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 (*)

Carlos M. Vilas

Universidad Nacional de Lanús

Argentina

 

Publicado Desarrollo Económico 187 (octubre-diciembre 2007) 429-456.

 

Resumen

En 2004 los alcaldes de dos municipalidades de la región aymara de los Andes fueron linchados en la aparente culminación de agudos conflictos políticos internos y entre las respectivas comunidades y el Estado central. Este artículo discute ambos casos como ilustraciones de las transformaciones experimentadas en años recientes en la organización y la dinámica interna de las comunidades andinas y de la articulación conflictiva de la política local en los procesos e instituciones de más amplio alcance. Precariedad social e incapacidad o renuencia del Estado para responder con eficacia a demandas básicas de determinados grupos de población configuran enmarcamientos socioeconómicos e institucionales de los linchamientos. En contraste con enfoques  que ponen énfasis en factores culturales tradicionales o en un supuesto nacionalismo indígena, el artículo destaca la gravitación de fenómenos y procesos político- institucionales recientes en la transformación cultural y política de las comunidades y en el modo en que ellas procesan sus conflictos internos y con el Estado central.

 

Abstract

In 2004 the mayors of two municipalities in the aymara Andes of Peru and Bolivia were subjected to mass lynchings as the apparent culmination of violent political confrontations. This paper deals with these events as dramatic illustrations of the transformations the Andean communities experienced during recent decades in their internal dynamics as well in the articulation of local politics to processes and institutions beyond the communal reach. Structural precariousness combined with the state’s inability or reluctance to come to terms with social or political demands from relevant segments of the people in the communities set the socioeconomic and institutional stage for lynchings.  In contrast with approaches relating these events to an alleged indigenous cultural identity, the analysis points to the impact of the communities’ political and cultural transformations upon the way they deal with both their internal tensions and conflicts and their relationship to the state, thus interpreting both cases as specific though brutal manifestations of those conflicts.   

 

 

 

 

 

1          Precariedad social, falencia estatal y la destrucción del enemigo

            El linchamiento sigue siendo una forma de violencia y un tipo de violación brutal a los derechos humanos relativamente difundida en varios países de América Latina, en algunos de los cuales parece estar aumentando en los años recientes. La Misión de la ONU en Guatemala (MINUGUA) contabilizó más de 400 linchamientos en el periodo 1996-2002, con un saldo de 354 muertos y 894 heridos de consideración. En Venezuela fuentes periodísticas informaron de 22 asesinados y 107 heridos por linchamientos en 1999-2000, y de 62 muertos y 102 heridos por hechos similares en 2000-2001. En México una investigación reveló 103 linchamientos entre 1987 y mediados de 1998 (un promedio de algo más de 9 casos por año), pero un relevamiento posterior indica 222 casos entre 1991 y 2003, duplicando el promedio anual a 18 casos. De acuerdo a fuentes policiales de los respectivos países en el periodo 2002-2003 se registraron 21 casos de linchamiento en Bolivia, y 1993 casos consumados o intentados en Perú, casi la mitad de ellos en la ciudad de Lima. De acuerdo a estimaciones provisorias, más de una decena de hechos de este tipo fueron cometidos o intentados en Argentina en lo que va de la presente década (Rodriguez Guillén y Mora Heredia 2005; Vilas 2001a, 2005).[1]

 

A menudo la literatura reciente presenta los linchamientos como formas brutales de lucha por el poder de aplicar normas de conducta, sancionar determinados hechos y reivindicar una cierta autonomía respecto del poder estatal. Algunos autores llegan incluso a interpretarlos como modalidades extremas de negociar con el Estado cambios institucionales que permitan el reconocimiento de determinados derechos. De acuerdo a este enfoque, se estaría en presencia de modalidades de “ciudadanía insurgente” (Holston 1999; Goldstein 2003) en cuanto las acciones de los sujetos, más allá de su brutalidad y de su ilegalidad --desde la perspectiva de un Estado cuya legitimidad se cuestiona-- están dirigidas a la creación, al menos a nivel local, de un nuevo ordenamiento acorde a sus propias aspiraciones o, por lo menos, a forzar al Estado a cumplir con sus obligaciones respecto de la sociedad. En términos de Clark (2004) los linchamientos podrían ser interpretados como “micro revoluciones” en cuanto plantean desafíos al poder del Estado y son violaciones masivas aunque discontinuas de la legalidad y del plexo de valores y prácticas sociales que se objetivan en las instituciones públicas. Sin llegar a estos extremos, otros estudios afirman que los linchamientos son reveladores de una matriz de conflictos que usualmente se extiende más allá de los hechos y circunstancias que los motivan y de los actores que los protagonizan como víctimas y victimarios (Hass 1999; Vilas 2001a, 2001b; Godoy 2006).

 

Los estudios sobre linchamientos urbanos y rurales en América Latina coinciden en señalar los escenarios de vulnerabilidad social y pobreza que enmarcan a esos hechos (por ejemplo de Souza Martins 1996; Castillo Claudett 2000; MINUGUA 2002; Mendoza 2003; Handy 2004; Hinojosa Zambrana 2004; Vilas 2006). Por vulnerabilidad social se alude aquí a la dependencia respecto de elementos o factores que los individuos y sus familias no controlan, o controlan sólo marginalmente, pero que inciden decisivamente sobre aspectos fundamentales de la vida cotidiana y reducen el horizonte de previsibilidad de la acción colectiva. Es el caso típico de los pobladores de las barriadas pobres de las ciudades, del comercio ambulante o en pequeña escala, de los campesinos pobres, de los autoempleados del sector informal, y en general de todos aquellos cuya sobrevivencia está subordinada a factores (jornales, precios, demanda, clima) ajenos en gran medida a sus propios esfuerzos o a sus reacciones adaptativas.

 

Hay también coincidencia en que no puede afirmarse una relación de causalidad lineal entre pobreza y linchamientos. Las etnografías y estudios de casos demuestran el frecuente involucramiento activo de algunos notables del lugar (el cura de la parroquia, el caudillo local, los ricos de la comarca, el dueño de la radio del pueblo…) junto con el típico accionar de la muchedumbre (Vilas 2001b, Gutiérrez 2003; República del Perú 2003, V:121-182). La precariedad socioeconómica agrava el sentimiento de inseguridad de las personas y acota su margen de acciones, pero es un dato del entorno del hecho mucho más que un atributo de quienes lo ejecutan. La precariedad social caracteriza al escenario más que a los actores del drama del linchamiento. La inseguridad física resulta agravada por la vulnerabilidad en el acceso a recursos materiales o institucionales, pero la evidencia disponible hasta el momento indica que, en escenarios de pobreza y vulnerabilidad, no son sistemáticamente los más pobres o los más vulnerables quienes cometen los linchamientos.

 

De una u otra manera el Estado siempre resulta involucrado en estos hechos. En algunos casos, porque las víctimas son funcionarios estatales (policías, alcaldes, jueces, burócratas) a los que la muchedumbre somete a causa de actos cometidos por esos funcionarios en el desempeño de sus cargos: apropiación indebida de fondos, nepotismo, maltratos, abusos… En otros casos, porque el linchamiento tiene lugar en territorios en los que destaca la fragilidad o la incapacidad de las instituciones estatales para desempeñar un conjunto de funciones básicas respecto de la sociedad (Manrique 1990; Garay Montañés 1998; Hass 1999; Guerrero 2000; Rodriguez Guillén 2002).

 

La incapacidad o ineficacia del Estado para hacerse cargo de determinadas funciones o responsabilidades estipuladas por la constitución o las leyes y que la población espera que desempeñe  (por ejemplo seguridad personal, solución pacífica de conflictos, provisión de determinados servicios como atención en salud o educación) obedece a múltiples factores y no se registra de manera homogénea o uniforme. Un Estado pude ser “débil”, inoperante o ineficaz en algunos aspectos –por ejemplo, provisión de educación básica o de servicios de salud— y eficaz o “fuerte” en otros –por ejemplo, control del territorio o extracción de recursos. Crisis económicas o ambientales, desafíos a la soberanía estatal planteados por nuevos actores, procesos de transición de un sistema de organización social y política a otro suelen estar acompañados de estos fenómenos de falencia estatal (Migdal 1988; Huber 1995). En estas circunstancias el Estado dispone de menos recursos o los moviliza de manera ineficaz, o bien el proceso de toma de decisiones se ve afectado por la existencia de disensos internos respecto del modo de encarar determinados desafíos. El fenómeno de la falencia estatal apunta sobre todo al deterioro de lo que Mann denominó “poder infraestructural”: es decir el poder, típico del Estado moderno, que diseña las circunstancias y los contextos en que las personas actúan y toman decisiones, y el arco de opciones abierto a éstas  (Mann 1984).

 

Pero la ineficacia o inoperancia estatal van más allá de la escasez o mal manejo de los recursos y plantean la cuestión del direccionamiento social de esos recursos y de la calidad de la gestión pública de los mismos. En muchas sociedades latinoamericanas el Estado tiende a ser más eficiente en el resguardo de los derechos y las condiciones de vida de las élites y las clases medias que los de las clases populares. Las reformas macroeconómicas de las últimas décadas han agravado este sesgo y las políticas asistenciales de emergencia diseñadas para compensarlo han producido resultados magros (Ganuza et al. 2001).

 

Desde la perspectiva de quienes linchan el Estado protege a los delincuentes (ladrones, funcionarios corruptos, asesinos, violadores…), retarda o deniega la administración de justicia, abusa de la gente honesta, ampara a los infractores y deja sin protección ni atención a los necesitados y los honestos. El Estado se deslegitima porque la legitimidad siempre tiene implícita una noción de equilibrio entre lo que los individuos aportan al conjunto social y lo que éste entrega a cambio; en el fondo, tiene que ver con un concepto básico de justicia y reciprocidad. La construcción social del concepto de legitimidad no es espontánea; contribuye a ella un número amplio de agencias de socialización formal e informal (escuelas, centros de salud, iglesias, organizaciones políticas, medios de difusión…), así como las experiencias concretas de la vida diaria –los microfundamentos cotidianos de la legitimidad— contra las cuales se pone a prueba la validez de las interpretaciones difundidas por las “grandes narrativas” institucionales. La literatura sobre las reformas macroeconómicas e institucionales de los años recientes enfocó esta cuestión desde una perspectiva predominantemente fiscal-financiera, dejando de lado esta otra dimensión de las concepciones colectivas respecto del funcionamiento del Estado y de los objetivos que persigue (Vilas 2000a). La “retirada” de esas agencias de socialización o el deterioro de su desempeño por restricciones presupuestarias, inseguridad física u otras razones reduce la capacidad estatal de incidir en el mantenimiento de una base social de legitimación.

 

Antes o después el vacío político-institucional termina siendo llenado por otros actores que pasan a desempeñar las acciones que el Estado ha abandonado. El linchamiento puede ser interpretado como un ejemplo de esta sustitución. La muchedumbre, en respuesta a lo que considera una falencia o complicidad del Estado ante determinados hechos, cuestiona la legitimidad del monopolio estatal de la violencia y lo desafía exitosamente al apropiarse de la facultad de “juzgar” y castigar. De este modo, el problema institucional que se busca resolver –ausencia o inoperancia estatal—resulta agravado por la propia acción de quienes se agravian de él.

 

Es necesario reconocer  que la eliminación física, por medios brutales, de contendientes políticos no es de ninguna manera un recurso exclusivo de países “atrasados” o poblaciones supuestamente “primitivas” en ejecución de códigos punitivos alternativos o en respuesta a falencias estatales. A partir de la “escuela francesa” de contrainsurgencia (Robin 2005a) el asesinato de opositores fue practicado por las modernas dictaduras del terrorismo de Estado en América Latina, y gobiernos convencionalmente democráticos han recurrido y siguen recurriendo a ese procedimiento como parte de su política de resolución de conflictos. La tortura y otras formas de trato brutal a los detenidos tampoco  resulta incompatible, para esos gobiernos, con la simultánea exaltación de los derechos humanos algunas reuniones internacionales (Avignolo 2004; AP/EFE/Reuters 2004; Lewis & Schmitt 2004; Slutzky 2004; Robin 2005b; Roth 2005;  EFE 2006; AFP-DPA 2006). 

 

La eliminación física del opositor por ser opositor, no tiene que ver por lo tanto con niveles de ingreso, años de escolaridad o con insuficiente exposición a los aires de la modernidad. Integra una particular concepción de la política que, además de personalizar el conflicto, constituye al opositor en contendiente impenetrable a la argumentación. El opositor es visto como un enemigo con el que el único terreno de entendimiento y de interacción es la guerra, en un conflicto cuya culminación lógica es su eliminación física. Es ésta la concepción de lo político y la práctica de la política como relación amigo/enemigo, violentando incluso las convenciones de la guerra (Schmitt 1932, 1963). En efecto, el linchamiento es más que la “simple” eliminación del enemigo político. Por sus características operativas implica la destrucción de la víctima. Destrucción moral por medio de insultos, acusaciones ante las cuales no hay posibilidad de argumentación o defensa, descalificación moral, escarnecimiento público… Y destrucción física de su cuerpo, por el ensañamiento y la masividad del castigo físico, la incineración en vida o la del cadáver, el desmembramiento. Así, esta concepción de lo político instala la sospecha y el terror como sentimientos opresivos de la comunidad y justificación del vale todo.

 

En las dos secciones siguientes se presenta una narrativa de los linchamientos de los alcaldes de Ilave (Perú) y Ayo Ayo (Bolivia) en el año 2004, enmarcándolos en los escenarios socioeconómicos e institucionales respectivos. En la cuarta sección se discute la interpretación culturalista de esos linchamientos; se argumenta que la presencia de ingredientes culturales refiere más a la experiencia histórica reciente de intensa conflictividad en esas regiones, que a una supuesta identidad indígena. La quinta sección destaca la instrumentalidad política de los linchamientos en cuanto forma de dirimir conflictos de poder y señala la gravitación de las reformas neoliberales recientes en el diseño de los escenarios socioeconómicos e institucionales que los enmarcan. En la sección final se integran los casos analizados a la problemática más amplia de la falencia del Estado para hacerse cargo de los objetivos y responsabilidades que legitiman su existencia.[2]          

 

2.         Los hechos: Ilave

            Ilave es la ciudad cabecera de la provincia de El Collao, una de las 13 que conforman el departamento de Puno, en la frontera de Perú con Bolivia sobre el Lago Titicaca. La población pertenece en su casi totalidad a la etnia aymara; suma alrededor de 75.000 habitantes, pero sólo una quinta parte vive en el casco urbano. Las actividades predominantes son la cría de ganado en pequeña escala, la agricultura y el comercio. En años recientes algunos medios de comunicación de Lima han señalado un aparente incremento de actividades ilícitas como el contrabando a través de la frontera con Bolivia y la maceración de hojas de coca para la producción de pasta base.[3] El municipio está ubicado a unos 4000 metros sobre el nivel del mar, cruzado permanentemente por vientos gélidos, y con condiciones generalizadas de marcada pobreza.   

 

El 26 de abril 2004 una multitud estimada en más de tres mil personas secuestró a Cirilo Robles Callomamani, alcalde de Ilave, y a cuatro concejales de su partido. Tras varias horas de ser brutalmente golpeado y escarnecido por la muchedumbre,  Robles pereció.

 

Desde inicios de ese mes se había profundizado el conflicto que una parte de la población mantenía con el alcalde y los concejales que le eran adictos. Robles y su grupo de concejales había sido acusado de corrupción y mal manejo de los fondos municipales, y por esos motivos se había intentado separarlos de sus cargos. La correlación de fuerzas dentro del municipio mostraba un equilibrio entre las dos principales organizaciones políticas –Patria Roja y Puka Llacta, con cuatro regidores cada una--, de modo que el voto del alcalde Robles dirimía las cuestiones en disputa.[4]

 

Robles, vinculado a Patria Roja y profesor de la Universidad Nacional del Altiplano, venía siendo objeto de denuncias de incumplimiento de promesas electorales, mal manejo de las cuentas municipales, asignar a sus partidarios en el Concejo Municipal, y a sí mismo, salarios demasiado altos dadas las condiciones de pobreza generalizada en la población, y de nepotismo. Empero el asunto que parece haber detonado los hechos de abril fue la decisión de Robles de construir un rastro municipal que aparentemente perjudicaba el negocio de algunos ganaderos y faenadores ilegales. Los reclamos de éstos encontraron eco en los regidores de Puka Llacta y en el teniente alcalde Alberto Sandoval Rosas, él mismo un ganadero de cierta importancia.

 

Las rivalidades y conflictos políticos e ideológicos entre Robles y Sandoval eran de larga data y algunos observadores los remontan a la época en que ambos eran activistas estudiantiles (Tobar 2005). En las elecciones municipales de 1998 compitieron por separado pero ninguno triunfó. En las elecciones siguientes (noviembre 2002) decidieron formar una alianza, la Unión Regional, con la que ganaron la mayoría de las alcaldías de Puno, entre ellas Ilave, en donde el candidato de Unión Regional fue Robles. Sin embargo los enconos personales y las disputas por la designación de funcionarios y por las asignaciones presupuestarias fracturó a la Unión Regional pocos meses después de los comicios; desde entonces se dio un virtual empate, con cuatro regidores en cada bando, y Robles desempatando. En estas condiciones la oposición comandada por Sandoval adoptó una creciente agresividad, que culminaría con las denuncias mencionadas más arriba.

 

Ante un cabildo abierto celebrado el 2 de abril con la asistencia de unos 20 mil habitantes de la ciudad y las comunidades circundantes, Robles explicó sus programas y trató de defenderse de las acusaciones. De acuerdo a algunos testigos los reclamos y la ira de la muchedumbre fueron azuzados por algunas radios y hojas periodísticas locales. Los argumentos del alcalde generaron un efecto opuesto al que Robles pretendía. Enfurecida, la muchedumbre gritó amenazas de muerte y exigió su renuncia –cuestión ésta a la que, aún si hubiera estado dispuesto, Robles no habría podido acceder.[5] Días después los opositores al alcalde lograron movilizar una masa campesina de entre tres y cuatro mil personas contra el proyecto de rastro municipal, y otra vez amenazaron de muerte a Robles. Después de solicitar infructuosamente la protección del Ministerio del Interior y de acusar al teniente alcalde Sandoval de encabezar a sus opositores, Robles huyó cuando los campesinos tomaron la ciudad y cortaron la carretera internacional que une a Perú con Bolivia. La ciudad quedó en poder de los opositores a Robles y en esas condiciones permanecería durante más de un mes. Así las cosas, el fiscal con jurisdicción en la zona pidió al Ministerio del Interior un refuerzo policial de 1000 efectivos; su pedido fue denegado por considerarse que se trataba de un conflicto local y la presencia de policías ajenos a la comunidad podría incrementar el potencial de violencia. Recién después del asesinato el Ministerio del Interior aceptaría reforzar la dotación policial de Ilave con 225 efectivos.

 

La ausencia de Robles fue aprovechada por la fracción de Puka Llacta para convocar a dos sesiones del Concejo Municipal con el propósito de que, de acuerdo a la ley de municipios, a la tercera ausencia sucesiva del alcalde se declarara la vacancia del cargo dejando libre la sucesión en beneficio del teniente alcalde Sandoval.[6] Sabedor de esto, y desoyendo recomendaciones de amigos y de funcionarios del gobierno de Lima, Robles regresó subrepticiamente a Ilave y convocó a los concejales que lo apoyaban a una tercera reunión del Concejo en su propio domicilio (según otras versiones en el domicilio de una hermana) a fin de interrumpir la aplicación del dispositivo legal. La reunión fue denunciada por una emisora local que convocó a la población a impedir el encuentro y a llevar piedras, palos y elementos similares. Decenas de personas, algunas de ellas enmascaradas, irrumpieron violentamente en la casa y se apoderaron de Robles y los concejales. En medio de golpes, azotes, escupitajos y empellones Robles fue forzado a recorrer algunas calles de la ciudad, y posteriormente subido a un “bicitaxi” dada su imposibilidad de seguir caminando. Sangrando profusamente, fue obligado a subir la escalinata del edificio municipal, donde finalmente murió. En medio de la confusión los concejales de Patria Roja consiguieron huir. Según las autoridades nacionales la muerte de Robles se produjo por desangramiento como consecuencia de los golpes y varias puñaladas. Su cuerpo fue arrojado a la ribera del río Ilave a metros de donde debía haberse erigido un puente prometido por el difunto alcalde.

 

Durante los hechos la gente impidió la intervención policial y posteriormente atacó con palos y bombas “molotov” la comisaría local y prendió fuego a varios vehículos policiales. En los días siguientes cortaron caminos y el puente internacional reclamando la libertad de las personas detenidas en averiguación de los hechos. Sandoval y otros dirigentes de la protesta pasaron a la clandestinidad. Con el municipio en su poder, la población simpatizante de Puka Llacta se organizó para impedir el ingreso de las autoridades del gobierno nacional y los refuerzos policiales. En ese contexto Sandoval asumió la alcaldía alegando su condición de sucesor legítimo de Robles. Después de unos pocos días fue obligado a dimitir y encarcelado por su responsabilidad y eventual participación directa en el asesinato. A lo largo de varias semanas la muchedumbre mantuvo el control de la ciudad y presionó por la liberación de Sandoval y los  concejales que le eran adictos. De acuerdo a algunos medios de comunicación de Lima y a versiones del gobierno peruano, grupos aymara de la vecina Bolivia habrían participado de estos hechos, y vecinos de Ilave habrían agitado banderas bolivianas y reclamado la incorporación del municipio a ese país.[7]

 

Los sucesos de Ilave impactaron directamente en el gobierno peruano. La opinión pública le responsabilizó por su falta de autoridad y de presencia en el lugar, así como por la falta de respuesta ante los pedidos de protección de Robles y el fracaso de los intentos de negociar un acuerdo con los pobladores que ocuparon Ilave después de los hechos. Tras varios días de crisis el ministro del Interior tuvo que renunciar. Un año después de estos hechos, de las 42 personas encarceladas por supuesta participación en el linchamiento sólo Sandoval permanecía en esa condición, aunque con detención domiciliaria; el principal autor directo del asesinato, o al menos el más encarnizado de los verdugos (de acuerdo a varias filmaciones y testimonios) continuaba prófugo. En abril 2005 las autoridades judiciales declararon al difunto Robles inocente de todos los cargos de corrupción que detonaron los sucesos que culminaron con su muerte.[8]

 

Cuando el nivel del conflicto local se redujo asumió interinamente la alcaldía uno de los regidores que había sido secuestrado con Robles. En octubre 2004 se celebró una elección para alcalde efectivo; ni Patria Roja ni Puka Llacta presentaron candidatos. Dada la fuerte dispersión del voto por el gran número de candidatos, el triunfador accedió al cargo con menos de la quinta parte de los votos emitidos –una situación similar a la de la elección de Robles. A pesar del apoyo recibido de muchos de los enemigos de Robles, el alcalde surgido de las elecciones de octubre 2004 rápidamente se vio enfrentado a acusaciones similares a las que se habían dirigido contra Robles. En el aparente reinicio de una perversa y recurrente historia, en enero 2006 debió abandonar bajo protección policial un cabildo abierto en el que una enfurecida muchedumbre exigía su renuncia por alegados hechos de corrupción e incumplimiento de compromisos electorales.

 

Los hechos de abril 2004 en Ilave no fueron únicos. Linchamientos de autoridades municipales tuvieron lugar en otros municipios de Perú en la misma época. En el municipio de Tilalí, en el mismo departamento de Puno al que pertenece Ilave, campesinos furiosos intentaron linchar al alcalde por mal uso de fondos públicos; al no hallarlo secuestraron a cinco concejales municipales. Hechos similares ocurrieron en el municipio de Ayaviri y en el poblado amazónico de Cahuapana. En éste el alcalde fue secuestrado por los vecinos por supuestos actos de corrupción; fue puesto en libertad tras dos días de interrogatorios. El alcalde de Asillo, también en Puno, debió huir del municipio ante las amenazas de una muchedumbre que le reclamaba abandonar el cargo por malversación de fondos. En la ciudad de Caraz (provincia de Huaylas) varias personas resultaron heridas cuando la policía intervino para impedir que iracundos pobladores mataran a golpes al alcalde.[9]

 

Pero los linchamientos tampoco son exclusivos del altiplano. De acuerdo a fuentes policiales durante el año 2004 se registraron en Perú 1993 casos de linchamientos consumados o intentados, de los cuales 695 (más de la tercera parte) en la ciudad de Lima. Además durante los nueve primeros meses de ese año hubo 77 enfrentamientos violentos entre pobladores y autoridades, de los que 58 por ciento ocurrió en zonas rurales y 85 por ciento  en zonas donde la población vive bajo la línea de pobreza. Según una encuesta realizada en Lima después del linchamiento de Ilave el 64 por ciento de los entrevistados afirmó el derecho de la población a “hacer justicia con sus propias manos” –aunque sólo 3 por ciento admitió que es justo matar al linchado.[10]

 

3.         Los hechos: Ayo Ayo

            Al mes siguiente de los hechos de Ilave los pobladores de la localidad boliviana de Ayo Ayo lincharon al alcalde Benjamín Altamirano. Ayo Ayo es una pequeña ciudad de algo más de 6 mil habitantes 80 km al sur de La Paz, al costado de un importante eje vial que vincula a la capital del país con la rica zona oriental hacia Cochabamba y Santa Cruz y con Perú. La ciudad es cuna del héroe Túpac Katari, quien en 1781 dirigió una rebelión masiva indígena contra las autoridades coloniales españolas y fue sometido a tormento y muerte. Un monumento en la plaza principal de Ayo Ayo recuerda su gesta. En Ayo Ayo también nació el célebre “temible Zárate Willa”, un indio aymara de destacada participación en la guerra federal (1898-1900).

 

El alcalde Altamirano fue secuestrado en La Paz junto con un mallku (autoridad tradicional) y una concejal de su mismo partido quien era también su nuera. Todos fueron trasladados a Ayo Ayo pero sólo Altamirano fue sometido a tormento. Tras más de doce horas de cautiverio e interrogatorio violento en medio de una severa golpiza con palos y piedras para que confesara alegados actos de corrupción, el alcalde fue conducido a la plaza principal de la ciudad. Amarrado a un poste de electricidad siguió siendo objeto de golpes; en determinado momento le prendieron fuego, provocando su muerte. La multitud impidió la intervención policial y agredió a algunos periodistas que intentaban cubrir los hechos.

 

Desde el año 2001 Altamirano, del partido Nueva Fuerza Republicana (NFR), era objeto de denuncias de una parte de la población y de la oposición en el Concejo Municipal, por mal manejo de fondos y no rendir cuentas de la ejecución presupuestaria –en particular el uso de los fondos provenientes del gobierno central.[11] Se le inició un proceso penal por esa causa, que seguía abierto y sin resolución cuando fue asesinado. En virtud de esas denuncias en marzo 2003 el Concejo Municipal destituyó a Altamirano y lo sustituyó por el concejal Saturnino Apaza, del Partido CONDEPA (Conciencia de Patria).[12] La medida fue desconocida por el gobierno nacional, que dispuso el bloqueo de las cuentas municipales –por lo tanto la suspensión de las remesas de fondos para la ejecución de obras, pago de salarios, etc.— y siguió apoyando a Altamirano. En marzo 2002 pobladores enardecidos quemaron la casa de Altamirano en Ayo Ayo e intentaron lincharlo; desde entonces Altamirano ejercía la alcaldía desde su domicilio en El Alto (una posibilidad permitida por la ley de municipios que no exige que el alcalde resida en el municipio que gobierna). De acuerdo a denuncias, Altamirano gozaba de la protección algunos senadores con poder para asignar fondos presupuestarios a los municipios.

 

Después del asesinato la muchedumbre tomó el control de la ciudad e impidió el ingreso de fuerzas gubernamentales. Días más tarde, tras un fallido intento del Concejo Municipal de designar alcalde a Saturnino Apaza, éste fue detenido por presunta participación en el crimen. Con el apoyo de organizaciones sindicales que habían protagonizado enfrentamientos con Altamirano --como la Federación Sindical Única de Trabajadores Agrarios de la Provincia de Aroma (a la que pertenece Ayo Ayo) y el Movimiento Sin Tierra (MST)-- los opositores al difunto alcalde convocaron a un cabildo abierto en el que plantearon demandas al gobierno nacional que incluían el cese de las persecución a sus dirigentes y la libertad de Apaza; el enjuiciamiento y destitución de todas las autoridades gubernamentales que consideraban cómplices en los malos manejos del alcalde asesinado (los magistrados del tribunal distrital que daba largas al proceso contra Altamirano, los de la Corte Suprema, los ministros de Hacienda y de Participación Popular y el presidente de la Comisión de Descentralización y Participación Popular del Senado), el descongelamiento de las cuentas del municipio para realizar obras necesarias, y la presencia en Ayo Ayo de una comisión del gobierno, bajo amenaza de mantener el bloqueo de caminos y de dinamitar la antena de alta tensión y el gasoducto.

 

Los funcionarios policiales abandonaron Ayo Ayo por temor a la furia de la gente. Lo mismo hicieron funcionarios estatales de salud, con lo que la ciudad quedó virtualmente aislada del gobierno central. Se constituyó un gobierno propio incluyendo un cuerpo de policía local denominado “policía sindical” a cargo de militantes de algunos sindicatos campesinos y con asesoramiento de un militar retirado que además era regidor suplente en el grupo opuesto al difunto alcalde. Organizaciones campesinas dirigidas por el MST mantuvieron el bloqueo de puentes y rutas por varias semanas. El encuentro entre una delegación gubernamental y representantes de los campesinos se suspendió ante la decisión de los delegados de no viajar a la zona debido a que un dirigente de la Federación Departamental de Campesinos declaró a una radio aymara la intención de retener a los miembros de la comitiva hasta lograr la firma de un acuerdo.[13] Recién en el mes de julio las autoridades lograron recuperar cierto control de la zona.

 

De acuerdo a todas las fuentes, y como se observa en hechos similares, el linchamiento de Ayo Ayo combinó espontaneidad de masas e instigación, esta última operando en un clima generalizado de hartazgo y frustración ante la aparente imposibilidad legal de liberarse de un mal alcalde.[14] Antiguos funcionarios municipales que habían sido denunciados por Altamirano, algún militar retirado propietario de tierras, miembros de la Junta de Vigilancia del municipio, fueron acusados, junto con el regidor Apaza, de haber organizado el secuestro de Altamirano y haber lanzado a la muchedumbre al crimen.

 

La espectacularidad de los hechos de Ayo Ayo restó notoriedad a una cantidad de conflictos de poder en otros municipios en la misma época, aunque con consecuencias inmediatas menos trágicas. Habitantes del municipio de Huanuni golpearon salvajemente al presidente del Concejo Municipal, al que imputaban actos de corrupción, y quemaron su casa. El juez que había dictado sentencia descartando las imputaciones y una concejal que apoyaba a ese funcionario también fueron agredidos por la multitud. Días después en el municipio de Achocalía un dirigente comunal reconoció que, por las irregularidades en la gestión municipal “el pueblo está caliente y los dirigentes no los vamos a poder frenar”, mientras que los habitantes de Puerto Pérez forzaron el destierro del alcalde. En Charaña una concejal fue flagelada en cinco ocasiones por las autoridades comunitarias por negarse a votar por el alcalde que ellas habían elegido. En el municipio de Morochata el alcalde y los regidores fueron sometidos a un juicio comunitario y obligados a pedir perdón público por sus desmanejos, so pena de ser sometidos a castigo físico. En Quillacallo doce mil personas exigieron y obtuvieron las renuncias del alcalde y los regidores, a los que acusaban de corrupción en el manejo de las arcas municipales. Los acusados fueron sometidos a un enjuiciamiento público y condenados a marchar por el pueblo vestidos con ropa de mujer. La población de Huaqui, en el departamento de La Paz, echó al alcalde y posesionó a otro en su lugar. La población altiplánica de Achacachi a 200 km de La Paz quedó sin autoridades policiales por el temor a los hostigamientos de los comuneros. Tampoco jueces ni funcionarios estatales ejercían jurisdicción alguna (Centro de Documentación Mapuche 2004). En agosto 2004 la Asociación de Municipalidades de Bolivia solicitó al gobierno nacional la creación de un seguro de vida para los alcaldes y sus familias, dado el alto riesgo que implica el ejercicio del gobierno municipal.

 

4.         ¿El linchamiento como expresión de identidad cultural?   

            La circunstancia de haberse ejecutado los linchamientos en zonas aymara dio pie para que algunos observadores presentaran los hechos como otros tantos ejemplos de justicia comunitaria y nacionalismo indígena, vinculándolos a movimientos autonómicos tanto en Bolivia como en Perú (Bigio 2004; del Álamo 2004). Los reclamos de algunos grupos de Ilave a favor de la incorporación de su municipio a Bolivia, o la aparición de alguna bandera de Bolivia en la plaza principal de Ilave, reforzaron esa interpretación. Varias organizaciones indigenistas también adoptaron esta hipótesis. No sólo la ejecución de los alcaldes, sino también y sobre todo algunos acontecimientos posteriores (por ejemplo, los intentos de constituir gobiernos al margen de la institucionalidad estatal, las apelaciones a una identidad étnica transfronteriza, declaraciones de dirigentes indígenas locales argumentando la observancia de tradiciones culturales en el castigo a los alcaldes) dieron pie a afirmar que, detrás de los acontecimientos de Ilave y Ayo Ayo, emergía renovada la reivindicación de un nacionalismo aborigen.[15] Las disputas políticas locales y con actores e instituciones de nivel nacional que detonaron el linchamiento resultaron así insertadas en un particular universo de sentido: la lucha del pueblo aymara por su independencia política o, por lo menos, por la afirmación de su identidad cultural.

 

La aspiración a una recomposición política autónoma de los pueblos originarios de América forma parte de las tradiciones del nacionalismo indigenista y ha sido reflotada por algunos desarrollos académicos recientes. Se afirma que las fronteras de los estados son un artificio originado en la imposición colonial/capitalista, lo mismo que los criterios institucionales de jerarquización/subordinación de quienes pueblan esos estados (por ejemplo Lander 2003; Quijano 2003). En sus versiones extremas este enfoque conduce a planteamientos de separación territorial que, obviamente, enfrentan la oposición de los estados y de un arco amplio de actores sociales y políticos. Sin alcanzar esas proyecciones, esta visión fundamenta propuestas de reconocimiento institucional de la pluralidad cultural, el pluralismo jurídico y regímenes de autonomía étnico-regional.

 

Se carece de evidencia suficiente para discernir si, por encima de las declaraciones formuladas por algunos dirigentes, hubo en los comportamientos colectivos de Ilave y Ayo Ayo una reivindicación nacionalista aymara o simplemente, pero brutalmente, una exigencia de tener un buen gobierno.[16] Una exigencia vehiculizada a través de conductas colectivas cuya adscripción a una justicia comunitaria resulta, por lo menos, problemática. 

 

Es asunto discutido, en efecto, que el linchamiento forme parte de los usos y costumbres de las comunidades indígenas. No se está haciendo referencia aquí a todo tipo de castigo físico sino al ensañamiento y la brutalidad características del linchamiento, que lo convierten en un verdadero asesinato tumultuario. Cierto tipo de castigo físico fue admitido hasta recientemente por la legislación de países convencionalmente considerados cultos y desarrollados. La legislación inglesa por ejemplo permitía, hasta las vísperas de su incorporación del Reino Unido a la Unión Europea, que los maestros golpearan a sus alumnos díscolos en aplicación del dictum “letra con sangre entra”.

 

En las prácticas sociales de los pueblos originarios de América también se encuentran formas no letales de castigo físico como azotes o inmersiones en agua helada, usualmente acompañadas de lo que se suele llamar “linchamiento simbólico”: poner en ridículo al ofensor ante toda la comunidad, obligarlo a pedir perdón en público, vestirlo o pintarlo de manera grotesca, cortarle el pelo, etcétera. Algunos autores también han prestado atención a la práctica de violentos “juegos de batalla” en algunas comunidades de la sierra (Remy 1991; Poole 1991). Se han registrado asimismo casos de linchamientos en el pasado, aunque la notoriedad que alcanzaron en los medios de comunicación refuerza la hipótesis de que se trató de fenómenos excepcionales.[17]

 

Es cuestionable la pretendida fundamentación del linchamiento en un supuesto derecho tradicional. Más exactamente, es materia de debate en qué sentido la reiteración reciente  de los linchamientos puede ser interpretada como observancia de una costumbre en el sentido en que el concepto es empleado por la antropología y el derecho (por ejemplo Ordóñez Cifuentes 1994).[18] Según Garay Montañés (1998) la descripción de los castigos usados por los antiguos pobladores peruanos guarda similitud con los que actualmente se emplean para linchar a un delincuente. Hinojosa Zambrana (2004) parece coincidir con esta opinión en su análisis de los linchamientos recientes en Bolivia. Los linchamientos de Ilave y Ayo Ayo serían, en esta interpretación, una ilustración del recurso reactivo a tradiciones culturales para responder a determinados desafíos, una situación que algunos autores advierten en procesos de transición acelerada hacia nuevas formas de organización social y de autoridad (por ejemplo Mazlish 1991). Estas opiniones contrastan sin embargo con las de otros autores, cuyos análisis ponen énfasis en la naturaleza conciliadora y reparadora de las sanciones del derecho comunitario (Vidal 1990; Stavenhagen 1990).[19] Sin embargo la propia operatoria del linchamiento puede llegar a hacer interminable el debate acerca de si se trataba de escarmentar severamente a la víctima, o de efectivamente quitarle la vida (Vilas 2001a).[20]

 

La justicia comunitaria apunta fundamentalmente a una reparación tanto material como simbólica del daño ocasionado por el infractor –restitución de bienes o animales robados, arrepentimiento de agravios, recomposición de la armonía familiar o del grupo. En los países andinos la justicia comunitaria acepta cierto tipo de castigo físico, con finalidad eminentemente ejemplarizadora. En el municipio de Quillacallo (Bolivia), por ejemplo, las autoridades municipales/comunitarias han establecido un esquema de sanciones para los malos funcionarios que evoluciona desde el castigo simbólico al físico, de conformidad a la gravedad de la ofensa y su reiteración. El nivel más bajo corresponde al “Plan pollera”: los malos funcionarios son obligados a marchar por las calles del municipio vestidos de mujer o con prendas ridículas. El segundo nivel corresponde al “Plan goma”: el acusado  debe trotar ante el público en el  campo de fútbol, con una rueda de automóvil alrededor de su cuello. El grado máximo de pena es el “Plan Ith´apallo” consistente en desnudar al acusado y aplicarle azotes con una hierba extremadamente urticante (ith’ apallo o itapallo). En casos extremos, se puede decidir la expulsión de la comunidad y la pérdida de las propiedades.

 

Las constituciones y la legislación de la mayoría de los estados en sociedades multiétnicas reconocen al derecho indígena en la medida en que no se contrapone a aquéllas. El art. 171 de la Constitución de Bolivia vigente en 2004 establece que las autoridades naturales de las comunidades indígenas y campesinas podrán ejercer funciones de administración y aplicación de normas propias como solución alternativa de conflictos en conformidad a sus costumbres y procedimientos, siempre que no sean  contrarias a la Constitución y las leyes; cierta ambigüedad en el Código de Procedimientos Penales ha dado pie a interpretaciones que en algunos casos han permitido aceptar el linchamiento de delincuentes (del Álamo 2004). Por su parte la Constitución de Perú reconoce el derecho al respeto de la identidad étnica y cultural (art. 2), siempre que no se vulneren derechos fundamentales. El art. 149 reconoce el pluralismo jurídico; admite que en el territorio de una comunidad campesina o indígena algunos conflictos sean resueltos por sus autoridades naturales según el derecho consuetudinario, de manera eficaz y gratuita en la medida en que se respeten los derechos fundamentales de las personas. Estas reservas son acordes con el Convenio 169 de la OIT sobre Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes (art. 8).[21]

Con frecuencia esta coexistencia de sistemas y lógicas normativas genera tensiones y suele ser fuente de conflictos. Por una parte el tribunal se ve atrapado entre dos sistemas legales, el indígena y el nacional, y las decisiones tomadas reflejan presiones de ambos lados. Una de las tensiones es la que se crea entre los principios de igualdad formal y universalidad del derecho del Estado, y la atención prestada por el derecho consuetudinario a la diferenciación a través de la jerarquía y el estatus y la particularidad. Por otro lado la subordinación del derecho comunitario al derecho del Estado ha llevado a que en muchos casos las autoridades municipales se conviertan en autoridades tradicionales, cuando las partes en conflicto aceptan llegar a un acuerdo como lo establece la costumbre. A la inversa, la penetración de instituciones y procesos estatales en el ámbito de las comunidades puede conducir a que una justicia comunitaria habituada al tratamiento de asuntos de orden comunal interno, trascienda el ámbito de la comunidad para juzgar temas cuestiones de gestión municipal (por ejemplo proyectos de inversión, administración de recursos financieros, manejo de cuentas fiscales) de complejidad técnica o contable que pueden quedar sometidos a intereses y pasiones que suplantan las valoraciones jurídicas y el principio de la presunción de inocencia.[22]

 

En la discusión de este asunto debe tomarse en cuenta la historicidad y la naturaleza dinámica del derecho consuetudinario y en general de la cultura de una sociedad. La percepción del derecho consuetudinario como un conjunto de normas rígidas inmunes a las transformaciones de la comunidad y su entorno debe mucho más a los prejuicios y estereotipos de las élites dominantes que a la realidad de los hechos. En este sentido lo cultural andino no puede ser reducido sin más a lo indígena o pre-colonial. Como señala Degregori, la tradición andina “es muy larga y heterogénea”; incluye “elementos prehispánicos, tanto estatales (o imperiales) como de etnias y grupos de parentesco (ayllus). Incluye también elementos coloniales, tanto señoriales (mistis y terratenientes) como campesinos (siervos y comuneros). Incluye, finalmente, elementos contemporáneos” (Degregori 1991). Las normas “tradicionales” han asimilado normas europeas en tiempos coloniales y normas de los estados con posterioridad a la independencia, las han adaptado a sus necesidades y las han incorporado como propias. Fiestas patronales, sistema de cargos, indumentaria, por ejemplo, deben tanto a las costumbres originarias, a la imposición colonial y a la adaptación a ella,  como a prácticas y valoraciones postcoloniales.

 

Los mecanismos de producción/adaptación cultural de los pueblos indígenas o del campesinado no son diferentes, en lo sustancial, a los de los de los pueblos europeos. Lo mismo que las clases dominadas del capitalismo urbano industrial (central o periférico) las comunidades se apropian de las creencias, imágenes y ritos producidos por la sociedad dominante para darles un sentido distinto al originalmente establecido por sus creadores. La idea de que frente a la imposición colonial sólo existieron dos posiciones frontales (confrontación o sumisión lisa y llana) que nutre la retórica de una variedad amplia de visiones ideológicas, oculta el rico aunque usualmente traumático proceso de adaptación cultural creativa y de resignificación  protagonizado por los pueblos originarios.[23]

 

La propia historicidad de las formaciones culturales llama la atención respecto de la intervención de múltiples factores y agentes “externos” en la producción de la identidad cultural. Más allá de la discusión si en los códigos sancionatorios de la justicia aymara figura o se acepta la muerte y en particular el linchamiento, cuesta creer que este aspecto específico al mismo tiempo que crucial de cualquier cultura –las normas que rigen el comportamiento de los miembros de la comunidad—haya resultado inmune a las transformaciones profundas y a los conflictos extremadamente  violentos que durante más de dos décadas tuvieron lugar en las regiones pobladas por estas comunidades y que ocasionaron una severa desestructuración del mundo andino.

 

La reforma agraria peruana de 1969 eliminó o marginó la figura del hacendado y, junto a ella, la del  gamonal --tradicional mediador entre el campesinado y el poder. El autoritarismo tradicional de la sociedad oligárquica  fue sustituido por el autoritarismo benevolente de los funcionarios gubernamentales –agrónomos, abogados, extensionistas agrícolas, promotores sociales, y otros. La matriz de relaciones de poder que combinaba expoliación estructural y asistencialismo particularista, violencia y clientelismo, fue remplazada de la noche a la mañana por un principio de organización burocrática en el sentido weberiano. Las múltiples agencias estatales que intervinieron en la gestión de los nuevos escenarios no pudieron llenar el vacío dejado por el viejo orden en retirada. Las empresas asociativas de la reforma agraria no tuvieron tiempo suficiente para consolidarse. Los cambios en de la política  económica a partir de mediados de la década de 1970, la ofensiva de Sendero Luminoso a partir de 1980, la respuesta contrainsurgente del Estado y finalmente la reorientación neoliberal a partir de 1990 provocaron la desarticulación del mundo rural (Seligmann 1991; Mauceri 1997; Renique 2004).  

 

El conflicto armado entre el Estado peruano y Sendero Luminoso que se desenvolvió desde inicios de los años ochenta puede ser visto como la lucha entre dos referentes de poder por el control político-militar de territorios en disputa, con ambos contendientes actuando, fundamentalmente, como portadores de una inusitada violencia. Insurgencia y contrainsurgencia asolaron las comunidades y forzaron a sus pobladores a sumarse a la comisión de atrocidades o a guardar silencio. Muchos de los que cometían esas acciones eran jóvenes indígenas reclutados obligatoriamente por la Marina y el Ejército o por las organizaciones guerrilleras.

 

De acuerdo al informe de una misión de la ONU en 1991 “El medio rural y, en menor medida, el urbano, presentan (…) un panorama de desestructuración conflictiva de los diferentes ámbitos socioeconómicos… En el medio rural se observa la casi desaparición de las empresas asociativas gracias a la parcelación y eliminación de la infraestructura de transformación (…). Las medianas propiedades son abandonadas por sus propietarios merced a la amenaza de Sendero, las comunidades son presionadas para cambiar sus directivas con personas obedientes, los pequeños propietarios son inducidos a pagar cuotas de apoyo. Los pequeños comerciantes son inducidos a acatar las directivas de Sendero, pues, en caso contrario, corren peligro sus vidas y sus bienes. Los servicios técnicos de agricultura u otras entidades públicas son impedidas de actuar en el medio rural por la amenaza o la acción directa contra personas y bienes. Los servicios religiosos son controlados y previamente autorizados para atender a su feligresía” (apud Kruijt 1996:20). Las dirigencias de las organizaciones sociales independientes y las autoridades municipales electas fueron asesinadas y remplazadas por cuadros adictos a Sendero.[24] La sustitución forzosa de las autoridades comunitarias por las presiones de Sendero Luminoso puso a las comunidades en la mira de la represión estatal. Decenas de aldeas fueron arrasadas por la acción militar o por la propia acción de Sendero; miles de comuneros fueron asesinados o desaparecidos, y muchos más debieron migrar hacia centros urbanos. Según la Comisión por la Verdad y Reconciliación, tropelías similares fueron cometidas por las fuerzas del Estado ((República del Perú, 2003, tomo V).

 

Este conjunto traumático de acontecimientos, extendido a lo largo de una década, agravó la desestructuración social precedente; la violencia y las migraciones cortaron la continuidad intergeneracional --incluso en el plano simbólico de la memoria colectiva-- que es uno de los pilares de la tradición y de las prácticas consuetudinarias. El impacto de la violencia en los usos y costumbres de las comunidades no puede ser subestimado. El asesinato tumultuario de ocho periodistas en Uchuraccay, departamento de Ayacucho  en enero de 1983 (República del Perú 2003, tomo V:121-182) ilustra sobre la velocidad y la radicalidad con que la “pedagogía perversa” de las técnicas de contrainsurgencia puede modificar el derecho consuetudinario de una comunidad.[25] En otros casos, la formación de organizaciones de autodefensa para enfrentar la acción de Sendero Luminoso, como las rondas campesinas, redefinió las relaciones entre la comunidad, el Estado e incluso la producción de insumos para el narcotráfico (Starn 1993; Coronel 1996).

 

Debe señalarse asimismo el impacto en las comunidades de la incorporación de los jóvenes a la educación de nivel secundario y universitario en una época de intensa politización de esos ámbitos. El papel desempeñado por las universidades de América Latina en la radicalización política de la juventud en las décadas de 1960 y 1970 es conocido. En Perú la Universidad de San Cristóbal de Huamanga, en Ayacucho, tuvo una importancia grande en este sentido en los momentos iniciales de Sendero Luminoso (Palmer 1992; Coronel 1996). Con menor notoriedad un papel similar fue desempeñado por la Universidad Nacional del Altiplano en Puno. En la formación de la conciencia crítica, revolucionaria incluso, de una joven generación proveniente de las comunidades incidieron tanto la enseñanza académica de algunas variantes del marxismo como el acceso a una corriente de literatura social que ponía de relieve la explotación de los pueblos originarios por el colonialismo y el capitalismo.[26] El radicalismo político que predominaba en esos años modeló visiones y comportamientos políticos que los jóvenes llevaron de regreso a sus comunidades.

En unos pocos años esos jóvenes experimentaron un complejo proceso de aculturación que incluyó nuevos saberes técnicos y profesionales y nuevas formas de procesar los conflictos,  junto con la exaltación de una autenticidad cultural que enfatizaba el enfrentamiento al Estado como síntesis de dominación étnica y de clase, en una estrategia de antagonismos radicales que negaba por definición la posibilidad de la negociación y el acuerdo, y presentaba a la rendición o a la eliminación física del adversario, como únicas soluciones posibles al conflicto. De hecho, una visión homóloga, aunque de signo ideológico opuesto, a la del Estado. Lo mismo que en otros escenarios, esta nueva interpretación de lo identitario sirvió para tender un puente simbólico sobre la creciente diferenciación de estilos, perspectivas de vida y niveles culturales entre estos jóvenes y sus comunidades de origen.[27] En el imaginario colectivo y en las prácticas tanto de “criollos” o “blancos” como de “indígenas” se fueron instalando el terror como mecanismo de control político y social y la violencia como modo natural de resolución de los conflictos (Manrique 1990; Rodriguez Rabanal 1995).[28]

 

5.         El linchamiento como instrumento de la política

                El linchamiento de Ilave ofrece una ilustración de las limitaciones de los argumentos culturales. Aunque para un observador externo –como el autor de este trabajo-- el alcalde Robles era tan aymara como sus linchadores, muchos de éstos negaban su condición de tal. Alegaban en este sentido que el hecho de ser egresado de la Universidad Nacional del Altiplano y tener además un postgrado, había transformado el carácter de Robles: ya no era humilde sino soberbio, firmaba los documentos oficiales anteponiendo a su nombre su título de Magíster, etc. (Rivera Tosi  2004; Tobar 2005). De acuerdo a este razonamiento la prueba definitiva de que ya Robles había perdido su identidad aymara consistiría en su comportamiento ante la crisis: “El alcalde era aymara, pero después de su paso por la universidad se acultura, cambian sus nociones de status, bienestar, progreso, formas de ejercer el poder, etc. Y entra en contradicción con la visión aymara. Cirilo Robles en Puno busca contactos políticos entre sus amigos marxistas de la universidad y el propio Presidente Regional. El 5 de abril pide garantías a la Prefectura y a la Fiscalía, cuestión que vuelve a hacerlo el 22. Trata de encontrar una salida política al problema, cuando éste ya era de carácter cultural” (Rivera Tosi 2004). Vale decir: lo que para Robles y sus partidarios era una cuestión política o institucional –administración de fondos públicos, procedimientos judiciales o administrativos…-- para sus opositores y para la gente que participó de su linchamiento o lo consintió sería en cambio una cuestión cultural: la violación al código aymara del “no robar, no mentir, no ser flojo”. 

 

La limitación principal de los argumentos culturalistas es su visión a-histórica e inmanentista de los fenómenos culturales. En esos argumentos lo cultural no es concebido como “un particularismo históricamente constituído” (Cánepa 2004)  que se configura en espacios de lucha donde se entrelazan procesos locales, nacionales y globales sino como una condición primordial que responde a dinámicas endógenas y que pertenece a una esfera separada de lo político y lo racional. En este sentido, el culturalismo indigenista reproduce, desde su propio ángulo, las limitaciones y sesgos de los estereotipos “occidentales” de las élites.[29] Afirmar que los sucesos de Ilave o de Ayo Ayo son el resultado de una reiteración contemporánea de tradiciones o herencias milenarias implica desconocer, en nombre de una supuesta afirmación identitaria, la capacidad de acción racional de los pobladores, afirmando en cambio un divorcio entre política e identidad cultural. La relación de poder, típica de la política, se transfigura en relación moral; la lucha por el poder en la comunidad, o de los grupos indígenas contra el Estado, se diluye en la reiteración de un ciclo de permanente retorno a una pretendida autenticidad cultural.

 

Este enfoque pierde de vista las múltiples y complejas formas en que la cultura (como conjunto de valores, actitudes y símbolos que encarnan en prácticas, objetos e instituciones) y la política se entrelazan. Es una interpretación que en el fondo resulta reflejo, aunque con signo opuesto, de los reduccionismos politicistas o clasistas que desconocen la fuerza y dinamismo de las identidades étnicas y la imposibilidad de acotarlas a un asunto de marginación socioeconómica u opresión institucional. En virtud de esos reduccionismos tanto culturalistas como politicistas o clasistas  las construcciones de poder de los diferentes grupos sociales son vistas como resultado intrínseco de determinados atributos materiales o simbólicos, cuando en verdad son el efecto de procesos históricos de conflictividad y lucha, por tanto de resolución contingente. Al contrario, el estudio del comportamiento político de las comunidades y otras organizaciones indígenas muestra que lo indígena, en tanto dimensión sociocultural, es compatible con los más variados diseños político-institucionales. Sin ir más lejos, en las elecciones presidenciales de Bolivia de 1993 una importante fracción del pueblo aymara identificada con el Movimiento Revolucionario de Liberación “Tupac Katari” (MRLTK) hizo alianza con el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), que para entonces ya tenía casi una década de haber abrazado el neoliberalismo, y apoyó la candidatura presidencial del empresario minero Gonzalo Sánchez de Losada. Como resultado de esa alianza Sánchez de Losada ganó la presidencia de Bolivia y el dirigente del MRLTK Victor Hugo Cárdenas asumió la vicepresidencia de la república (Albó 1994).

 

Los hechos de Ilave y Ayo Ayo tuvieron la clara intencionalidad de cambiar la relación de poder político en esos municipios y consiguientemente la relación de esos municipios con el poder central. En ambos casos los actores directos –víctimas y victimarios—eran funcionarios políticos que alcanzaron sus cargos a través de procesos políticos en los que el resto de la población se involucró activamente a través de la participación electoral. En Ayo Ayo uno de los regidores partidarios del alcalde asesinado era también autoridad tradicional (mallku), situación que ilustra las complementaciones que usualmente se desenvuelven entre tradición y modernidad.    

 

Los crímenes de Ilave y de Ayo Ayo, como la mayoría de los otros hechos de cuestionamiento de autoridades municipales que se mencionó en secciones previas, se presentan como la expresión extrema de un estilo político de confrontación e intolerancia, enmarcado por las tensiones entre las comunidades y el gobierno central --tensiones que deben mucho a los experimentos institucionales de las décadas de 1980 y 1990, como también a los conflictos político-militares del pasado reciente entre Estado, movimientos populares y guerrillas. Las reformas institucionales que acompañaron a esos experimentos contribuyeron a que las estructuras locales de poder resultaran inmersas en procesos de cambio social de mayor alcance, a cuya dinámica y racionalidad no tuvieron más alternativa que la adaptación. Una adaptación traumática y a la defensiva, que va de la mano con el emprendimiento de acciones y reacciones que tienen como objetivo la consolidación de la comunidad –por lo tanto de la estructura de poder en la comunidad-- amenazada por fuerzas (actores, instituciones y procesos) que no está en condiciones de controlar. Las múltiples formas de la protesta, incluido el linchamiento, pueden ser vistas en consecuencia como “estrategias de poder que enarbolan una soberanía comunal” (Guerrero 2000).

 

En el caso peruano, las modificaciones impuestas por el régimen de Alberto Fujimori al sistema de partidos políticos y a la legislación electoral después del autogolpe de 1992 sacaron de juego a la casi totalidad de los desprestigiados partidos  tradicionales; perdieron derecho a la inscripción electoral a nivel nacional y para subsistir a nivel municipal debieron recurrir a sus viejas redes de clientelismo, involucrándose en adaptaciones y negociaciones con una variedad de organizaciones --muchas de ellas creadas a esos efectos (Tuesta Soldevilla 1995; Haya de la Torre 2003). El nuevo esquema institucional favoreció la participación política local de organizaciones y agrupamientos de tipo comunitario o vecinal, forzando a la realidad de las viejas dinámicas a introducirse en las formalidades de las nuevas instituciones. En algunos casos se inició de esta manera un proceso de democratización de las decisiones más directamente referidas a la comunidad. En otros casos los actores municipales o comunitarios, al estar imposibilitados de debatir e incidir en procesos y cuestiones referidas al modelo de reorganización integral de la sociedad peruana, se enfrascaron en luchas pequeñas por el control de los aparatos políticos y administrativos locales “para maximizar intereses de corto plazo y  disponer arbitrariamente de recursos orientados a sectores particularizados de la sociedad” (Grompone 2000). En muchos casos el traslado al nivel local de enfrentamientos políticos típicos de ámbitos de mayor dimensión o proyección institucional –por ejemplo organizaciones sindicales o asambleas legislativas—potenció la intensidad y la personalización de los conflictos.

 

En Bolivia la radical reorientación del MNR desarticuló las redes de referenciamiento político de importantes sectores de la población campesina  y de la clase trabajadora urbana. El MNR, que con la revolución de 1952 había hecho la reforma agraria, nacionalizado la gran minería, impulsado la organización sindical y campesina, y establecido el sufragio universal, se convirtió a partir de 1986 en el impulsor entusiasta del primer experimento neoliberal en gran escala en América Latina. El crecimiento del desempleo, el trabajo precario y el empobrecimiento masivo parecen haber engendrado un clima generalizado de insatisfacción respecto de la política tradicional de acuerdos electorales y parlamentarios entre partidos y un sistema de representación proporcional que favorece la fragmentación del universo partidario y la necesidad de permanentes negociaciones entre cúpulas. La pérdida o debilitamiento de identidades ciudadanas que se proyecten más allá de los límites inmediatos de la comunidad, la comarca o el municipio, conjugada con la intensificación de los conflictos locales por el control de recursos escasos, reposiciona al elemento étnico-lingüístico como criterio fundamental de identificación de propios y extraños, y permite plantear demandas de política económica, reorganización territorial, manejo de recursos naturales, que van mucho más allá de lo particular inmediato. Las movilizaciones de campesinos quechuas y aymaras de los últimos años que forzaron la renuncia del presidente Sánchez de Losada en octubre 2003 y la de su sucesor Carlos Meza en 2005, dan testimonio de la pérdida de legitimidad del Estado. Su incapacidad para organizar las conductas sociales y controlar los acontecimientos, y la proliferación de pequeños territorios “liberados” con ejercicio de “microsoberanías competitivas” (en el sentido de Tilly 1978) ilustran por la negativa el concepto de “poder infraestructural” desarrollado por Mann (1984). En estos escenarios el Estado existe, en el ¿mejor? de los casos como puro poder coactivo confrontado por otros poderes coactivos, y está ausente como principio normativo de organización y encauzamiento de la dinámica social.

 

Los conflictos dentro del Concejo Municipal de Ayo Ayo (donde tanto Altamirano como Apaza debían recurrir a complejas negociaciones para imponerse a la fracción contraria) se agregaban a tensiones y enfrentamientos entre las autoridades municipales y de algunas organizaciones sindicales y campesinas y las autoridades tradicionales de la comunidad. Todo ello con el trasfondo  de las cambios sociales experimentados en la región durante más de una generación: revolución, reforma agraria y liquidación del latifundismo en la década de 1950; contrainsurgencia y regímenes militares en las siguientes; reforma del estado, descentralización fiscal y políticas neoliberales en los ochentas y noventas; movilizaciones campesinas multitudinarias en torno al cultivo de coca o la explotación de hidrocarburos y otros recursos naturales. Desde mediados de la década de 1980 el Estado actuó como desarticulador de un conjunto de servicios  y de organizaciones comunitarias o vecinales, así como del mercado de trabajo. A través el estado de sitio, el confinamiento de dirigentes sociales y políticos opositores, el cerco militar a poblaciones en lucha, despidos masivos de fuerza de trabajo, brutalidad policial, control de los medios de comunicación, privatización de empresas públicas, el Estado llevó a cabo el “rediseño violento de la sociedad global” (Torrico 1990).

 

La fractura de las identificaciones comunitarias fue asimismo impulsada desde el gobierno por varios programas de educación y campañas en medios de difusión dirigidos a estimular el desarrollo de una ética utilitaria de afirmación del yo y de logro personal más afín con una economía de mercado (Laserna 1995; Vilas 2000a). La extrema pobreza de grandes sectores de población arrojados a  escenarios sociales desconocidos y frecuentemente agresivos favoreció el desarrollo de un “individualismo de subsistencia” (Hinojosa Zambrana 2004) que circunscribe las solidaridades y las lealtades a conjuntos extremadamente reducidos y que contrastan con la trayectoria histórica de la comunidad.   

 

Los hechos de Ayo Ayo no son ajenos a la redefinición de las relaciones entre el gobierno y el sistema político con sede en La Paz y las redes regionales y locales de autoridad, en un complejo entramado entre la matriz tradicional del poder y la que es impulsada por los procesos de reforma institucional y modernización neoliberal. La ley de Participación Popular estableció un esquema de descentralización de la ejecución del gasto público que transfiere a los municipios fondos líquidos para la ejecución de obras. La reforma fue parte de las recomendaciones macroeconómicas de los programas impulsados por el Banco Mundial que encontraron en los gobiernos de Bolivia desde 1986 en adelante entusiastas ejecutores. Rodeada de una retórica que enfatiza el impacto de la descentralización en el fortalecimiento de la democracia, la transparencia en el uso de los recursos públicos y el ejercicio de derechos ciudadanos, la descentralización explicitó en los hechos la matriz de tensiones, conflictos y desajustes que pueden llegar a suscitarse cuando una concepción teórica es aplicada por imitación o imposición en escenarios que poco o nada tienen que ver con aquellos en los que se desenvuelven las mentes que la generan. En virtud de esas reformas el número de municipios con gestión financiera descentralizada creció de 24 a 314. De la noche a la mañana Bolivia pasó de un esquema centralizado a uno descentralizado sin dotar previamente a las instancias de ejecución a las que se le transfirió la aplicación de los recursos, de estructuras y entrenamiento para hacerse cargo de las nuevas responsabilidades. Las discusiones y pugnas por los fondos de coparticipación metieron a los municipios y a las autoridades comunitarias de lleno en la política nacional, alimentando o creando nuevos conflictos locales.[30]

 

La descentralización acelerada de responsabilidades y la transferencia de recursos financieros a instancias municipales sin experiencia ni capacitación previa, abrió las puertas a prácticas de corrupción, malversación de fondos públicos y potenciación de conflictos locales. Dirigentes locales sin experiencia de gestión pasaron de un día para otro a manejar presupuestos millonarios. Un mallku resumió, desde su perspectiva particular, el impacto de estos cambios: “Hay en la zona dos grupos diferenciados: los campesinos originarios y el que proviene de las haciendas. Ya no se respeta a la autoridad comunitaria, ahora se imponen los sindicatos (…) el MST maneja todo en el pueblo”. Se ha generado un enfrentamiento “por la representatividad… pero también por el dinero de la Participación Popular. Si a Altamirano lo juzgaron por corrupto, se debió hacer lo mismo con los anteriores alcaldes”.[31] La crisis de las dirigencias tradicionales debe mucho también a que, al no poder mantenerse ajenas a las transformaciones de la región, quedaron involucradas en las tensiones y conflictos que ellas generaban y que se articulaban a la dinámica de los escenarios y actores preexistentes. Un aspecto revelador de esta crisis es la división de los mallku de Ayo Ayo, señalada más arriba, entre los que apoyaban a Altamirano y quienes se oponían a él.

 

Los crímenes de Ilave y de Ayo Ayo muestran al linchamiento como un ingrediente de procesos violentos de lucha por el poder local articulados a conflictos políticos y sociales de mayor proyección en cuanto apuntan a la constitución real del Estado y a sus traumáticas relaciones con el mapa social que le sirve de sustento. Si la esencia de lo político es, como afirmó el jurista Carl Schmitt, la relación amigo-enemigo, los linchamientos de Ilave y de Ayo Ayo y los escenarios que los enmarcan develan esa esencia en su literalidad más brutal. El procedimiento al que se apeló para deshacerse de unos funcionarios a los que se culpaba de los infortunios de la comunidad no es diferente del que, en las dos o tres décadas previas, practicaron las fuerzas armadas del Estado y las organizaciones insurgentes en su lucha por retener o alcanzar el poder político, por más que en nombre de otras ideologías.

 

6.         Consideraciones finales: linchamientos y falencia estatal             

            Los linchamientos son fenómenos sociales multicausales. En su gestación y ejecución converge una multiplicidad de factores. Los linchamientos de Ilave y Ayo Ayo se prestan particularmente bien para dar un peso determinante a una hipótesis explicativa de tipo político. En los dos casos las víctimas fueron los alcaldes de esas municipalidades; en los dos casos resulta clara la articulación de esos hechos a la dinámica política nacional, no menos que la proyección de conflictos políticos nacionales sobre la política local. El linchamiento se presenta como la sanción máxima a un enemigo político en el marco de una conflictividad aguda respecto del modo de conducción de los asuntos públicos en una comunidad. En este sentido los linchamientos de Ilave y Ayo Ayo convocan la memoria  de los asesinatos tumultuarios del general Tomás Eloy Alfaro en Ecuador (1912) y del presidente Gualberto Villarroel en Bolivia (1946).

 

Sin embargo la propia narrativa de esos hechos indica la presencia elementos adicionales que abonan la formulación de hipótesis complementarias, como el sentimiento de inseguridad e injusticia o la tensión entre diferentes órdenes axiológicos. Los escenarios de precariedad social y falencia estatal (en su doble dimensión material y cultural/ideológica) minan las bases de legitimidad de las instituciones públicas y abren paso a la personalización brutal de los conflictos y al recurso a la violencia física para resolverlos.

 

Rasgos sobresalientes de la intervención del Estado en los dos casos analizados son su carácter eminentemente represivo y al mismo tiempo con cuestionada legitimidad. El Estado se hace presente a través de un conjunto de agencias que despliegan poder de coacción, incluyendo el ejercicio de violencia física sobre personas y propiedades. Ese despliegue de violencia es valorado como ilegítimo por quienes desarrollan sus existencias en esos escenarios y de una u otra manera resultan involucrados o afectados por el linchamiento. Desde la perspectiva de mucha gente, el Estado no llega, llega tarde o llega mal. A esto se agrega la retracción del poder infraestructural, a que ya se hizo mención, como efecto de las reformas institucionales y los programas de ajuste macroeconómico, privatizaciones, desregulación, etcétera. El Estado pierde terreno en la materialidad de sus instituciones y en la conciencia de sus ciudadanos.

 

Ilave y Ayo Ayo abonan la hipótesis de la falencia del Estado en el conjunto de sus dimensiones constitutivas: como poder coactivo legítimo y de control territorial, como institucionalización de relaciones de poder y articulador de conductas sociales,  y como generador de identidades cívicas. De esta falencia estatal resultan víctimas todos los que de una u otra manera participan o son involucrados en los linchamientos: los alcaldes Robles y Altamirano que, amenazados de muerte, reclaman del Estado una protección que éste rehúsa darles, y los tribunales distritales o de la capital del país que demoran indefinidamente el tratamiento de las denuncias formuladas contra ellos; la alcaldesa de Colquencha (localidad vecina a Ayo Ayo) que declara “No quiero caminar sola, pido garantías” y el Ministro de Gobierno de Bolivia que recomienda a las personas que se sientan amenazadas por la violencia en Ayo Ayo que abandonen la población.[32] La concejala Plácida Quispe Calle, testigo del secuestro de Altamirano “declaró que fue a la Policía Técnica Judicial (PTJ) a denunciar el secuestro y el fiscal de turno se negó a cooperar argumentando que no existían suficientes efectivos policiales para trasladarse al lugar de los hechos”.[33] El Ministro del Interior de Perú que rehúsa enviar refuerzos policiales a Ilave y dar protección a Robles, por temor a provocar “un baño de sangre”… Linchadores y linchados, víctimas y victimarios, actores y espectadores, todos claman por la intervención de un Estado que no ve, no oye y no actúa.

 

Desde Aristóteles hasta nuestros días existe amplio consenso en el sentido que la deslegitimación del Estado es una de las causas más evidentes de las revoluciones y otros procesos de cambio radical. La hipótesis que ve en los linchamientos –incluso en aquéllos que son detonados por delitos comunes—verdaderas micro revoluciones, en cuanto contestación de un poder estatal vivido como opresivo e injusto, entronca en esta corriente de interpretación. La población recupera funciones punitivas que el Estado ha declinado por su propia incapacidad o ineficacia, o que ejerce de manera contraria a lo que considera legítimo y justo, y disputa esferas de poder al Estado. Sin embargo el seguimiento de estos hechos después de su estallido demuestra su poca eficacia para modificar las circunstancias que los motivan y, sobre todo, prevenir la reiteración de sus causas. La propia personalización del conflicto impide proyectar a éste más allá de sus actores circunstanciales.

 

Debe destacarse que los linchamientos que abonaron el análisis desarrollado en este artículo tuvieron lugar en países con sistemas considerados democráticos: convocatoria periódica a elecciones, separación de poderes, constituciones que garantizan derechos y garantías individuales y de las comunidades, etcétera. Un asunto que subraya la enorme distancia que puede llegar a mediar entre el principio formal de legalidad y los criterios sustantivos de legitimidad –no sólo por efecto del multiculturalismo de las sociedades, sino también por las propias tropelías y desmanejos del poder estatal.[34]

 

Los linchamientos de Ilave y Ayo Ayo revelan, en efecto,  la fragilidad de los procesos de democratización enmarcados en las reformas macroeconómicas neoliberales de las décadas recientes, y la capacidad de las estructuras tradicionales de poder para resignificar esos programas en beneficio propio en el nivel local.[35] El discurso de la democracia de mercado llega con dificultad a las comunidades, y lo hace metamorfoseado de tal manera que usualmente consolida las dimensiones más frecuentes de la política tradicional: nepotismo, corruptelas, favoritismos. Las redes de parentesco y afinidad que constituyen la estructura de la organización comunitaria resultan así cooptadas por las prácticas corrientes del clientelismo y el patronazgo; el tradicional intercambio de favores de la reciprocidad comunitaria aparece ahora avasallado por una verdadera avalancha de recursos financieros –por más que insuficiente, las más de las veces, para responder a las necesidades reales de la población.

 

La falencia estatal no refiere solamente a las limitaciones de sus agencias y aparatos para hacerse cargo de las responsabilidades institucionales o administrativas que le son propias –garantizar la paz y el orden, la vida y la seguridad de las personas, hacer efectivo el monopolio de la coacción—sino también, y fundamentalmente, a su dimensión política –vale decir, la que refiere a la organización del poder. Los crímenes  de Ilave y Ayo Ayo revelan la incapacidad del Estado de hacer efectiva la vigencia de la democracia incluso en su versión mínima procedimental: prevenir que la competencia política devenga guerra y los contendientes resuelvan las controversias políticas por la vía violenta. Los conflictos comunales que se dirimieron por el linchamiento fueron de naturaleza política –el control del municipio, el manejo de sus recursos, la protección de determinados intereses económicos…- como políticos fueron también sus actores directos y secundarios –alcaldes, concejales, autoridades judiciales, funcionarios del gobierno central, parlamentarios. Es este protagonismo de lo político el que diferencia a los crímenes de Ilave y Ayo Ayo del conjunto más amplio en el que se referencian.

 

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(*)  Versión revisada del documento presentado en el XXVI International Congress de LASA (San Juan, Puerto Rico), marzo 2006. Se agradecen los comentarios formulados en esa ocasión por Alejandro Isla y Raúl Rodriguez Guillén.

[1] Se define como linchamiento a la acción colectiva de carácter  privado e ilegal, que ejerce castigo físico sobre la víctima hasta el punto de poder provocar su muerte, en respuesta a actos o conductas de ésta, quien se halla en inferioridad numérica abrumadora frente a los linchadores.  El linchamiento tiene como sujeto activo a una pluralidad de individuos en la que se subsumen sus identidades particulares. Es en este sentido específico, más cualitativo que meramente cuantitativo, que el linchamiento es ejecutado por una muchedumbre: el grupo borra las identidades particulares de sus integrantes  (Vilas 2006).

[2] Los nombres de las personas involucradas directamente como víctimas y victimarios en los hechos de Ilave y Ayo Ayo fueron difundidos ampliamente por los medios de comunicación y en declaraciones oficiales. Por ese motivo se incluyen, cuando es necesario, en las páginas que siguen.

[3] La República (Lima) 2 de mayo 2004.

[4] El enfrentamiento entre Patria Roja y Puka Llacta es de larga data, no se circunscribe al municipio de Ilave, y siempre se caracterizó por una extrema virulencia. Las fuerzas políticas enfrentadas en Ilave han protagonizado fuertes enfrentamientos por la conducción nacional del SUTEP, el sindicato que nuclea a los maestros, y de la Federación de Estudiantes del Perú. Patria Roja es una de las escisiones de inspiración maoísta que el Partido Comunista del Perú (PCP) sufrió en la década de 1960. En la década de 1970 el PCP “Patria Roja” se fracturó en dos organizaciones: la que conservó la denominación y la que pasó a llamarse Partido Comunista del Perú “Puka Llacta” (Pueblo Rojo), inspirada en la tesis de la guerra popular. Según Renique (2004) ambas organizaciones, de arraigo fuerte en Puno, congregan a maestros, técnicos y profesionales de origen campesino aymara, que en las décadas de 1970 y 1980 estudiaron en la Universidad Nacional del Altiplano, así como a hijos de hacendados empobrecidos. En la década de 1980 Puka Llakta pretendió disputarle espacio político-militar a Sendero Luminoso en la sierra central. El intento fracasó rotundamente; Sendero Luminoso arrasó en esa zona con Puka Llanta a través de la eliminación física de sus dirigentes (Manrique 1989).

[5] De acuerdo a la Constitución Política del Perú el mandato de los alcaldes y regidores municipales es “revocable pero no renunciable” (artículo 191).

[6] Uno de los concejales opositores a Robles habría declarado, en la segunda sesión, que “la muerte también es causal de vacancia”. Perú 21 (Lima) 27 de abril 2004.

[7] Perú 21 (Lima) 27 de abril 2004; Expreso (Lima) 29 de abril 2004; Caretas (Lima) 1822 (6 de mayo 2004) págs. 11-12; La Prensa (La Paz) 14 de mayo 2004.

[8] El Comercio (Lima) 27 de abril 2005

[9] Clarín (Buenos Aires) 28, 30 de abril y 20 de junio 2004; Caretas (Lima) 1822 (6 de mayo 2004); La República (Lima) 24 de febrero 2005.

[10] El Comercio (Lima) 15 de noviembre 2004.

[11] Solamente en el año 2003 el municipio administró más de un millón de dólares en concepto de coparticipación tributaria, pero entre 2001 y 2003 la inversión municipal fue cero: El Deber (Santa Cruz de la Sierra) 16 de junio 2004.

[12] CONDEPA fue fundada en 1989 en el sitio arqueológico de Tiwanaku; utiliza referencias de la cultura aymara en su propaganda política. Con buena implantación en el altiplano, ejerció los gobiernos municipales de La Paz y El Alto en la década de 1990.  Nueva Fuerza Republicana (NFR) fue fundada por Manfred Reyes Villa, alcalde de Cochabamba. Ambos partidos integraron el gobierno del general Hugo Banzer (1997-2001) y el de Jorge Quiroga (2001-2002); NFR también formó parte del segundo gobierno de Gonzalo Sánchez de Losada (2002-2003). En la época en que tuvo lugar el linchamiento de Ayo Ayo los dos partidos enfrentaban un rápido declinio en la política nacional coincidente  con las masivas movilizaciones de protesta social y el avance electoral del MAS (Movimiento al Socialismo), pero mantenían cierta presencia regional o local (Romero Ballivián 2003).

[13] La Razón (La Paz) 18 de junio 2004.

[14] “Llegó la justicia divina (…) este alcalde nos ha robado, nunca hizo obras”. Declaraciones del  presidente de la junta de vecinos de Ayo Ayo al diario El Deber (Santa Cruz de la Sierra) 16 de junio 2004.

[15] Por ejemplo http://www.pueblo indio.org; http://www.argentina.indymedia.org

[16] Resulta llamativo en todo caso que uno de los argumentos que intentan abonar la hipótesis de un nacionalismo aymara enfatice la presencia de banderas bolivianas en Ilave.

[17] Por ejemplo el linchamiento de cinco personas (algunas de ellas guardias civiles) ejecutado en Molloccahua (departamento del Cusco) en septiembre 1931: vid Orlove (1980, 1991).

[18] En México el encuadramiento de los linchamientos en supuestos usos y costumbres reavivó debates con motivo del linchamiento del ladrón de un templo en Magdalena Petlacalco (Tlalpan, Ciudad de México) en julio 2001. Vid La Jornada (Ciudad de México) 28 de julio y 1 de agosto 2001, y Ramírez Cuevas (2002). Para Mendoza (2003) no hay prueba de que los linchamientos tengan relación con el derecho comunitario en Guatemala, y es difícil encontrar algún caso en que los indígenas hayan recurrido a castigos brutales (azotes en público, cremación en vida, ahorcamiento, etc.) similares a los que ellos mismos sufrieron durante la conquista y la colonia.

[19] Felipe Quispe, dirigente de una de las tendencias más radicalizadas del nacionalismo aymara en Bolivia debió reconocer, después de haber justificado el asesinato por linchamiento del alcalde de Ayo Ayo, que “La justicia comunitaria no mata. Ellos (los comuneros) han exagerado. En la justicia comunitaria se castiga con «itapallo» o de otra forma, pero no se acaba con la vida”. Diario Río Negro, 17 de junio 2004. En el mismo sentido declaraciones del entonces diputado y dirigente campesino Evo Morales, actual presidente de Bolivia, en  El Diario (Cochabamba), 17 de junio 2004. Un diputado del Movimiento Indígena Pachacuti (MIP) de Bolivia apunta a cierta discriminación racista en algunos enfoques del asunto: “se sataniza y criminaliza a los movimientos indígenas y nos muestran a los aymaras y quechuas como unos animales. Cuando el ex presidente Gonzalo Sánchez de Losada masacró al pueblo como sucedió en octubre (2003) no se sataniza y por el contrario arguyen el cumplimiento del Estado de derecho” El Diario (Cochabamba) 17 de junio 2004.

[20] En el caso de Robles, por ejemplo, parece que lo que en definitiva provocó su muerte fue el golpe que se dio al caer, tras sufrir durante horas un intenso castigo, golpeando su cabeza contra la escalinata del palacio municipal a la que se lo estaba obligando a ascender. Es posible que aisladamente considerados o en su conjunto los azotes, patadas, garrotazos e incluso el par de puñaladas que recibió no bastaran para provocar su muerte; pero sin dudas contribuyeron a que se desmoronara y sufriera el golpe que acabó con su vida.

[21] El recurso al castigo físico como sanción por la comisión de determinados ilícitos plantea la cuestión de los límites del pluralismo jurídico en función de la prioridad asignada al respeto de los derechos fundamentales de las personas, así como pone de relieve la intervención de múltiples referentes culturales del concepto “derechos fundamentales de las personas” (Vilas 2001a, 2006). Sin perjuicio de su relevancia, ambos asuntos exceden los alcances de este trabajo.

[22] En otros casos se advierte la resignificación de algunos criterios tradicionales de autoridad para dar cabida a nuevas circunstancias de poder.  En la década de 1980 el protagonismo de algunos jefes guerrilleros mískito en el enfrentamiento al gobierno sandinista primero y en el proceso de paz después permitió su incorporación a los consejos de ancianos de algunas comunidades, pese su juventud y a  carecer de descendencia en tercera generación. La sabiduría tradicionalmente derivada de una prolongada experiencia de vida parece haber sido remplazada aquí por la emergente de la toma de ciertas decisiones políticas y por el reconocimiento de nuevas relaciones de poder con el Estado (Vilas 1992:331 y sigs. Lan  analiza la metamorfosis del papel de los medium y rainmen en algunas guerrillas africanas (Lan 1985).

[23] Brading (1991) es sin dudas el autor que con más meticulosidad y erudición ha estudiado los complejos procesos de articulación de instituciones, tradiciones y visiones entre lo pre-hispánico, lo colonial y lo post-colonial en Mesoamérica y los Andes.

[24]  Según Mauceri (1997) hacia fines de 1988, 104 alcaldes y 224 regidores habían renunciado a sus puestos por las amenazas de muerte de Sendero Luminoso. Entre 1987 y 1989 Sendero Luminoso asesinó a unos setenta alcaldes.

[25] Por “pedagogía perversa” me refiero al impacto del modo de ejercicio del poder por las élites (gubernamentales, económicas, u otras) sobre quienes deben acatarlo, en cuanto antes o después éstos tienden a incorporar esos modos a sus propias formas de relación con aquél (Vilas 1997).

[26] Por ejemplo Huasipungo, del ecuatoriano Jorge Icaza, o El zorro de arriba y el zorro de abajo, del peruano José María Arguedas.

[27] Vid Vilas (1992:258-263) para el caso de la Revolución Sandinista y los pueblos indígenas de la Costa Atlántica nicaragüense.

[28] Por ejemplo, a finales de mayo 2000 un conflicto entre familias en un caserío en los Andes centrales peruanos condujo al asesinato de 22 miembros de una de las familias, incluyendo 14 niños de entre uno y 13 años. Las víctimas fueron brutalmente golpeadas antes de ser muertas por medio de  armas de fuego (Páez 2000).

[29] El asunto fue destacado, entre otros, por el peruano José María Arguedas: en Cusco “señores e indios parecen aceptar diferencias que comprometen la propia naturaleza de las personas y no únicamente su condición socioeconómica” (Arguedas 1977:119).

[30] “Si es posible, que se cierre esta Participación Popular. Antes no peleábamos y hoy en día peleamos por una migaja y nos olvidamos de la nación” dijo la concejala Plácida Quispe (partidaria y nuera de Altamirano y sobreviviente del secuestro). La Razón (La Paz) 17 de junio 2004. Según la Oficina de Fortalecimiento de la Gestión Municipal del Ministerio de Participación Popular “cada día llega al menos una denuncia de corrupción contra autoridades municipales presentada por organizaciones cívicas”. Un 80% del total de denuncias se refiere a  corrupción en el manejo de fondos, en la compra de insumos y de equipamiento, y similares. La misma fuente estimó que a principios de 2004 unos cuarenta municipios tenían sus cuentas congeladas porque sus responsables no justificaron el uso del dinero asignado por el Estado. Como resultado de esto sus actividades estaban casi paralizadas, con el lógico descontento de sus habitantes.

[31] La Razón (La Paz) 18 de junio 2004. El Ministerio de la Participación Popular, creado como parte del programa neoliberal del presidente Gonzalo Sánchez de Losada, canaliza fondos líquidos del Ministerio de Hacienda a los municipios. La referencia al grupo “que proviene de las haciendas” alude a los trabajadores asalariados de las haciendas previas a la reforma agraria y al conflicto de éstos y sus organizaciones sindicales con las comunidades de base histórica campesina.

[32] La Razón (La Paz) 16 y 17 de junio.

[33] El Diario (La Paz) 16 de junio 2004.

[34] En enero de 2007 el prefecto (gobernador) de Cochabamba aceptó retirar un proyecto de referéndum sobre la autonomía de su región y pasó a la clandestinidad cuando unos veinte mil campesinos cocaleros “celebraron un cabildo abierto en la ciudad y amenazaron con tomar sus propiedades e, incluso, ejecutarlo en la horca si no renunciaba” (AFP/AP/Reuters 2007).

[35] Una vez más es necesario señalar que no es ésta una particularidad de los grupos subalternos. La misma “resignificación” de las reformas de mercado ha sido llevada a cabo por las élites del poder económico en su particular beneficio, en  varios países del hemisferio (Manzetti 1999;Vilas 2000b).

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