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Carlos M. Vilas

Universidad Nacional de Lanús

 

 

1.

De acuerdo a la definición clásica, justicia es “lo debido a cada uno”, es decir, todo lo que el ser humano requiere para su pleno desarrollo espiritual y material. La efectiva realización de la justicia depende de una variedad amplia de condiciones y circunstancias: el nivel de desenvolvimiento económico y científico-técnico, el  grado de desarrollo de la cultura y las características de la cultura predominante y las relaciones de poder que se procesan entre clases y otros grupos sociales, es decir la organización política de la sociedad. Lo justo es, entonces, variable de acuerdo al modo en que se entrecruzan esos factores y, en definitiva,  al modo en que cada sociedad, en cada momento o etapa de su desarrollo, se estructura como unidad políticamente organizada. Por eso  “lo justo no es lo mismo en todos los regímenes” y hay diferentes clases de justicia “adecuadas a cada régimen” (Aristóteles, Política 1309a). En todos ellos la idea de justicia siempre está asociada a un determinado concepto colectivamente aceptado de beneficio colectivo o bien común, por eso afirma el filósofo portugués Boaventura de Souza Santos que   “las luchas por el bien común siempre fueron luchas por definiciones alternativas de ese bien”.

 

Esas “definiciones alternativas” no son antojadizas ni responden únicamente a los intereses particulares o al capricho de quienes ejercen el poder o en cuyo nombre o representación se ejerce. El poder político y su constitución como Estado consiste siempre en una conjugación de mando y cooperación, y si quienes mandan aspiran a obtener la colaboración de quienes les deben acatamiento, forzosamente deben ejercer el mando de tal manera que se haga cargo de las aspiraciones y expectativas, siquiera mínimas, de los dominados, así como de conseguir que éstos ajusten sus propias ideas de justicia a lo que es compatible con el régimen así constituido. El concepto de hegemonía formulado por Antonio Gramsci alude  a este aspecto específico de la dominación política.  

 

La variabilidad resulta siempre acotada por un “piso mínimo” definido por lo que podemos denominar la conciencia universal de justicia, vale decir,  el avance de la conciencia jurídica y ética de la Humanidad va definiendo, progresivamente, como punto de no retorno, todo aquello que, como resultado de luchas sociales multiseculares. Interviene en esto un amplio arco de factores históricos y culturales, así como el grado de desarrollo alcanzado por las fuerzas productivas y el tipo de organización social de la vida económica. El mayor nivel intelectual de las clases populares y la eficacia reivindicativa y política de sus organizaciones, la difusión del progreso científico y su aplicación a la producción de bienes y servicios, contribuyen a dotar al concepto de bienestar colectivo y a la idea de justicia de complejidad y alcances desconocidos en el pasado, y obligan a quienes ejercen el poder político a hacerse cargo de esas modificaciones.

 

2.

Factor estratégico para la efectiva realización de la justicia es la constitución política de la sociedad y en particular el modo en que ella institucionaliza una determinada estructura de poder; una constitución es, dicho de manera muy sencilla, la organización política de una sociedad, y esa organización siempre es el resultado de las relaciones de fuerza que se establecen entre sus clases y otros grupos sociales –“el  tratado de paz que después de ganada una batalla, redacta la clase triunfante” (Engels). Una constitución expresa siempre, en su más alto nivel de formulación político-jurídica, una determinada concepción de la justicia explicitada en un conjunto de derechos y deberes que reglan la convivencia y en los órganos de gestión y conducción que garantizan su efectiva vigencia y crean condiciones para su ulterior profundización y expansión.

 

Sampay distingue entre la constitución real de una sociedad, es decir las relaciones de poder entre las clases sociales, y la constitución escrita, que es la expresión jurídica de esa estructura; de ahí que cambios significativos en la constitución real acarrean antes o después cambios en la constitución escrita, o en la interpretación de los textos escritos que la cultura jurídica producto de esos cambios efectúa.  Pero a diferencia de autores como Lassalle, Jellinek o Weber, que se limitan a constatar esa correspondencia, para Sampay lo que legitima ética y políticamente a la constitución escrita y al orden socioeconómico en que se basa es su capacidad para hacer efectiva la vigencia de un orden social justo, de acuerdo a las posibilidades que brinda el desarrollo de las fuerzas productivas, el progreso científico y técnico, y la conciencia jurídica de los pueblos –es decir, conciencia de sus derechos y voluntad de ejercerlos. En consecuencia, agrega, un verdadero jurista no debe limitarse a la aplicación de la letra de la constitución sino que debe interpretarla de acuerdo a la realidad histórica, es decir socioeconómica y cultural, si es que pretende que esa interpretación sirva a los grandes fines hacia los que se encamina la ordenación de las acciones colectivas. El verdadero jurista es atento lector de “los signos de su tiempo” y traductor de éstos en normas de conducta individual y colectiva acordes con las posibilidades de progreso y justicia social en cada momento del desarrollo histórico (vid Sampay, Constitución y pueblo).

 

De acuerdo a Sampay, por lo tanto, la validez del Derecho deriva de su instrumentalidad para la efectuación de la justicia, en las condiciones históricas en que se desenvuelve la vida de una sociedad políticamente organizada. Esta concepción resulta claramente explicitada en su crítica al positivismo decisionista de Carl Schmitt, quien de la crítica  al liberalismo derivó en un apoyo activo al régimen nazi convirtiéndose en su principal jurista. En su breve pero sustancial libro Carl Schmitt y la crisis de la ciencia jurídica (1954 reed. 1965) Sampay demuestra la consecuencia inevitable del intento de Schmitt de separar al derecho de cualquier idea de justicia que no sea lo que el gobernante ordena; del mismo modo que los sofistas Trasímaco y Calicles, “justo” es, para Schmitt, lo que conviene al que manda. El papel del jurista en consecuencia se reduce al de un glosador oportunista de los mandatos del poderoso.

 

Sostiene Sampay, al contrario, que es misión indeclinable del poder político, y de la ciencia jurídica, crear las condiciones más favorables a la efectuación de la justicia social, vale decir para la efectivización de una buena vida para todos los miembros de la sociedad políticamente organizada –lo que, en las nuevas constituciones de Ecuador y de Bolivia se denomina buen vivir. Para que esto sea posible el poder político debe ser expresión de las clases populares, porque siendo éstas quienes sufren en mayor medida la injusticia, mayor “hambre de justicia” tienen y mayor interés poseen en que la organización socioeconómica y política se oriente hacia la justicia social y el “buen vivir”. Concluye por lo tanto que la realización de la justicia social requiere la efectiva conversión de la soberanía política del estado en soberanía popular, la emancipación de las capacidades estatales de los intereses particulares y los privilegios de las clases económicamente poderosas y de los actores del capitalismo internacional, y la dotación de herramientas institucionales para la intervención en la vida económica y social (Sampay, La constitución argentina de 1949; El cambio de las estructuras económicas y la Constitución argentina).

 

3.

La adecuación de la constitución escrita a la constitución real puede conseguirse de dos maneras básicas: a través de la interpretación de aquella de acuerdo a los cambios que experimenta la conciencia social de justicia, o bien a través de su reforma. En el primer caso la responsabilidad corresponde a algún órgano especial: una Corte Constitucional o bien, bajo ciertas condiciones, los tribunales ordinarios y en última instancia a la Corte Suprema de Justicia, a quienes se asigna la delicada misión de llevar a cabo una interpretación dinámica del texto constitucional, es decir de acuerdo a las variaciones en la cultura jurídico política y en las relaciones de poder político y social. La principal limitación de esta vía, de acuerdo a lo que muestra una amplia experiencia, radica en que no siempre el Poder Judicial resulta ser el mejor intérprete de los “signos de los tiempos”; al contrario, suele ser un ámbito donde más firme se abroquela el conservadurismo de los intereses creados –si no por otros motivos, por imperio de las propias garantías constitucionales a la independencia de criterio de los jueces. De tal manera que con frecuencia se advierte que es el Poder Judicial el principal obstáculo para una adecuación del texto constitucional a situaciones históricamente diferentes de las que enmarcaron su redacción. O, por lo menos, se configura una situación de dualidad de poder, entre el que emana de la voluntad popular expresada de acuerdo a los mecanismos constitucionales  y se expresa a través de sus representantes parlamentarios y sus mandatarios ejecutivos, y el que ostenta un cuerpo de élite (en el sentido de minoritario) que no está sometido a la renovación periódica ni a la evaluación ciudadana –que es, en definitiva, quien experimenta los efectos de sus decisiones y contribuye a sus emolumentos- y cuyas concepciones de lo justo suelen ir a la zaga de las que predominan en la sociedad. En consecuencia, en vez de desarrollar una interpretación históricamente dinámica del texto constitucional, suele practicarse una visión conservadora que obstaculiza el progreso social. Estados Unidos, que cuenta con la constitución más antigua de todo el hemisferio occidental brinda algunos ejemplos aleccionadores: el entorpecimiento judicial de los programas de reactivación económica del presidente Franklin Roosevelt, o de los proyectos de reformas al sistema de salud de los presidentes Clinton y actualmente del presidente Obama.

 

De ahí que la manera más efectiva de garantizar la adecuación entre constitución real y constitución escrita sea a través de mecanismos específicos de reforma explícita del texto, de acuerdo a las transformaciones registradas por la sociedad y, en particular, de conformidad con las nuevas constelaciones de poder y el avance en ella de las clases trabajadoras. Es también la forma más democrática de llevar a cabo tal cometido, en cuanto involucra la participación de la ciudadanía en la conformación del cuerpo reformador y en el diseño de la agenda de reformas, a través del involucramiento directo de los ciudadanos o de las organizaciones políticas que conforma. Por esta vía el pueblo se erige en poder constituyente, es decir, en fuente de todo poder, en voluntad soberana de dar vida a su forma política de existencia, voluntad de la que deriva todo ordenamiento jurídico posterior.

 

Cuando en 1946 Juan Domingo Perón asume la Presidencia merced al voto masivo de  la ciudadanía, enfrentando a una coalición de partidos públicamente apoyados por la embajada de los Estados Unidos, la necesidad de una reforma integral de la Constitución Nacional recibía un amplio consenso. Había pasado casi un siglo desde la sanción de la Constitución de 1853 y la Argentina y el mundo eran otros. Ya no éramos un país subpoblado y agrario, conducido por una élite económica e intelectual que monopolizaba la participación política para los miembros de su propia clase mediante la el fraude electoral y la proscripción de las clases trabajadoras. Argentina era ahora una sociedad relativamente industrializada, con una clase trabajadora con una clara conciencia de sus derechos, alta participación electoral gracias a la universalización del voto masculino, y una clase media pujante. También el mundo había cambiado. El capitalismo mercantil de mediados del siglo diecinueve era ahora capitalismo monopolista y el Estado de “laissez faire” había dejado paso al Estado interventor y regulador de la economía.  

 

La Constitución de 1853 había enmarcado con eficacia muchas de esas transformaciones, pero buena parte del ámbito académico y político opinaba que era necesaria una reforma integral, que expresara más dinámicamente la nueva configuración de la sociedad argentina. Los grandes enunciados constitucionales, pensados para impulsar el progreso económico, político y cultural de la joven nación en un contexto internacional de capitalismo competitivo, con el cambio de los escenarios y, sobre todo, con la debilidad política de las clases populares, actuaron para facilitar la subordinación neocolonial y la preservación del poder oligárquico. La amplia protección de la propiedad privada, que en tiempos de Alberdi era fundamentalmente propiedad individual y la de los emprendimientos de pequeña o mediana escala, sirvió para proteger a las corporaciones monopólicas y al latifundio rentista. En pocas décadas el libre comercio exterior quedó en manos de los frigoríficos extranjeros y de las sociedades acopiadoras y exportadoras de granos que imponían condiciones leoninas a los productores. El control foráneo del Banco Central sacó a la política monetaria del ámbito de decisión soberana del Estado.

 

Ya desde principios del siglo veinte no cabían dudas que, con el ingreso del capitalismo a su faz monopólica y el surgimiento del imperialismo económico, la cuestión de quién conduce u orienta la vida económica se planteaba en términos diferentes a los de las revoluciones burguesas.  La propiedad económica individual o familiar había sido definitivamente marginada por gigantescas corporaciones transnacionales, que gozan además de la protección extraterritorial de los gobiernos de los países más avanzados en donde tienen su domicilio legal. En estas condiciones, o la economía nacional es regulada con miras al bienestar general por un Estado hegemonizado por las clases populares, o es controlada y conducida por esas grandes corporaciones y los países más desarrollados, para su propio beneficio y el de las oligarquías nativas. Es esta una concepción que, por encima de una variedad de ideologías políticas, formaba parte del “estado del arte” de la política económica. Más aún: de acuerdo a los teóricos del desarrollo económico en los países atrasados, la única forma de superar ese atraso consiste en dotar al Estado de amplias capacidades de gestión y regulación. Se consideraba una verdad autoevidente que el control de los recursos naturales, en particular energéticos, era condición ineluctable de la soberanía nacional y la libre adopción de decisiones económicas, y se tenía conciencia de que acciones de este tipo deberían confrontar la violenta oposición de la oligarquía y sus contrapartes foráneas.

 

La tensión entre el sistema socioeconómico así gestado y la vigencia de la soberanía popular expresada a través del voto ciudadano se hizo insostenible dentro de los marcos de la institucionalidad constitucional, hasta el punto de conducir a golpes militares a fin de poner coto a las demandas de reforma social. Ello así, porque la participación política de las clases populares expresa siempre concepciones más avanzadas de justicia social que las que admiten los grupos de poder. Sus manifestaciones pueden parecer desprolijas, bullangueras y hasta caóticas,  pero esas anécdotas derivan de la propia subordinación de la que tratan de liberarse y dan testimonio, en todo caso, de la vitalidad y la energía emocional de sus aspiraciones de emancipación social.

 

4.

El peronismo fue la expresión política de esa voluntad de justicia y emancipación. La reforma constitucional de 1949 fue su instrumento jurídico. Arturo Enrique Sampay fue el más destacado de los prestigiosos convencionales constituyentes que le dieron forma y contenido. Su excepcional formación jurídica y filosófica, su profundo conocimiento de la cultura clásica y moderna, sus arraigadas convicciones nacionales y su sensibilidad social le aproximaron al peronismo y le convirtieron en el gran arquitecto constitucional del pensamiento y el proyecto político de Perón y de sus tres grandes y permanentes principios: soberanía política, independencia económica, justicia social.  

 

Esos principios fueron incorporados a la reforma constitucional de 1949 -de la que Sampay fue miembro informante- y configuran toda su arquitectura normativa. El  Preámbulo, que es donde se enuncian los fines que orientan a la constitución real, reitera el de 1853 pero agrega “la irrevocable decisión de constituir una Nación socialmente justa, económicamente libre y políticamente soberana”, así como promover “la cultura nacional”. La nueva Constitución armonizó los derechos y garantías individuales con un conjunto de derechos sociales que dan testimonio del cambio de relaciones de poder que se había registrado en la sociedad argentina. Así, ratificó la protección del derecho de propiedad privada, pero explicitó su función social, vale decir su ejercicio subordinado a las obligaciones que fije la ley “con fines de bien común” (art. 38), y confirmó la organización de toda la actividad económica (con excepción del comercio exterior que estaría a cargo del Estado)  “conforme a la libre iniciativa privada siempre que no tenga por fin ostensible o encubierto dominar los mercados, eliminar la competencia  o aumentar usurariamente los beneficios” (art. 40).

 

Es cierto que la oligarquía recurrió al intervencionismo estatal para hacer frente a la crisis de 1929 y la propia crisis actuó como escudo protector para la sustitución de importaciones por la industria local. Pero era evidente que esas medidas eran provisorias, y que tan pronto la crisis se superara las cosas regresarían a la “normalidad” del laissez faire. Por tal motivo la nacionalización del comercio exterior y los recursos naturales, la prestación de los servicios públicos esenciales, la estatización del Banco Central, recibieron jerarquía constitucional. Esas actividades se consideraron perteneciendo originariamente al Estado, al que le serían transferidos las que estuvieran en poder de particulares, mediante compra o expropiación (art. 40). Y para sortear la espinosa cuestión de la valoración de esas actividades, se fijó un estricto método que prevenía el pago de sobreprecios: “El precio por la expropiación de empresas concesionarias de servicios públicos será el del costo de origen de los bienes afectados a la explotación, menos las sumas que se hubieren amortizado durante el lapso cumplido desde el otorgamiento de la concesión y los excedentes sobre una ganancia razonable, que serán considerados también como reintegración del capital invertido” (art. 40).

 

El capítulo III incorporó los “Derechos del trabajador”, los “Derechos de la familia”, “Derechos de la ancianidad” y los “Derechos de la educación y la cultura” Muchos de éstos ya habían sido reconocidos por la legislación impulsada por las luchas obreras; ahora recibían rango constitucional explicitando el protagonismo político de las clases trabajadoras en la nueva estructura de poder. Desde el punto de vista de la técnica constitucional esta larga enunciación fue considerada por los juristas tradicionales una extravagancia (disimulando la finalidad claramente política que el encumbramiento constitucional perseguía, a saber, evitar que una cambiante mayoría legislativa, o un veto del poder Ejecutivo, alteraran los alcances o el significado de tales derechos). Empero, cuando hoy observamos las enunciaciones de derechos y garantías del constitucionalismo surgido de las grandes transformaciones políticas en Venezuela, Bolivia o Ecuador, entre otras, es claro que la “extravagancia” de 1949 se convirtió en regularidad constitucional.

 

El artículo 40 declaró la propiedad del Estado nacional sobre los recursos naturales y las fuentes de energía, por considerar tal propiedad una de las condiciones ineludibles de una política de independiente desarrollo que pudiera sustentar la soberanía y nutrir de recursos materiales a la justicia social. Lejos de ser una afirmación ideológica, la nacionalización de esos recursos se basó en las enseñanzas aportadas por las experiencias de las naciones periféricas o semicoloniales; solamente aquéllas que habían sabido defender esa propiedad y ejercer soberanía sobre esos recursos habían estado en condiciones de emprender vías propias de desarrollo, insertarse en mejores condiciones de autonomía en los escenarios del capitalismo internacional, y avanzar por el sendero de la inclusión y la justicia social.

 

El golpe militar de 1955 derogó la Constitución de 1949. La excusa oficial fue la discutida legalidad de la convocatoria para la reforma (según había alegado el bloque opositor) y el artículo que establecía el voto directo para la elección de Presidente y Vicepresidente y habilitaba la reelección de ambos. En la realidad de los hechos se trataba de la incompatibilidad radical entre el sistema socioeconómico normado por la Constitución, y la restauración antiobrera y neocolonial ue constituía el programa constitucional del golpe. Para entonces ya Sampay había debido partir al exilio a causa de intrigas internas en el propio gobierno peronista –algunas de ellas posiblemente vinculadas con la aprobación del artículo 40 en contra de la opinión de algún sector del gobierno, según el propio Sampay referiría en conversaciones posteriores. Recién en 1958 pudo regresar al país, pero sólo en la década de 1970 se reintegró sistemáticamente a la cátedra universitaria. En el ínterin desarrolló una intensa actividad como conferencista dentro y fuera del país, y en la presidencia del Instituto Argentino para el Desarrollo Económico (IADE). En varios trabajos de este periodo puso énfasis en la necesidad de dotar a la interpretación constitucional de una perspectiva dinámica, históricamente centrada, que se hiciera cargo de las transformaciones socioeconómicas en el país y en el mundo. Representativo de esta etapa (además de su ya citado Constitución y pueblo, editado en 1973 por la Editorial Cuenca de su gran amigo el Dr. Francisco Cholvis) es el artículo El cambio de las estructuras económicas y la Constitución Argentina (1973) publicado por el Instituto de Derecho Constitucional de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, del que fue nombrado director en 1973. Ese año también fue designado conjuez de la Corte Suprema de Justicia. En especial debe destacarse la gran importancia de su recopilación Las constituciones de la Argentina (1810/1972) y en particular del estudio preliminar sobre nuestra evolución constitucional, publicado por EUDEBA también en 1973.

  

5.

La dictadura militar instalada en 1976 y luego la entronización del neoliberalismo como sistema supraconstitucional completaron el trabajo iniciado en 1955. Irónicamente, la reforma constitucional de 1994, que tantas instituciones orientadas a ampliar los derechos individuales y sociales, complementó el trabajo de desnacionalización iniciado en 1955 al sacarle al Estado nacional la propiedad constitucional de los recursos naturales y fuentes de energía y declarar que unos y otras son propiedad originaria de las provincias.

 

Un mal entendido federalismo privó de bases materiales a cualquier estrategia de desarrollo soberano al servicio del bienestar del pueblo; habilitó la entrega de tales recursos a las corporaciones monopólicas que rápidamente se convirtieron en el principal factor de poder en muchas de nuestras provincias. Obviamente, la entrega de los recursos implicó la entrega de las decisiones de política vinculadas a ellos, que directa o indirectamente quedaron en manos de los directorios de esas corporaciones o de sus representantes locales.  Significativamente, esa reforma constitucional, resultado del “Pacto de Olivos”, nacida de intereses mezquinos y oportunistas, explicitó su esencia “anti-1949”, al omitir, en el enunciado de los antecedentes constitucionales de la Nación, toda referencia a la reforma peronista de 1949 (misma omisión que se advierte en la verja instalada al frente del Congreso Nacional).

 

A cien años del nacimiento de Arturo Enrique Sampay, ante los escenarios del mundo de hoy y, en particular, en esta Argentina que desde hace casi una década está transitando nuevamente los senderos del ejercicio soberano de las capacidades decisorias del Estado en un proyecto de desarrollo, inclusión y bienestar social, el pensamiento y la práctica constituyente de Sampay contribuirán a dotar a las convicciones y la voluntad políticas de una joven generación de compatriotas de los grandes instrumentos del Derecho concebido como una herramienta de la justicia social y la soberanía nacional. Un Derecho, por lo tanto, al servicio de “la felicidad del pueblo y la grandeza de la Nación”.

 

 

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