Ingresar
Imprimir

 

El amplio y vertiginoso desarrollo agroexportador que tuvo lugar en Centroamérica a partir de la década de 1950 no fue un trueno en un día de sol. Las cosas no surgen de la nada y aún los cortes y rupturas más profundos tienen lugar a partir de una realidad preexistente que, en algún momento, da a luz a los nuevos tiempos. La especialización agroexportadora de Centroamérica tiene una historia larga y se remonta a los tiempos de los colorantes naturales. En las últimas décadas del siglo XIX Centroamérica se rearticuló al mercado internacional a través del café y, poco después, con el cultivo del banano. La ganadería extensiva y la exportación de ganado en pie también son actividades antiguas en la región, y el cultivo de algodón se remonta a las décadas previas a la segunda guerra mundial.

 

No es ocioso iniciar nuestra indagación sobre la modernización agroexportadora centroamericana de las cuatro décadas finales del siglo pasado con este breve recordatorio. La velocidad y amplitud de las transformaciones de mediados del siglo XX difícilmente hubieran tenido tal ritmo y magnitud si ya, de alguna manera, las economías del área no hubieran estado involucradas en actividades similares y si sus agentes económicos no contaran con alguna experiencia. Los estímulos generados desde el exterior por las modificaciones de la economía mundial hallaron condiciones propicias en las economías y las sociedades del Istmo, que hicieron posible respuestas muy rápidas a los nuevos términos del proceso de acumulación. La producción algodonera y azucarera y la cría de ganado para la exportación de carnes congeladas, para mencionar algunos de los rubros de expansión más notoria, se apoyaron en esa experiencia, por más que rápidamente introdujeran en ella tensiones profundas y modificaciones de vasto alcance.

 

Algo similar debe señalarse en lo referente a los enormes costos sociales de la modernización capitalista y al empobrecimiento y degradación de las economías y los estilos de vida del campesinado. La magnitud, profundidad y velocidad con que se deterioraron las condiciones de vida de millones de hombres y mujeres, las nuevas modalidades de subordinación al capital y a los capitalistas, deben ser analizadas en el contexto más amplio de sociedades tradicionalmente organizadas sobre la base de procedimientos y estructuras de sometimiento brutal de la fuerza de trabajo al capital. Las nuevas modalidades de opresión se articularon a una matriz social que ya funcionaba en ese sentido. Es importante efectuar este señalamiento, ya que algunos estudios del impacto y alcances de la transformación agroexportadora de Centroamérica, al enfatizar en el deterioro de las condiciones de vida de las masas trabajadoras, tienden a dar la impresión de que el auge capitalista agroexportador provocó la violenta destrucción de un orden social equilibrado y equitativo. Esta interpretación es inexacta. Los profundos cambios económicos y sociales de las décadas de 1950 y siguientes  pudieron desarrollarse con tal velocidad porque ya existía un "sesgo estructural" que los favorecía. Esto no minimiza la magnitud de las transformaciones ni su impacto en los diferentes actores sociales y políticos, pero ayuda a precisar su contexto.[1]

 

Finalmente debe destacarse que el deterioro de las condiciones de vida de amplios sectores de la población centroamericana estuvo acompañado por transformaciones sociales que habrían de permitirles tomar progresiva conciencia de sus derechos y, a la postre, cuestionar severamente la organización política de sus sociedades, forzando la introducción de cambios que en muchos casos perduran hasta hoy. Esta respuesta "desde abajo" no formaba parte de las intenciones y proyectos de quienes impulsaron "desde arriba" la modernización capitalista, pero sin ella difícilmente Centroamérica habría alcanzado su fisonomía actual.

 

1.         TRANSFORMACIÓN DEL CAPITALISMO EN EL CAMPO

            A partir de la década de 1950 se desarrolló una rápida diversificación de la estructura productiva centroamericana (expansión de los cultivos de algodón, caña de azúcar y tabaco y de la ganadería) en respuesta a factores exógenos: aumento de los precios internacionales del algodón; desarrollo de las cadenas de comidas rápidas en Estados Unidos en el caso de la ganadería de carne; la clausura de la cuota de importación de azúcar cubano a los Estados Unidos después del triunfo de la revolución en la isla; la difusión del cultivo de tabaco tipo habano por la emigración de empresarios cubanos. Todo ello en el marco del prolongado auge de la economía internacional y la demanda externa que se configuró tras la finalización de la segunda guerra mundial y al conflicto en Corea. A estos factores positivos debe agregarse la drástica caída de los precios mundiales del café a fines de la década de 1950 y problemas con la producción y comercialización del banano, que plantearon estímulos adicionales a una diversificación de la agroexportación. También creció en esta época la producción de arroz de riego, con fuertes inversiones de capital, pero orientada fundamentalmente al consumo doméstico. Este proceso acelerado de diversificación estuvo a cargo sobre todo de capitales domésticos; los capitales extranjeros que participaron lo hicieron principalmente fuera de la esfera de la producción primaria: bancos, abastecimiento de insumos, comercialización. El estado desempeñó un papel activo: construcción de infraestructura (caminos, energía eléctrica, comunicaciones), crédito bancario y subsidios para los nuevos rubros de producción, tipo de cambio favorable, política tributaria de promoción; impulso a la mecanización y a la investigación tecnológica. Algunos organismos internacionales, como el Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento (BIRF), y agencias del gobierno de Estados Unidos como la AID (Agencia para el Desarrollo Internacional) colaboraron con los gobiernos centroamericanos en el apoyo y promoción de la modernización capitalista.

 

El proceso avanzó más en algunos países que en otros. Entre principios de la década de 1950 y finales de la de 1970 la superficie dedicada a rubros de exportación, incluyendo pasturas naturales para la ganadería, creció mucho más en Nicaragua, Guatemala y Costa Rica que en Honduras y El Salvador,

 

En Costa Rica el área de caña de azúcar se duplicó entre 1950 y 1973 y la producción se triplicó; en la década 1970 entre un tercio y la mitad de la producción se destinaba a la exportación. El área ganadera se duplicó entre 1950 y 1963 (de 630 mil a 1.2 millón de ha), cubriendo este último año 24% del territorio nacional y 34% en 1976 (1.7 millón ha). Desde mediados de la década de 1960 las exportaciones de carne del país representaron entre 25% y 30% del total regional. Los precios pagados a los productores, considerablemente inferiores que los pagados a productores en Estados Unidos, constituyeron un estímulo importante para la ganadería. A diferencia de sus vecinos del norte Costa Rica no tuvo una participación significativa en el auge algodonero (Hall 1984:227; Reuben Soto 1982:205; Barahona Riera 1980:55; Williams 1986:206).

 

En Guatemala la superficie dedicada al cultivo del algodón creció diez veces entre 1950 y 1963, y la producción aumentó de menos de 10 mil pacas anuales a principios de los cincuenta a más de 250 mil a principios de los sesenta para ubicarse en más de 650 mil a fines de los setenta. La superficie dedicada a caña de azúcar creció 12 veces entre 1967 y 1976. El volumen físico de las exportaciones de carne vacuna se multiplicó por ocho a lo largo de la década de 1960. El volumen físico de producción en la agroexportación se multiplicó por tres entre la década de los cincuenta y fines de la de los setenta, con una tasa anual de crecimiento de 6.5% durante casi treinta años, mientras la producción de granos básicos creció sólo 20%, con una tasa media de 2.5% anual, inferior al crecimiento de la población (Villacorta Escobar 1976; Hintermeister 1982; Vilas 1989a:24).

 

En Nicaragua la superficie ocupada por el algodón aumentó más de 10 veces entre 1950 y 1973. De menos de 14 mil manzanas en 1950 saltó a 123.5 mil tres años más tarde, subió a 164.7 mil en 1963 y superó las 259 mil manzanas en 1973. De una producción anual de poco más de 20 mil pacas en el inicio de los 50s se pasó a más de 200 mil al final del decenio, llegando a más de medio millón a mediados de la década de 1970. Como el algodón no es sólo cultivo de áreas tropicales sino también de clima templado y de países más desarrollados que los centroamericanos, fue necesario prestar atención al alza del rendimiento, que pasó de 14 quintales por manzana a inicios de los cincuenta a 25qq/mz a fines de la década y a 41qq/mz en 1964-65, ubicándose entre los más altos del mundo para algodón de secano. A pesar de esto el mayor impulso a la producción algodonera estuvo en la posibilidad de ampliar el área bajo cultivo; dado que las mejores tierras su ubicaban en zonas relativamente reducidas de la geografía nicaragüense –los departamentos de Chinandega y León—que se encontraban ocupados por pequeños agricultores dedicados a la producción para el consumo local, la expansión de la superficie dedicada a algodón involucró un acelerado y amplio desplazamiento de esos agricultores hacia otra zonas del país.

 

Hacia fines de la década de 1960 Nicaragua daba cuenta de casi 40% de todas las exportaciones regionales de carne. La superficie para ganadería se duplicó entre 1960 y 1975 y la participación de la carne en las exportaciones del país se triplicó entre 1960 y 1970; el 90% de ellas tenía como mercados a Estados Unidos y Puerto Rico. Como en el resto de Centroamérica, la ganadería de exportación tuvo un fuerte carácter extensivo: a principios de la década de los sesenta la relación res/superficie era de 0.49 cabeza por manzana en promedio para todo el país, pero en las microfincas (menos de una manzana) la relación era de 8.8 cabezas/mz, mientras en las fincas de más de 500 manzanas era de 0.37. Estas cifras ilustran la existencia de una estructura de producción en la cual la cría del animal corría por cuenta de pequeñas fincas campesinas a las que el latifundista entregaba el vientre a punto de dar a cría para el cuidado intensivo inicial del animal recién nacido, reservándose para sí la etapa extensiva del engorde y la entrega para faenamiento (Vilas 1984:64 y sigs; Williams 1986: 77 y sigs, 197).

 

En El Salvador la producción algodonera saltó de unas 90 mil pacas a mediados de los años cincuenta a 375 mil una década más tarde, estabilizándose posteriormente en unas 360 mil al año. Las fincas algodoneras, que sumaban 654 en los cincuenta, habían aumentado a más de 3,200 diez años más tarde (Williams:197, 200).

 

En Honduras el banano conservó su fuerte gravitación en la producción y las exportaciones hasta los años sesenta. Todavía a principios de ese decenio daba cuenta de 69% de las exportaciones del país, mientras que el algodón representaba menos de 5%. El menor desarrollo de la modernización agroexportadora obedeció a varios factores. La fuerte especialización bananera bajo la forma de enclaves extranjeros con una sólida inserción en el mercado estadounidense, parece haber restado incentivos a la incursión hacia los nuevos rubros. No existió nada parecido al boom algodonero de Nicaragua y Guatemala, con sus efectos sobre la producción campesina preexistente. Entre principios de la década de 1950 y la de 1970 la superficie dedicada al algodón creció 14 veces en Honduras, casi el doble que en Nicaragua, pero los valores absolutos involucrados en el aumento relativo fueron mucho más pequeños que en Nicaragua. Solamente la ganadería parece haber tenido un dinamismo comparable en términos regionales; las exportaciones hondureñas, que en 1966-70 habían sumado algo menos de 32 millones de dólares subieron a casi 86 millones en el quinquenio siguiente y a más de 208 millones en 1976-80, pero con una participación de menos de 20% en las exportaciones centroamericanas de carne durante todo el periodo. Hubo también una menor disponibilidad de capitales domésticos para las nuevas inversiones, y el flujo de capitales extranjeros fue reducido. No existió nada parecido al "boom" algodonero de Nicaragua y Guatemala. Solamente la ganadería de carne parece tuvo un dinamismo comparable en términos regionales,  con una participación de casi 20% de las exportaciones centroamericanas de carne entre 1966 y 1980 (Slutzky 1979a; Arancibia Córdova 1984:53; Williams 1986:206).

   

Exportaciones vs mercado interno

En contraste con este crecimiento vertiginoso, y en realidad como un subproducto del mismo, la producción para el consumo interno registró una marcada desaceleración. La agroexportación se desarrolló de manera extensiva; involucró un proceso drástico de sustitución de cultivos y de desplazamiento de los rubros de subsistencia hacia zonas marginales, y el inicio de una las importaciones de granos básicos para el consumo interno. Sin embargo el desarrollo agroexportador no involucró un proceso de suma cero en el que a mayor superficie dedicada a cultivos de exportación correspondiera menor superficie destinada a rubros de consumo interno. El desplazamiento de algunos cultivos de uso doméstico por la agricultura de exportación tuvo lugar junto con un crecimiento de las áreas dedicadas a los primeros, aunque se trató de otras áreas, usualmente tierras de menor calidad y más alejadas de los mercados. 

 

En Nicaragua por ejemplo la producción de arroz creció a un ritmo de 19.5& en la década de 1960, pero el conjunto de la producción de granos básicos lo hizo con una tasa media anual de 4.4%, sólo marginalmente superior a la del crecimiento de la población. El cuadro II.1 muestra un parecido desfase en El Salvador entre el acelerado crecimiento de la producción de algodón, y en menor medida de azúcar de caña, ambos exportables, y la producción de granos básicos para el consumo interno. Debe señalarse que el café siempre mantuvo en El Salvador una clara primacía en la composición de las exportaciones, representando entre dos quintos y cuatro quintos en todo el periodo 1955-80, frente a alrededor de un quinto del algodón y entre 5% y 15% del azúcar de caña (Arias Peñate 1988:31).

 

Cuadro II.1. El Salvador: producción agrícola en la faja costera, 1950 y 1963

                                  Rubro

Producción¹

                                                % de variación

1950

1963

Semilla de algodón

9.3

119.7

+ 1223

Fibra de algodón

5.5

71.4

+ 1197

Azúcar

39.0

63.1

+     62

Arroz

9.4

11.9

+     26

Maíz

130.3

153.2

+     12

Frijol

16.4

14.4

-    12

                  ¹ Miles de toneladas                   

                    Fuente: Browning  (1971:125)

 

El cuadro II.2 indica que también creció la superficie destinada a la producción de alimentos, pero en magnitud menor que la dedicada a cultivos de exportables. En Nicaragua coincidieron el mayor crecimiento de la superficie dedicada a exportables y la mayor ampliación de la superficie destinada a alimentos, gracias a la existencia de una amplia frontera agrícola; en Guatemala la fuerte expansión del área destinada a exportables no impidió que la superficie de cultivos alimentitos siguiera siendo más extensa, situación en la posiblemente tuvo mucho que ver la tradicional dedicación de las comunidades indígenas a la producción de maíz.[2]

 

Cuadro II.2. Centroamérica: cambios en el uso de la tierra

                                           (En miles de ha.)

 

1948-52

1976-78

% de variación

Costa Rica

Alimentos

110

147

23.6

Agroexportación

89

202

126.9

El Salvador

Alimentos

233

314

34.7

Agroexportación

242

413

70.6

Guatemala

Alimentos

644

774

20.2

Agroexportación

219

553

152.5

Honduras

Alimentos

344

523

52.0

Agroexportación

200

302

51.0

Nicaragua

Alimentos

166

319

92.1

Agroexportación

128

408

218.7

Centroamérica

Alimentos

1497

2077

38.7

Agroexportación

878

1878

113.8

Alimentos: Maíz, frijol, arroz

Agroexportación: Algodón, banana, azúcar de caña, café, sorgo*

* por su dedicación exclusiva a la alimentación del ganado destinado a la exportación de carne.

Fuente: Vilas (1989a)

 

El menor ritmo de expansión de la superficie dedicada a la producción de alimentos determinó la reducción relativa de ésta en el total de área en cultivo. De 63% para el conjunto de la región a principios de la década de 1950, se contrajo a poco más de 52% en 1976?78; las reducciones más fuertes tuvieron lugar en Nicaragua (de casi 57% a 44%), Guatemala (de casi 75% a 58%) y Costa Rica (de 55% a 42%) y fue relativamente reducida en El Salvador; en Honduras no se registraron cambios significativos. A estodeben agregarse el elevado ritmo de crecimiento de la población y las grandes diferencias en la evolución de los rendimientos, que fueron mucho más altos y más dinámicos en la agroexportación que en la producción para el consumo interno (Ruiz Granadino 1986:24-35). El resultado de esta combinación de factores fue una menor oferta doméstica de alimentos y un aumento progresivo de las importaciones de granos básicos. Se observa en el cuadro II.3 que Centroamérica pasó de ser exportadora neta de granos básicos a principios de la década de 1950, a ser importadora neta durante todo el período posterior.

 

 

 

 

Cuadro II.3. Centroamérica: importaciones netas de granos básicos desde afuera de

                      la región(en toneladas métricas).

Periodo

Maíz

Arroz

Frijol

Total

1950-54

- 60,630

- 45,568

- 18,649

- 124,847

1955-59

44,003

45,243

- 17,687

61,491

1960-64

53,045

35,567

7,548

96,160

1964-68

101,458

51,409

388

153,259

                         Fuente: Quirós (1973)

 

De acuerdo con las teorías neoclásicas del comercio internacional esto puede significar una ventaja. La economía deja de utilizar tierra para producir alimentos, y pasa a producir en ella exportables que generan ingresos en divisas libremente convertibles varias veces superiores al valor de la producción desplazada y que permiten suplir con importaciones los bienes que se dejan de producir. Sin embargo los altos niveles de concentración de los ingresos existentes en Centroamérica atentan contra el funcionamiento de este modelo: el perfil de importaciones de estos países responde mucho más a la demanda de los grupos de mayores ingresos que a las necesidades alimentarias de la población, y las estructuras de comercialización interna obstaculizan que los alimentos básicos que se importan lleguen a las áreas rurales. En consecuencia, la mayoría de los campesinos centroamericanos que dejó de producir maíz para cultivar algodón o caña de azúcar, no pasó a comer maíz importado: simplemente empezó a comer menos.

 

Las importaciones de granos básicos se canalizaron mayormente a través de los mecanismos de la PL480 del gobierno norteamericano, que permitía pagarlas con moneda local. Un mecanismo que contribuye a resolver el tradicional problema de los excedentes de granos de los farmers del medio oeste de Estados Unidos, y ahorrar divisas y problemas de balanza de pagos a los gobiernos receptores, pero que desarticula los sistemas domésticos de producción y nutrición. Debe señalarse además que la inflación en los precios de los alimentos fue mayor que el aumento general de los precios de consumo, con la única excepción de Honduras (IICA/FLACSO 1991, cuadros 3.1. y 3.3). Por consiguiente tampoco se advierte en  este aspecto un impacto significativo del sesgo exportador de la modernización, y de las importaciones de alimentos básicos.[3]

 

Entre 1948-52 y 1976-78 --las tres décadas de extraordinaria expansión de la agroexportación--, la producción de alimentos por habitante se redujo 17% para toda Centroamérica. Las importaciones de granos básicos representaban a fines de la década de 1970 el 41% del consumo total en Costa Rica, 20% en El Salvador, 14% en Guatemala, 19% en Honduras y 24% en Nicaragua (Brockett 1988:78-80). En este último país, que antes del auge agroexportador se autoabastecía de granos básicos, la producción  para el mercado interno declinó en la década de 1950 y la producción de maíz y frijol por habitante se estancó después de 1960, no obstante aumentos en la superficie cultivada. En la década de 1970 la disponibilidad de alimentos (producción + existencias + importaciones) representaba 36% del consumo nacional de productos lácteos, 73% en carne y pescado, 88% frijol, 21% vegetales, 61% huevos (Vilas 1984, capítulo II; Enríquez 1991:46). En El Salvador la expulsión de campesinos hacia suelos inferiores por la expansión del algodón generó un déficit de granos básicos y una demanda de importaciones; por lo menos desde la década de 1930 existió en ese país una correlación positiva entre la expansión de la superficie algodonera y el crecimiento de las importaciones de maíz (Durham 1979:32; Cabarrús 1983:68). El cuadro II.4 pone de relieve la evolución predominantemente negativa del consumo de granos y der calorías durante el periodo de auge agroexportador. En un panorama regional deprimido, salvo en lo que corresponde al consumo de arroz, destaca el deterioro sistemático en Nicaragua.

 

Cuadro II.4. Centroamérica: consumo de granos y de calorías por habitante, 1975-76

                        (Números índice: 1945-46 = 100)

 

Costa Rica

El Salvador

Guatemala

Honduras

Nicaragua

Centroamérica

Maíz

81

111

77

90

77

87

Frijol

60

105

79

84

72

81

Arroz

135

107

108

117

75

108

Calorías

111

107

80

95

76

89

Fuente: SIECA (1977)

 

 

La expansión de la ganadería fue acompañada por una fuerte caída del consumo de carne por habitante. En Costa Rica disminuyó a un ritmo promedio anual de 13% durante toda la década de 1960 y en El Salvador 35% entre 1961-63 y 1971-73. En Nicaragua la disponibilidad diaria de proteínas por habitante se redujo casi 15% durante la década de 1970 de auge de las exportaciones de carne (Barahona Riera 1980:55; IICA/FLACSO 1991:157). Estas modificaciones resultan más drásticas cuando se considera la exigüidad del nivel absoluto del consumo de este alimento: en El Salvador el consumo de carne cayó de 18.6 gramos diarios por habitante a 12 gramos, entre principios de la década de 1960 y la de 1970.

 

El resultado de esta tensión entre expansión de la agricultura de exportación y producción de alimentos básicos fue el deterioro de las condiciones de nutrición, dada la fuerte dependencia de la mayoría de la población centroamericana de los granos básicos; maíz, arroz y frijoles representaban en conjunto entre dos quintos y dos tercios de la canasta alimentaria del Istmo (PREALC 1983b). La competencia por tierras, insumos, técnicas, créditos entre exportación y mercado interno se resolvió en beneficio de la primera con un costo humano impresionante. A mediados de la década de 1970 el 54% de la población de Nicaragua estaba subalimentada y 90% padecía de parasitismo. En la misma época la malnutrición infantil registraba índices de 57.4% en Costa Rica, 74.5% en El Salvador, 81.4% en Guatemala, 72.5% en Honduras, 56.8% en Nicaragua. Con excepción de Costa Rica, donde se redujo 10%, entre 1965 y 1975 ese índice aumentó 46% en El Salvador, 18% en Guatemala, 29% en Honduras y un asombroso 51% en Nicaragua (Brockett 1988:84).

 

Desequilibrios internos

El crecimiento de los nuevos rubros de agroexportación  presionó sobre el sector externo de las economías; el impacto provocado por la generación de nuevos ingresos de exportación se vio moderado en términos relativos por la fuerte gravitación de los insumos importados en los nuevos rubros: agroquímicos, maquinaria y equipo, combustibles, entre otros.[4] Esto significa que el impacto neto de la agroexportación en las cuentas externas fue menor que el que resulta del cálculo de las rentas de exportación. 

 

El crecimiento agroexportador se limitó a pocos cultivos y a un número reducido de agricultores. El crecimiento desigual de la productividad agravó la heterogeneidad estructural del agro; la mayoría de los pequeños productores quedó al margen de la modernización. No todos los suelos eran aptos a los nuevos cultivos; las fórmulas tecnológicas aplicadas tenían elevados coeficientes de importación y resultaban caras o complicadas para muchos productores. Se generó de esta manera una fuerte diferenciación/especialización entre agroexportación y agricultura de uso doméstico, tanto en términos de áreas geográficas como de unidades de producción, mercados de trabajo y acceso a recursos.

 

En Guatemala la Costa Sur concentró el auge agroexportador; con sólo 13% de la superficie nacional, generaba a fines de la década de 1970 40% del producto agrícola del país. La producción de granos básicos se concentraba en cambio en el Altiplano Occidental, en el que predomina el minifundio: 50% del área de esa región correspondía a fincas de menos de 10 mz, mientras que a nivel nacional esas fincas representaban sólo 19% (Hintermeister 1982:18).  En Nicaragua el "corazón" de la agroexportación absorbía a fines de los 1970s menos de 500 mil manzanas, casi 7% de la superficie nacional en fincas: principalmente 130 mil manzanas de café, 250 mil de algodón, 60 mil de caña de azúcar. El cultivo de algodón y de caña de azúcar se concentró en la región del Pacífico y desplazó hacia la frontera agrícola, vale decir la montaña y el bosque tropical húmedo, a la producción campesina de granos básicos (departamentos de Nueva Segovia, Zelaya, zonas de Boaco, Chontales y Río San Juan) de las que a su turno serían expulsados por la ganadería de carne para exportación.   

 

Tuvo lugar de esta manera un corte marcado entre el sector exportador de alta productividad y el sector que produce alimentos para el mercado interno. El primero tendió a concentrarse en las fincas medianas y grandes mientras el segundo se mantuvo a cargo de las fincas campesinas pequeñas y muy pequeñas. En la década de 1970 69% de la producción centroamericana de maíz, 78% de la de frijol y 96% de la de trigo, estaba a cargo de fincas de menos de 10 manzanas, y sólo el arroz de riego, por sus requerimientos de capital y tecnología, era producido en proporciones significativas en fincas más grandes. Al contrario, 98% de la producción centroamericana de algodón, 85% de la de caña de azúcar, 68% de la de café y 100% de la de banano, se generaba en fincas medianas y grandes (PREALC 1986:155; Hall 1984:217; Martínez et al 1987).

 

El desarrollo desigual y excluyente de la modernización configuró una estructura productiva y social heterogénea, de acuerdo a la conceptualización del economista chileno Anibal Pinto (Pinto 1973, esp. págs.104-140). La modernización no alcanzó a todas las regiones  ni a todos los sectores y presentó oscilaciones fuertes en los niveles y ritmos de capitalización. El desarrollo de algunas actividades de importancia para el proceso general de acumulación y para la inserción internacional de la economía se apoyaba no sólo en la  innovación tecnológica sino también en la explotación de la fuerza de trabajo familiar por debajo de niveles de subsistencia y la explotación rentista del suelo.

 

La agroexportación tuvo un impacto severo sobre la ecología regional. Entre 1948 y 1978 la superficie de bosque tropical se redujo 50% en Nicaragua, principalmente por la ampliación de la superficie para ganadería. En el sur de Honduras el bosque de pinos retrocedió 44% entre 1950 y 1970, y las tierras de descanso se redujeron en 55%, mientras las tierras de pasto se extendieron 53% (Stonich 1992). Entre 1963 y 1984 el área dedicada a pastos casi se duplicó en Costa Rica, cubriendo más de la mitad del territorio nacional, a costa de la destrucción de los bosques y del lavado de los suelos a medida que se ocupaban suelos más frágiles. Las copiosas y crecientes aplicaciones de agroquímicos (fertilizantes, herbicidas, plaguicidas) sobre todo en el algodón crearon problemas de contaminación en las áreas de cultivo, y de desertificación de suelos (Carriére 1990; Faber 1992). El consumo centroamericano de fertilizantes se quintuplicó entre principios de los años sesenta y mediados de los setenta. En el conjunto de la región creció a una tasa media anual de 9-12%, pero en Nicaragua aumentó anualmente un 26% promedio durante todo el periodo. En El Salvador la importación de plaguicidas creció más de 100% durante la primera mitad de los setenta (Ruiz Granadino 1979, 1986).

 

La incorporación de agroquímicos fue parte de una rápida apertura de la agricultura centroamericana a las tecnologías difundidas por el mundo desarrollado. La fumigación en gran escala fue facilitada por el desarrollo de las técnicas de aplicación aérea que a su turno requirieron personal técnico y favorecieron el surgimiento de cierto número de pequeñas empresas especializadas. La maquinización de la agricultura creció rápidamente. Entre 1965 y 1975 la relación superficie cultivable/tractor se redujo en toda Centroamérica de un promedio de 2197 ha/tractor a 457 ha/tractor (Ruiz Granadino 1986:22). Puesto que tractores, camiones y aviones se mueven con petróleo, esta incorporación de nuevas técnicas incrementó el coeficiente de importaciones del sector exportador, redujo su capacidad de generación neta de divisas, e incidió pesadamente sobre las cuentas externas de las economías centroamericanas, sobre todo a partir del choque petrolero de 1973.                  

Las formas de organización de la producción variaron, dentro de ciertos límites, de país a país. En Guatemala y El Salvador el desarrollo de la agroexportación tuvo como protagonista muy dinámico a la gran hacienda, que ingresó en un proceso de rápida modernización. Entre 1957-58 y 1965-66 el tamaño medio de todas las fincas algodoneras de Guatemala aumentó de 285 a 399 manzanas, pero el tamaño medio de las fincas de más de 100 mz creció de 299 a 423 manzanas; estas fincas de más de 100 mz representaban 87.5% del total de fincas algodoneras en 1957-58 y 93% en 1965-66 (Adams 1970:366). El número total de cultivadores era muy reducido: 161 a principios de los 1970s (Baumeister 1985). En El Salvador en cambio se combinó una amplia base productiva con un fuerte peso de los productores grandes a través del control de la Cooperativa Algodonera Salvadoreña (COPAL), institución corporativa creada a fines de la década de 1940 encargada de autorizar las siembras. La COPAL fue creada para fomentar el cultivo y centralizar el comercio; tempranamente se convirtió en propietaria de plantas desmotadoras y llegó a controlar el crédito y la comercialización externa, estableciendo una integración vertical de la actividad algodonera que consolidó la gravitación de los grandes productores (Thielen 1989). La base productiva del algodón (1634 cultivadores en 1971) era 10 veces mayor que en Guatemala. En 1972-73 solamente 19 familias salvadoreñas controlaban una cuarta parte de la producción algodonera del país, la mayoría de ellas también con inversiones en café, caña de azúcar, industria textil, insumos agrícolas (Colindres 1977, cuadro 67).

 

En Honduras las "empresas asociativas" autogestionarias creadas en el marco de la reforma agraria en las décadas de 1960 y 1970 desempeñaron un papel dinámico, articulado a las redes de comercialización de empresas transnacionales (Slutzky 1979b; Slutzky y Alonso 1980). La producción directa quedó a cargo de las empresas asociativas, mientras que el capital trasnacional se reservó el procesamiento preindustrial y la comercialización. En Nicaragua destaca el fuerte peso de la producción de dimensiones medias, correspondiente a una especie de burguesía agraria ubicada arriba de la masa de campesinos, pero subordinada a los grandes terratenientes y al capital comercial, bancario e industrial.

 

En Nicaragua destacaba el fuerte peso de la producción de dimensiones medianas, correspondiente a una especie de burguesía agraria ubicada arriba de la masa campesina pero subordinada a los grandes terratenientes y al capital comercial, bancario e industrial. Asimismo, la sólida integración vertical que desde el inicio de la modernización se advierte en El Salvador, y en menor medida en Guatemala, fue prácticamente inexistente en Nicaragua. En este país, al contrario, se desenvolvió una clara separación entre  los productores agrícolas de exportación y el capital financiero, comercial e industrial, al cual debían someterse en mayor o menor medida. Antes de 1979 casi 3000 productores de algodón se relacionaban con sólo 28 desmotadoras, 11 firmas exportadoras, y tres bancos, actividades en las que el capital somocista tenía un fuerte control. La alianza relativamente estrecha entre el estado y estas fracciones urbanas del capital, creó condiciones para el desplazamiento de muchos productores agrarios hacia la oposición a la dictadura a partir de sus propias demandas: precios y condiciones de comercialización, acceso a crédito, y otras.

 

Un examen de las pautas de tenencia de la tierra muestra un nivel de concentración significativamente más alto en los dos departamentos más importantes para el cultivo del algodón (León y Chinandega) que en los dos departamentos típicamente cafetaleros (Matagalpa y Jinetota). Aunque el peso porcentual de microfincas y fincas subfamiliares era mayor en León (48%) y Chinandega (54%) que en Matagalpa (44%) y Jinotega (36%) esas fincas cubrían aproximadamente la misma proporción de superficie cultivada en ambas regiones. En el otro extremo las explotaciones multifamiliares ocupaban más área en los departamentos algodoneros (León 48%, Chinandega 58%) que en los especializados en el café (Matagalpa 32%, Jinotega 22%). Así, la tendencia hacia fincas campesinas más pequeñas en la región algodonera del Pacífico estaba acompañada por la tendencia de las fincas más grandes a ocupar más tierra (Enríquez 1991:39-40).

 

La titulación estaba más difundida en los departamentos algodoneros (86% de la tierra cultivada) que en los cafetaleros (54% en Matagalpa y 58% en Jinotega). La legalización de la propiedad  es una de las características de la expansión algodonera, requerida por la alta proporción de cultivadores arrendatarios –muy a la manera del desarrollo “clásico” del capitalismo en el campo. En 1964-65 el 43% de la superficie algodonera era arrendada, en 1971-73 el 56% y en 1976-77 el 39% (Baumeister 1985; Núñez Soto 1987:52). Junto a la ampliación del arrendamiento como relación jurídica predominante entre productores y dueños de la tierra, se registró una rápida reducción de modalidades arcaicas de tenencia y explotación como mediería y aparcería. Ya a principios de la década de 1960 el pago en dinero figuraba en 85% de los contratos de arrendamiento en León y en 77% en Chinandega, mientras que al contrario tenía una difusión restringida en los departamentos típicamente cafetaleros (Enríquez 1991:40).

 

 

 

 

Cuadro II.5. Centroamérica: fincas algodoneras (desde la década de 1960 a la de

                      1970) en cantidad de fincas y superficie media (en manzanas)

 

Costa Rica

El Salvador

Guatemala

Honduras

Nicaragua

Centroamérica

Fines de la década de 1950

27

654

101

57

2015

2857

Sup. media

708

487

1410

926

227

348

Mediados de la década de 1960

56

3223

367

417

4780

8843

Sup. media

455

243

2242

276

237

328

Fines de la década de 1970

52

3275

286

548

5929

10089

Sup. media

452

244

3530

260

286

364

Fuente: Adaptado de Williams 1986:200

 

 

El cuadro II.5 muestra el aumento del número de fincas dedicadas al cultivo de algodón a lo largo de dos décadas. Como lo frecuente es que un mismo cultivador tenga en cultivo más de una finca, las cifras no informan sobre el número efectivo de productores ni sobre la concentración de la superficie cultivada o de la producción. Con estas reservas, el cuadro pone en evidencia diferentes patrones de cultivo. Tanto en El Salvador como en Honduras y Costa Rica el aumento de la cantidad de fincas dedicadas al algodón acarreó una reducción del área media de las fincas. En Guatemala, al contrario, la incorporación de nuevas fincas se produjo junto a un fuerte aumento de su superficie media. En Nicaragua, país que en todo el periodo representó entre el 70% y la mitad de las fincas algodoneras de Centroamérica, también se registró un aumento del tamaño medio, pero de magnitud menor que en Guatemala e involucrando valores absolutos mucho más reducidos: el tamaño medio osciló en este periodo entre 1/6 y 1/12 de las fincas algodoneras de Guatemala.

 

Puede inferirse de esto que el avance algodonero estimulado por los buenos precios internacionales no sólo impulsó a los cultivadores existentes a ampliar sus superficies sino que también incorporó a productores nuevos: agricultores medios, comerciantes, profesionales y otros elementos de clases medias urbanas que se aventuraron a la producción por la vía del arrendamiento. Una “fiebre del algodón” que tuvo lugar sobre todo en la década inicial para dar paso luego a una cierta estabilización. Esto no ocurrió en Guatemala, donde predominó, ya se dijo, la gran hacienda algodonera. En consecuencia los costos de entrada para nuevos cultivadores fueron muy altos: no tanto por las características técnicas del cultivo como por la organización social de la producción y, ante todo, por el control latifundista de la tierra.

 

Cuadro II.6. Centroamérica: fuerza de trabajo en la agricultura, 1950 a 1980

                       (En % del total)

 

1950

1960

1970

1980

Costa Rica

58

52

43

30

El Salvador

68

63

58

52

Guatemala

69

64

60

57

Honduras

81

71

64

57

Nicaragua

69

62

52

42

Centroamérica

69

62

55

48

                 Fuente: PREALC (1986 cuadro 14) y elaboración  propia.

 

 

Uno de los efectos más visibles de este conjunto de factores fue la reducción de la participación de la agricultura en el conjunto de la población activa de la región (cuadro II.6), junto con un incremento no despreciable en la productividad del trabajo (cuadro II.7). Sin perjuicio del ya señalado carácter predominantemente extensivo de los cultivos de exportación, ese incremento es imputable a los grandes cambios en las técnicas productivas apuntados en los párrafos precedentes: incorporación de agroquímicos y de maquinaria compleja, y similares. De todas maneras se advierte que la productividad del empleo agrícola se mantuvo muy por debajo de la productividad industrial durante el mismo periodo.

 

Cuadro II.7. Centroamérica: productividad por hombre ocupado en la agricultura,

                      1950-1980

 

1950

1960

1970

1980

Dólares ¹

457

520

696

825

Variación porcentual

 

+ 13.8

+ 33.8

+ 18.5

Relación productividad agricultura/industrial

 

               .515

               .482

              .466

             ¹ Dólares de 1970

                Fuente: PREALC (1970 cuadro 18) y elaboración propia

 

 

Intervención del estado

Las políticas gubernamentales desempeñaron un papel importante en estos cambios. Las condiciones de demanda creadas por el mercado internacional pudieron ser aprovechadas gracias a la capacidad de los estados centroamericanos para adaptarse al nuevo contexto, favoreciendo la reorientación de los mercados locales hacia las nuevas oportunidades de acumulación. Hubo, en este sentido, una eficaz articulación de iniciativas empresariales y promoción gubernamental.

 

El gasto público se orientó hacia las nuevas actividades y las áreas en que ellas se emplazaban. En Guatemala la inversión pública por habitante en los departamentos donde predominan las empresas agroexportadoras fue 55% más alto que el promedio nacional, y casi 350% mayor que la inversión pública por habitante en los departamentos típicamente campesinos del Altiplano occidental, en los que predominan los cultivos para el consumo interno (Hintermeister 1982). En Honduras, el gasto público por habitante en la región norte, de predominio bananero, fue casi el doble que el promedio nacional (Membreño Cedillo 1985). La política tributaria de El Salvador tuvo un sesgo similar (Lazo 1987).

 

De manera coincidente el crédito bancario promovió el desarrollo agroexportador y discriminó a la producción de granos básicos. En El Salvador la agroexportación recibió 96% del crédito bancario en 1960-61, 68% en 1969-70, 64% en 1974-75 y 81% en 1979, mientras se destinaba a la producción de granos básicos un máximo de 10% (Cabarrús 1983:68). A mediados de los años setenta las explotaciones multifamiliares recibían 86% del crédito agrícola de la banca comercial, 48% del financiamiento del Banco de Fomento Agropecuario y 68%  del financiamiento del sistema de Cajas de Crédito Rural (Ruiz Granadino 1979). En Guatemala los cultivos de café, algodón y azúcar recibieron en conjunto 68.5% de todo el crédito en 1966-70, y 87% del crédito destinado a la agricultura. En 1971-75 recibieron 60.6% y 76.3% respectivamente, y en 1976-80 el 61.7% y 75.6% (Hintermeister 1982, cuadro 7). En Nicaragua la agroexportación recibió más de 90% del crédito bancario durante la primera mitad de la década de 1960 pese a representar menos de la mitad de las tierras agrícolas; el ínfimo resto se destinó a la agricultura para el mercado interno, cuya principal fuente de financiamiento estaba constituida por prestamistas privados: comerciantes, acopiadores, y similares, en condiciones usualmente muy onerosas para los cultivadores. Los créditos al algodón crecieron casi 10 veces entre 1950-51 y 1955-56; a mediados de esa década cubrían 90% de los costos de producción para estabilizarse posteriormente en alrededor de 70%. En esa misma década el crédito bancario a la producción algodonera representó 54% del crédito bancario agrícola total, y más de 75%  a mediados de los años sesenta pese a que la superficie sembrada de algodón era menos de un tercio de la superficie total en cultivo (Enríquez y Spalding 1989).

 

Esta modernización agroexportadora, epitomizada por los cambios técnicos, económico-financieros, organizativos y jurídicos en la producción algodonera, marginó a los agricultores pequeños que, por su escasa dotación de recursos, ante todo por el insuficiente acceso a la tierra, ingresaron en un proceso acelerado de mayor empobrecimiento y desposesión. El paso de la renta en trabajo o en especie a la renta en dinero y los requerimientos técnicos y financieros de los nuevos cultivos crearon condiciones para el deterioro de las economías campesinas, agravadas por la presión de los terratenientes, los intermediarios y las agencias gubernamentales. Los sesgos del mercado –con las limitaciones y ambigüedades que debe ser manejado este concepto en los escenarios que se están analizando—se vieron reforzados por la discriminación efectiva de las políticas gubernamentales; en conjunto unos y otra provocaron un rápido deterioro de la producción campesina incluso en los rubros en que era tradicionalmente fuerte: los granos básicos. Al quedar marginada del crédito bancario y del acceso a tecnificación, los rendimientos en las fincas pequeñas y en las microfincas resultaron crecientemente rezagados respecto de los que se obtenían en las unidades medianas y grandes. A mediados de 1975, por ejemplo, las fincas salvadoreñas de más de 50 ha. obtenían  un rendimiento promedio de 2.6 toneladas de maíz por ha. y de 12 toneladas de frijol por ha., mientras en las fincas de menos de 10 ha. los rendimientos eran, respectivamente, 1.7 tonelada/ha. y 0.9 tonelada/ha. (Ruiz Granadino 1979).

 

Desposesión y transformación del campesinado

El carácter extensivo de los nuevos cultivos --sobre todo del algodón y la caña de azúcar-- y de la ganadería de exportación, la consiguiente competencia por tierras, y el ya mencionado sesgo de los estímulos y las políticas gubernamentales, desplazaron a la agricultura para consumo nacional hacia tierras de peor calidad o marginales. Dada la fuerte asociación entre la producción para el consumo nacional y las unidades campesinas, esto se expresó en términos de una fuerte competencia entre empresas capitalistas de agroexportación, y fincas campesinas. La desposesión de los pequeños agricultores, sumada al crecimiento demográfico, modificó negativamente la relación tierra/hombre del campesinado; el número de pequeños agricultores con insuficiente dotación de tierra aumentó de manera impresionante. El efecto combinado fue un ahondamiento de la de por sí profunda polarización.

 

En el cuadro II.8 se muestra la variación de los ingresos de las familias rurales en El Salvador y en particular el deterioro de los ingresos de las familias minifundistas y las sin tierra. Efectos parecidos se registraban en Nicaragua, donde los patronos rurales percibían un ingreso medio casi 28 veces más alto que el de los trabajadores por cuenta propia y se necesitaba sumar los ingresos de 123 asalariados rurales para alcanzar el de uno de sus empleadores (cuadro II.9).

 

 

 

Cuadro II.8. El Salvador: variación del ingreso familiar rural, 1961 y 1975.

                      (Ingreso medio anual en colones de 1975)

                     Categoría de familia

                            1961

                           1975

Variación

Absoluta

Porcentual

Sin tierra

940

792

- 148

- 15.7

Menos de 1 ha.

1252

1003

- 249

- 19.9

1 a 9.9 ha.

1752

2287

+ 535

+ 30.5

10 a 50 ha.

6010

6342

+ 332

+ 5.5

                           Fuente: Samaniego (1980) y elaboración propia

 

 

 

      Cuadro II.9. Nicaragua: distribución del ingreso agropecuario, 1971

Categoría ocupacional

% de la PEA

% del ingreso

Nivel de ingreso¹

Patronos

3.5

63.1

14,736

Trabajadores por cuenta propia

45.5

29.4

533

Asalariados

51.0

7.5

120

         ¹ Ingreso medio anual, en dólares de 1971

          Fuente: Núñez Soto (1980) y elaboración propia

 

 

En Honduras en cambio el impulso estatal a un proceso de reforma agraria permitió que la situación de ingresos mejorara en un sentido de mayor equidad (cuadro II.10). El grupo de más altos ingresos redujo su captación en un 30%; el coeficiente de Gini de concentración del ingreso rural se redujo 16% en una década de reparto agrario. En estos resultados parece haber incidido también la alta proporción de agricultores con  relativa seguridad respecto de sus tierras en contraste con la situación existente en los países vecinos. En 1974 se calculaba que un tercio de la superficie agrícola de Honduras correspondía a ejidos, y otro tercio a tierra detentada en propiedad (Ruhl 1984).

 

 

Cuadro II.10. Honduras: distribución del ingreso familiar rural (en %)

Grupo de ingreso familiar

                          1967/68

                             1978/79

30% inferior

8.1

13.1

40% medio

26.2

31.9

30% superior

65.7

55.0

                    10% más alto

40.2

27.4

     Fuente: República de Honduras (1976) y PREALC (1983a:84-85).

 

 

Puesto que el término "campesino" engloba situaciones diferentes (fincas familiares, subfamiliares, microfincas, trabajadores sin tierra) y se refiere no sólo a una insuficiente disponibilidad de tierra, sino a la relación de ésta con los otros factores de producción (en primer lugar la fuerza de trabajo), el impacto de la agroexportación se sintió de manera diferente en los distintos estratos del conjunto. En general se redujo el número de fincas familiares y su dotación de tierra, mientras que aumentó muy rápidamente la cantidad de campesinos sin tierra o con acceso insuficiente a la misma tanto por las condiciones de acceso como por el área disponible. Parte de la fuerza de trabajo familiar se convirtió en redundante, debiendo buscar alternativas de empleo en fincas más grandes, o fuera del mundo rural. Debe señalarse, una vez más, que no fue éste un proceso detonado por el auge agroexportador posterior a la década de 1950, sino más bien la dramática aceleración de fuerzas y tendencias preexistentes que posiblemente tienen su antecedente más notorio en la brutal desposesión de las comunidades indígenas como resultado de las reformas liberales de la segunda mitad del siglo XIX (Feder 1971).

 

El campesinado guatemalteco creció de 300 mil fincas a más de medio millón entre 1950 y 1980; sobre todo aumentó el número de microfincas (menos de 1 ha): en 1979 eran 240% más que en 1950. El aumento tuvo lugar sobre todo en 1964-79, el período de mayor crecimiento de la agricultura, y significó un sensible deterioro de la base de la economía campesina: la tierra (Hintermeister 1982:20, 24, 35). La alta concentración de agricultores indígenas en el Altiplano occidental determinó que la reducción de la dotación de tierra en esa zona tuviera efectos drásticos en las bases materiales de sus identidades étnicas. En la década de 1950 los productores agrícolas indígenas representaban el 69% de los titulares de microfincas, 67% de las fincas subfamiliares y 50% de las familiares. El 94% del total de microfincas y fincas subfamiliares se ubicaba en los departamentos de Sololá y Totonicapán, en los Altos de Quetzaltenango, en Huehuetenango y Quiché (CIDA/EFCE 1971:173-175). En 1964 el área minifundista representaba 67% de las fincas en Totonicapán, 58% en Sololá, casi 44% en Sacatepéquez y más de 30% en el Petén, San Marcos y Huehuetenango. De acuerdo a cálculos de Carlos Figueroa Ibarra, los altos niveles de desocupación  provocados por la falta de tierra suficiente sólo permitían en estas fincas un promedio de un mes/persona de trabajo al año (Figueroa Ibarra 1980:290, 314-315). La pérdida de tierras por el avance del latifundio ganadero deterioró la economía de las aldeas indígenas y, en especial, la producción de artesanías. En especial esto afectó al tejido, cuyos productos llegaban a mercados departamentales e incluso a la ciudad de Guatemala. Además, el deterioro de la economía campesina obligó a muchos de los afectados a reducir o suprimir sus contribuciones a los rituales tradicionales; a su turno esto condujo a su progresiva exclusión de las celebraciones y de los mecanismos tradicionales de solidaridad.[5]

 

En Nicaragua, país con amplia frontera agrícola y baja densidad de población, el índice Gini de concentración de la tierra creció de .74 en 1950 (el más bajo de Centroamérica) a .81 en 1963 (Vilas 1984 cap. II). En ese mismo lapso el número de fincas consideradas subfamiliares creció de 35% a 50% del total de fincas, mientras que las fincas familiares disminuyeron de 37% a 28%. Esto significa que una proporción alta de unidades de tamaño familiar se redujo a fincas subfamiliares, perdiendo capacidad para sostener la reproducción del núcleo familiar. También aquí el incremento de la población rural sin tierra suficiente estuvo estrechamente asociado al crecimiento del área en poder de las grandes fincas capitalistas. El área cultivada total creció 162% entre principios de la década de 1950 y finales de la de 1970, pero el número de fincas sólo aumentó 62%. La tierra en poder de las fincas de 10 a 99.9 manzanas (7 a 70 ha) se redujo 14%, y la de las fincas de menos de 10 manzanas disminuyó en casi 50% (Barraclough 1982:52).

 

La insuficiente dotación de tierra obliga al campesino minifundista a intensificar la explotación del suelo por encima de los niveles de sostenimiento de su potencialidad productiva; el progresivo agotamiento de la tierra genera rendimientos decrecientes, forzándolo a intensificar más la actividad. Esta situación es agravada por la circunstancia de que una proporción relativamente alta de los pequeños agricultores no es propietaria de la tierra en que produce y se encuentra vinculada a ella de manera relativamente inestable --frecuentemente, derecho a trabajar la tierra por una sola cosecha. A mediados de la década de 1970 solamente una cuarta parte de las microfincas de Honduras era trabajada por sus propietarios; la crece a medida que aumenta la extensión de la unidad: 40% en las fincas de más de 1 y menos de 2 ha., 50% en las de 2 a 3 ha. (Durand 1989). A fines de la década se observaba un panorama similar en El Salvador: sólo 37% de las microfincas eran trabajadas por sus dueños y dos tercios de las de  más de 1 y menos de 10 ha. (Arias peñate 1980). En general, a menor tamaño de la finca, menor difusión de relaciones de propiedad. En estas condiciones de precariedad e inestabilidad, los micro o minifundistas no tienen preocupaciones por la conservación del suelo; en su situación “explotación racional” es la que puede extraer el máximo de producto en el mínimo de tiempo.

 

Al contrario, el gran propietario lleva a cabo una explotación extensiva con bajos rendimientos por unidad de superficie, ya que la mayor dotación de tierra le permite obtener un muy alto rendimiento global. Esta situación se ilustra en el cuadro II.11 referido a El Salvador, pero se reitera en toda la región.[6] Cuando se enfoca la relación producto/superficie, el rendimiento es más de dos veces más alto en las microfincas que en los grandes latifundios, pero resulta ser 190 veces menor (o poco más de 0.5%) cuando se atiende al rendimiento global de la finca. Se advierte en todos los casos que la degradación del suelo en las pequeñas parcelas, que expresa la contradicción entre la racionalidad económica del minifundismo y la preservación del equilibrio ecológico, puede ser interpretada como resultado de la estructura lati-minifundista de tenencia y producción. Al subutilizar la tierra controlada por las grandes fincas esa estructura fuerza a los minifundistas a sobreutilizar las suyas como estrategia de sobrevivencia. Esta estrategia funciona en el corto plazo, pero se autoderrota en el mediano.[7]

 

Cuadro II.11. El Salvador: rendimientos de distintos tipos de fincas

                       (Valor de la producción por ha., en colones, 1961)

 

Valor

Indice¹

Total²

Microfincas

584

207.8

578.2

Subfamiliares

373

132.7

3,726.7

Familiares

281

100.0

14,047.2

Multifamiliares medianas

328

116.7

65,596.7

Multifamiliares grandes

244

86.8

109,800.0

¹ Valor de la producción por ha. En fincas familiares = 100.

² Estimación a partir de una extensión por finca igual al límite superior de cada categoría, salvo

 para las multifamiliares grandes, para las que se conjetura una superficie media de 450 ha.

Fuente: Cálculos propios sobre la base de Alonso y Slutzky (1971:264).

 

El cuadro II. 12, tomado del estudio de John Weeks, muestra la distribución porcentual de las familias rurales centroamericanas en 1970 de acuerdo con su dotación de tierra. El porcentaje de familias sin tierra era tan alto en Honduras como en nicaragua, y si a las familias sin tierra se le suman las que tienen acceso a menos de una hectárea, Costa Rica figura muy por encima del promedio centroamericano. La proporción de familias con menos tierra que la necesaria para su preproducción aumentó durante todo el auge agroexportador. En Guatemala las familias con menos de una hectárea aumentaron de 21.3% en 1850 a 41.1% en 1979, y en El Salvador de 74.2% en 1961 a 48.9% en 1971 (Durnham 1979:50-51; Weeks 1985:111 y sigs.). En Honduras, donde el boom agreoexportador fue menos acentuado, pasaron de 9.9% en 1952 a 17.3% en 1974. De acuerdo a un estudio de la AID 85% de las fincas hondureñas de menos de 20 ha. y 67% de las de 20 a 35 ha. se encontraban bajo la línea de pobreza (PREALC 1983a:38).

 

 

Cuadro II.12. Centroamérica: distribución de las familias rurales, 1970 (en %)

Superficie en manzanas

                   Costa Rica

                        El Salvador

       Guatemala

           Honduras

         Nicaragua

 Centroamérica

Sin tierra

26.3

26.1

26.6

31.4

38.7

28.1

Menos de 1

32.2

24.4

15.0

10.3

1.5

16.8

1 a 5

13.1

36.2

42.3

24.1

24.2

32.6

5 a menos de 10

                    4.8

                     6.2

                      6.9

                   11.9

                      7.9

                           7.4

10 a menos de 50

                   14.6

                      4.9

                     7.4

                     18.1

                   18.1

                       10.7

50 a menos de 500

                     8.3

                2.0

                 1.4

                 3.9

                  13.5

                         4.0

Más de 500

0.7

0.2

0.4

0.3

1.0

0.4

TOTAL

100.0

100.0

100.0

100.0

100.0

100.0

Sin tierra y con tierra insuficiente

                   71.6

                   86.7

                   83.9

                   65.8

                   59.5

                          77.5

Fuente; Weeks (1985:112)

 

 

Nicaragua y Honduras presentan la fisonomía de economías rurales con fuerte peso de trabajadores sin tierra, mientras Costa Rica, El Salvador y Guatemala aparecen como economías de campesinos empobrecidos. En estos tres países los trabajadores sin tierra son una proporción alta, pero la mayoría de las familias se ubica en la categoría de minifundistas: 60% en El Salvador, 57% en Guatemala y algo más de 45% en Costa Rica. Destaca en Guatemala y El Salvador el poco peso del campesinado medio, es decir en condiciones de autosuficiencia, y su reducida magnitud en Costa Rica, en contraste con Nicaragua y Honduras, donde las familias para reproducirse con su dotación de tierra representan casi la quinta parte de las familias rurales. Si la situación de Guatemala y El Salvador parece avalar las hipótesis que vinculan de manera directa la estructura de tenencia de la tierra con el potencial de violencia política, no puede decirse lo mismo de Nicaragua, cuyo perfil es casi similar al de Honduras. Costa Rica, por su lado, presenta una estructura mucho más próxima a las de Guatemala y Honduras. Se vuelve sobre este punto más adelante, pero entre tanto se advierte la inexistencia de una correlación consistente entre estructura de tenencia de la tierra y potencial de violencia.[8]

 

La precariedad de la situación del campesinado no se refiere únicamente a la falta de tierra suficiente y a la inseguridad de la tenencia; éstas a su turno deterioran la capacidad de negociación del pequeño agricultor frente a las redes de acopio y comercialización, y reduce adicionalmente sus ingresos. Puesto que la red de comercialización funciona en los dos sentidos --comprando el excedente comercializable de granos básicos, vendiendo productos industriales e insumos para la producción--, la manipulación de los precios mantiene al campesino en un permanente endeudamiento frente al capital comercial.

 

El proceso de proletarización --entendido como pérdida progresiva del acceso a tierra-- tuvo un desarrollo desigual. Fue más acelerado en El Salvador y en Costa Rica. Debido a la mayor presión demográfica sobre la tierra, el proceso venía desenvolviéndose con cierta fuerza en El Salvador desde antes del auge agroexportador; en Costa Rica parece haber influido la fuerte presencia regional, en la Costa Atlántica, del enclave bananero. En este país se observa un contraste marcado entre los altos niveles de proletarización laboral en el enclave, y los índices mucho más bajos en la producción cafetalera en la meseta central. En cambio la existencia de una amplia frontera agrícola en Honduras y en Nicaragua se tradujo en disponibilidad de tierras incluso para los agricultores despojados de sus parcelas por los nuevos cultivos. En Honduras coadyuvaron a esto asimismo la persistencia del sistema de "ejido" que, ya se señaló, representaba hasta la década de 1970 casi 30% de la tierra cultivable, y la expulsión de los campesinos salvadoreños después de la guerra de 1969.

 

Hablar de proletarización de la fuerza de trabajo no significa, en las condiciones del capitalismo centroamericano, desplazamiento de los campesinos progresivamente privados de sus tierras hacia el trabajo asalariado. El aumento de la desposesión campesina no involucró un equivalente incremento de la salarización de la mano de obra rural. Al contrario, entre 1950 y 1980 se registró una disminución del porcentaje de asalariados en la PEA agrícola de Costa Rica, El Salvador y Nicaragua, mientras que aumentó muy poco en Guatemala y Honduras (Dierckxsens 1990). Crecieron en consecuencia los índices de subutilización de la mano de obra rural, sin que la economía urbana pudiera compensar la situación. La proletarización de la fuerza de trabajo contempló la generación de un vasto semiproletariado de trabajadores sin tierra, asalariados estacionales y obreros itinerantes cuya filiación de clase siempre ha sido controversial. Aunque amplio en los cinco países, el peso de esta fracción era particularmente fuerte en Nicaragua y Guatemala, posiblemente a causa del mayor desarrollo del cultivo de algodón, que demanda anualmente gruesos contingentes de empleo estacional. Durante la década de 1950 Guatemala y Nicaragua representaron en conjunto más de 62% de los empleos estacionales en la cosecha de algodón; en la década de 1960 el 70%, y en la década de 1970 el 76% (Vilas 1989a:27).

 

El mecanismo del empleo estacional permite al sector capitalista trasladar la mayor parte del desempleo temporal al sector campesino, donde la escasez de recursos determina, según se vio, estrechos márgenes de actividad productiva. A principios de la década de 1960 existía en El Salvador una desocupación de 56.5% de la fuerza de trabajo agropecuaria, fundamentalmente concentrada en las áreas de minifundio (Alonso y Slutzky 1971:254); en Nicaragua se estimaba que a mediados de la década de 1970 menos de 20% de los trabajadores agropecuarios contaba con un salario permanente (Enríquez 1991:47).

 

Las condiciones laborales y de vida de estos trabajadores eran insatisfactorias, para decir lo menos: salarios bajos, alojamiento precario, alimentación insuficiente y de mala calidad. A fines de la década de 1970 el salario mínimo en la agricultura de Guatemala era 60% más bajo, en valores reales, que al comienzo del decenio, 24% más bajo en Honduras, y 17% más bajo en Nicaragua, mientras se mantuvo estable en El Salvador y creció a más del doble en Costa Rica (IICA/FLACSO1991:133; López 1986; Pérez 1986; Ruiz Granadino 1986:40-42). La fijación de los salarios en niveles que con frecuencia se ubicaban debajo del costo de reproducción de la fuerza de trabajo, fue posible no sólo por la existencia de una demanda de empleo proveniente del amplio sector minifundista, sino asimismo por el recurso a procedimientos legales y fácticos orientados a tal fin. La inexistencia de sindicatos rurales reducía adicionalmente la capacidad negociadora de los trabajadores. A mediados de la década de 1960, por ejemplo, en 81% de las fincas de agroexportación de Guatemala el ingreso total de los asalariados no alcanzaba a cubrir sus necesidades de alimentación (Figueroa Ibarra 1980:187, 233 y ss.; CEPAL et al. 1973:112 y ss), y las peores condiciones de alojamiento se encontraban en las haciendas algodoneras (Adams 1970:370).

 

Sin perder completamente el acceso a tierra, el campesino empobrecido pasó a depender progresivamente del ingreso que podía obtener fuera de su parcela --siendo esta dependencia mayor cuanto menor era la dotación de tierras propias-- o de tierra ajena cedida en alquiler temporario.[9] La precariedad de las condiciones de vida fue agravada por la naturaleza estacional del empleo asalariado, y por las condiciones leoninas impuestas por los terratenientes en el alquiler de parcelas. Se desarrolló así un proceso de proletarización en el cual los trabajadores no perdían vinculación directa con la tierra, pero la precariedad del acceso a ésta los forzaba a salarizarse durante ciertas temporadas determinadas por los picos de demanda de mano de obra en la agroexportación. Se generó en consecuencia una estructura en la que el minifundio absorbe el desempleo cuando termina la prestación de trabajo asalariado, y fija las condiciones de reproducción de la mano de obra. La magnitud de este proletariado sólo estacionalmente asalariado, que mantenía una retaguardia en el minifundio, varió de país en país pero en todos alcanzó proporciones altas de la PEA rural.[10]

 

La precariedad de las condiciones de vida de esta amplia fracción de la fuerza de trabajo rural se vio agravada por la naturaleza estacional del empleo asalariado y por las estipulaciones leoninas impuestas por los terratenientes en el alquiler de parcelas. Aunque no es posible subestimar la magnitud del asalariado permanente, sobre todo en la ganadería, es incuestionable que la capacidad del campesinado empobrecido de encontrar un trabajo fuera de la finca propia estaba ligada al ciclo de las tareas agrícolas, caracterizado por una fuerte estacionalidad. Se desarrolló de esta manera un proceso de proletarización en el cual los trabajadores no perdían vinculación directa con la tierra, pero la precariedad del acceso a ésta los forzaba a salarizarse durante ciertas épocas determinadas por los picos de demanda de mano de obra en la agroexportación. En consecuencia el minifundio absorbe el desempleo cuando termina la prestación de trabajo asalariado y fija las condiciones de reproducción de la mano de obra. La magnitud de este proletariado sólo estacionalmente asalariado que mantenía una retaguardia en el minifundio, varió de país en país, pero en todos los casos significó proporciones altas de la PEA rural. En Nicaragua, por ejemplo, representaba más de 38% de la fuerza de trabajo en el campo en vísperas de la revolución (Vilas 1984:87).

 

La economía familiar deviene, en estas condiciones, parte esencial de la reproducción del sistema de producción y en un factor importante en la reducción de los costos de las empresas capitalistas. El mantenimiento de las economías campesinas en bajos niveles de productividad y en condiciones de precariedad tendió a estancar la producción de granos básicos para el consumo nacional y limitó el desarrollo de un mercado interno, pero éste no era un problema para los terratenientes, ya que su producción se colocaba en los mercados internacionales y su excedente financiero se realizaba fundamentalmente por la vía de importaciones.

 

La inestabilidad de esta masa de asalariados estacionales que rotan desde la parcela propia al trabajo en las plantaciones, es paralela a la precariedad de los trabajadores sin tierra, vale decir, agricultores que subsisten alquilando pequeñas parcelas por períodos muy cortos, para la producción de granos básicos para el autoconsumo. La figura del trabajador sin tierra alcanzó mayor peso en El Salvador. El arrendamiento en fincas de menos de una hectárea (microfincas) tuvo gran incremento entre 1950 y 1971; la superficie así trabajada aumentó 220% entre ambos años. En 1971 91% de la tierra cultivada en arrendamiento correspondía a parcelas de menos de una hectárea (Colindres 1977:43 y sigs). La precariedad de estos agricultores derivaba no sólo de su obligación de devolver la tierra una vez terminada la cosecha, sino también de las condiciones usualmente leoninas del arrendamiento. Una situación que, ya se señaló, contrastaba con la de la vecina Honduras donde dos tercios de los agricultores tenían un acceso relativamente seguro, o por lo menos estable, a la tierra.

 

La estacionalidad del trabajo asalariado, que afectó tanto a los campesinos empobrecidos que aún conservaban una pequeña parcela –usualmente denominados “semiproletariado”—como a quienes ya la habían perdido, llevó a algunos autores a cuestionar que este proceso fuera, realmente, de proletarización, en cuanto durante la mayor parte del año la fuerza de trabajo quedaba fuera de las relaciones salariales de empleo. Sería, a lo sumo, un “subproletariado”, pero no un proletariado propiamente tal (por ejemplo Deere y Marchetti 1981).

 

La interpretación es errónea. El concepto de proletarización de la fuerza de trabajo refiere al modo en que el productor directo se relaciona con los medios de producción y, específicamente, con el capital: una relación de desposesión y de oposición. Su condición de asalariado es una derivación de esa relación, pero no es una derivación automática, puesto que está mediada por la posibilidad de cada proletario de encontrar un empleo remunerado –es decir, por las condiciones del mercado de trabajo. Que lo encuentro o no, no altera su condición de proletario. La estacionalidad de tal o cual actividad determina la estacionalidad de la ocupación y consiguientemente de sus modalidades de remuneración, pero no proyecta dicha estacionalidad a la situación de clase de la fuerza de trabajo. Estacional es el empleo, no la clase o grupo que ocupa ese empleo. La fuerza de trabajo no deja de estar proletarizada por el hecho de concluir su relación laboral con un empresario dado o con un grupo de ellos; sigue siendo proletaria respecto del capital en general.[11]

 

Agroexportación y migraciones

Las transformaciones en las estructuras de tenencia de la tierra, de producción y de ingresos, tuvieron repercusiones en las pautas de asentamiento poblacional, impulsando procesos migratorios masivos estacionales y permanentes. Los agricultores desplazados por los nuevos cultivos y por los cambios en los mercados de trabajo protagonizaron migraciones hacia la frontera agrícola cuando ésta permanecía abierta (como en Nicaragua y Honduras), y hacia las ciudades; otros fueron afectados por proyectos gubernamentales de reasentamiento, y otros más alimentaron el desplazamiento estacional de mano de obra hacia las áreas de agroexportación. Los nuevos cultivos actuaron a un mismo tiempo como áreas de expulsión y de atracción de población. Los agricultores que durante generaciones habían vivido en ellas dedicados a cultivos para el consumo local y nacional, fueron progresivamente empujados hacia otras tierras o hacia las ciudades, al mismo tiempo que se generó una masiva corriente de migración estacional de mano de obra desde las zonas de agricultura de consumo, y de las periferias urbanas, hacia las áreas de exportación. Tales los casos de Usulután en El Salvador, Chinandega en Nicaragua, y Escuintla, Retalhuleu y Suchitepéquez en Guatemala.

 

En El Salvador las migraciones desplazaron población de campesinos pobres desde los departamentos cafetaleros de Ahuachapán, Sonsonate y Santa Ana y la región algodonera sureña de La Paz, hacia las áreas más pobres al norte y el este. En Nicaragua la expansión del algodón en el Pacífico expulsó campesinos hacia Jinotega, Nueva Segovia, Río San Juan, Zelaya y Managua. En Costa Rica la expansión ganadera en Guanacaste y el consiguiente cambio de uso del suelo de agricultura a ganado, con menor demanda de mano de obra, creó desempleo y forzó a la gente a migrar hacia la meseta central y a San José. En Guatemala todos los departamentos típicamente indígenas perdieron población, mientras que la aumentaron los departamentos capitalistas de la costa sur, el de Guatemala y las áreas de frontera como Izabal y el Petén.

 

Entre 1945-50 y 1964 los migrantes estacionales en Guatemala crecieron de más de 120 mil a alrededor de 580 mil cada año (CSUCA 1978a:32-37; CEPAL et al 1973:117-118). La principal fuente de esta migración eran los departamentos de Huehuetenango, Quiché y San Marcos: áreas que en las décadas siguientes se verían intensamente agitadas por la actividad insurgente. En la década de 1970 entre 200 mil y 300 mil indígenas bajaban anualmente del altiplano a las fincas de agroexportación en el Pacífico. Entre 1961 y 1971 los migrantes estacionales sumaban en El Salvador unos 250 mil. En 1975 se calculaba que 30% de la PEA rural tenía menos de dos meses de empleo al año, y otro 19% entre dos y seis meses --es decir, casi la mitad de la fuerza de trabajo rural se encontraba fuertemente subempleada, y además era una fuerza de trabajo itinerante (CSUCA 1978a y b). En Nicaragua las migraciones temporales movilizaban anualmente unos 100-120 mil trabajadores a principios de la década de 1960, multiplicándose a mediados de la década siguiente (CEPAL et al. 1973:118). En 1975 se estimaba que unos 200 mil trabajadores (un tercio de la PEA rural), estaba empleada como máximo tres meses al año.

 

Las migraciones internas también fueron estimuladas por obras de infraestructura ejecutadas por programas gubernamentales  y por algunos programas de colonización. Muchos de los salvadoreños que tuvieron que huir de territorio hondureño después de la guerra de 1969 y se instalaron en el departamento de Chalatenango, fueron afectados poco después por los desplazamientos masivos forzados por la construcción de la represa “Cerrón Grande”. Algo similar pasó con los pobladores del área de Suchitoto.

 

Las corrientes migratorias internacionales aumentaron, particularmente desde el densamente poblado El Salvador, hacia Honduras, Nicaragua y Guatemala. Por lo menos desde la década de 1920 numerosos salvadoreños empezaron a trasladarse hacia Honduras: entre 25 mil y 30 mil en la década de 1930, llegando a 100 mil en 1949 y a unos 350 mil en la década de 1960, en su enorme mayoría indocumentados, equivalentes a algo más de 12% de la población total de Honduras, casi 20% de su PEA agrícola y alrededor de 15% del total de familias rurales. Entre 60 y 70% eran campesinos pobres, la mayor parte de ellos llegada después de iniciado el auge agroexportador en su país, y originaria sobre todo de los empobrecidos departamentos de Chalatenango y Cabañas. En 1969, cuando estalló la guerra entre El Salvador y Honduras, se estimaba que los agricultores salvadoreños ocupaban unas 293 mil manzanas de tierra en Honduras (Alonso y Slutzky 1971:294). Con la guerra de 1969 entre 100 mil y 130 mil salvadoreños regresaron a El Salvador.[12]

 

Si la migración de campesinos salvadoreños empobrecidos a Honduras tuvo carácter permanente y obedeció a la demanda de tierra, la migración hacia Nicaragua tuvo carácter estacional, incentivada por los salarios comparativamente más altos que se pagaban en las fincas algodoneras y en las plantaciones de caña de azúcar en los departamentos de Chinandega y León. Lo mismo debe decirse de la migración de mano de obra a las empresas agrícolas capitalistas de la costa sur de Guatemala (CSUCA 1978b).

 

Crecimiento rápido de la urbanización

Los altos niveles de desempleo y subempleo en el campo, y las migraciones hacia las ciudades, alteraron en pocos años la distribución rural-urbana de la población. La urbanización demográfica y la metropolización crecieron aceleradamente, sobre todo en Honduras y Nicaragua (cuadros II.13 y II.14).

 

Cuadro II.13. Crecimiento de la urbanización

                             (Porcentaje de la población total)

 

1950

1960

1970

1980

Costa Rica

34

37

40

43

El Salvador

36

38

39

41

Guatemala

30

33

36

39

Hondura

18

23

29

36

Nicaragua

36

41

47

53

Fuente: United Nations (1980) cuadro 50

 

 

Cuadro II.14. Población en las capitales, 1950 y 1980

                        (en miles y en % de la población total)

 

                                     1950

                                         1980

Incremento 1980/1950

Miles

%

Miles

%

%

San José

146

18

508

22

248

San Salvador

213

11

858

18

303

Guatemala

337

11

1143

21

324

Tegucigalpa

72

5

406

11

464

Managua

109

10

662

25

507

Fuente: BID (1987) cuadro 5.

 

Las sociedades se urbanizaron pero la reducida capacidad de las economías urbanas para generar empleo para las nuevas camadas de fuerza de trabajo dio paso a fenómenos extendidos de tugurización, pobreza extrema, marginalidad, especialmente en las capitales. Surgió el fenómeno, relativamente nuevo para Centroamérica, de las barriadas periféricas de viviendas precarias. La proporción de población urbana con acceso a servicios de agua potable y a redes de alcantarillado se redujo durante todos los 1970s; el deterioro fue especialmente dramático en El Salvador: entre 1969 y 1979 la población con disponibilidad de agua potable disminuyó de casi 80% a 67%, y de 74% a 47% la que contaba con alcantarillado (IICA/FLACSO 1991:179-180).

 

Las ciudades centroamericanas eran el producto de una configuración diferente de la estructura socioeconómica, con otros patrones de distribución espacial de la población. El surgimiento de grandes concentraciones poblacionales sin empleo ni fuentes de ingreso estables crearon problemas de control institucional. Los sistemas políticos existentes en la década de 1950 obedecían a un diseño en el que las masas, privadas de hecho del ejercicio de los derechos de ciudadanía, vivían en el campo, y los titulares efectivos de tales derechos habitaban en las ciudades. Ahora, la masificación de las ciudades ponía a los nuevos citadinos en contacto casi físico con las agencias estatales y con los actores que competían por su control. El contraste entre los que ganaron y los que perdieron, o dejaron de ganar, fue mucho más marcado y frontal en las ciudades, donde el acelerado crecimiento poblacional redujo la distancia física entre las clases y grupos sociales a los que la economía polarizaba de manera creciente.

 

 

2.         INDUSTRIALIZACIÓN Y CAMBIOS EN LA ECONOMÍA URBANA

            En la década de 1960 la producción industrial creció, en el marco del recién creado Mercado Común Centroamericano (MCCA). De un valor total de u$s 254 millones en 1950, pasó en términos reales a u$s 432 millones en 1960, u$s 992 millones en 1970, y u$s 1305 millones en 1975, duplicando su peso relativo de inicios del periodo (cuadro II.15).

 

Cuadro II.15. Participación de la industria manufacturera en el PIB

                        (Millones de dólares de 1970 y como porcentaje del PIB)

 

Costa Rica

El Salvador

Guatemala

Honduras

Nicaragua

Valor

%

Valor

%

Valor

%

Valor

%

Valor

%

1950

34.3

11.5

66.0

12.9

98.0

11.1

29.9

9.1

25.8

10.8

1960

65.8

11.1

112.2

13.9

150.0

11.7

55.4

11.4

50.1

12.6

1970

172.0

15.1

245.9

17.6

320.6

14.6

104.0

14.1

149.2

19.2

1980

262.8

17.2

326.3

17.9

403.5

14.0

114.7

13.9

198.5

19.5

Fuente: Pérez Brignoli y Baires Martínez (1983, cuadros 4 y 5).

 

 

Aunque el impacto efectivo del MCCA sobre el crecimiento industrial centroamericano ha sido objeto de debate (Weeks 1985; Bulmer-Thomas 1987; Guerra-Borges 1988) es indudable que el mayor crecimiento industrial de los años sesenta está asociado al esquema de integración. Se advierte empero que el crecimiento se asentó sobre una estructura agraria en la cual no pudo, o no quiso, introducir modificaciones de importancia ??como fue el caso del proceso histórico de industrialización capitalista y, en menor medida, de la industrialización sustitutiva de importaciones en México y  América del Sur. La preservación de las estructuras tradicionales de poder por la debilidad de los sectores que impulsaban el crecimiento industrial, o porque éste fue auspiciado desde dentro mismo de la sociedad tradicional, determinó que desde el inicio la industrialización reposara fuertemente en inversiones y financiamiento externo. Los grupos empresarios ligados a la nueva industrialización no consiguieron que el estado reorientara parte del excedente financiero generado en el comercio exterior hacia la producción manufacturera, y la política tributaria y crediticia continuó favoreciendo a los grupos agroexportadores.

 

El crecimiento industrial tendió a concentrarse en Guatemala y El Salvador; en tal sentido la industrialización y el MCCA no significaron una modificación del patrón de asentamiento regional de los recursos productivos que ya existía desde antes del esquema de integración. En 1950 el producto industrial conjunto de ambos países representaba casi 65% del valor de la producción industrial centroamericana; en 1960 era el 62%, y a mediados de la década de 1970 algo más de 65%.

 

La producción, la inversión y las exportaciones industriales entre las economías del istmo florecieron en la década de 1960 con el MCCA, pero en el decenio siguiente se estancaron y posteriormente declinaron. La combinación de desarrollo agroexportador y crecimiento industrial estableció un contraste dentro del sector exportador: crecimiento de las exportaciones industriales entre los países de la región, junto con mantenimiento del perfil tradicional de exportaciones agrarias hacia el resto del mundo. Alimentos, bebidas y tabaco, y en segundo lugar textiles, fueron las ramas que dieron cuenta de la mayor parte del producto industrial --entre la mitad y dos tercios, según el país.

 

El alto componente importado de la producción industrial influyó para que el proceso tuviera poco impacto en una mayor integración de la estructura productiva de la región, y que presionara pesadamente sobre sus cuentas externas. El caso textil es particularmente gráfico: siendo gran productora de algodón, Centroamérica desarrolló una industria textil con fuerte componente de fibras sintéticas importadas, mientras la fibra natural continuaba exportándose en pacas.

 

Por tratarse de una industria con predominio de bienes de consumo y uso final, existió una fuerte dependencia de materias primas y bienes de capital importados desde fuera de Centroamérica: alrededor de 75% de las materias primas importadas, y la casi totalidad de los bienes de capital, provenían de compras extra regionales. El valor de estas importaciones llegó a representar entre 55% y 74% del valor de las exportaciones extrarregionales del Istmo. La dependencia de insumos importados determinó un impacto débil en materia de procesamiento de bienes primarios regionales y presiones adicionales sobre la balanza comercial extra regional. El mantenimiento de altos niveles de capacidad ociosa, y la incorporación de tecnologías obsoletas generaron necesidad de proteccionismo, situación que dificultó adicionalmente la capacidad para exportar bienes manufacturados fuera de la región. La estructura de protección favoreció a la producción de bienes de consumo sobre las otras ramas, y los incentivos fiscales promovieron la importación de bienes de capital sobredimensionados respecto de las necesidades de la producción regional, contribuyendo más a generar una gran capacidad ociosa y a elevar los costos de producción. A principios de la década de 1970 la capacidad ociosa de la industria centroamericana se estimó en 50%; una proporción importante de los productos industriales se vendía en Centroamérica a precios más altos que los de las importaciones extra regionales competitivas (Bulmer-Thomas 1987:183?184, 192?193).

 

En estas condiciones el acceso a mercados extrarregionales resultaba más que problemático. La mayor proporción de la producción industrial de cada país no se destinó al MCCA sino hacia los reducidos mercados nacionales: una negación evidente de la lógica y el discurso de la integración. En 1970, tras una década de experiencia integracionista, se exportaba poco más de 20% del valor del producto industrial centroamericano --11.6% al MCCA y 9.7% al resto del mundo--, y menos del 25% a fines de la década de 1970. Esto significa que casi cuatro quintas partes del producto industrial de la región se realizaban dentro de las mismas economías que lo generaban (Guerra Borge 1988:55). El Salvador y Guatemala, las dos economías con mayor peso en el producto manufacturero centroamericano, eran también las de más clara orientación exportadora.  La relación comercial tradicional (exportaciones agropecuarias/importaciones industriales) debía financiar ahora, además, al nuevo sector industrial orientado hacia la región; el mecanismo funcionó mientras los precios internacionales para las exportaciones centroamericanas fueron favorables, y mientras los costos de producción domésticos en el sector de exportación pudieron mantenerse a muy bajo nivel: salarios obreros e ingresos campesinos a nivel de subsistencia. Esto pone en evidencia el corto alcance de la industrialización así intentada, en la medida que salarios bajos y fuerte concentración de la propiedad y los ingresos reducen las perspectivas de desarrollo de una industria en la que predomina la producción de bienes de consumo y uso final destinadas al mercado doméstico.

 

La industrialización estimuló el crecimiento de la inversión extranjera en la región, que casi se duplicó entre fines de la década de 1950 y fines de la de 1960. El incremento acelerado de los capitales extrarregionales fue uno de los efectos más tempranos del desarrollo centroamericano. El capital industrial extranjero era prácticamente inexistente en Centroamérica antes del MCCA, con la única excepción de Nicaragua. Diez años después representaba un tercio de las inversiones extranjeras en la región, y bastante más que eso en Guatemala y Nicaragua (Membreño Cedillo 1985). Las empresas de Estados Unidos tomaron la delantera. A mediados de los años setentas representaban entre dos tercios y cuatro quintas partes de todas las firmas extranjeras, con la única excepción de El Salvador, donde eran menos de la tercera parte (cuadro II.16).

 

Cuadro II.16. Centroamérica: empresas de capital estadounidense

 

                         Empresas extranjeras

                                        Año

% de empresas de EEUU

Costa Rica

103

1969

84.5

El Salvador

146

1974

29.5

Guatemala

202

1969

62.0

Honduras

70

1969

83.0

Nicaragua

78

1969

86.0

Fuente: Poitevin (1977:275)

 

En la década de 1970 la orientación exportadora de la industria centroamericana se acentuó, fundamentalmente por el dinamismo de las firmas extranjeras. El perfil agroexportador de la región siguió siendo predominante, pero la articulación externa se diversificó, sobre todo en El Salvador y Costa Rica (cuadro II.17).

 

Cuadro II.17. Centroamérica: Cambios en la composición de las exportaciones, 1960 

                        y 1980 (Exportaciones industriales como porcentaje de las exportaciones

                         totales)

 

1960

1980

Costa Rica

5

34

El Salvador

6

36

Guatemala

3

24

Honduras

2

12

Nicaragua

2

14

                                           Fuente: Gwynne (1985:4)

Fuertemente dependiente de insumos importados y orientada hacia mercados estrechos, la industrialización tuvo poca capacidad de generación de empleos. La fuerza de trabajo industrial centroamericana creció, pero lo hizo a un ritmo apenas superior al del aumento del conjunto de la población activa. Entre principios de los 1960s y mediados de la siguiente el empleo industrial creció a un ritmo medio anual de menos de 5% con un crecimiento promedio de menos de 17 mil puestos de trabajo por año, mientras que el conjunto de la PEA lo hizo con una tasa media de 4% anual. Como resultado la participación de la fuerza de trabajo industrial en la PEA se mantuvo en torno al 10% durante todo el período. Durante los 1960s, de veloz crecimiento del producto, se creó un promedio de solo 3,000 empleos nuevos al año en el sector formal en toda la región.

 

El rápido crecimiento de la fuerza de trabajo urbana fue absorbido por el sector informal. Se estima que en el período 1950-1980 el sector informal urbano centroamericano se incrementó en 900 mil personas (PREALC 1986:106). A inicios de 1970s 40% de la fuerza de trabajo no agropecuaria de El Salvador estaba en el sector informal, y había 10% de desempleo abierto. El proceso de terciarización e informalización fue particularmente vertiginoso en Nicaragua, el país de Centroamérica cuyas tasas de urbanización y metropolización más crecieron en este período; se estima que a fines de los 1970s casi la mitad de la PEA urbana del país pertenecía al llamado sector informal.

 

La baja capacidad de generación de empleos modernos y el predominio de ramas de producción como alimentos, bebidas, calzado e indumentaria crearon condiciones para que la producción artesanal mantuviera una presencia importante en toda la región. La progresiva sustitución de actividades artesanales y en general de los pequeños talleres familiares independientes siempre es un proceso que opera en el largo plazo y muy raramente llega a ser total, y en Centroamérica los factores apuntados incidieron para que este proceso haya sido particularmente pausado. Al concentrarse en ramas en las que la actividad artesanal estaba firmemente arraigada, la industria definió una fuerte competencia. Pero las cifras disponibles sugieren que la capacidad de adaptación de los establecimientos tradicionales al nuevo contexto no debe ser subestimada.

 

En el cuadro II.18 se advierte la fuerte caída del empleo artesanal como proporción del empleo industrial total, particularmente fuerte en El Salvador, Honduras y Nicaragua. En Costa Rica el artesanado pudo resistir mejor la competencia, aspecto en el que posiblemente incidieron las políticas de apoyo y promoción hasta el punto que los talleres estuvieron en condiciones de reducir la distancia de su productividad respecto de la industrial. Pero en países como Honduras, Nicaragua y Guatemala el rezago artesanal resultó imparable.

 

 

Cuadro II.18. Empleo y productividad industrial y artesanal

 

% del empleo artesanal en el empleo industrial

Relación de productividad entre el empleo industrial y el artesanal

1962

1975

1962

1975

Costa Rica

46

46

7.4

5.7

El Salvador

56

44

2.9

3.1

Guatemala

75

68

5.0

7.7

Honduras

66

53

2.9

6.0

Nicaragua

59

46

1.9

4.8

Fuente: Elaboración de cifras de PREALC (1986:109-111)

 

 

3.         GANANCIAS Y PÉRDIDAS EN UNA ECONOMÍA EN AUGE

            Es importante destacar que estos profundos cambios tuvieron lugar durante un sostenido período de auge económico (cuadro II.19). En ese mismo lapso la población total de Centroamérica creció de 8 millones de habitantes en 1950 a más de 20 millones en 1980; la tasa conjunta de urbanización pasó de 31% en 1950 a 37% en 1970 y 43% en 1980.

 

 

Cuadro II.19. Centroamérica: crecimiento de la economía, 1950-1979

                        (Tasas medias anuales de crecimiento del PIB)

 

1950-60

1960-70

1970-79

Costa Rica

7.2

6.2

6.4

El Salvador

4.7

5.5

6.4

Guatemala

3.8

5.5

5.8

Honduras

3.4

5.6

5.4

Nicaragua

5.4

7.3

5.3¹

Centroamérica

4.6

6.5

5.9¹

¹ Periodo 1970-78. Fuente: CEPAL (1982)

 

 

La diferenciación de la sociedad y, sobre todo, el empobrecimento de amplias masas de campesinos y de asalariados no tuvieron lugar en una coyuntura recesiva, donde de alguna manera todos perdieron algo sin perjuicio de una distribución desigual de los frutos amargos. Al contrario: el deterioro de las condiciones de trabajo y de vida de la mayoría de la población rural de El Salvador, Guatemala y Nicaragua, y el crecimiento de la pobreza urbana, fueron parte de un rápido proceso de crecimiento económico y modernización, que hizo más notorias las diferencias objetivas entre los que ganaron y los que perdieron.

 

La diversificación de la producción y de las exportaciones agropecuarias se desarrolló en el marco del acelerado dinamismo de las economías centroamericanas, y contribuyó a alimentarlo. Entre 1950 y 1980 el PIB centroamericano creció a una tasa media anual de 4.9%, y de 6.5% promedio anual durante la década de 1960. En 1980 el producto centroamericano por habitante era casi 67% más alto, en valores reales, que el de 1950, pese a que entre 1960 y 1980 la población de la región se duplicó. El crecimiento del producto industrial (7.9% en la década de 1960 y 6.1% en la de 1970), mayor que el del producto global, coadyuvó con la diferenciación agroexportadora para modificar el perfil tradicional de la articulación externa de las economías. Las exportaciones centroamericanas crecieron a un ritmo medio anual de más de 8% en la década de 1960 y de más de 5% en la siguiente. Entre 1960 y 1980 el valor de las exportaciones de Costa Rica, Guatemala y Nicaragua se triplicó, el de las exportaciones salvadoreñas más que se triplicó, y el de las exportaciones de Honduras más que se cuadruplicó. Las exportaciones conjuntas de los cinco países, que sumaban $ 250 millones en 1950, habían crecido a casi $ 5 mil millones a fines de la década de 1970.

 

La modernización no se limitó a la dimensión estrictamente económica. La diferenciación productiva impulsó un proceso similarmente rápido de diferenciación social. Aparecieron, ligadas a los nuevos sectores de actividad, nuevas fracciones de la burguesía. En primer lugar, por ampliación de las inversiones de los grupos tradicionales de terratenientes y capitalistas agrarios, pero también por el acceso de algunos grupos de las clases medias urbanas ??profesionales, funcionarios públicos-- a los nuevos ámbitos de dinamismo económico. Se desarrollaron también nuevas capacidades empresariales, y nuevos grupos urbanos emergieron, o se ampliaron, en torno a los nuevos ejes de expansión. En segundo lugar, la ampliación de las funciones estatales creó condiciones para la ampliación del empleo público y para el crecimiento de los asalariados de pequeña burguesía. Además, la demanda de nuevas calificaciones laborales condujo a los gobiernos a implementar algunas reformas de los sistemas educativos que ampliaron las posibilidades y las expectativas de empleo y ascenso social de los sectores medios urbanos. Maestros, empleados públicos y estudiantes universitarios y de secundaria se convirtieron en los actores sociales más dinámicos de esos años y en protagonistas de importantes movilizaciones políticas.

 

El desarrollo capitalista y la modernización de la agroexportación pusieron en crisis el modelo tradicional de relaciones sociales. Las relaciones de reciprocidad patrono-cliente se erosionaron al pasarse del sistema de renta en trabajo o en especie a renta en dinero, y de ahí al desalojo de los campesinos que no podían adaptarse a estos cambios. El impulso a la proletarización de la fuerza de trabajo desarticuló las estructuras familiares campesinas. Los mecanismos tradicionales de dominación agraria, que combinaban explotación con paternalismo, y el sistema tradicional de derechos adquiridos, desaparecieron frente al avance desigual pero progresivo del mercado. El crecimiento de la población asalariada creó condiciones para una ampliación de la organización sindical y del activismo obrero. El hacinamiento en los barrios populares fomentó la formación de experiencias organizativas de reivindicación de servicios básicos, condiciones de vivienda, y similares. En conjunto, estos nuevos elementos estimularon, en adición a otros factores, el desarrollo de agencias y capacidades estatales de intervención y gestión, y el avance de nuevos criterios de racionalidad.

 

La CEPAL acuñó el término desarrollo aditivo para referirse a este proceso (CEPAL 1983, 1986). Con él se significa la yuxtaposición de nuevos estratos económicos y sociales a los ya existentes, en un proceso de cambio y modernización que no amenazó la estructura socioeconómica anterior. La modernización agroexportadora se superpuso al sector exportador tradicional; el desarrollo industrial dentro del esquema de integración se asentó sobre una estructura agraria en la que no pudo, o no quiso, introducir modificaciones de importancia.

 

Este estilo de desarrollo testimonia la concertación de un compromiso entre los grupos dominantes de la sociedad agroexportadora tradicional, y los grupos emergentes de la nueva burguesía surgida de su seno, pero con intereses y demandas diferenciadas en materia de acceso a recursos y a condiciones sociales de producción (financiamiento, precios, tipo de cambio, manejo de fuerza de trabajo, calificaciones laborales, etc.). El cuestionamiento del orden tradicional involucrado en la expansión de los nuevos rubros del dinamismo económico se transó por negociación interna y reformulación de la articulación externa, antes que por desplazamiento de los viejos grupos dominantes. El estilo desarrollista asumido por los estados de la región durante las décadas de 1950 y 1960 --que se analiza en el capítulo siguiente--, la definición de políticas reguladoras y promotoras de la actividad privada, la ampliación de la esfera de intervención del sector público, las reformas educativas y administrativas, y la cooperación activa de agencias del gobierno de Estados Unidos en estos aspectos, expresan los términos y las dimensiones operativas de los acuerdos alcanzados entre las nuevas y las viejas fracciones de las élites centroamericanas, y su interconexión con las nuevas modalidades de expansión externa de Estados Unidos en la región.

 

Al mismo tiempo, la permanencia del sector exportador como eje dinámico de la economía, y la dependencia del esquema de integración, de la exportaciones tradicionales hacia fuera de la región --por lo tanto, la primacía final de los grupos sociales que las controlan-- redujeron las posibilidades de reformulación de la matriz de relaciones sociales en términos de un "derrame" de los efectos dinamizadores de la nueva alianza hacia la fuerza de trabajo y, en términos más amplios, las clases y grupos subordinados. En Sudamérica y en México la recomposición de las alianzas entre la burguesía industrial y los sectores exportadores tradicionales (recomposición sobre la que se desenvolvió el proceso de sustitución de importaciones), involucró un avance reivindicativo de los trabajadores --mejoramiento de las condiciones de empleo, salarios reales, organización sindical, acceso a servicios sociales, niveles de consumo, etc. (Vilas 1988c). En Centroamérica en cambio, la modernización capitalista y la reformulación de las relaciones entre las diferentes fracciones dominantes se asentó en la reproducción del modo tradicional de relación con las clases subordinadas: intensa explotación de la fuerza de trabajo y represión de sus intentos de organización.

 

Fue, en consecuencia, un desarrollo socialmente excluyente. A principios de la década de 1970 la tasa de desempleo se estimaba entre 10 y 12% en Honduras, alrededor de 13% en Guatemala y El Salvador, y casi 19% en Nicaragua. Pero hacia 1980 la subutilización total (excedente relativo) de fuerza de trabajo representaba más de 42% de la PEA en Honduras y en El Salvador, más de un tercio en Guatemala, y más de un quinto en Nicaragua (PREALC 1986:62). En 1980, 61% de la población centroamericana vivía debajo de la línea de pobreza, y el 42% se encontraba en situación de pobreza extrema. En el campo, las cifras eran, respectivamente, 69% y 56% (cuadro II.20). Uno de los procesos de crecimiento capitalista más sostenidos de toda la posguerra, generó una de las situaciones más generalizadas y más agudas de empobrecimiento. No fue por lo tanto el fracaso del desarrollo capitalista, sino su éxito, el ingrediente económico de los procesos revolucionarios.

 

Cuadro II.20. Centroamérica: población en situación de pobreza, 1980

                               (Porcentaje de la población total)

 

Total

Urbano

Rural

Costa Rica

25

14

34

El Salvador

68

58

76

Guatemala

63

58

66

Honduras

68

44

80

Nicaragua

62

46

80

Centroamérica

61

48

69

Fuente: CEPAL (1992a)

 

 

La distribución del ingreso entre grandes agregados de población, permaneció sin cambios significativos, conservando una fuerte polarización entre la gran proporción del ingreso captada por los grupos más ricos, y la exigua participación de los más pobres (cuadro II.21). El Salvador constituye, fuera de dudas, el caso más extremo. En una década en que el producto bruto creció a un ritmo medio anual de más de 6%, el 20% superior aumentó la gran porción del ingreso que percibía diez años antes, mientras  a todos los demás grupos se les reducían las suyas, incluyendo la pequeña porción captada por el 50% inferior. Sólo en Honduras se experimentó un progreso en la distribución: el grupo tope redujo su captación, mientras que el 50% inferior de la pirámide la mejoró ligeramente; en el capítulo siguiente se discute el impacto de la activación del movimiento campesino y la reforma agraria en estas modificaciones. En los demás países de la región el crecimiento económico de la década no tuvo gravitación significativa en la distribución del ingreso.

 

Cuadro II.21. Centroamérica: distribución del ingreso nacional, 1970 y   

                        1980 (En % del ingreso total captado por cada estrato)

 

1970

1980

 

20% más pobre

30% bajo la mediana

30% sobre la mediana

20% más rico

20% más pobre

30% bajo la mediana

30% sobre la mediana

20% más rico

Costa Rica

5.4

15.5

28.5

50.6

4.0

17.0

30.0

49.0

El Salvador

3.7

14.9

30.6

50.8

2.0

10.0

22.0

66.0

Guatemala

4.9

12.5

23.8

58.8

5.3

14.5

26.1

54.1

Honduras

3.0

7.7

21.6

67.7

4.3

12.7

23.7

59.3

Nicaragua

3.0

12.0

25.0

60.0

3.0

13.0

26.0

58.0

Centroamérica

3.4

13.1

25.9

57.6

3.7

13.4

25.6

57.3

Fuente:  1970: CEPAL (1982); 1980: IICA/FLACSO (1991)

 

 

La distribución del ingreso urbano experimentó menos cambios aún que la del ingreso nacional (cuadro II.22). Esto vale también para Honduras, y sugiere que las transformaciones registradas por el cuadro II.5 expresan ante todo los cambios sociales y económicos que se escenificaron en el campo, y que, en este asunto, no tuvieron repercusiones en las ciudades. Las cifras indican sin embargo la existencia de modificaciones en la participación relativa de los dos segmentos superiores que, razonablemente, pueden equipararse con diferentes fracciones de los grupos dominantes, y que salvo en Guatemala, habrían beneficiado a los tramos medios de la pirámide de ingresos.

 

Cuadro II.22. Centroamérica: distribución del ingreso urbano, 1970 y 1980.

                        (En % del ingreso captado por cada estrato)

 

1970

1980

 

20% más pobre

30% bajo la mediana

30% sobre la mediana

20% más rico

20% más pobre

30% bajo la mediana

30% sobre la mediana

20% más rico

Costa Rica

5.0

15.4

28.5

51.1

4.2

17.5

30.6

47.7

El Salvador

2.0

9.6

22.0

66.0

s/i

s/i

s/i

s/i

Guatemala

5.8

16.1

29.6

48.5

4.5

13.3

26.2

56.0

Honduras

4.0

13.4

27.8

54.8

4.0

15.0

28.0

53.0

Nicaragua

s/i

s/i

s/i

s/i

3.9

14.2

27.4

54.5

Fuente: IICA/FLACSO (1991)

 

 

La persistencia de una fuerte captación relativa de ingresos en los grupos superiores es llamativa y justifica la afirmación de algunos actores políticos de que la industrialización y los demás cambios que se desarrollaron en la economía centroamericana durante estas décadas, agravaron las desigualdades sociales, en vez de contribuir a moderarlas. Hubo así un proceso de producción de pobreza tanto como de producción de riqueza, y la modernización de la economía capitalista --incorporación de nuevas técnicas de producción, nuevas modalidades de organización de los factores, desarrollo de infraestructura, ampliación de las relaciones de mercado, desarrollo de la intermediación financiera...-- no modificó, sino que profundizó la desigualdad.

 

Debe señalarse empero que la situación centroamericana, sin perjuicio de su dramatismo, no es cualitativamente diferente del panorama que predominaba en la mayor parte del hemisferio.[13] Lo distintivo de Centroamérica es que las desigualdades en la percepción de ingresos se acumulaban, más notoriamente que en el resto del continente, con desigualdades en el acceso a recursos básicos, generando condiciones de vida comparativamente mucho más precarias. Por ejemplo: la esperanza de vida al nacer era de 59 años en Centroamérica a mediados de la década de 1970, y de 65 años en América Latina; la tasa de alfabetización alcanzaba respectivamente a 57% y a 80% de la población adulta; la matrícula en educación secundaria cubría a 18% y 42%, respectivamente, de las poblaciones respectivas (Vega Carballo 1984; Weeks 1985:46). Esta transparencia perversa de las curvas de concentración del ingreso puede interpretarse como el resultado de la ausencia de mecanismos institucionales moderadores y, en general, de una intervención estatal compensatoria.

 

A nivel agregado, las sociedades centroamericanas experimentaron algunas modificaciones importantes en sus condiciones sociales. Los registros centroamericanos en los indicadores convencionales de desarrollo social eran  insatisfactorios a fines de la década de 1970, pero debe reconocerse que habían registrado cierto progreso, particularmente en el terreno de la educación básica y la salud. La esperanza de vida al nacer aumentó diez años entre 1960 y 1975; la tasa de analfabetismo se redujo entre ambos años de 61% a 59%; entre 1965-70 y 1975-80 la tasa de mortalidad infantil bajó de 104.8 por mil nacidos vivos a 77.8; la disponibilidad de personal médico aumentó, lo mismo que los servicios hospitalarios y, en menor medida, la cobertura del seguro social. La matrícula escolar primaria creció 50% en la década de 1970, y aumentó el acceso a medios masivos de comunicación. Algunos bienes de uso durable alcanzaron cierta difusión, sobre todo en las ciudades (IICA/FLACSO 1991:155 y sigs.; Carcanholo 1981:279-281).

 

Aunque no se dispone de información sobre la efectiva apropiación social de estos avances, las cifras sobre distribución de los ingresos permiten pensar que, si no de manera uniforme, ellos beneficiaron más a algunos grupos que a otros. Los cuadros II.5 y II.6 avalan la hipótesis de una consolidación de los grupos medios en Costa Rica y Honduras, mientras que experimentaron un retroceso en El Salvador y Guatemala. El comportamiento de los grupos medios fue en general ambivalente: si por un lado se agraviaban de la competencia desigual que debían enfrentar en el acceso a recursos frente a los sectores tradicionalmente dominantes, por el otro participaron dinámicamente en la acumulación a expensas de los sectores de ingresos menores.[14] Pero los progresos en este campo también alcanzaron en cierta medida a los trabajadores articulados al polo moderno de la economía, en la medida en que los modestos avances en el desarrollo social estuvieron ligados a la ampliación de la acción de agencias gubernamentales y al crecimiento de la inversión pública, que en general reprodujeron los desequilibrios territoriales de la estructura productiva, dando preferencia a las áreas de mayor desarrollo empresarial.[15]     

 

En resumen, el desarrollo agroexportador y la industrialización transformaron muchas dimensiones de las sociedades centroamericanas al mismo tiempo que consolidaron otras. Durante tres décadas la región experimentó tasas muy altas de crecimiento ??aunque con tendencias decrecientes hacia finales del período. El producto real por habitante creció a un ritmo promedio superior al 3% anual durante más de 25 años, con valores sostenidos más altos que el promedio regional en Costa Rica y Nicaragua. La estructura productiva se diferenció; café y banano dejaron de ser sinónimos de la economía regional. La población casi se triplicó. El dinamismo y la modernización sin embargo se tradujeron en una distribución desigual de beneficios y perjuicios entre clases sociales. Los grupos medios, apoyados en la insatisfacción de las masas, consiguieron mejorar su posición en la estructura de ingresos en Costa Rica y Honduras, mientras que los trabajadores urbanos y rurales, y el campesinado, experimentaron un agudo deterioro de sus condiciones de vida y del acceso a recursos, como también los grupos medios de Guatemala, El Salvador y Nicaragua.

 

Debe destacarse que los procesos revolucionarios centroamericanos se desarrollaron precisamente en los tres países donde los grupos medios debilitaron su posición económica en el marco del acelerado crecimiento capitalista. La fuerte gravitación de elementos surgidos de estos grupos medios en la dirección de los procesos revolucionarios, señalada en varios estudios (Vilas 1984, 1988a; Wickham-Crowley 1992) puede interpretarse como un efecto del deterioro relativo de su dotación de recursos y de la competencia exitosa de los sectores tradicionales y los recién llegados apoyados por las instituciones gubernamentales. La propia fragilidad de estos grupos medios, su exposición a algunos agentes exógenos, y la cultura política difundida desde las universidades, crearon condiciones para que su capacidad de enfrentamiento al estado y las élites tradicionales se vinculara a su habilidad para establecer un liderazgo sobre las masas en similar proceso de transformación.

 

Permanencia y cambio de una oligarquía

Es realmente sorprendente la capacidad de las economías centroamericanas para generar niveles tan altos y excluyentes de concentración de los frutos de la modernización, y de la modernización misma, y de hecho para hacer de la modernización capitalista un factor de mayor concentración. Desde el punto de vista del paradigma marxista esto no es un tema de discusión: por su propia dinámica el capitalismo conduce, de acuerdo con esta interpretación, a niveles crecientes de concentración y centralización del capital, y a la desposesión y empobrecimiento de los trabajadores. Es incuestionable sin embargo que, aún desde esta perspectiva, existen diferentes modalidades de desarrollo del capitalismo en el campo, y que la situación centroamericana contrasta marcadamente, en este punto, incluso con otras experiencias de modernización capitalista del agro latinoamericano.

 

Los frutos de desigualdad profundizada que ofrecen tres décadas de desarrollo capitalista en Centroamérica, y los propios límites del mismo, tienen que ver con el sentido "de arriba hacia abajo" de las transformaciones socioeconómicas que tuvieron lugar.  La modernización capitalista en Centroamérica fue mucho más el resultado de la adaptación de los grupos tradicionalmente dominantes a las nuevas condiciones del mercado internacional, que el fruto de un impulso "desde abajo" de grupos emergentes.[16] Estos grupos emergentes existieron y tuvieron un comportamiento dinámico, pero se desarrollaron a la sombra de la estructura tradicional del poder, beneficiándose de muchas de las condiciones de producción enmarcadas en esa estructura. Su capacidad para modificar el estilo de desarrollo y las reglas del juego fue reducida, y posiblemente también lo fue su interés. La diversificación de los cultivos, la incorporación de nuevas técnicas, la apertura al financiamiento bancario, el crecimiento acelerado de las ciudades, y otras transformaciones semejantes, no alteraron la estructura profunda de las economías centroamericanas que era, al mismo tiempo, la base estratégica del poder de los grupos terratenientes: la estrecha y dinámica articulación latifundio/minifundio y la matriz de relaciones sociales y políticas entre terratenientes y campesinos empobrecidos (trabajadores sin tierra, semiproletarios). La sociedad y las clases se urbanizaron, pero el punto de equilibrio de la matriz social y del poder político se mantuvo en la configuración de la estructura agraria. La oligarquía terrateniente centroamericana fue así quien inició la inserción de la región en los nuevos términos de la economía mundial, y quien definió las modalidades y los alcances, por lo tanto los límites, de dicha inserción.

 

Esto puede verse como una prueba del atraso de las élites terratenientes centroamericanas; también como una muestra de adaptación a las nuevas condiciones de la economía, o como una evidencia de su habilidad para mantener el control de la sociedad en medio de las sacudidas del cambio. Posiblemente hubo un poco de todo. Debe admitirse, en cualquier caso, que la sociedad terrateniente estuvo en condiciones de aceptar los nuevos desafíos y al mismo tiempo administrar su impacto, gracias a la capacidad de los grupos dominantes tradicionales para preservar su gravitación decisiva sobre el estado. Particularmente en El Salvador, Guatemala y Nicaragua, la modernización capitalista no involucró transformaciones significativas en las relaciones de poder entre las clases sociales; el cuestionamiento de la dominación tradicional oligárquica por parte de los nuevos segmentos de los grupos empresariales fue tenue y de poca eficacia.

 

Uno de los aspectos más llamativos del rápido crecimiento económico centroamericano es esta solidez de sus grupos dominantes más tradicionales. El Salvador presenta el caso más notorio. Además de los elevados niveles de concentración de la propiedad y del poder económico en manos de sus grupos dominantes, lo que destaca en ese país es la ubicuidad de tales grupos. Un pequeño número de poderosas familias cafetaleras llegó a controlar tanto los nuevos rubros de agroexportación, como su procesamiento preindustrial (beneficios de café y desmotadoras de algodón) y su comercialización, y las principales industrias manufactureras, el comercio y las finanzas (Colindres 1977, especialmente cuadro 67). El cuadro II.23 muestra la concentración de la propiedad y de los excedentes alcanzados en El Salvador a fines de los 1970s.

 

 

Cuadro II.23: El Salvador: concentración económica, 1978-79

                          Rubros

                                            Coeficiente de      Gini

                                                                                                                        %  del excedente apropiado por empresas que representan el:

                                1% más grande

                                 50% más pequeño

Nº total de empresas

Manufactura

.91

71.95

3.72

9,874

Comercio

.70

54.48

14.20

39,491

Ingenios azucareros

.52

23.83*

10.36

12

Beneficios de café

.46

3.60*

15.20

73

Despulpe o trillado de café

                             .60

                          12.86*

                           11.78

                                      102                

Transporte

.40

11.61

23.90

304

Servicios

.43

36.70

27.86

10,262

Construcción

.64

9.20*

12.59

76

Electricidad

.65

75.22

8.97

9

Agrícolas

 

 

 

272,343

Café

.87

34.88

1.25

 

Algodón

.70

10.05

8.41

 

Granos básicos

.60

25.94

11.78

 

Ganadería

.93

50.83

0.20

 

* Una sola empresa.

Fuente: Sevilla (1985)

 

 

Similar fue, aunque tal vez con menor amplitud, el caso de Guatemala. En Nicaragua en cambio, los grupos oligárquicos debieron convivir con nuevos segmentos empresariales reunidos en torno al somocismo en una compleja matriz de alianzas, competencias y tensiones. En los tres países la sociedad se modernizó sin cuestionar significativamente la dominación oligárquica y, ante todo, la dominación terrateniente.

 

En Honduras y Costa Rica la situación fue algo distinta. La oligarquía hondureña careció de inserción internacional sólida y dinámica como la de sus pares de El Salvador y Guatemala: tuvo poca capacidad para participar de la expansión cafetalera, y el carácter de enclave de la economía bananera la condenó a una relación de vasallaje respecto de las compañías norteamericanas.[17] Con la progresiva decadencia de la minería, el comercio interno y la captación de unos exiguos derechos de aduana constituyeron las bases materiales de la frágil burguesía hondureña. Además, el dinamismo irradiado por las bananeras en la Costa Norte facilitó la progresiva transformación de grupos de comerciantes inmigrados del Medio Oriente en núcleo de una pujante burguesía industrial y financiera, convirtiendo a San Pedro Sula en capital económica del país (Euraque 1990, 1991b; Molina Chocano 1980; Murga Frasinetti 1985). Los terratenientes tradicionales, extensivos y sin diversificación económica significativa, pudieron resistir mal al reformismo militar de la década de 1970 y al activismo reivindicativo de los movimientos campesinos y sindicales. En Costa Rica en cambio la modernización capitalista involucró importantes transformaciones políticas y económicas de los grupos terratenientes y de los exportadores tradicionales, que serán discutidas en el capítulo siguiente.

 

La existencia de un complejo sistema de redes de parentesco dotó a los grupos tradicionalmente dominantes de solidez al mismo tiempo que de flexibilidad para adaptarse a los intentos de cambio social e incluso para reorientarlos. A la comunidad de intereses materiales y de proyectos políticos --es decir, a la conciencia de una identidad de clase-- se sumó un sentido de casta que contribuyó a hacer más excluyente el ejercicio de la dominación. Sobre todo en Guatemala, Costa Rica y Nicaragua, los mismos apellidos del linaje criollo de origen peninsular se reiteran, a través de los siglos, en el control del poder político y de la economía (Casaus Arzú 1992b). En Costa Rica 33 de los 44 presidentes de la república entre 1821 y 1970 fueron descendientes de tres pobladores originales, y 350 de los 1300 diputados en la Asamblea Legislativa (Congreso) durante el mismo lapso, descendían de cuatro colonos originales (Stone 1975). En Guatemala, un puñado de familias notables recorre la historia política del país desde tiempos de la colonia en un ejercicio prácticamente ininterrumpido del poder político y del control oligopólico de los sectores más dinámicos de la economía; en la década de 1980 un grupo de 18 familias de la alta sociedad guatemalteca estaba unido por 155 interrelaciones de parentesco (Casaus Arzú 1992a:191 y sigs). En Nicaragua, las redes en que se asientan los grupos oligárquicos les permitieron conservar capacidad de decisión política por encima de los virajes de la política y de las alzas y bajas de la economía (Vilas 1992c).

 

El término oligarquía mantiene su pertinencia para conceptuar a estos grupos tradicionales pero de gran dinamismo económico, en cuanto sintetiza el amplio arco de dimensiones que dan identidad a la clase: la economía sin dudas --y ante todo la propiedad terrateniente--, pero también la política, la ideología, la educación, los estilos de vida, la continuidad histórica; la articulación de identidades de clase con prácticas de patronazgo y fomento de clientelismos; la organización empresarial montada sobre redes de parentesco. Este conjunto de factores materiales y culturales ayuda a explicar la solidez y al mismo tiempo la maleabilidad de los grupos dominantes centroamericanos, y su particular concepción de la política y el estado. Se trata, en la concepción oligárquica, de la vigencia de una superioridad que no es sólo económica y política sino, ante todo, histórica, cultural y racial; el ejercicio del poder político se deriva de esa superioridad y resulta legitimado por ella.

 

Rigidez de la estructura

El control de los recursos productivos y sobre todo del más importante de ellos --la tierra--, sobre la base de una estructura productiva basada en la existencia de una masa de campesinos semiproletarizados y de trabajadores sin tierra, inhibió el desarrollo del mercado interno, redujo los alcances de la modernización tecnológica y las potencialidades de la industrialización. La realización del excedente tiene lugar en los mercados externos o a través de importaciones provenientes de esos mercados. Se hizo más profundo el corte, y más fuertes las tensiones, entre un sector exportador de rendimientos relativamente altos, y una producción doméstica atrasada sobre cuya reproducción aquél se expandía. La preservación del perfil primario exportador de la región, el tamaño reducido de las economías centroamericanas y su marginalidad respecto del mercado mundial, mantuvieron el carácter de tomador de precios de Centroamérica y la muy reducida matriz de opciones que se derivan de tal condición.

 

En efecto: sin perjuicio de las transformaciones económicas y de la diversificación productiva a lo largo de tres décadas, Centroamérica mantuvo con pocas modificaciones su perfil exportador tradicional. A fines de la década de 1970 cinco productos de origen agropecuario daban cuenta de dos tercios de las ventas externas centroamericanas (cuadro II.24)

 

 

Cuadro II.24: Participación de los cinco principales productos primarios en el valor

                    total de las exportaciones centroamericanas, en % del total¹

 

1960-64

1975-79

Centroamérica

77

62

Costa Rica

83

63

El Salvador

79

64

Guatemala

84

56

Honduras

66

61

Nicaragua

68

66

                                   ¹ Café, algodón, bananas, azúcar, carne de res

                                      Fuente: SIECA (1980, 1981)

 

 

Además de muy reducida, la participación de Centroamérica en las exportaciones mundiales se ha reducido en el largo plazo, lo mismo que respecto de las exportaciones de las economías subdesarrolladas (cuadro II.25).

 

 

Cuadro II.25: Centroamérica: participación de las exportaciones en el mercado

                       mundial (En u$s millones)

 

1970

1975

1980

1.  Exportaciones mundiales

313,651

875,113

1’992,507

2. Economías en desarrollo

56,832

213,530

564,012

3. Centroamérica

1,165

2,309

4,875

4.  3:1 en %

0.35

0.26

0.24

5.  3:2 en %

1.9

1.1

0.86

Fuente: United Nations 1986.

 

La participación marginal en el mercado internacional determina que estas economías actúen como tomadoras de precios de los productos que exportan --es decir, no están en condiciones de incidir en la fijación de los precios mundiales de sus exportaciones--, condición que restringe sus márgenes de acción.  Por su propia naturaleza una economía tomadora de precios tiene muy escaso margen de maniobra respecto del crecimiento de los ingresos de exportación o de la reducción de los gastos de importación; la capacidad para reducir costos de producción es también reducida, debido a que una proporción alta de los insumos productivos, combustibles y materias primas destinados a la producción de exportables proviene del exterior. En consecuencia sólo se puede actuar respecto de los costos locales de producción, que se reducen fundamentalmente a uno: fuerza de trabajo. La competitividad internacional de la economía y la reproducción del sistema exportador dependen de una compresión intensa de las condiciones de empleo y de vida de los productores directos: salarios bajos para los obreros, precios bajos para los campesinos.

 

En la medida en que en casi todas las economías de estas características se registra una oferta amplia y barata de fuerza de trabajo, y que algunos de los rubros centroamericanos de exportación también son producidos por economías más desarrolladas con niveles salariales más altos, la ventaja comparativa de los costos laborales tiene un límite, lo cual obliga a las economías centroamericanas a incorporar progreso técnico que eleve los rendimientos en la producción de exportables. Esto a su turno eleva los costos de producción y conduce a ejercer mayor presión sobre la fuerza de trabajo. El resultado es que ésta no es remunerada de acuerdo con su productividad marginal sino según su costo de reproducción (fijado fundamentalmente por la producción de granos básicos en las condiciones ya descriptas) y, en casos límite, debajo de éste.

 

La realización del excedente del sector exportador por la vía de importaciones, y de hecho la propia dependencia del funcionamiento del sector exportador, de un flujo estable de importaciones, resta atractivos al desarrollo del mercado interno e inhibe una mayor integración agroindustrial del aparato productivo. En la medida en que el producto no se dirige al mercado interno, o no procesa insumos nacionales, la fuerza de trabajo es enfocada por los empresarios como un gasto que hay que reducir, más que como una inversión de capital que contribuye a la generación del excedente.

 

Una estructura productiva de este tipo se inclina, por sus propias características, a generar regímenes políticos autoritarios y gobiernos represivos: por ejemplo, privación de derechos de ciudadanía a amplios segmentos de las clases trabajadoras, sobre todo en el campo; prohibición de sindicatos y otras organizaciones reivindicativas; compulsión extraeconómica de la fuerza de trabajo, y otras. En tales condiciones, cualquier cambio institucional que apunte a una democratización política amenazará con provocar cambios en las condiciones sociales de producción que afectarán negativamente el proceso de acumulación, la rentabilidad externa de las economías y los términos de la dominación política de las oligarquías. Se comprende por tanto que todas las propuestas de reforma política, desde las más tímidas hasta las más radicales, implicaran un cuestionamiento de la estructura económica y social. Recíprocamente, una modificación más o menos profunda de los rasgos centrales de tal estructura productiva repercutirá en las relaciones de poder y en la configuración del estado, y por lo tanto deberá enfrentarse a la resistencia de los titulares de la dominación política. El propio diseño estructural de las sociedades centroamericanas, mucho más que la ideología de los sectores contestatarios, habría de dotar a las propuestas de cambio que surgieron en las décadas de 1960 y 1970, de una tremenda conflictividad.

 


[1] Vid por ejemplo McCreery (1990) sobre Guatemala.

[2] Una situación de signo opuesto se registraba en materia de valor agregado, cuya distribución entre agroexportación y consumo interno se mantuvo ligeramente por encima del 50% para la primera durante toda la década de 1960. Vid Banco de Guatemala, 1980.

[3] Garst y Barry (1990) es el estudio más amplio y detallado de las características de la ayuda alimentaria y la política agrícola del gobierno de Estados Unidos hacia Centroamérica. Vid también Garst (1992) sobre Guatemala en particular. Se señala en estos estudios que las principales beneficiarias de la ayuda alimentaria eran las agroindustrias importadoras y las clases medias urbanas, al par que se ahondaba la dependencia alimentaria de importaciones desde afuera de la región.

[4].A fines de la década de 1970 ellos representaban 40% de los insumos del algodón y 63% de los del azúcar en El Salvador. En Guatemala a mediados de los 1960s 91% de los insumos para el cultivo de algodón era importado, reduciéndose a 78% años más tarde; en Nicaragua representaban alrededor de 50% Cfr Arias Peñate 1988:33; Baumeister et al. 1983; Thielen 1991. Sobre Guatemala, elaboración propia de cifras de la Dirección General de Estadística.

[5] Annis (1987, cap. 4) desarrolla un modelo económico sencillo de interrelación entre lógicas económicas e identidad étnica. Vid también Sexton (1978); Smith (1987).

[6] Smith (1983:72 y sigs.) estudia las estrategias de producción y sobrevivencia de los campesinos guatemaltecos; vid también Boyer (1984) sobre Honduras.

[7] Ello incluso sin tomar en consideración la contribución del latifundio ganadero al deterioro ambiental como efecto de la tala de bosques.

[8] Vid en el mismo sentido Ruhl (1984) y Midlarsky y Roberts (1985).

[9]En Honduras el ingreso monetario proveniente de fuera de la finca representaba, a mediados de la década de 1970, 52% del ingreso total en las fincas de menos de 2 ha, 41% del ingreso total en fincas de 2 a 3 ha, 37% en fincas de 3 a 5 ha, y 26-27% del ingreso total en las fincas de menos de 7 ha. En El Salvador, hacia la misma época, entre 30% y 50% del ingreso de los que poseían menos de 1 ha y de los campesinos sin tierra, provenía del salario (PREALC 1983a; Durand 1989).

[10]En Nicaragua, por ejemplo, representaba a fines de la década de 1970 más de 38% de la fuerza de trabajo en el campo (Vilas 1984, capítulo II).

[11] El debate sobre la caracterización de este amplio sector de la fuerza de trabajo rural tuvo gravitación en el enfoque y desarrollo de la reforma agraria del gobierno sandinista en Nicaragua en la década de 1980. Vid Vilas (1984:80-86).

[12]Alonso y Slutzky (1971) es el primer estudio serio de las causas socioeconómicas de la guerra entre El Salvador y Honduras que cuestiona la argumentación demográfica de ambos gobiernos. Analizando cuidadosamente ambas economías y sus regímenes políticos, estos autores apuntan a la estructura latifundista de alta concentración de la tierra en El Salvador que expulsaba campesinos empobrecidos a Honduras, y a la expansión de los terratenientes hondureños a expensas de los migrantes salvadoreños. Posteriormente Durham (1979) desarrolló más este enfoque, confirmando las hipótesis de Slutzky y Alonso.

[13]Hacia principios de la década de 1970 el 20% superior de los hogares captaba 61% del ingreso familiar en Perú, 66.6% en Brasil, 57.7% en México, 50.3% en Argentina; por su parte, el 20% inferior percibía solamente 1.9% del ingreso en Perú, 2% en Brasil, 2.9% en México y 4.4% en Argentina (World Bank 1988:272-273).

[14]Por ejemplo el activo papel de numerosos abogados guatemaltecos en los despojos de tierras campesinas en beneficio propio después del derrocamiento del gobierno de Arbenz (Adams 1970:497 y sigs), y el papel de las cooperativas de profesionales en la apropiación de tierras en El Petén durante el gobierno de Méndez Montenegro (Solórzano Martínez 1984:18).

[15]Hintermeister (1982) muestra que varios índices básicos como esperanza de vida al nacer, tasas de mortalidad, y otros, eran considerablemente menos insatisfactorios en las áreas de agroexportación que en los departamentos del altiplano. Estos datos matizan la relación unilateral que Williams (1986) traza entre el impacto del desarrollo agroexportador y la inestabilidad social.

[16]Esta situación lleva a algunos autores a hablar de un desarrollo capitalista agrario tipo junker en Centroamérica. Vid una discusión teórica en Baumeister 1983.

[17]Euraque (1991a) cuestionó con éxito la afirmación de Stone (1990:138-140) de que la oligarquía es un actor ausente de la historia de Honduras por la gravitación del enclave bananero.

   InicioBibliotecaEstado, Mercado y Revoluciones: Centroamérica 1950-1990 Capítulo II: LA MODERNIZACIÓN DEL CAPITALISMO CENTROAMERICANO