Violencia e inseguridad en el mundo de la subalternidad
Carlos M. Vilas[1]
No vale nada la vida,
la vida no vale nada.
Comienza siempre llorando
y así llorando se acaba.
Por eso es que en este mundo
la vida no vale nada.[2]
Introducción
Entre fines de la década de 1980 y fines de la siguiente, más de un centenar de linchamientos se registraron en varios estados de México, así como en la ciudad capital. Detonados por acciones delictivas imputadas a las víctimas (robos, violaciones, asesinatos, atentados contra aspectos de la vida comunitaria) y enmarcados por escenarios de empobrecimiento, inseguridad, abusos e impunidad policíaca o militar, la gran mayoría de los linchamientos muestran a pobres haciéndose justicia, o venganza, contra otros tan pobres como ellos mismos.
Este artículo enfoca uno de esos casos de linchamiento: el que tuvo lugar en el municipio de Zapotitlán Tablas, estado de Guerrero, el 18 y 19 de diciembre de 1993. En sí mismos, los linchamientos de Zapotitlán no presentan rasgos de excepcionalidad. Sus motivaciones, sus modalidades de ejecución, quienes se desempeñaron como víctimas y como victimarios, el escenario en que se ejecutaron, son parecidos a los de muchos otros linchamientos en comunidades rurales. Su notoriedad se debió, posiblemente, a que tuvieron lugar en un momento particular de la vida del país, cuando México, aún presidido por Carlos Salinas de Gortari, se aprestaba a ingresar al Tratado de Libre Comercio de América del Norte. En ese tiempo Salinas y su gobierno eran celebrados en el ámbito financiero y por muchos académicos serios como ejemplos de modernización y civilidad. Bajo su mandato, se afirmaba, México abandonaba el atraso, ingresaba a la OCDE y se instalaba en el primer mundo. La foto de los linchados, en la primera plana de los diarios de circulación nacional, provocó reacciones de espanto. Los más inspirados recordaron a Calderón de la Barca y citaron Fuenteovejuna. Otros se horrorizaron ante lo que aparecía como la emergencia brutal de las fuerzas, que se creían eliminadas para siempre, del México bárbaro. Y, sin embargo, los linchamientos de Zapotitlán ni fueron los primeros, ni habrían de ser los últimos. En los siete años anteriores se habían registrado por lo menos una veintena de casos similares –detalle más, detalle menos— en diferentes estados del país; en los cinco años siguientes se registrarían más de ochenta. Unos y otros además de decenas de casos anuales de ejecuciones por cuerpos armados al servicio de terratenientes o de caciques locales, extralimitaciones policiales y militares, enfrentamientos entre familias, choques entre comunidades indígenas, conflictos religiosos, confrontaciones políticas.[3]
El fenómeno del linchamiento no es privativo del México contemporáneo; hecho semejantes ocurrieron en esta misma época en Guatemala y Brasil, y con menor frecuencia en Haití, Honduras y Ecuador. Tampoco es privativo de sociedades multiétnicas, o de escenarios rurales o de fuertes vínculos comunitarios; en la última década se registraron más de una docena de linchamientos en ciudades de Argentina. Sin embargo, cada escenario imprime al hecho un perfil particular y un significado específico. Sobre el telón de fondo del recurso a la violencia y al castigo por mano propia surge un amplio arco de elementos detonantes, motivaciones coadyuvantes, hechos circunstanciales, ingredientes de oportunidad, que convierten al linchamiento en la síntesis de una matriz compleja de tensiones y conflictos de mayores proyecciones.
1. Linchamientos en el México de la modernidad
En sociedades como la mexicana, donde las fronteras entre el Estado y la sociedad, entre lo público y lo privado, entre secularización y sacralización, son aún porosas, y donde las solidaridades del parentesco, el barrio, la comarca o la etnia compiten con las comunidades imaginadas del Estado, la clase y la nación, casi cada dimensión de la vida civil plantea como posibilidad real el procesamiento violento de las controversias. Los conflictos interindividuales adquieren rápidamente el carácter de enfrentamientos entre familias o entre comunidades. En escenarios de precariedad e inestabilidad económica la violencia es una forma normal de mediación de las relaciones sociales cotidianas. La sobrevivencia física y el prestigio social pueden depender de la capacidad de los individuos para desplegar una amenaza verosímil de violencia. La debilidad del monopolio estatal de la coacción física, la tolerancia del estado frente a despliegues de violencia privada, la extralimitación de las agencias estatales de prevención y coacción, la inseguridad del mundo de la pobreza, refuerzan la cultura tradicional de tenencia y uso de armas, y de resolución violenta de conflictos familiares, vecinales o de otra índole.[4]
Los linchamientos expresan con dramatismo la conflictiva coexistencia de diferentes órdenes axiológicos y normativos dentro de una misma sociedad; la existencia de profundas fracturas en su orbe cultural; la muy parcial eficacia de las instituciones públicas y su reducida legitimidad. En particular, llaman la atención sobre la presencia de una pluralidad de concepciones sociales respecto de la legalidad, del delito y de la asignación de responsabilidades –por lo tanto, de la causalidad social. Ilustran asimismo sobre el carácter desigual y contradictorio de los procesos convencionalmente denominados de modernización, que avanzan mucho más rápido en la implantación formal de las grandes instituciones y en procesos macrosociales que en la gestación de nuevos comportamientos y prácticas microsociales. Dan cuenta, por lo tanto, del carácter inacabado del proceso de construcción estatal, tanto en su dimensión cultural o ideológica, como en lo que toca a la eficacia y a la legitimidad de su penetración en la sociedad.
Dada la solidez institucional del Estado mexicano en comparación con otros de América Latina en contextos multiétnicos y en geografías similarmente extensas y variadas, y el despliegue de las instituciones estatales en todo el territorio del país, la afirmación anterior puede parecer un sinsentido. Sin embargo la presencia física del Estado, en particular de sus instituciones de coacción y control de la población, cuando carece de legitimidad –vale decir, cuando entra en conflicto con las expectativas y las valoraciones de grupos determinados de población-- genera efectos tan conflictivos como la ausencia de tales instituciones cuando la población siente que la necesita. La legitimidad es un ingrediente tan sustantivo del Estado como la ocupación o control físico del territorio por determinadas instituciones. El poder institucional del Estado se convierte en autoridad cuando es reconocido como legítimo; tal reconocimiento implica un juicio de valor a partir de premisas derivadas de la vida cotidiana, mucho más que de las grandes narrativas de la legalidad formal. En todo caso, la legalidad formal es puesta a prueba por la configuración efectiva de la existencia diaria. La legitimidad formal del ejército, la policía, la agencia recaudadora de impuestos, los tribunales, puede y suele desvirtuarse por los abusos de autoridad, la connivencia con el delito, la negligencia, el recurso a marcos axiológicos conflictivos, etcétera, predominantes en los escenarios locales. Es sugestivo, en este sentido, que los hechos que motivan los linchamientos se refieran todos a cuestiones cotidianas en las que se hace patente la ausencia de penetración estatal –es decir, la ineficacia de las instituciones públicas—o su falta de legitimidad desde la perspectiva de determinados grupos de población. En el fondo, estos conflictos llaman la atención sobre la complejidad de los procesos de formación estatal efectiva y legítima en sociedades multiculturales, así como la impunidad que caracteriza, en determinados escenarios sociales, al desempeño local de buena parte de los poderes públicos.
El linchamiento se presenta enmarcado por escenarios de cambios macrosociales y macropolíticos profundos que impactan severamente en los microcosmos locales alterando los modos de inserción de la gente en sus relaciones recíprocas, así como con la naturaleza y el poder. La amplia reestructuración socioeconómica e institucional de México en las décadas de 1980 y 1990 introdujo modificaciones de grandes proyecciones en la vida cotidiana de la gente, cuestionó certidumbres y alteró rutinas. El avance del mercado deterioró buena parte de las estructuras y relaciones de tipo comunitario; el narcotráfico impulsó cambios en el uso del suelo y acarreó mayor presencia local del ejército; los compromisos financieros asumidos por el estado federal afectaron los alcances y la calidad de la cobertura de un amplio arco de servicios sociales y de subsidios. Situaciones similares se registraron en otros momentos equivalentes de la historia de México, aunque el signo o la orientación de esos cambios hayan sido diferentes –por ejemplo, en el marco de la reforma agraria y el impulso a la “educación socialista” en la década de 1930, y posteriormente con el trasfondo de las grandes movilizaciones estudiantiles en 1968.[5] Lo persistente es el tremendo cimbronazo provocado por las políticas del estado y las transformaciones a nivel macro social o macroeconómico en la vida cotidiana de grandes grupos de población, sobre todo de población que ya era vulnerable antes de esas transformaciones. En sentido similar puede mencionarse el gran número de linchamientos que se registra en Guatemala con posterioridad al reciente conflicto revolucionario, la aparición del fenómeno en Argentina en una década de acelerada reconversión social y económica en clave neoliberal, o la generalización de linchamientos raciales en Estados Unidos después de la guerra civil.
El clima de inseguridad generalizada y la convicción respecto de la inoperancia o la complicidad de las instituciones públicas, definen el trasfondo social de los linchamientos. Este es un sentimiento particularmente arraigado en algunos territorios con mayor gravitación demográfica de pueblos indígenas, sometidos con frecuencia a múltiples formas de discriminación y violencia institucional --situación que posiblemente refuerza la asociación del recurso a la justicia por mano propia con la vigencia de redes de identidades y solidaridades comunitarias. En estos casos el linchamiento explicita el conflicto de diferentes órdenes normativos y axiológicos y su diferenciada recensión legal. Incluso cuando no existe evidencia de venalidad o complicidad de las instituciones estatales en la generación del sentimiento de injusticia o inseguridad, el conflicto deriva de ese choque de sistemas normativos y de la jerarquía de valores implícita en ellos. Independientemente de las manipulaciones a las que puede ser sometido, el despliegue formal de garantías procesales, típico del derecho penal moderno, puede ser vivido como un sistema injusto cuando permite la libertad (condicional, bajo fianza o bajo prueba) de quien ha causado un daño, o cuando similar tratamiento es negado a los miembros del propio grupo. En las ciudades el linchamiento da testimonio del hartazgo de la gente con las condiciones de inseguridad, violencia, impunidad, venalidad y corrupción policial y gubernativa típicas de muchas grandes urbes latinoamericanas.
Los actos de linchamiento despliegan una brutalidad similar a la que se denuncia en las autoridades o en la conducta de la víctima del linchamiento. Son pocos los casos en los que se emplean armas de fuego, y en ellos, éstas fueron complementadas por golpizas brutales o por lapidaciones. El empleo del propio cuerpo para ejecutar el linchamiento (golpes), o el recurso a instrumentos elementales que pueden ser considerados proyección del cuerpo en cuanto su eficacia sancionadora depende de la destreza personal o la fuerza física de quien los emplea (palos, machetes, piedras…) contribuye a la imagen de ensañamiento y brutalidad característica del linchamiento. Se prestan asimismo para aumentar el carácter ejemplarizador que los linchadores adjudican a su acción, y para abonar la convicción, en quienes lo ejecutan, que nadie en particular es responsable de la muerte: la responsabilidad es “del pueblo”, “de la gente” o algún otro sujeto colectivo.
Aunque los linchamientos son respuestas a actos delictivos real o presuntamente cometidos por las víctimas, el detonante inmediato suele estar mezclado con ingredientes provenientes de otros antagonismos: conflictos entre familias, grupos étnicos o comunidades, e incluso conflictos políticos. Normalmente es difícil separar el linchamiento detonado por un hecho dado de tipo delictivo, de la historia de tensiones, recelos y desconfianzas que son frecuentes en la vida cotidiana en estos ambientes de vulnerabilidad, privaciones, miedos. En este sentido los linchamientos tienen mucho de explosión de ira, lo cual contribuye al carácter brutal e incluso desproporcionado de la violencia que ejercen contra sus víctimas.
Los escenarios predominantes de los linchamientos son de pobreza, opresión, subalternidad: el mundo de los de abajo –según el título de la recordada novela de Mariano Azuela. El linchamiento se presenta, fundamentalmente, como violencia de pobres contra pobres, unos y otros compartiendo la misma falta de justicia institucional. Ilustra, por lo tanto, respecto de los sesgos étnico-culturales y de clase que discriminan en el acceso a las instituciones públicas, incluso en cuestiones básicas como la vida, la libertad, la dignidad o el patrimonio de las personas –los valores a partir de cuya defensa se legitima la institución del estado desde la perspectiva de la teoría política liberal.
2. Los linchamientos de Zapotitlán
EL ESCENARIO
El Municipio Zapotitlán Tablas se ubica en la región de La Montaña, posiblemente la más empobrecida del estado de Guerrero, y una de las de mayor población indígena de ese estado. En una geografía quebrada, con caminos de tierra que unen con dificultad un rosario de pequeñas comunidades, campesinos pobres de las etnias mixteca, tlapaneca y náhuatl crían cabras, siembran en ínfimas parcelas maíz para la subsistencia y, más recientemente, amapola; algunos también se dedican al comercio en escala minúscula. La mayoría de los pobladores son monolingües, o hablan y entienden el castellano con mucha dificultad. El analfabetismo es muy alto, el acceso a servicios de salud y a escuelas extremadamente precario.
La Montaña es región de mucha violencia e inseguridad para sus pobladores. Desde hace años narcotraficantes, posiblemente con la tolerancia de algunas autoridades, han estado obligando a los campesinos a cultivar amapola. Aunque la cotización de ésta en el mercado ilegal de la droga es mucho más alta que la del maíz y otros productos de consumo, la diferencia de precio no beneficia a los cultivadores, mientras que el desplazamiento de los cultivos tradicionales deteriora su muy precario nivel de vida. La violencia enseñorea, en efecto, en La Montaña: enfrentamientos de campesinos entre sí por cuestiones de tierras; ejecuciones a cargo de grupos armados vistiendo uniformes policiales o del ejército; emboscadas a comerciantes y agricultores, o a patrullas policiales. Además de la presencia del narcotráfico, la existencia de bandas de asaltantes de caminos agrega inseguridad: robos, violación de mujeres, asesinatos. En el mes anterior a los hechos de Zapotitlán Tablas las autoridades locales registraron no menos de 30 asaltos. La presencia esporádica de patrullas policiales aumenta la inseguridad y genera más temor, ya que con frecuencia incurren en el mismo comportamiento que los delincuentes.
En días previos a los hechos habían recrudecido las quejas al gobierno del estado por la inseguridad reinante en la zona, y por el incumplimiento de las promesas de las autoridades de llegar al lugar a escuchar a los pobladores. La gente también se queja de la impunidad de que aparentemente gozan los delincuentes: cuando la policía los atrapa, quedan libres rápidamente pagando fianzas irrisorias. Es fuerte la creencia de que existe una complicidad básica entre autoridades, abogados y malhechores. El sentimiento de inseguridad cohabita con el de la rabia; la gente se siente burlada por las autoridades. Pocos días después de los hechos de Zapotitlán el alcalde de Acatepec –una de cuyas familiares fue violada por miembros del grupo al que habrían pertenecido los primeros tres linchados-- reconoció que “la gente anda armada para defenderse”. En todo caso, las quejas no eran solo verbales, y es posible advertir en los últimos años una frecuencia creciente de emboscadas y otras acciones armadas contra presuntos delincuentes, e incluso contra patrullas policiales, que las autoridades prefieren adjudicar a grupos de narcotraficantes.
La mañana del 18 de diciembre de 1993 el pequeño comerciante Cornelio Jerónimo Dircio, del poblado de Ayotoxtla, fue asaltado por tres hombres a quienes posteriormente identificó como los hermanos Martín y Eliseo Aguilar Avilés y su primo Angel Aguilar Vázquez. El asalto tuvo lugar en El Columpio, un paraje por el cual los lugareños pasan sólo por necesidad: atravesado por un camino en estado calamitoso –poco más que una senda de montaña-- en una selva relativamente espesa, es uno de los lugares favoritos de los asaltantes. Cornelio viajaba de regreso a Ayotoxtla en una camioneta que transportaba bebidas gaseosas para ser vendidas en la aldea. Fue despojado del dinero de unas ventas que había efectuado en la cabecera municipal, así como de documentos y de las bocinas de un aparato de sonido que acababa de comprar. Los tres asaltantes eran originarios de comunidades de Zapotitlán. Versiones de los pobladores indican que los tres formaban parte de una gavilla de unos 40 hombres que desde tiempo atrás cometía asaltos y violaciones en la zona. Según las mismas versiones los tres delincuentes habían asaltado previamente un autobús de pasajeros, del que obligaron a descender a cuatro mujeres, a quienes violaron.
Al llegar a Ayotoxtla Cornelio reunió a una veintena de personas con palos y piedras –entre quienes se encontraban sus hijos Paulino y Germán, el cacique local Eugenio Rosendo Bolaños y los comisarios de Ayotoxtla y Escalerillas Lagunas (un poblado vecino).[7] Paulino y Germán habían sido asaltados y golpeados días antes, culpando de este hecho a los hermanos Martín y Eliseo Aguilar Valdés y a su primo Angel Aguilar Vázquez. Sin mucha dificultad localizaron a los presuntos atracadores; éstos trataron de resistir apelando a sus armas, pero al verse superados en número se entregaron a los perseguidores. De acuerdo a algunas versiones, Cornelio y sus hijos tomaron las armas que Martín y Angel habían tirado al suelo, y dispararon contra ellos dándoles muerte. En otras versiones no queda claro quién o quiénes efectuaron los disparos. El tercer asaltante, Eliseo Aguilar Avilés, de 17 años, fue golpeado contra el piso por los pobladores mientras le exigían que revelara el escondite del botín. Aturdido por los golpes y muy asustado, Eliseo fue incapaz de ubicar el lugar. La gente comenzó a gritar que lo iban a colgar. El síndico municipal de Zapotitlán, y el secretario del ayuntamiento, que para entonces ya habían llegado al lugar, trataron infructuosamente de impedirlo. Eliseo fue colgado de un eucalipto en el mismo paraje donde el atraco que detonó estos hechos había tenido lugar. Izado y bajado varias veces para que confesara, finalmente murió ahorcado. Según un testigo, no todos los pobladores estuvieron de acuerdo con esta muerte, posiblemente por la juventud del muchacho. Según otros no hubo intención de matarlo, sino de asustarlo para que revelara el escondite del botín.
En contra de la voluntad de la población el síndico de Zapotitlán ordenó la entrega de los cuerpos a los familiares de las víctimas, y destacó a algunos policías locales para que cuidaran los restos hasta que los parientes se hicieran cargo –según otras versiones, el síndico ordenó que los cuerpos fueran trasladados a la cabecera municipal a los efectos de realizar las necropsias, orden que, si efectivamente existió, no fue cumplida. A las 18:30 del mismo sábado Melesio Aguilar Guzmán (padre de Martín y Eliseo y tío de Angel), su hijo Juvenal, y su sobrino Romualdo Aguilar Vázquez., hermano de Angel, llegaron al paraje a hacerse cargo de los cuerpos y preparar su traslado a su comunidad. Poco después gente proveniente del poblado de Acatepec, encabezada por el caudillo Eugenio Rosendo Bolaños de Ayotoxtla, arribó en dos autobuses, con intenciones de verter combustible sobre los cuerpos y prenderles fuego. Según un declarante Bolaños habría ordenado atacar a los familiares –aunque otros testigos dan a entender que la decisión no salió de nadie en particular. Para entonces la multitud sumaba entre 300 y 500 personas de las tres aldeas, muchas de ellas armadas de palos y piedras, y posiblemente también de algún arma de fuego. Los tres parientes fueron aprisionados, desnudados y golpeados. Finalmente los tres fueron colgados a eso de las diez de la noche, ante la mirada de la muchedumbre, en la misma arboleda donde habían ahorcado a Eliseo Aguilar. Según un testigo la muerte de los tres se decidió “por el hecho de ser sus familiares”; según otro, porque “era su deber eliminarlos”, por ser familia de los asaltantes.
Alrededor de las seis de la mañana del domingo 19 algunos de los que participaron o presenciaron los linchamientos del sábado fueron a la casa de Esteban Nemesio Rosendo, quien había estado el día anterior en El Columpio durante las ejecuciones de los tres familiares. Lo sacaron de la casa y lo golpearon, acusándolo de pertenecer a la pandilla de asaltantes. Esteban lo negó; alegó ser policía municipal y que había estado cuidando los tres cuerpos por orden superior. De todos modos también se lo llevaron a El Columpio, donde fue ahorcado junto a los otros colgados.
Cornelio Jerónimo Dircio y los comisarios titulares y suplentes de las aldeas de Ayotoxtla y Escalerilla Laguna fueron detenidos “por haber incitado y participado directamente en el delito de homicidio” en agravio de los siete ejecutados. Posteriormente el director de la Policía Judicial del Estado comunicó la detención del comandante de la policía suburbana, quien fue señalado como instigador del linchamiento de los presuntos asaltantes y sus familiares.[8] Todos los detenidos pertenecen a la etnia tlapaneca. El cacique Eugenio Bolaños se mantenía prófugo. El lunes 21, cuando se efectuaban preparativos para el entierro de las siete víctimas, un funcionario de un organismo no gubernamental de defensa de los derechos humanos manifestó que “existe temor de que los familiares de los muertos pudieran tomar represalias contra los participantes” en los linchamientos, pero la cosa no pasó a mayores.
A pesar de que ninguno de los seis detenidos habla fluidamente el castellano ni tiene buena comprensión del mismo, en el interrogatorio no fueron asistidos por intérprete. Los comisarios alegaron que no habían visto cómo empezaron los hechos ya que se encontraban en sus oficinas. Todos se declararon inocentes: “Nosotros no hicimos nada, los culpables son los pueblos”. Según Cornelio “los pueblos… hicieron bien de atacar (sic) a los asaltantes, pero nosotros ahora estamos aquí encerrados”. Según un campesino que declaró como testigo, la responsabilidad es de “la gente que se juntó”.
Días más tarde 200 personas de Ayotoxtla y de Escalerilla Laguna mantenían un plantón frente a las oficinas judiciales del municipio de Zapotitlán Tablas, exigiendo la libertad de los detenidos; el plantón se mantuvo durante casi seis meses. Otros pobladores llevaron a cabo cortes de caminos para presionar por la libertad de los detenidos en marzo y abril 1994, incluyendo el bloqueo de carreteras por gente de diez comunidades y cinco organizaciones sociales (la principal de ellas, la Unión Obrera y Campesina Emiliano Zapata, UOCEZ). A principios del mes de mayo de 1994 cinco de los detenidos obtuvieron la libertad, tras una negociación a cambio del levantamiento del plantón y el fin de la huelga de hambre que dos aldeanos venían manteniendo desde quince días antes en la ciudad Chilpancingo, capital del estado (uno de ellos: Germán Jerónimo Silva, hijo de Cornelio Jerónimo). Finalmente el 4 de junio de 1994 también Cornelio fue liberado.
Según la subprocuradora de Justicia del estado, el segundo hecho –es decir, la matanza de los familiares de los tres asaltantes de El Columpio-- podría haberse perpetrado “por cuestiones de narcotráfico o políticas”, y “fue sólo el pretexto para dirimir viejas diferencias de tipo personal” que enfrentaban a ambos grupos. En cambio un integrante de la Comisión Regional de Derechos Humanos de la Montaña declaró que todos los detenidos debían quedar libres: “no fueron ellos los que mataron a los supuestos asaltantes, sino el pueblo enardecido por los constantes robos y violaciones de sus mujeres”.
La afiliación de varias de las víctimas del segundo hecho a Antorcha Campesina –una organización ligada al entonces gobernante Partido Revolucionario Institucional (PRI) que con frecuencia actúa como grupo de choque contra movilizaciones o demandas de grupos de oposición o independientes--, y el involucramiento de la Unión Obrera y Campesina Emiliano Zapata en las acciones por la libertad de los detenidos, contribuyó a cierta politización de los linchamientos y sus secuelas. Según Antorcha Campesina, todo lo ocurrido fue instigado por el cacique Bolaños en ejecución de una venganza o en cumplimiento de amenazas previas. Fue imposible comprobar estas denuncias.
PROYECCIONES Y SECUELAS
Los hechos de Zapotitlán destacaron ante la opinión pública nacional la situación de violencia persistente en la Montaña y, en general, en el estado de Guerrero. El gobierno del estado aumentó la presencia policial y del ejército en la Montaña. Patrullas militares comenzaron a recorrer la zona, al tiempo que creció el número de denuncias de violación de derechos humanos. El 20 de diciembre de 1994 en Xicotlán, municipio de Chilapa, tuvo lugar un enfrentamiento entre campesinos y judiciales del estado. Un campesino resultó muerto y otro herido, dos policías desaparecieron y el cadáver de uno de ellos apareció cuatro días después. El gobernador Rubén Figueroa adjudicó el hecho a un enfrentamiento de policías y narcotraficantes, pero el 21 de diciembre los comisarios de dos poblados de la zona, acompañados de unos 200 indígenas, se presentaron en la agencia del ministerio público en Chilapa para denunciar las arbitrariedades que desde hacía un mes estaban cometiendo los policías. Muchos de los denunciantes acusaron golpizas, robo de animales, de dinero y de otras pertenencias. El jefe policial declaró que los pobladores de Alcozacán, una comunidad de unos 500 habitantes indígenas en su mayoría, escucharon un llamado en náhuatl para que todos los vecinos que tuvieran armas de fuego se presentaran a un lugar determinado para atacar a los agentes de la policía judicial. El 26 de diciembre fue emboscada otra patrulla policial.
La historia posterior es conocida. La frecuencia de hechos de violencia se incrementó, o bien los medios de cobertura nacional y las organizaciones de derechos humanos se hicieron eco creciente de las demandas de los pobladores locales. La guerrilla del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en Chiapas reinstaló, en enero 1994, el debate sobre la lucha armada para el logro de demandas políticas y sociales contra el gobierno. Las organizaciones campesinas y sociales independientes o de oposición al gobierno incrementaron su actividad en Guerrero. Aumentaron las acciones armadas contra patrullas policiales y militares; la presencia zapatista en el sur del país permitió al gobierno de Guerrero cambiar de argumento: los enfrentamientos ya no eran con narcotraficantes sino contra guerrilleros. En este clima de confrontación creciente, el 28 de junio de 1995, en el vado de Aguas Blancas, unos 200 policías del estado emboscaron a un grupo de campesinos pertenecientes a la Organización Campesina de la Sierra Sur (OCSS) que se dirigían a participar de un acto, mataron a 17 e hirieron a 24. Un año después, en medio del acto recordatorio del primer aniversario de la matanza de Aguas Blancas, hizo su aparición un nuevo grupo guerrillero: el Ejército Popular Revolucionario (EPR), ante la aparente sorpresa de los circunstantes y de la dirigencia del Partido de la Revolución Democrática (PRD) que presidía el acto. La comprobación de la responsabilidad de las autoridades políticas de Guerrero en la masacre de Aguas Blancas forzó la salida del gobernador Figueroa y de sus principales colaboradores.
3. Análisis
Lo mismo que en otros casos similares, los linchamientos de Zapotitlán conjugan una pluralidad de elementos locales y externos.[9] El microcosmos local procesa, acumula y condensa tensiones y contradicciones derivadas de procesos más amplios que se entrelazan con los conflictos emergentes de la propia dinámica local. El hecho detonante (el asalto) puso en movimiento en torno a él un arco amplio de conflictos que, de manera abierta o soterrada, capturaban desde tiempo atrás a la comunidad de Ayotoxtla.
En primer lugar, conflictos entre redes de parentesco. Todas las víctimas del linchamiento son miembros de una misma familia (Aguilar), mientras que son miembros de otra familia (Dircio) quienes encabezan el linchamiento. La presencia de uno de éstos entre las víctimas del asalto que da pie al linchamiento parece haber activado viejas y permanentes rencillas que, hasta el momento, habían asumido expresiones menores –chismes, cuestionamiento verbal de la hombría de algún miembro de la otra red familiar, comentarios desdorosos acerca de la supuesta reacción de las mujeres violadas, y similares. A estos conflictos se agregan elementos provenientes de la presencia local de procesos de mayor alcance. Los Aguilar eran integrantes de Antorcha Campesina, una organización auspiciada por el PRI, con un registro largo de agresiones a campesinos y organizaciones opositoras al entonces partido gobernante; canaliza las demandas de su membresía (acceso a tierra y otros recursos productivos, subsidios, condiciones de comercialización...) y al mismo tiempo ha sido acusada de actuar como grupo de choque contra organizaciones opositoras al gobierno. En estas tropelías, Antorcha Campesina cuenta usualmente con la abierta tolerancia de las autoridades gubernamentales. Al contrario, los Dircio son miembros de la Unión de Obreros y Campesinos Emiliano Zapata (UOCEZ), próxima al opositor PRD e incluso de denominaciones de izquierda más radical. En el estado de Guerrero ambas organizaciones convocan a los mismos sectores sociales: agricultores pobres. La identidad sociológica es fracturada por la diferenciación de las identidades políticas y, posiblemente, también étnicas. En el caso que nos ocupa todos los participantes en los linchamientos pertenecen a la etnia tlapaneca, no así sus víctimas.
El éxito de los Dircio en convocar a varios centenares de pobladores, así como la intervención del caudillo político del lugar, sugieren la marginalidad local de los Aguilar, a la cual concurren su diferenciación política tanto como su alegado involucramiento en los ataques a pobladores de la misma comarca. Por su vinculación con las redes de poder local (como lo demuestran, por ejemplo, su capacidad para movilizar en su apoyo a los comisarios del lugar, además del ya citado caudillo) y su aparente diferenciación económica (la mercadería que le robaron a Cornelio Dircio denota que además de agricultor es un pequeño comerciante con cierta dotación de capital de inversión) sugieren que la familia Dircio gozaba de una posición comparativamente mejor a la de muchos en Ayotoxtla y, consiguientemente, de cierto prestigio. La participación del caudillo Bolaños (reclutamiento y transporte de gente de otros poblados) refuerza la hipótesis de que los linchamientos iniciales crearon una oportunidad para el procesamiento similarmente violento de otro tipo de conflictos, más directamente articulados a la dinámica política guerrerense o incluso nacional.
Este conjunto de factores económicos, sociales y políticos ilustran sobre la penetración de procesos de diferenciación en comunidades que, desde afuera, pueden ser percibidas como fundamentalmente homogéneas. Estos procesos siempre son tremendamente conflictivos en la medida en que alteran los tiempos y los ritmos de la vida local, y la matriz de relaciones sociales. Surgen nuevas desigualdades frente a las cuales los mecanismos compensatorios tradicionales pierden eficacia. La reacción inmediata en estos escenarios socioculturales, tiende a ser la personalización de las culpas, vale decir la imputación de responsabilidad de los efectos de esos cambios a alguien en particular. Los procesos macrosociales y políticos de alcance nacional de los que las transformaciones que se experimentan en la comunidad local constituyen algo así como el último capilar, se viven localmente corporizados en sujetos particulares. Una determinada negociación financiera internacional puede significar que el precio que el acopiador local paga a los campesinos sea más bajo, afectando las condiciones de existencia de los productores y, entre muchas otras cosas, su capacidad para contribuir a las erogaciones demandadas por las fiestas patronales y otras expresiones de la vida comunal. Consiguientemente, su identificación con el grupo tiende a relajarse y su prestigio local se deteriora. O bien algún miembro de la comunidad logra extraer ventaja del impacto de esos mismos cambios y emprende un proceso de diferenciación. El enriquecimiento sin causa legítima, aunque sea comparativamente pequeño, suele tener el mismo efecto que el empobrecimiento sin causa. Los ejemplos podrían multiplicarse.[10]
En ambientes signados por el empobrecimiento generalizado y la inseguridad, pequeñas nuevas desigualdades, cuando carecen de explicación, suelen provocar efectos desproporcionados. A falta de argumentaciones políticas, religiosas o de otra índole que vinculen razonablemente los cambios locales con procesos mayores, la culpabilización personalizada ofrece una explicación plausible del perjuicio que unos sufren y, sobre todo, de los beneficios reales o presuntos que otros gozan. Las explicaciones mágicas, las imputaciones de brujería, o el razonamiento por analogía, constituyen sustitutos admisibles para la falta de explicaciones de otro tipo. La causalidad simbólica ocupa el vacío dejado por la ausencia de una causalidad empírica.
4. Conclusión: La violencia como modo de relación social
Los linchamientos de Zapotitlán muestran un caso concreto en el que la violencia funciona como modo de relación social o, por lo menos, de mediación de las relaciones sociales. Ello no significa que los aldeanos de la Montaña sean más violentos que otros campesinos o comuneros indígenas o que los mexicanos de las grandes ciudades. La violencia radica ante todo en las condiciones estructurales en las que se desenvuelve la vida cotidiana de estos hombres y mujeres. Una vida dura, precaria, injusta, en la que la brutalidad y los resentimientos son tanto más fuertes cuanto menos hay para repartir, para compartir y para defender. Son estas las circunstancias en las que las agresiones al patrimonio, a la libertad o al honor tienen un efecto más devastador. En tales escenarios la solidaridad se circunscribe a un nosotros delimitado por el parentesco, la etnicidad y la comunidad como síntesis de aquél y ésta. Con facilidad viene a la mente la descripción hobbesiana del hombre enemigo del hombre, de la guerra de todos contra todos: una situación donde el miedo y el peligro de muerte violenta son permanentes, y la vida ”solitaria, pobre, mezquina, brutal y breve”.[11]
Pero el mismo proceso de cambio macrosocial contribuye a la identificación de salidas de este microuniverso. Cuando la explicitación de la articulación de lo local a lo externo se hace evidente por la penetración de actores externos que avalan o refuerzan las injusticias y sufrimientos, las reacciones locales suelen empezar a superar la dimensión personal y la búsqueda de remedios puede llegar a tener proyecciones mayores. Las quejas ante las autoridades estatales consiguen que la policía se haga presente en el lugar; el narcotráfico atrae al ejército; las organizaciones estaduales o nacionales que son referente de las organizaciones locales toman intervención en los hechos; etcétera. En todos los casos la presencia física de instituciones públicas ayuda a ampliar los horizontes de la comunidad local, al mismo tiempo que contribuye a su mayor diferenciación interna. En el caso particular de la Montaña, la presencia policial y militar aportó a los pobladores una dosis adicional de inseguridad y de sufrimientos; el Estado hizo efectiva su penetración en la zona, pero de manera ilegítima. La búsqueda de soluciones se encaminó, por lo tanto, por otros senderos –entre ellos, la convocatoria de organizaciones político-militares opositoras. Sobre todo, el involucramiento de instituciones públicas en las mismas tropelías que hasta entonces eran cometidas por individuos concretos, creó condiciones para redireccionar la culpabilización por esos hechos hacia las instituciones respectivas y, por lo tanto, a su progresiva despersonalización.
Los linchamientos de Zapotitlán no fueron la causa de esta dinámica, pero sí los detonantes de la presencia de instituciones estatales en el área; el modo de desempeño de éstas explicitó ante los pobladores su ilegitimidad y abrió las puertas para una politización progresiva de los conflictos locales. Sin embargo la violencia persiste como modo de relación social, por más que con signo político y manifestaciones diferentes. El desarrollo ulterior del proceso político nacional permitió, en las elecciones de 1997 y en las más recientes de 2000, modificar las relaciones de poder en el estado de Guerrero. Medios de comunicación de alcance nacional dieron cobertura a los atropellos cometidos contra la gente de la zona. Sin embargo, es prematuro formular proposiciones sólidas respecto de la eficacia de los procedimientos electorales para desmontar las raíces estructurales de la violencia. Sobre todo, queda por ver la capacidad de las instituciones y los procedimientos de la democracia para vencer las resistencias de los arreglos locales de poder, escalar la Montaña y llegar efectivamente hasta sus parajes más recónditos.
[1] Cientista político argentino, profesor de la Universidad de Buenos Aires y de la Universidad Nacional de Lanús. La investigación que sirve de base a este artículo se llevó a cabo mientras el autor fue Investigador Titular del Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades de la UNAM. La Lic. Anayanci Fregoso se desempeñó como muy eficiente asistente de investigación; a ella, y a los informantes del Estado de Guerrero va mi reconocimiento. Publicado en Bajo el Volcán, Revista del Departamento de Sociología de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (México) 4 (primer semestre 2002) 209-217.
[2] José Alfredo Jiménez, Caminos de Guanajuato.
[3] Cfr C.M. Vilas, “(In)justicia por mano propia: linchamientos en el México contemporáneo”, Revista Mexicana de Sociología, 1/2001:131-160.
[4] Cfr. Benedict Anderson, “The idea of Power in a Javanese Culture”, en C. Holt et al. (eds.), Culture and Politics in Indonesia. Ithaca: Cornell University Press 1972:1-70; Sergio Paulo Pinheiro, “Popular Responses to State-Sponsored Violence in Brazil”, en D. Chalmers, C.M. Vilas et al. (eds.) The New Politics of Inequality in Latin America. New York: Oxford University Press, 1997:261-280.
[5] Me refiero a los linchamientos en San Miguel de Canoa (estado de Puebla) en setiembre de 1968. Es interesante señalar que en junio de 1996 campesinos de Canoa retuvieron durante once horas y estuvieron a punto de linchar a dos reporteros y un chofer, a quienes confundieron con policías estatales que, poco antes, habían apresado a varios aldeanos acusados de talar bosques clandestinamente. El linchamiento fue desistido cuando los forasteros pudieron comprobar que no eran policías ni tenían responsabilidad en el apresamiento. Cfr Vilas “(In)justicia por mano propia…” cit.
[6] Los nombres de los involucrados directos y de algunos funcionarios intervinientes fueron difundidos ampliamente por la prensa local y nacional; por ese motivo se incluyen en el texto. En cambio he respetado el deseo de anonimato de los informantes que así lo solicitaron.
[7] Los comisarios son habitantes de una comunidad a quienes el estado reconoce funciones de policía local.
[8] Cfr Policía Judicial del Estado de Guerrero, averiguación previa MOR/331/93; diario El Sur, 21-30 de diciembre 1993; enero 2-abril 30 1994.
[9] Cfr por ejemplo, Paul Boyer & Stephen Nissenbaum, The Salem Possessed. The Social Origins of Witchcraft. Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1974; James B. Greenberg, Blood Ties. Life and Violence in Rural Mexico. Tucson: The University of Arizona Press, 1989; Mónica Haas, O Linchamento que muitos querem esquecer. Chapecó, 1950-56. Chapecó, S.C.: Ed. Grifos, 1999.
[10] C.M. Vilas, Estado, clase y etnicidad: La Costa Atlántica de Nicaragua. México: Fondo de Cultura Económica, 1992 enfoca el impacto de pequeños cambios económicos y ocupacionales en la diferenciación de las comunidades mískitu de Nicaragua. Sheldon Annis, God and Production in a Guatemalan Town. Austin: University of Texas Press, 1987 estudió las repercusiones de las conversiones religiosas en la diferenciación interna de una comunidad del altiplano guatemalteco, en la decadencia de las fiestas patronales y en progresivo cambio de identidad de quienes por la conversión religiosa, o por los cambios patrimoniales –y ambos se encuentran recíprocamente vinculados—ya no quieren, necesitan, o pueden, contribuir a los rituales comunitarios.
[11] Thomas Hobbes, Leviatán (1651). London: Dent, 1973, chap. 13.