e izquierdas) indica que ella hace a la existencia misma del Estado como unidad de organización, representación y conducción del conjunto a partir de modalidades específicas de legitimación. No tiene que ver, por lo tanto, con una pretendida esencia populista del Estado moderno, mucho menos de la política, como se ha pretendido recientemente.

 

El Estado constituyó a su población en pueblo-nación a través de un  amplio arco acciones e instituciones: el sistema escolar, el desarrollo de la infraestructura de comunicaciones y transportes, la representación cartográfica de su territorio y de su ubicación en el mundo, la subordinación de las autoridades locales o regionales al poder central, la participación política, la centralización de la coacción física y sus recursos, para citar sólo algunas. A través de ellas el Estado diseña a su pueblo como Nación: es decir como conjunto simbólico de identidad ciudadana que se proyecta mucho más allá de los horizontes inmediatos de la vida cotidiana. La constitución del Estado como Estado-nación y del pueblo como pueblo-nación representó así una verdadera “revolución cultural” (Corrigan y Sayer) en cuanto los individuos y los grupos subsumen los microuniversos inmediatos de su cotidianeidad en los referentes más amplios de la Nación que se extienden mucho más allá de sus limitadas percepciones sensibles.

 

El pueblo de la Nación posee por lo tanto una virtualidad universal, y ello en un doble sentido. Por un lado, porque la eficacia de sus intervenciones políticas abarca en principio todos los temas que constituyen la agenda efectiva o potencial de la gestión pública, tengan o no relación directa con la inserción particular de los individuos o grupos constitutivos de ese pueblo, más todos aquéllos que emergen de la propia dinámica política o social. La universalización de la educación básica y posteriormente de la de nivel medio, el acceso a información, etcétera, abren la posibilidad, a sectores amplios del pueblo, para opinar e intervenir directa o indirectamente en un arco muy amplio de cuestiones. Por otro lado, porque el reconocimiento de derechos y atributos derivados de la común condición humana de los sujetos, plantea la vigencia universal de un conjunto de derechos directamente derivados de esa común condición, por encima de las determinaciones territoriales que enmarcan al Estado-nación –por lo tanto, la posibilidad de obtener el reconocimiento de esos derechos y la reparación de su violación ante cualquier tribunal del globo. La idea de que existen derechos derivados directamente de la naturaleza humana sin necesidad de su legalización positiva se remonta a la filosofía clásica y, más hacia acá, a los prolegómenos de las grandes revoluciones burguesas en Europa. Pero es recién en el último medio siglo que la posibilidad de su efectiva vigencia por encima de las fronteras se hace realidad.

 

Uno de los aspectos más interesantes del reciente embate neoconservador en el análisis y la dinámica del desempeño estatal, es la renuencia de muchos de sus voceros y actores en referirse a la población del Estado en términos de pueblo, o incluso de sociedad. En el discurso predominante hasta hace poco, el pueblo fue sustituido por la gente. La sustitución no es políticamente inocua. Porque el pueblo del Estado moderno es un sujeto colectivo que se forja en el ejercicio de sus derechos y eventualmente en su confrontación a los privilegios y al poder establecido, mientras que “la gente” es, apenas, un nombre genérico que poco o nada predica de una efectiva identidad ni colectiva ni individual.  El pueblo de la política supone un núcleo básico de derechos, aspiraciones, conflictos, tensiones, movimiento, acción. Esa dinámica puede tener las más variadas orientaciones ideológicas o doctrinarias: no hay esencialismo democrático o revolucionario en el pueblo, como la historia demuestra hasta la saciedad. Hay, en cambio, una persistente reverberación colectiva. La gente, por el contrario, es apenas un agregado indiferenciado de unidades equivalentes y recíprocamente sustituibles.

 

La promoción de la racionalidad individualista por las reformas económicas e institucionales del “Consenso de Washington” y sus complementos demandó modificaciones radicales en los hábitos, percepciones y valoraciones de conjuntos amplios de la población. El concepto de derechos y obligaciones colectivas –emanadas unos y otras tanto de tradiciones comunitarias como de concepciones socialdemócratas y nacional-populares— fue desplazado por la noción de capacidades individuales referidas fundamentalmente al mercado como sistema de organización social. El referente implícito era un modelo de elección racional por individuos orientados por una motivación utilitaria,  con libre e igual acceso a la información. En sus versiones más fundamentalistas el rediseño neoliberal de las instituciones apuntó a una reconfiguración cultural profunda del conjunto de la sociedad y a la reducción de ésta a una sumatoria de interacciones individuales de motivación egoísta. El concepto de ciudadano, portador de derechos generales y permanentes, fue sustituido por la metáfora del cliente, con demandas específicas y segmentadas en función de contraprestaciones particulares de agencias especializadas.

 

Los diferentes nombres evocan ámbitos también diferentes de constitución política del sujeto. Así, mientras el pueblo se estructura políticamente como sujeto colectivo en las calles y en las plazas, pero también en la confluencia interindividual de decisiones electorales que aportan al resultado colectivo, el cliente se constituye en el toma y daca de transacciones discretas específicas. La gente, por su lado, carece de referenciamiento a algún ámbito propio y se mantiene en un nivel prepolítico, sin una eficacia específica en la configuración de la vida colectiva., sin más articulación orgánica que la que tienen “las papas que componen una bolsa de papas” para usar la vieja metáfora, o si se prefiere, sin más unidad de propósito que la de los pobladores de los “no lugares”, “los espacios del anonimato” de Marc Augé.

 

IV

Un análisis político del Estado como el que de manera tan introductoria he esbozado en esta presentación no sustituye a otras aproximaciones a ese mismo fenómeno. De hecho a lo largo de la exposición he echado mano, confío que no de manera extravagante,  a algunas contribuciones de la sociología y la antropología. Creo sin embargo que enfocar al Estado desde la política permite poner el acento en su esencia de estructura de poder al servicio de objetivos que derivan de la dinámica de su sociedad y de sus articulaciones internacionales, al mismo tiempo que revela la gravitación de esa esencia tanto en la dimensión operativa del Estado como en la constitución identitaria de sus sujetos. Lo considero también un abordaje necesario para salir al paso a los enfoques del Estado que, reduciéndolo bien a un sistema de normas e instituciones formales, bien a un conjunto de aparatos y herramientas de gestión, lo vacían de la problemática del poder y enmascaran esa esencialidad política.

 

Me parece también un enfoque muy apropiado para ser presentado en esta Universidad, que como ninguna otra honra la obra y la memoria de quienes nos precedieron en el camino de la afirmación de la soberanía nacional y la defensa de las causas populares.

 

Muchas gracias.

 

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REFERENCIAS

 

  • AUGÉ, Marc  (2002) Los no lugares . Buenos Aires: GEDISA.
  • CORRIGAN, Philip & Derek SAYER (1985) The Great Arch. English State Formation as Cultural Revolution. Londres: Basil Blackwell.
  • CUCHE, Denys (1999) La noción de cultura en las ciencias sociales. Buenos Aires: Nueva Visión.
  • de SOUSA SANTOS, Boaventura (2005) Reinventar la democracia, reinventar el Estado. Buenos Aires: CLACSO.
  • HELLER, Herman (1992) Teoría del Estado . Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
  • OSZLAK, Oscar (2003) “El mito del Estado mínimo: Una década de reforma estatal en la Argentina”.  Desarrollo Económico No. 168 (enero-marzo).
  • STRAYER, Joseph (1981) Sobre los orígenes medievales del Estado moderno .Madrid: Ariel.
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