CARLOS M. VILAS(*)
Un Estado existe sobre todo en el corazón y en la mente de su pueblo;
si éste no cree que esté allí, ningún ejercicio lógico lo traerá a la vida.
Strayer, 1981:11
La reforma del estado figura instalada desde hace una década en el centro de la agenda gubernamental de Argentina, así como de otros países de América Latina y el Caribe, como efecto del decisivo involucramiento del Banco Mundial y otros organismos financieros multilaterales en los procesos de reestructuración económica y ajuste fiscal. La etapa actual de la reforma y su énfasis en proyectos de cambio gerencial y modernización tecnológica testimonian el tránsito de la utopía del estado mínimo del denominado “Consenso de Washington” a la necesidad de un estado efectivo propugnada en el llamado “Consenso post-Washington” (Banco Mundial 1997; Stiglitz 1998; Vilas 2000).
Rasgo sobresaliente de la presente etapa de la reforma es su fuerte sesgo instrumental y procedimental, con énfasis en la renovación del equipamiento informático, la incorporación de nuevos instrumentos de gestión electrónica, y la consiguiente modificación de procedimientos y estilos de administración. Destaca asimismo el objetivo de mejorar de este modo la calidad de la gestión pública, reducir costos financieros y atender mejor a las demandas y necesidades de la población.
En este documento se explicita el encuadre macropolítico e institucional de esta etapa de la reforma del estado. Reconociendo la especificidad de la dimensión instrumental de la reforma, y sin entrar a discutir la relevancia de su contenido o la coherencia interna de su diseño, la exposición que sigue llama la atención sobre la gravitación del marco político y de la configuración socioeconómica en la eficacia y las perspectivas de éxito de los programas de modernización.
El Estado: política y administración
Para una mejor comprensión de nuestro argumento conviene señalar que se sintetizan en el estadodos dimensiones básicas. La primera se refiere a él como expresión institucional de relaciones de poder y de principios de legitimación; es decir la dimensión típicamente políticadel estado. La segunda dimensión es eminentemente operativa: lo que usualmente se denomina sector público, administración pública o gestión pública.
Desde el punto de vista de la política, el estado es ante todo institucionalización de las relaciones de poder entre actores y de su articulación con el sistema internacional de relaciones políticas, comerciales y financieras. Las instituciones políticas y sus formulaciones constitucionales y legales son la expresión de un bloque de poder en el que se conjugan jerarquías de clase, étnico-culturales, de género, territoriales, entre otras, así como su trayectoria histórica. En consecuencia, las transformaciones del estado expresan siempre la existencia de cambios en la relación entre el estado y la sociedad. A su turno, esas modificaciones refuerzan las mutaciones experimentadas en el terreno de la sociedad y de la economía. Las estructuras de poder internacional gravitan fuertemente en las capacidades de acción y en las modalidades de organización de los estados, y en la compleja red de relaciones entre éstos y los actores que actúan en su territorialidad.
La segunda dimensión del estado es operativa, y refiere a las capacidades degestión. Es ésta una dimensión derivada de la anterior, en la que el estado define y ejecuta cursos de acción, y extrae y asigna recursos en función de objetivos referibles al núcleo de su politicidad. A través de ella la dimensión política o sustantiva del estado se explicita y desenvuelve en el funcionamiento cotidiano de las agencias públicas (gobierno central, fuerzas de seguridad, tribunales, escuelas, hospitales, etc.) y en sus múltiples relaciones con la sociedad y el mercado. El estado en cuanto estructura de poder funciona (es decir define objetivos y metas y moviliza recursos) a través de ese conjunto de agencias y procedimientos usualmente conocidos como administración pública o sector público.
El modo en que un estado lleva a cabo la administración de sus recursos y la gestión de sus políticas es analíticamente diferenciable de los arreglos de poder pero guarda a su respecto una relación de adecuación básica. Antes o después, cambios en las relaciones sociales de poder se traducen en nuevos diseños institucionales y en modificaciones en la gestión pública. Las capacidades de gestión estatal tienen como referencia y horizonte los objetivos de la acción política, y éstos siempre expresan, de alguna manera, los intereses, metas, aspiraciones, afinidades o antagonismos del conjunto social y de la jerarquización recíproca de sus principales actores.
Se desprende de lo anterior que la relación entre la gestión pública, la estructura socioeconómica y las orientaciones políticas del estado siempre es estrecha. Los estilos de gestión de los recursos públicos, y la conceptualización misma de ciertos recursos como públicos, guardan una vinculación íntima con los objetivos a los que apunta dicha gestión y, por lo tanto, con la configuración de la estructura de poder de la que esos objetivos derivan. Así, por ejemplo, el paradigma de gestión burocrática es típico de escenarios sociopolíticos de relativa estabilidad y autonomía operativa del estado respecto de una sociedad de masas con conjuntos sociales relativamente homogéneos. El supuesto de este esquema de gestión es la previsibilidad de la dinámica social de acuerdo a los grandes diseños estratégicos del desarrollo económico y el desempeño estatal; se espera de la normativa que contemple todas las situaciones que efectivamente pueden registrarse en la vida real. Típico ingrediente de este paradigma es el principio “lo que no está explícitamente permitido, está prohibido”, que ata el desempeño de los funcionarios a la observancia estricta de la norma.
Al contrario, un esquema de gestión de tipo gerencial usualmente responde a la necesidad de adaptación rápida a escenarios cambiantes de públicos segmentados, preeminencia de los tiempos cortos, objetivos circunscriptos, toma de decisiones con interpretación y aplicación flexibles de los marcos normativos, o incluso en ausencia de marcos normativos. El principio de legalidad recibe un tratamiento laxo, o bien la violación de las normas se justifica por imperativos de emergencia, necesidad y urgencia, o la invocación de alguna otra circunstancia excepcional. La pluralidad de públicos diferenciados demanda una labor permanente de focalización y ajuste de las políticas que, a su turno, ahondan la segmentación del tejido social. El concepto de ciudadano, portador de derechos generales y permanentes, es sustituído por la metáfora del cliente, con demandas específicas y segmentadas en función de contraprestaciones particulares de agencias especializadas.
Cada modalidad de gestión pública se articula a una matriz determinada de relaciones entre el estado y la sociedad, y contribuye a reproducirla. La gestión de las relaciones laborales entre empresas y trabajadores ofrece una buena ilustración de la vinculación entre esquemas de administración pública y relaciones y jerarquías sociales. El desarrollo del derecho del trabajo, como rama específica del derecho público, fue resultado de una configuración de relaciones de poder entre sindicatos y empresas en el marco de una sociedad de masas, esquema fordista de producción y creciente regulación estatal. La creación de este cuerpo legal ensanchó las modalidades de mediación pública, dio pie al desarrollo de nuevas agencias gubernamentales y ramas de administración de justicia, limitó las facultades decisorias de las empresas, acotó la capacidad de acción de las organizaciones laborales, y contribuyó al fortalecimiento de una ideología de derechos colectivos que coexistió con desiguales niveles de conflictividad con la ideología liberal tradicional de derechos individuales. Al contrario, la progresiva sustitución del derecho laboral por el derecho civil o comercial en el marco de la llamada flexibilización laboral, testimonia en nuestros días el retroceso de la capacidad de afiliación y de negociación de los sindicatos de trabajadores, junto con el predominio de esquemas de acumulación flexible, desregulación amplia de la economía, recuperación de capacidad decisoria por las empresas, y resurgimiento de una ideología de racionalidad individualista. El cambio de marco jurídico implica asimismo una transferencia de la gestión de las relaciones laborales del ámbito público al privado: empresas de mediación, administradoras de riesgos laborales, entre otras.
La reforma política del Estado
Desde fines de la década de 1970 tuvo lugar en Argentina una transformación profunda de las relaciones de poder político y económico con amplias proyecciones sociales e institucionales. Este proceso ha sido objeto de numerosos estudios que nos relevan de dedicarle aquí mayor espacio. El resultado de esos cambios estructurales es una fuerte concentración del poder económico, una notable subordinación a los movimientos internacionales de capital, la instalación de la valorización financiera como modalidad dominante de acumulación de capital, el desmantelamiento del parque productivo industrial, el deterioro del mercado laboral y un crecimiento persistente del número de familias en condiciones de pobreza.
Enmarcado en las transformaciones experimentadas por buena parte de la economía mundial, el proceso fue impulsado por un conjunto de decisiones políticas estratégicas. Estas decisiones se remontan a la reforma financiera de 1977 del régimen militar, se mantuvieron en la década de 1980, se ampliaron y consolidaron en los años noventa y se mantienen en la actual gestión gubernamental. Muy resumidamente puede enunciarse las principales: apertura asimétrica y desregulación amplia de la economía, estatización de la deuda externa privada e impulso a un proceso de creciente endeudamiento público, régimen de convertibilidad, amplio proceso de privatizaciones de activos y prestación de servicios, privatización del sistema de previsión social y consiguiente instalación del déficit fiscal como problema permanente del manejo de las cuentas públicas, regresividad del sistema tributario acompañada de elevados niveles de evasión.
Este conjunto de medidas provocó una profunda reasignación de recursos e implicó cambios profundos en las relaciones de poder en la sociedad, que habrían de alcanzar expresión y refuerzo en la red institucional del estado. Definido en términos elementales, el poder consiste en la capacidad de convencer u obligar a otros a hacer algo que no estaba en su intención hacer, o a abstenerse de algo que habrían querido hacer (Stoppino 1982). Esto se logra movilizando una variedad de recursos, entre ellos los de carácter económico. Cuando se modifican la distribución y el uso de los recursos, cambian las relaciones entre individuos y grupos sociales, así como su jerarquización y capacidades de acción y de imposición de objetivos y metas.
Producto de estas decisiones tuvo lugar una acelerada concentración de los activos, la riqueza y el poder en beneficio de un conjunto reducido de grupos económicos asentados en la valorización financiera del capital y actores dinámicos del endeudamiento externo y la fuga de capitales. La apertura asimétrica de la economía, la amplia desregulación y la acumulación de retrasos cambiarios estimularon la acumulación de fuertes déficit comerciales externos, la desindustrialización y desarticulación de las cadenas productivas, así como el crecimiento del desempleo abierto y el subempleo, la caída de los salarios reales y el aumento del número de hogares en condiciones de pobreza. El sistema de precios relativos que privilegia al sector de bienes no transables conspira adicionalmente contra una reactivación exportadora. Los efectos que podrían haberse derivado de las elevadas tasas iniciales de crecimiento del producto y de la productividad fueron apropiados de manera excluyente por los grupos más concentrados de la economía; la participación de los asalariados en el producto total cayó a los niveles más bajos de la historia estadística nacional, mientras el desempleo abierto trepaba a niveles desconocidos hasta entonces. Dependiendo el funcionamiento del esquema macroeconómico de un creciente endeudamiento público externo, el mantenimiento del gasto público bajo estricto control, se convirtió en objetivo de creciente prioridad a medida que la economía se desaceleraba y entraba en una fase depresiva.
Cuadro 1
Variación del gasto de la APN, 1993 y 2000
Millones de pesos corrientes y porcentaje
RUBRO |
1993 |
2000 |
DIFERENCIA |
|
$ Millones |
% |
|||
Gastos de consumo |
7.877,5 |
9.233,6 |
1.357,9 |
11,8 |
Intereses de la deuda |
2.570,4 |
9.646,0 |
7.075,5 |
61,3 |
Prestaciones de seguridad social |
14.174,2 |
17.498,1 |
3.323,9 |
28,8 |
Otros gastos ctes. |
5,2 |
317,8 |
312,6 |
2,7 |
Transferencias al sector privado
|
3184,4 |
4.949,7 |
1.765,2 |
15,3 |
Transferencias al sector público (1) |
6.172,1 |
4.521,5 |
- 1.650,5 |
- 14,4 |
Transferencias al sector externo |
149,0 |
73,7 |
- 75,2 |
|
GASTOS DE CAPITAL
|
3.552,2 |
2.987,3 |
- 564,9 |
- 4,9 |
GASTOS TOTALES |
37.683,1 |
49,227,7 |
11.544,6 |
100,0 |
Fuente: Vaca y Cao (2001) a partir de cifras del Presupuesto Nacional.
La estatización de la deuda externa convirtió a los pagos de intereses en el rubro principal del gasto público, como se advierte en el Cuadro 1. A esto debe agregarse el impacto fiscal de la privatización del sistema de pensiones y jubilaciones, que traspasó a las AFJP, libre de interés, la recaudación previsional, agravando el problema del desbalance fiscal planteado por los servicios del endeudamiento público (id. Cuadro 1).
Mayor que el crecimiento de la deuda pública externa fue el de la deuda externa privada. Sin embargo durante toda la década de 1990 y hasta la actualidad la capacidad del sector privado de generar divisas (vía endeudamiento externo y vía exportaciones) es menor que el valor de los capitales que exporta. La diferencia es aportada por el estado a través de su propio endeudamiento. Esto explica que el crecimiento de la deuda total corra paralelo con la evolución de la fuga de capitales al exterior, y avala la afirmación de que una de las finalidades del abultado endeudamiento estatal, muy por encima de sus propias necesidades de divisas, es el financiamiento de la exportación de capitales por el sector privado (Damil 1999; FIDE 2000; Basualdo y Kulfas 2000). Por último el régimen de convertibilidad determina que todo aumento de la masa monetaria debe llevarse a cabo vía crecimiento de las reservas convertibles; en consecuencia, el crecimiento del producto evoluciona paralelamente al crecimiento del endeudamiento externo, dadas las ya señaladas rigideces del esquema macroeconómico.
El estado fue así instrumentalizado en función de un nuevo estilo de acumulación y de las consiguientes transformaciones en la estructura de poder. En particular, cambió el modo de su relacionamiento con los actores de la sociedad y con el sector externo, que devino crecientemente internalizado. En efecto: parte importante del endeudamiento público de corto plazo es externo en cuanto está denominado en divisas convertibles, pero los tenedores de los bonos son actores domiciliados en el país: AFJP, bancos y otros actores del sistema financiero.
Tuvo lugar en consecuencia una verdadera reforma del estado que fue política y no sólo instrumental, en cuanto involucró el rediseño de las relaciones de poder, del modo en que ellas se procesan y de su articulación diferenciada a las instituciones públicas, y de los intereses que fueron erigidos, gracias a esa articulación, en objetivos nacionales. El impacto social de esa reforma es conocido: concentración acelerada de los ingresos, casi dos tercios de la población activa con problemas de empleo –incluido más de 30% en desempleo abierto--, 40% de la población en condiciones de pobreza -.-la mitad de ella niños y jóvenes--, elevados porcentajes de retardo mental en niños de hogares NBI,[1] deterioro acelerado de los sistemas de educación y salud, bajísimo rendimiento escolar[2], desmantelamiento del sistema de ciencia y técnica, prolongada depresión económica. A fines del año 2000 el 40% más pobre de los hogares del Gran Buenos Aires percibía menos de 17% del ingreso total, y el 30% medio un 25%, mientras que el tercio superior concentraba 58% y el 10% más rico el 29%.[3]
En términos institucionales, la implementación de este diseño involucró un violentamiento sistemático del estado de derecho y, en particular, del principio republicano y democrático de la igualdad ante la ley. El caso de los servicios públicos privatizados es el más conocido por su tratamiento privilegiado de las empresas y el descuido de los derechos de usuarios y consumidores (vid por ejemplo Azpiazu 1999; Schorr 2001).
En los esquemas desarrollistas o socialdemócratas, el estado se relaciona con las clases populares a través de un conjunto de instituciones públicas: el hospital, la escuela, el plan de obras. En la Argentina de hoy el hospital público y la escuela están en crisis profunda, y el plan de obras públicas no existe o es grotescamente sustituido por los “planes Trabajar”. En consecuencia, la policía y la gendarmería devienen las instituciones públicas de relacionamiento preferencial del estado con los pobres. En pleno siglo XXI, mirando hacia el horizonte ilimitado de la modernización, Argentina regresa a las clases peligrosas del siglo XIX.
Cuadro 2
GASTOS DE CONSUMO DE LA APN, 1993-2000
En % del total del gasto
RUBRO |
1993 |
1994 |
1995 |
1996 |
1997 |
1998 |
1999 |
2000 |
Remu-neraciones |
15,1 |
15,9 |
16,8 |
16,5 |
15,4 |
14,6 |
14,7 |
14,6 |
Bienes y servi-cios |
5,8 |
6,2 |
5,9 |
5,1 |
5,4 |
5,5 |
4,8 |
4,1 |
TOTAL |
20,9 |
22,1 |
22,6 |
21,8 |
20,9 |
20,1 |
19,5 |
18,8 |
Fuente: Vaca y Cao (2001) con base en el Presupuesto Nacional
En el terreno concreto de la administración pública nacional este panorama general se concretiza en sucesivos decretos de recortes salariales, agresiones verbales e institucionales a los agentes públicos, y en el violentamiento estatal de la contractualidad laboral. Esto último tiene lugar precisamente en momentos en que el impulso a la gestión por resultados y a otras modalidades de gerenciamiento empresarial pone el acento, precisamente, en los enfoques contractualistas de la relación de empleo público. A pesar del peso poco relevante de las remuneraciones en el gasto público total, la retórica gubernamental, los medios de comunicación y las consignas de los telepredicadores del neoliberalismo han convertido a los empleados públicos en los responsables de la crisis estructural y fiscal del país (cfr Cuadro 2). Junto con los jubilados y los proveedores del estado, los empleados públicos son, de acuerdo a la ley 25.453 de “déficit cero”, el pato de las nuevas nupcias del estado argentino con sus acreedores.
La modernización inducida
Sintéticamente resumido, éste es el escenario social, político e institucional en el que pretende implementarse la modernización del estado. Es inevitable que en estas condiciones el autismo e incluso ciertos rasgos esquizoides aparezcan en quienes tenemos, por responsabilidad laboral, impulsar esas reformas.
Por un lado, los modelos que inspiran la mayor parte de las mismas han sido generados en escenarios por demás distantes de éste que se acaba de resumir. Estados Unidos, Gran Bretaña, Australia, Nueva Zelanda, son hoy los referentes ideales del tipo de modernización gerencial que se busca introducir en el estado argentino, apostando a que oportunas operaciones de inducción decambio cultural permitan sortear la distancia entre las recetas y el paciente. Además de las sugerencias sensatas de quienes advierten sobre la inconveniencia de copiar diseños de gestión pública en situaciones históricas y culturales que tienen poco que ver con las originales (por ejemplo Schick 1998), viene al caso traer a cuento las experiencias recientes de Bolivia y de Ecuador en la década de 1990, donde el cambio cultural y la modernización estatal, inspiradas en la racionalidad contractualista e individualista debieron ser estratégicamente estimuladas por la implantación del estado de sitio. En todo caso, la tensión entre la necesidad de generar resultados en el corto plazo, propia de las consultoras, y el ritmo diferente del cambio de actitudes y comportamientos, propia de la realidad, explica el fuerte énfasis de la modernización del estado en la introducción de una batería de paquetes tecnológicos que permitirían sortear esos desencuentros.
A su turno esto refuerza el sesgo instrumental y ferretero de la mayor parte de los planes de modernización. Una buena informatización de los procedimientos, un eficaz portal informático, un cliqueo oportuno, permitirán dejar atrás las evidencias incómodas del tercer mundo y lanzarse de lleno a las delicias de la globalización.
Llevada a sus extremos y apoyada en las herramientas tecnológicas adecuadas, esta perspectiva enfoca al estado como una especie de gran empresa cuyos accionistas son los ciudadanos: “…la revolución digital recompondrá los dos vínculos –distintos pero relacionados— que unen a los pueblos y los gobiernos: uno, el que existe entre el gobierno y el ciudadano como cliente o consumidor de servicios públicos y, el otro, el que une al gobierno y al ciudadano, este último como «propietario» o «accionista» en la comunidad” (Tapscott y Agnew 1999).
Un corolario de esta metáfora, devenida paradigma, es que, por encima de todo, el estado debe ser rentable en los términos de una empresa de negocios; reducir el gasto público y cerrar el déficit fiscal se convierten el objetivos en sí mismos. En las condiciones de severo y persistente endeudamiento de la mayoría de los estados latinoamericanos, con la rigidez del gasto público que implica el cumplimiento de los compromisos financieros –condición a su turno de ulterior endeudamiento--el único gasto que no se reduce es el servicio de la deuda externa. La contracción del gasto y del déficit se hace a expensas de las otras erogaciones: salud, educación, deportes, ciencia y técnica, salarios, etc. El paradigma empresarial descarga de manera desigual el financiamiento (o el desfinanciamiento) de la firma-estado: sus productos sólo son accesibles a quienes pueden comprarlos. En escenarios de profundas y crecientes desigualdades como los predominantes en gran parte del mundo empobrecido, el traspaso de estos rubros al mercado ahonda adicionalmente las desigualdades y fortalece los procesos de exclusión. El concepto de ciudadanía portadora de derechos se metamorfosea en el de un sistema de créditos puntuales en beneficio del ciudadano-cliente; la universalidad de aquéllos cede terreno a la particularidad y puntualidad de éstos, y los dividendos que la firma-Estado reparte entre sus accionistas se limitan al concepto de bienes colectivos en la acepción restrictiva que les acuerda la economía neoclásica.
La modernización tecnológica puede aportar, por supuesto, enormes beneficios, pero a riesgo de parece anacrónico o troglodita, hay que señalar los riesgos de la importación indiscriminada de paquetes tecnológicos diseñados para otros escenarios sociales. La equiparación del progreso social con la incorporación de determinados procedimientos y artefactos suele llevar, en escenarios de profundas desigualdades sociales como los nuestros, a incrementar la rigidez y la fragmentación del tejido social, y a erosionar los espacios de acción colectiva. En la medida en que el acceso de los individuos, los hogares y las organizaciones a los avances de la nueva tecnología está mediado por las relaciones de mercado, es claro que los patrones de fuerte concentración de los ingresos y el deterioro de los mercados laborales discriminan contra los grupos menos solventes. Es ilustrativo en este sentido que el discurso de la ampliación del acceso a las nuevas tecnologías, en particular la conexión a internet, sólo excepcionalmente tiene como complemento acciones de política encaminadas a facilitar la utilización de los nuevos artefactos de manera comunitaria –en escuelas públicas, centros vecinales o similares.
Una discusión de las posibilidades reales o ficticias abiertas por las nuevas tecnologías informáticas al involucramiento ciudadano en la política cae fuera de los alcances de este trabajo. Planteamientos exultantes como el citado contrastan con el acceso restringido derivado de las ya señaladas profundas desigualdades sociales y regionales, y con enfoques mucho más equilibrados.[4]Entre tanto las fuertes apuestas emocionales y discursivas a las virtudes redentoras de ciertas herramientas y gadgets ilustran respecto de la persistencia de las fantasías fetichistas en plena postmodernidad, así como sobre la funcionalidad del pensamiento mágico a la rentabilidad de las empresas de tecnología de punta.
Consideraciones finales
Una gestión estatal de calidad (es decir, eficaz, eficiente y responsable) se fundamenta en el principio elemental de que siempre es mejor hacer bien las cosas que hacerlas mal o de modo chapucero. De manera un poco más sofisticada, es posible vincular la calidad de la gestión pública a los principios básicos de un régimen democrático, aunque la relación entre calidad de la gestión y tipo de régimen político dista mucho de ser unívoca. La responsabilidad pública de los funcionarios, el control ciudadano de las acciones de gobierno, la separación entre el patrimonio público y el patrimonio de los funcionarios, son todos ingredientes de un régimen político que apuntan, entre otras cosas, al uso correcto de los recursos públicos, algo que usualmente se asocia con la democracia y el buen gobierno. En particular hay que mencionar la vinculación, que posiblemente se remonta a las revoluciones burguesas, entre participación política y tributación. El financiamiento del estado proviene siempre, en definitiva, de los recursos que extrae de la sociedad; existe por lo tanto una obligación legal e incluso ética de los funcionarios de dar un uso correcto al producto de esa exacción, asignándole el destino definido por los ciudadanos y sus representantes, y gestionándolo con eficiencia.
Sin embargo, una buena administración no mejora la calidad de los objetivos de las políticas a cuyo servicio se desenvuelve. Un tratamiento de los instrumentos sin una consideración de los objetivos de la acción estatal y sin referencia a las configuraciones de poder que les sirven de sustento, olvida la dimensión sustantiva de la problemática y contribuye a promover o a aceptar como ineludibles o inamovibles, objetivos contingentes a arreglos particulares de poder.
El siglo veinte presentó múltiples ejemplos de cuidadosas preocupaciones instrumentales al servicio de objetivos y políticas deleznables, desde la muy prolija contabilidad de los campos de exterminio nazi hasta la de los centros clandestinos de detención y exterminio en nuestro país. Otras veces, los logros instrumentales positivos quedaron diluidos en el saldo final del régimen político del que formaron parte: la reforma administrativa de Mussolini permitió que los trenes italianos llegaran a horario, pero la puntualidad ferroviaria –ciertamente un logro importante-- no mejoró el resultado general o el juicio histórico universal sobre el fascismo.
En los escenarios predominantes de profunda fragmentación y desintegración social, con procesos de exclusión de los que la reorientación del estado y el ajuste macroeconómico permanente no son ajenos, es legítimo albergar dudas no sólo respecto de la eficacia de la reforma instrumental del estado para incidir significativamente en el enfrentamiento a esos procesos --una cuestión que, en verdad, es ajena a sus preocupaciones-- sino también con relación a la solidez y alcances de las reformas institucionales mismas. Los modelos instrumentales de reforma y gestión pública que estamos intentando implementar han sido desarrollados en su enorme mayoría en sociedades que, además de la institucionalización del neoliberalismo como paradigma de reorganización social y conducción política, se caracterizan por una comparativamente alta homogeneidad cultural, amplio acceso a los satisfactores sociales básicos, mecanismos relativamente eficientes de promoción y compensación social, y niveles relativamente amplios de desarrollo educativo –producto todo ello de estrategias políticas previas de tipo socialdemócrata y del estado de bienestar. Difícilmente podría pensarse en un conjunto de condiciones más alejado de las que se gestaron en el último cuatro de siglo y modelaron a la Argentina actual. Es asimismo cuestionable que el parentesco ideológico de los gobiernos pueda compensar las falencias en estas dimensiones sustantivas:lo que la historia y la estructura no dan, Harvard no presta.
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REFERENCIAS
(*) Ponencia presentada en el Primer Congreso Argentino de Administración Pública. Rosario (31 de agosto 2001). El autor es Presidente del Instituto Argentino para el Desarrollo Económico y profesor de la Universidad Nacional de Lanús.
[1]La Nación, 12 de junio 2001
[2] Clarín, 29 de agosto 2001.
[3]Encuesta Permanente de Hogares, Instituto de Estadística y Censos, Ministerio de Economía, onda octubre. Cubre Ciudad de Buenos Aires y municipios del área conurbana.
[4]Vid por ejemplo European Commission (1996) y OECD (1999).