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Carlos M. Vilas (*)

 

RESUMEN

Existen dos interpretaciones predominantes respecto del estado en la globalización. Para una de ellas los movimientos transfronterizos propios de la globalización cuestionan la soberanía del estado, acotan sus capacidades de acción y conducen antes o después a su tendencial desaparición; el estado sería víctima de la globalización. A su turno, la globalización es vista como el resultado del progreso técnico y del desarrollo de los mercados. Para la otra interpretación el estado es una de las fuerzas que hacen posible e impulsan la globalización, en respuesta a crisis y desarrollos internos; el estado sería un promotor político de la globalización. El artículo discute ambas interpretaciones. Partiendo de una diferenciación conceptual entre soberanía y autonomía del poder estatal, interpreta las tensiones contemporáneas entre estado y globalización como el capítulo más reciente de un proceso multisecular de confrontaciones y acuerdos entre la dinámica transterritorial del capital y la territorialidad de la organización estatal del poder político, en escenarios caracterizados siempre por una desigual distribución de los recursos, del conocimiento científico-técnico y por lo tanto del poder de los actores sociales, las organizaciones económicas y los estados. La fenomenología de esas tensiones y conflictos y los recursos e instrumentos movilizados varían en diferentes épocas, áreas del mundo o niveles de desarrollo de las instituciones políticas y de las organizaciones económicas. Los objetivos que los actores persiguen y sus relaciones recíprocas de poder inciden para que algunas capacidades estatales se reduzcan, otras se amplíen, o surja la necesidad de nuevas modalidades de gestión estatal.

 

Introducción

Una serie de hechos vinculados al mundo de las finanzas abrió las puertas en la década de 1970 a lo que desde entonces se conoce como globalización. La flotación del dólar, la hiperliquidez internacional, la aplicación de tecnologías informáticas de reciente desarrollo a las operaciones financieras y comerciales, el surgimiento de nuevos instrumentos financieros y de operaciones de nuevo tipo, impulsaron una extraordinaria expansión de los negocios, la aceleración de las transacciones y una ampliación sin precedentes de su cobertura geográfica. Veinte años después se estimaba que 95% de las operaciones de los mercados cambiarios sumaba más de 1.3 billón de dólares por día en movimientos de fondos que arbitraban tasas de interés, tipos de cambio y expectativas de los mercados bursátiles. Alrededor de 80% de las transacciones en esos mercados daba origen a movimientos de entrada y salida en plazos no mayores de siete días, o un promedio de 50 movimientos al año. Por cada 100 dólares de inversión en activos fijos en todo el mundo, los préstamos alcanzaban en 1964 a 6.2 dólares, mientras que tres décadas más tarde llegaban a 130 dólares. Con relación al comercio internacional las relaciones eran de 7.5 y 105 (Vilas 2000a). La caída del muro de Berlin, la guerra del Golfo Pérsico y la implosión de la URSS alimentaron la convicción de que también la política, y no sólo el mundo de los negocios, se estandarizaba –y lo hacía en clave democrática. La coincidencia de estos tres sucesos en sólo un par de años reforzó la imagen de una aceleración de los tiempos. Se cerraba una historia de conflictos, angustias y desazones y empezaba un mundo integrado y democratizado por la globalización. Durante ese mismo tiempo las disparidades mundiales en materia de ingresos, acceso a servicios básicos, esperanza de vida, seguridad, no cesaron de aumentar, y verdaderos genocidios se cometieron en Europa y en Africa. La humanidad seguía viviendo en un mundo de extraordinarias disparidades y de brutales conflictos que no tenía cabida, o sólo la tenía marginalmente, en la interpretación globalizadora. El derrumbe de las Torres Gemelas puso fin a la fantasía.

 

La producción literaria sobre la globalización fue cuantitativamente monumental --hubo incluso obras para niños (Producciones García Ferré 1999). Una de las cuestiones políticas en las que se puso mayor acento refiere a las modificaciones que impone al estado, por la fijación de las capacidades de gestión de éste a un territorio determinado. Al contrario, la transterritorialidad hace a la esencia misma de la globalización; sus actores se desplazan de un lugar a otro del globo, sortean fronteras, definen redes de intercambio material y simbólico por encima de los estados, reclaman y obtienen solidaridades y generan identidades al margen de lo estatal. La materialidad del estado moderno cede ante la virtualidad de la globalización post-moderna. El estado resulta así, en un primer enfoque, víctima de la globalización. Los actores y procesos que la caracterizan tocan a muerto para una institución pesada, vaciada de contenido, aferrada a un territorio de más en más irrelevante.

 

En un segundo enfoque el estado, lejos desaparecer, es quien establece las condiciones de desarrollo de la globalización, fortalece a sus actores y les brinda marcos jurídico-políticos de eficacia. Sin su asistencia –por ejemplo generando nuevos marcos normativos, compitiendo por el control de recursos naturales, interviniendo en la regulación de los movimientos de fuerza de trabajo-- las grandes transformaciones de la economía capitalista difícilmente habrían tenido lugar. El estado sería entonces algo así como el promotor político de la globalización.

 

Las dos primeras secciones de este texto desarrollan los aspectos centrales de una y otra hipótesis. En la sección siguiente se ofrece una versión más balanceada del asunto, a partir de una diferenciación conceptual entre soberanía como atributo típico del estado que dota de imperatividad a sus decisiones dentro de su delimitación territorial, y autonomía como capacidad política  para tomar decisiones en escenarios de restricciones variables y marcadas desigualdades de poder.

 

1.         El estado víctima de la globalización

La hipótesis, sintéticamente planteada, afirma que el carácter transfronterizo de las transacciones financieras y comerciales, la extraordinaria movilidad del capital y la información, y el surgimiento de un arco amplio de actores desterritorializados reduce la capacidad regulatoria del estado. Adicionalmente, muchas de las nuevas tecnologías bélicas son accesibles a actores no estatales –empresas, grupos criminales, terroristas—que cuestionan la aspiración estatal al monopolio de la violencia. Estos nuevos factores de debilitamiento del poder estatal se agregan a otros más tradicionales: organizaciones multilaterales de la más variada índole que condicionan severamente la gestión estatal en materia fiscal y financiera, en lo relativo al medio ambiente, los derechos humanos y muchos otras cuestiones de similar relevancia. Autores como O’Brien (1992), Guéhenno (1995), Thurow (1996), Ohmae 1997) y más recientemente Hardt y Negri (2002) son representativos de esta interpretación. Para Lester Thurow por ejemplo --uno de los escritores más creativos de las últimas décadas— el mundo de la globalización sería a un mismo tiempo una fábrica global y un shopping mall global: “Por primera vez en la historia humana cualquier cosa puede ser hecha y vendida en cualquier lugar. En la economía capitalista eso significa producir cada componente y desempeñar cada actividad en el lugar del globo en que pueda hacerse más barato y vender los productos resultantes donde los precios y las ganancias sean más altas” (Thurow 1996:114). De acuerdo a Keinichi Ohmae "...el estado-nación se ha convertido en una unidad artificiosa, incluso delusoria, a la hora de reflexionar u organizar la actividad económica. ... Siendo como es una creación de una etapa mucho más antigua de la historia industrial, no tiene los incentivos, ni la credibilidad, ni los instrumentos, ni la base política para desempeñar una función eficaz en una economía en la que de verdad no existen fronteras" (Ohmae 1997:64). Por su lado Jean-Marie Guéhenno apunta a la ubicuidad del valor añadido de los productos a causa del auge de las corporaciones trasnacionales. “Tan pronto como pretende gravar las nuevas formas de creación de la riqueza, el estado nacional entra en competencia con el mundo entero y no puede impunemente exigir más impuestos que sus competidores en la carrera del capital y el talento” (Guéhenno 1995:26).

 

Las fronteras territoriales de los estados ya no coinciden con los límites o la extensión de la autoridad política sobre la economía y la sociedad. Producto emblemático de la modernidad, el estado cae víctima de los embates de la globalización, expresión paradigmática de la post-modernidad. Los estados-nación son rémoras del pasado, afirma Ohmae. "Los procesos de convergencia impulsados por la información y la tecnología (...) ya han convertido las fronteras políticas en líneas que carecen de sentido en los mapas económicos" (op.cit. pág. 49); en un mundo sin fronteras “el interés nacional tradicional -que ha devenido en poco más que un pretexto para conceder subsidios y protección- no tiene ni utilidad ni sentido. Se ha convertido en una bandera de conveniencia para aquellos que, habiéndose quedado descolgados, no quieren tanto una oportunidad para reintegrarse en la marcha hacia el progreso como un instrumento para conseguir que los demás también se detengan” (ibid. 91). Afirma que hemos ingresado a la época de los “estados-región” definidos por el hecho de tener el tamaño y la escala adecuadas para ser “verdaderas unidades operativas en la economía mundial actual. Las suyas son las fronteras -y las conexiones- que importan en un mundo sin fronteras" (íd. pág. 20 y 110-111). Son “zonas económicas naturales”; pueden encontrarse o no dentro de las fronteras de un país determinado: “Que sea así es un simple accidente histórico” (pág. 111). Da como ejemplos de estos  “estados regionales” el norte de Italia, el corredor San Diego/Tijuana en la frontera entre Estados Unidos y México, la región de Gales en el Reino Unido, la Región de Rhône-Alpes en Francia que tiene relaciones estrechas con el norte de Italia, el Parque Triangular de Investigación en Carolina el Norte, entre otros.

 

La desterritorialización de la economía pone en crisis la soberanía del estado. La capacidad estatal de conducción y de reclamar consentimiento de los actores que operan en su territorio “resulta minada por la globalización de las principales actividades económicas, por la globalización de los medios masivos y las comunicaciones electrónicas, y por la globalización del delito” (Castells 1997:244).  En estas condiciones el estado deviene apenas una componente más de una red global de poder. Merced a su capacidad de operar en escala global, un conjunto de nuevos actores no estatales se apropia de atribuciones de decisión y control que antes ejercía el estado. La coordinación de decisiones y los acuerdos de poder de estos actores da nacimiento a una verdadera clase dominante global, difusora de una nueva ideología, una nueva cultura y detentadora de un nuevo tipo de poder (Robinson & Harris 2000; Sklair 2001). En realidad cambia profundamente la identidad de todos los actores y no sólo de los que ocupan posiciones de poder: “En lugar de sujetos autónomos, sólo hay situaciones efímeras en función de las cuales se traban alianzas provisionales apoyadas en competencias movilizadas para la ocasión. En lugar de un espacio político, lugar de solidaridad colectiva, no hay sino percepciones dominantes, tan efímeras como los intereses que las manipulan. La atomización y la homogenización a un tiempo. Una sociedad que se fragmenta hasta el infinito, sin memoria ni solidaridad, una sociedad que sólo recupera su unidad en una sucesión de imágenes que los media le devuelven de sí misma cada semana. Una sociedad sin ciudadanos y, por tanto –finalmente- una no-sociedad” (Guéhenno 1995:46).[1] La identidad del pueblo es sustituida “por la movilidad, la flexibilidad y la perpetua diferenciación de la multitud” (Hardt y Negri 2002:302). La fragmentación o descomposición de los grandes agregados identitarios –ante todo las clases sociales, pero también la idea de un pueblo-nación, y en general de cualquier categoría que intente “fijar” una determinada identidad colectiva—, el repudio post-moderno a los metadiscursos, el desplazamiento de lo nacional a lo local, erosiona los referentes reales o simbólicos de relativa permanencia y las “grandes narrativas” y produce el “eclipse del interés general” (Rodottà 2000:77).

 

Hardt y Negri son quienes más lejos llevaron este enfoque de las cosas, en una obra de gran despliegue retórico. Afirman que la soberanía ha adquirido una forma nueva, compuesta por una serie de organismos nacionales y supranacionales unidos por una única lógica de dominio. A esa forma global de soberanía la denominan “imperio” (op.cit. pág. 11). En contraste con el imperialismo, que implicaba dominio territorial, el imperio no establece ningún centro de poder y no se sustenta en fronteras o barreras fijas. Es un aparato descentrado y desterritorializador de dominio que progresivamente incorpora la totalidad del globo dentro de sus fronteras abiertas y en permanente expansión. Expresión de un mundo post-moderno el imperio maneja identidades híbridas, jerarquías flexibles e intercambios plurales a través de redes adaptables de mando. “El concepto de imperio se caracteriza principalmente por la falta de fronteras: el dominio del imperio no tiene límites” (pág. 13). “El imperio es el no lugar de la producción mundial donde se explota la fuerza laboral” (ibid. 189). Con él la abstracción de las relaciones de poder respecto de los actores que les dan vida alcanza su expresión máxima –en una especie de metástasis de las versiones más crudas del estructuralismo— y la diversidad de las identidades étnicas, de clase, nacionales, políticas, se diluye en un conjunto igualmente abstracto: la multitud.

 

La pérdida de poder del estado y la desterritorialización tienen efectos en las instituciones y procesos de la democracia, aunque en este punto los autores no se ponen de acuerdo. Para algunos el impacto es negativo. La democracia, afirman, supone la existencia de un estado-nación soberano –incluso la democracia en el nivel local. La disyunción geográfica entre sujeto activo de la democracia (la ciudadanía) y el marco institucional y al mismo tiempo destinatario de la participación democrática (el poder político institucionalizado) vacía a la democracia de contenido. La democracia requiere que los poderes estatales “sean ejercidos por medio de un régimen político que organiza la lucha política de conformidad con el principio de la soberanía popular, un régimen, que, por lo tanto, convierte a los súbditos en ciudadanos dotados de derechos políticos verdaderamente eficaces”. Un estado soberano comporta un gobierno capaz de actuar como representante de la voluntad mayoritaria del pueblo; si el estado no es soberano, esa representación es imposible. “Donde ninguna autoridad es soberana, la democracia –el régimen de la soberanía popular—es simplemente impensable” (Martins 1996; en sentido similar Gómez 2000). La globalización alimenta un desplazamiento institucional de temas y decisiones desde el estado hacia actores independientes, al margen o superiores a él. Si las decisiones relevantes para una sociedad se toman afuera de ella –sea este afuera el Consejo de Seguridad de la ONU, la Reserva Federal de Estados Unidos, las reuniones del Grupo de los 8, el directorio del Fondo Monetario Internacional, el del Banco Mundial, o el de alguna empresa transnacional— es evidente que muy pocos si alguno de los ciudadanos tiene participación en esos ámbitos. Si a esto se agrega el alcance cada vez más amplio de las grandes cadenas multimedia,  parece evidente que los temas susceptibles de decisión estatal, y la propia capacidad de decisión –respecto de los cuales la ciudadanía reclama participación y representación-- se reducen mucho. “…el debate político presupone la existencia de un cuerpo político” señala Guéhenno y concluye: “El desaparecer de la nación lleva en sí la muerte de la política” (Guéhenno 1995:20, 27).

 

Para otros autores en cambio las cosas no podrían ser más auspiciosas. Los cambios políticos registrados en Europa a partir de 1989 –en particular el derrumbe de la URSS y la debacle de los partidos comunistas-- y el desmantelamiento de los instrumentos de planificación e intervención estatal demuestran la relación estrecha que existe entre globalización y democratización. El mundo estaría en presencia de una “tercera ola” de democracia (Huntington 1994) o de una “tercera vía” superadora de la socialdemocracia tradicional que condujo a los excesos y desequilibrios del estado de bienestar (Giddens 1991, 2001). Por su lado, las innovaciones en materia de microelectrónica y en tecnología de comunicaciones y la expansión de la internet, en el marco de demandas crecientes de transparencia pública y de fiscalización de la gestión gubernamental, ampliaron el acceso de mucha gente a información gubernamental desde sus propios hogares, simplificaron trámites y aceleraron procesos, y le permitieron comunicarse entre sí respecto de éstas o cualesquiera otras cuestiones sin pasar por los filtros de la burocracia. Se está en presencia así de una democracia digital a salvo de las manipulaciones de las corporaciones políticas tradicionales y de los demagogos (Bollier 1997; Ianni 1998; Tapscott y Agnew 1999). Una democracia superior a la tradicional: mientras la democracia representativa y la democracia directa poseen como rasgo común una participación intermitente de los ciudadanos, la democracia digital es una forma de democracia continua, “donde la voz de los ciudadanos se puede alzar en cualquier momento y desde cualquier lugar y formar parte del concierto político cotidiano” (Rodottà 2000:9, 119 y sigs.).

 

Otros autores ven en el retroceso del estado y en la erosión de su base territorial condiciones para el desarrollo de nuevas formas de ciudadanía y de lucha democrática. El achicamiento virtual del mundo por la mayor interconexión informática estaría abriendo nuevas posibilidades para las propuestas y movimientos emancipatorios de individuos y grupos a quienes sus propios estados deniegan justicia o de alguna manera reprimen. O bien la generación o agravamiento de algunos problemas de proyección mundial –por ejemplo, el deterioro ecológico— están demandando, y haciendo posible, emprender acciones de alcance también transnacional al margen, en paralelo o en oposición a lo que los estados hacen o dejan de hacer. En este sentido, los desarrollos recientes de la teoría y la práctica de los derechos humanos, ecológicos, laborales, y otros, ponen el acento en la soberanía social mucho más que en la soberanía estatal. Resurge de esta manera uno de los temas centrales de la teoría y la práctica de la democracia. Si en sus orígenes la concepción moderna de la ciudadanía se refería al reconocimiento de derechos individuales frente al estado absolutista, el reconocimiento contemporáneo de un plexo creciente de derechos exigibles transterritorialmente plantea la hipótesis de una “ciudadanía cosmopolita” reivindicable urbi et orbi (Archibugi 1993, 2000; Falk 1994). Escenario conflictivo y contradictorio, el de la globalización es también uno de oportunidades, tanto como de constricciones, para el desenvolvimiento de las convicciones democráticas de los actores.

 

Dieron pie a la idea de una ciudadanía global las grandes movilizaciones de protesta que convocaron en la década de 1990 y comienzos de la siguiente a un amplio arco de organizaciones no gubernamentales, movimientos identitatorios, organizaciones sindicales y de derechos humanos, asociaciones de pequeños productores, movimientos ecologistas, uniones de consumidores, etcétera, provenientes de una pluralidad de países. Esas manifestaciones multitudinarias que reúnen a gente de varios países al mismo tiempo, pueden ser vistas como la continuación de las grandes movilizaciones europeas de la década de 1980 contra las armas nucleares y por la paz mundial, que contribuyeron a desbloquear el flujo de información entre el Este y el Oeste y a la erosión de los regímenes comunistas. Los blancos de las movilizaciones de los noventas eran elementos típicos de la globalización: las asambleas anuales del FMI y el Banco Mundial  o las “cumbres” económicas de Davos, el Acuerdo de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA), la propuesta estadounidense de un Area de Libre Comercio para las Américas (ALCA) y las políticas que de todo esto se derivaban. Seattle a nivel global y Porto Alegre en el plano latinoamericano fueron los referentes paradigmáticos de esta búsqueda de construcción de un poder contrahegemónico por encima de las fronteras (Seoane y Taddei 2001; Sader 2002).

 

Este fue el clima de opinión en el que se ubica el libro de Hardt y Negri (op.cit. 16). Según estos autores el imperio integra las funciones del estado democrático en los mecanismos de mando global de las grandes empresas transnacionales. Por lo tanto, la resistencia “debe situarse en un nivel igualmente global. (...) No es posible oponer resistencia al imperio a través de un proyecto que apunte a lograr una autonomía limitada... debemos atravesar el imperio y salir del otro lado” (pág. 186) recomiendan en tono militante. “La globalización debe enfrentarse con una contraglobalización, el imperio con un contraimperio” (loc.cit). El paso inicial en esa lucha es la deserción (pág. 190), es decir una estrategia de salida en el sentido de Hirschman (Hirschman 1977). “Las batallas contra el imperio podrían ganarse a través de la renuncia y la defección. Esta deserción no tiene un lugar; es la evacuación de los lugares del poder” (íd. 191). El sujeto de esa salida en el proceso de construcción de un contrapoder ya no puede serlo la clase trabajadora, ni el pueblo en el sentido que le asignaba la política democrática de la modernidad, sino el conjunto multifacético y siempre cambiante de esa pluralidad de identidades física o virtualmente reunidas al mismo tiempo que desterritorializadas, flexibles y perpetuamente diferenciadas: la multitud.

 

2.         El estado promotor de la globalización.

Un número importante de estudios atribuye las transformaciones asociadas a la globalización a las acciones de las autoridades estatales. Afirman que desde la década de 1970 los gobiernos han formulado políticas en respuesta a crisis económicas domésticas precipitadas por una serie de shocks externos, por la desregulación financiera en Estados Unidos –dirigida ésta a sostener los niveles extraordinarios de financiamiento del déficit y responder a la prologada recesión que se inició en 1974--, para promover los negocios internacionales de determinadas corporaciones, o como parte de la confrontación Este-Oeste en áreas estratégicas para la coalición de naciones conducida por Estados Unidos. La hipótesis plantea que el estado crea las condiciones para la globalización, tanto activa como pasivamente. En el primer sentido, ejecutando políticas y emprendiendo acciones directas que impulsan desarrollos científicos y técnicos, orientando el comercio y el sistema financiero, planificando actividades e incluso haciéndose cargo directamente de algunas de ellas. Indirectamente, estableciendo marcos jurídicos de imposición y/o regulación que definen las condiciones de acción de terceras partes –empresas, organismos no gubernamentales-- y de sus propias agencias. En sentido pasivo, delegando atribuciones y funciones en entidades multilaterales o en beneficio de terceras partes.

 

Esta hipótesis es fruto de la convergencia de dos corrientes de análisis del capitalismo. De una parte la teoría marxista, que por encima de sus muchas variantes afirma la funcionalidad del estado a la acumulación de capital. Desde la metáfora más bien simplista del “comité de gestión de la burguesía” hasta las más sofisticadas versiones del regulacionismo se reconoce que el estado se encuentra, en el límite de sus capacidades de gestión autónoma, subordinado a los intereses, metas y objetivos de la clase dominante, a cuya realización contribuye y otorga imperatividad (por ejemplo Cox 1987; Panitch 1994, 1997; Bienefeld 1994; Vesseth 1998; Cox & Skidmore-Hess 1999; Saxe-Fernández 1999). Una proposición que, en realidad, ya había sido formulada por el propio Adam Smith en los albores del capitalismo industrial: “El gobierno civil, en la medida en que es instituido para la seguridad de la propiedad, es en realidad instituido para defender a los ricos contra los pobres, o a aquellos que tienen alguna propiedad contra los que no la tienen” (Smith 1776:236).  La segunda corriente deriva de la escuela del institucionalismo histórico, que demostró el carácter estratégico del papel desempeñado por el estado en la formación de las economías capitalistas modernas (por ejemplo Veblen 1915; Polanyi 1944; .Gerschenkron 1962; Fishlow 1965; Kitching 1982). Esta corriente de análisis fue reforzada por los estudios sobre el desarrollo industrial de Japón y otras naciones del Asia y el Pacífico en la segunda mitad del siglo XX (por ejemplo Johnson 1962; Amsden 1988;Wade 1990; Evans 1995; Weiss 1998). El reconocimiento de la contribución estatal a la globalización capitalista se encuentra también en algunos de los autores mencionados en la sección anterior –por ejemplo Ohmae 1997:41-43), pero la hipótesis a la que se hace referencia ahora asigna al estado un papel mucho más decisivo que el de acompañamiento o coordinación.

 

Los autores de esta corriente comparten como punto de partida que el estado capitalista siempre desempeña o se espera que desempeñe algunas funciones básicas respecto del capital: seguridad, crear condiciones políticas para la acumulación, dar sustentabilidad y gobernabilidad a los acuerdos de poder entre clases y grupos sociales. Esto incluye garantizar los derechos de propiedad y el respeto a los contratos, unificar monedas, sistemas de pesas y medidas, medición del tiempo, creación y desarrollo de infraestructura, preservación del medio ambiente, etcétera. El modo y los alcances de ese desempeño varían de acuerdo a un arco amplio de cuestiones y, en definitiva, a las relaciones de poder entre fuerzas sociales. En el pasado estas funciones se desempeñaban fundamentalmente fronteras adentro: constitución de mercados nacionales, integración de la población a las relaciones capitalistas, homogenización cultural, eliminación o subordinación de desafíos políticos, y similares, aunque el colonialismo, el imperialismo y la competencia por la superioridad militar demuestran que también hubo un desempeño “hacia afuera”. Hoy, prácticamente completado el control del espacio físico y el despliegue territorial del mercado capitalista dentro de las fronteras nacionales, la dimensión “externa” o transnacional  adquiere más relevancia que la anterior.

 

En esta misma línea de análisis se afirma que la tesis del fin del estado tiene varias debilidades. En primer lugar, la tesis de la victimización exagera la homogeneidad de estos procesos. No todos los estados responden de la misma manera a los cambios en sus entornos y en sus propias sociedades. Los gobiernos del sudeste de Asia y las socialdemocracias europeas tuvieron políticas proactivas en defensa de sus empresas y de sectores más amplios de población, que contrastan con la pasividad de la mayor parte de los gobiernos de América Latina. Las diferencias en las respuestas obedecen a un conjunto amplio de factores intervinientes: características diferenciales de sus clases sociales, grados variables de homogeneidad sociocultural, relevancia de los respectivos países en la confrontación Este/Oeste para las potencias hegemónicas, eficacia de los organismos públicos, etc.

 

En segundo lugar está lo que Weiss denomina “construcción política de la debilidad estatal” (Weiss 1998:193). Pasar de un estado proactivo o intervencionista a un Estado que se desprende de sus capacidades de gestión y de conducción del conjunto social implicó el despliegue de una extraordinaria fuerza política en el sentido de imposición de decisiones a contracorriente de lo que hasta ese momento era el funcionamiento normal del estado y el modo convencional de articularse con las organizaciones económicas y la sociedad. Fue una transformación que se hizo a través de la sanción de leyes, la emisión de decretos y nuevas reglamentaciones, la transferencia de competencias y responsabilidades, cuya efectividad fue garantizada por la difusión de la consigna política “no hay alternativas” y por la contundencia de los gases lacrimógenos, los camiones hidrantes y las balas de la policía.   

 

Más que la supresión del estado por el capitalismo global, lo que se percibe son estados muy activos y grupos de poder trabajando en consonancia para asegurar un marco jurídico y político que dé imperatividad a la variante anglosajona de capitalismo: lo que Stephen Gill llamó “el nuevo constitucionalismo del neoliberalismo disciplinario” (Gill 1992; en el mismo sentido Dore 2000). Se advierte en este particular una gravitación creciente de los estándares legales estadounidenses tanto a nivel internacional como en los sistemas jurídicos domésticos para regular los sistemas financieros. Con una frecuencia que crece a diario, conflictos legales de intereses son planteados ante tribunales de Estados Unidos, y las grandes firmas legales de Estados Unidos protagonizan, desde hace varias décadas, un acelerado proceso de expansión transnacional (Sassen 1996; Dezalay & Garth 2002). En poco más de una década aumentó dramáticamente el número de estados que han dado nacimiento a regímenes institucionales que definen y garantizan los derechos domésticos y globales del capital a través de tratados internacionales de jerarquía constitucional. Las políticas de desregulación y privatización que pusieron en movimiento a la globalización no sólo implicaron la sanción de una cantidad notable de nuevas normas para permitir funcionar libremente a los mercados; también aumentaron los ámbitos de intervención discrecional de los bancos centrales y los ministerios de economía o de finanzas. El resultado de esto es el surgimiento de una nueva relación sistémica entre estado y capital, que no ha reducido el papel de los estados –sobre todo, no ha reducido la gravitación global del gobierno de Estados Unidos. Desde finales del siglo XX esa relación sistémica no sólo depende de la expansión de las empresas y del soporte que encuentran en las políticas fiscales y en general económicas del estado: depende también del poder militar territorial de un promotor: “la capacidad de Estados Unidos de proyectar su poder militar en escala global” (Cox 1992). Cox lo plantea como constatación de un hecho; Thomas Friedman, un ideólogo de la derecha estadounidense, lo formula como recomendación política: “Para que la globalización funcione Estados Unidos no debe temer actuar como la superpotencia todopoderosa que realmente es”. Para propios y extraños la globalización sería así la versión contemporánea del imperialismo.

 

Para los autores que se ubican en esta perspectiva de análisis también es un mito la existencia de la “corporación global”. Investigaciones de amplia cobertura internacional les permiten afirmar que siguen existiendo diferencias notables en materia de estructura organizativa, políticas de innovación, relaciones laborales, protección ambiental, estrategias de proyección transnacional, innovación, etcétera, entre grandes corporaciones transnacionales –diferencias que en general responden a los diferentes estilos de desarrollo capitalista contemporáneo: anglo-sajón, europeo y asiático—y que refieren, en definitiva, a objetivos políticos y modalidades de gestión de los respectivos estados. Las operaciones de las grandes corporaciones están efectivamente transnacionalizadas, pero sus matrices siguen estando en ciudades de países concretos, con instalaciones físicas asentadas sobre geografías determinadas, con domicilios que las obligan a encuadrarse en determinados regímenes legales. (Doremus et al. 1998; Morris-Suzuki 1998; Guedes 2000). Y, al mismo tiempo, los gobiernos de los estados donde las matrices están ubicadas acuden en apoyo de esas empresas en los conflictos o negociaciones  que éstas protagonizan con gobiernos o empresas de terceros países.[2]

 

Las firmas de Estados Unidos han descansado en las élites políticas de ese país para ampliar su competitividad global a través de la desregulación de los mercados de capital, empezando dentro de Estados Unidos, extendiéndolos luego a varios países de Europa y culminando en las décadas de 1980 y 1990 en una agresiva promoción de privatizaciones, apertura económica amplia y libre circulación de capitales en las naciones menos desarrolladas. Simultáneamente los esfuerzos para promover la movilidad del capital dentro de los mercados domésticos fueron acompañados en Estados Unidos, Gran Bretaña, Alemania, Italia de una intensa campaña de presión para recortar los programas de bienestar social y obtener el apoyo del gobierno para debilitar el poder de los sindicatos. En todos ellos tuvo lugar una dinámica articulación entre políticas internas y políticas de expansión transterritorial. Con un retardo de casi dos décadas Francia, España y otros gobiernos europeos se sumaron abiertamente a la política de promoción de la globalización de sus economías, colaborando para que sus mayores empresas sacaran ventajas de la ola de privatizaciones de empresas estatales en América Latina.

 

Lejos de ser un desarrollo natural, la globalización resulta, en estos análisis, una estrategia de poder de determinados actores económicos y político-estatales (Jameson 2000). Un efecto de esa estrategia es lo que Cox llama “internacionalización del estado”, es decir la compatibilización del estado con los imperativos de la expansión transnacional de las empresas. Esa compatibilización presenta tres aspectos principales: i) un proceso de formación de consenso internacional respecto de las necesidades o requisitos de la economía mundial, que se manifiesta en un encuadramiento ideológico compartido (por ejemplo, criterios de interpretación de los acontecimientos y de los objetivos en clave de globalización y homogenización y no de diversificación, relaciones de poder, u otros); ii) la participación en la generación de este consenso está jerárquicamente estructurada; papel central en su formulación y difusión corresponde a las cadenas de medios, a las instituciones académicas del mundo desarrollado y a los organismos multilaterales; iii) la estructura interna de los estados es reformada de modo que cada uno de ellos pueda traducir el consenso global en políticas y desempeños nacionales (Cox 1987:254). Las dificultades para que la estrategia globalizadora culmine en la formación de un consenso efectivamente global, o por lo menos del que participen todos los actores políticamente relevantes, es lo que, en opinión de Panitch, explica la difusión en la década de 1990 de un número impresionante de tratados inter estatales  de garantía de inversiones y cuestiones conexas, destinados a obligar legalmente a los futuros gobiernos a respetar la disciplina de los mercados de capital. (Panitch 1997).[3]

 

El estado no debe ser visto como corriendo a la zaga de las empresas ni como plumas al viento de las fuerzas globales, sino como copartícipes del proceso de acumulación, con capacidad para definir senderos estratégicos y grandes objetivos por encima de intereses inmediatos o metas coyunturales. Tomando como referencia a los estados desarrollistas del sudeste de Asia Robert Wade llama a esto”mercado gobernado”, mientras que Peter Evans lo denomina  “autonomía enraizada” (embedded autonomy) y Linda Weiss “interdependencia gobernada”; enfocando al capitalismo europeo, Hirst refiere por su lado a un “estado nacional de competencia” (Hirst 1996:65 y sigs.). Al margen de diferencias puntuales, todos ponen el acento en las dinámicas interconexiones entre agencias gubernamentales y decisiones empresarias que existen en la base del desarrollo industrial de esas naciones.[4]

 

De acuerdo a Wade el desempeño superior de Japón y de los NICs fue resultado de fuertes inversiones en industrias internacionalmente competitivas y de alto crecimiento. Los niveles excepcionalmente altos de inversión en los sectores de creciente incorporación de tecnologías de punta fueron el resultado deliberado de un conjunto de políticas industriales estratégicas diseñadas por el estado y no por las empresas individuales. Esas  políticas fueron implementadas con más consistencia y fueron más efectivas que en otros países en desarrollo, debido a un conjunto particular de arreglos institucionales, en este caso un estado autónomo fuerte. En ausencia de alguna forma de coordinación, no hay garantía de que los ahorros y la inversión sean canalizados hacia actividades productivas en vez de especulativas, o que se orientarán al avance tecnológico más que a estrategias de cortar costos. El gobierno del mercado se expresó, según Wade, en tres grandes aspectos: un banco estatal de inversiones para la promoción de exportaciones o de sectores particulares; la reestructuración económica de los sectores considerados estratégicos, y fuertes inversiones en investigación y desarrollo para desarrollar y diseminar nuevos productos y tecnologías. Este conjunto de grandes acciones de política, ejecutadas de manera sostenida durante dos décadas o más, permitió poner “a punto” a economías devastadas por la guerra, o muy atrasadas, para una exitosa globalización. Evans por su parte destaca la particularidad de estas administraciones estatales en sus relaciones con el mapa social. Por un lado, preservando autonomía respecto de grupos de interés particulares, de manera tal que las relaciones entabladas por algunas agencias gubernamentales –por ejemplo el MITI japonés, o el Economic Planning Board de Corea—con determinadas empresas o asociaciones empresarias obedecieron a objetivos políticamente definidos y se previno la captura del estado por intereses particulares. Por otro lado, las vinculaciones con los actores económicos privados dieron a las burocracias estatales un conocimiento adecuado de esos actores y una interlocución eficaz con ellos, permitiendo una mejor implementación de las políticas (Evans 1989,1995).  

 

Weiss remarca el papel del estado como facilitador de la globalización. Japón, Corea, Taiwan, Singapur, muestran al estado como catalizador de estrategias de internacionalización de las empresas. Estados institucionalmente fuertes como Japón o Singapur han promovido la reubicación en el exterior de partes de los procesos de producción, brindando a las empresas condiciones de infraestructura, estímulos gubernamentales y relaciones gobierno-empresas similares a las que tienen en casa. Por años el MITI trató de manejar los desequilibrios comerciales con Estados Unidos asistiendo a las empresas para localizarse off-shore. En Vietnam, Camboya y Laos el MITI se involucró en la selección y planeamiento de ciudades modelo como zonas francas que sirven como incubadoras en la transición a una economía de mercado (Weiss 1998:204-205). Cuando el gobierno de Estados Unidos lanzó la Iniciativa de la Cuenca del Caribe en 1982, que definía un ingreso preferencial al mercado estadounidense en beneficio de industrias livianas instaladas en varios países del esa región, los gobiernos de Japón, Corea y otros países asiáticos promovieron la exportación de plantas industriales a aquellas naciones, a fin de que las empresas pudieran captar  esas preferencias (Green 1998). Singapur pasó de atraer firmas extranjeras, a estimular a firmas nacionales a instalarse en el exterior; con tal fin financió la construcción de parques industriales en China, Malasia, Vietnam, Tailandia, Hong Kong, Indonesia.  En ese país, como en Corea y Taiwan, agencias gubernamentales o del tipo gobierno-a-gobierno estimulan este proceso de reubicación empresarial, proveyendo información económica, e incentivos. Existen asimismo políticas de apoyo estatal para que las firmas locales entren en asociaciones con multinacionales en determinados sectores estimados estratégicos (Weiss 1998:207, 208).  

 

Como consecuencia de todo esto, la globalización debería entenderse como un fenómeno influenciado políticamente más que tecnológicamente. Es político, primero, en el sentido general que la apertura de mercados de capital ha ocurrido como resultado directo de los gobiernos que respondieron a presiones de intereses nacionales frente a crisis internacionales, y diseñaron la implementación de políticas efectivas. La apertura de mercados siempre involucra negociaciones complejas entre actores públicos y privados, así como decisiones privadas avaladas o potenciadas por políticas estatales en materia de regulación y observancia de los contratos, regulación de la tasa de salarios a través del control de las migraciones de mano de obra, generación de economías externas, y similares (Chang y Rowthorn 1996). Y es político también en un sentido más específico: un número de estados está buscando directamente promover y estimular más que constreñir la internacionalización de la actividad empresarial en el comercio, la inversión y la producción. Desde esta perspectiva la internacionalización del capital “puede no simplemente restringir las opciones de política, sino también expandirlas” (Weiss 1998:208).

 

3.         Soberanía política, autonomía estatal y conflictos de poder

            Los enfoques resumidos en las dos secciones anteriores divergen en algo más que en lo referente al papel y el fututo del estado en los nuevos escenarios. Las diferencias refieren ante todo a los orígenes y fuerzas impulsoras de la globalización. Para el primer grupo la globalización es un conjunto de efectos --aceleración de las transacciones y ampliación geográfica de su cobertura, movilidad del capital, la producción y las tecnologías, homogenización tendencial de gustos y estilos de vida, fragmentación de grandes agregados identitatarios, etcétera—derivados de factores instrumentales: innovaciones tecnológicas, desarrollo de nuevas herramientas financieras, y similares. Se trata de movimientos unidireccionales que obedecen a la naturaleza de las cosas y frente a los cuales no existen alternativas. Para el segundo grupo de autores en cambio la globalización es la manifestación contemporánea de la multisecular dinámica expansiva del capital; si alguna naturaleza está de por medio, ésta es la del capital: “la globalización es una cuestión, el capital es la cuestión” (Tabb 1997). Esa dinámica ha conocido avances y retrocesos en diversos periodos de su historia; cada uno de ellos ha enmarcado modalidades particulares de relación entre la expansión transfronteriza del capital y el poder político organizado territorialmente en el estado. En ocasiones anteriores he analizado estas caracterizaciones de la globalización; por tal razón no se reiterarán aquí (Vilas 1994, 1999a).

 

“Debemos cuidarnos de los globalistas y transnacionalistas más entusiastas”, advierte Mann. “Con escaso sentido histórico exageran la fortaleza de los Estados-nación en el pasado; con poco sentido de la diversidad global, exageran su actual decadencia; y, finalmente, con poco sentido de su pluralidad, colocan fuera de juego a las relaciones inter-nacionales” (Mann 2000). Por su lado, el énfasis puesto en el papel del estado como facilitador o promotor de la transnacionalización económica y financiera y el referenciamiento de la globalización presente a una matriz histórico-estructural de relaciones capital/estado, conduce con frecuencia a minimizar las transformaciones que el estado experimenta en su organización y modos de desempeño. Si la hipótesis del estado víctima descontextualiza los cambios y las innovaciones y privilegia lo momentáneo, la hipótesis del estado promotor suele cometer un error homólogo aunque de signo inverso: absolutiza los elementos de permanencia y soslaya los cambios; al hacerlo, disminuye su capacidad de identificar, en los nuevos escenarios,  la especificidad de las fuerzas sociales que actúan en ellos, las nuevas líneas de confrontación o de acuerdos, las opciones que se abren a estrategias de cuestionamiento y elaboración de alternativas. En esta sección se presenta un enfoque de la relación estado-globalización prestando atención preferencial a lo que ella tiene de relación de poder político entre fuerzas sociales.  Es un enfoque que se orienta en el mismo sentido que la segunda de las hipótesis resumidas antes, pero que se hace cargo también de varios elementos enfatizados por la primera, aunque insertándolos en otro conjunto de significados.

 

Partimos para ello del reconocimiento que el estado es a un mismo tiempo estructura de poder, sistema de gestión y fuente generadora de identidades. Desde el punto de vista de la política, el estado es ante todo institucionalización de las relaciones de poder entre fuerzas sociales y de su articulación con el sistema internacional de relaciones políticas, comerciales y financieras. Las instituciones políticas y sus formulaciones constitucionales y legales son la expresión de un bloque de poder en el que se conjugan jerarquías de clase, étnico-culturales y de género, entre otras: organizaciones empresariales y sindicales, movimientos sociales, grupos identitarios. Se expresa a través de mandatos obligatorios (leyes, decretos, sentencias judiciales, reglamentos, etc.) dentro de un ámbito territorial delimitado. El estado es así unidad suprema de decisión respecto de la población de un territorio; es espacio institucional de los acuerdos, conflictos y tensiones entre actores y recurso de poder que convierte en mandatos imperativos las decisiones que en último análisis son siempre referibles a las configuraciones de poder en la sociedad y en las articulaciones internacionales (Vilas 2001a). 

 

La limitación más problemática de la tesis del estado víctima consiste en la reducción del estado a la segunda de esas dimensiones, soslayando lo que ocurre con la primera de ellas. El énfasis puesto en cuestiones instrumentales o administrativas distrae la atención respecto de los objetivos que se persiguen y la distribución de ganancias y pérdidas que tiene lugar en los nuevos escenarios. El enunciado de los efectos no tiene correlato en la indagación de las causas y las fuerzas sociales que dinamizan los procesos. El dinamismo expansivo de los mercados no guarda relación alguna con motivaciones y decisiones  humanas –egoístas o altruistas. La cuestión del poder es ajena a la hipótesis del estado víctima, o queda reducida a un asunto de tradicionalismo y corrupción de una burocracia por definición ineficiente que entorpece la dinámica virtuosa de la inversión empresarial. La hipótesis es poco novedosa; reitera argumentos conocidos respecto del carácter predatorio del estado y de la necesidad de reducirlo a un conjunto pequeño de funciones mínimas. Estas afirmaciones, que hasta la década de 1970 tenían como referencia a las economías nacionales, ahora también abarcan a la economía internacional (Vilas 2002). La separación entre política y economía o entre estado y capitalismo es ideológica en cuanto deja de lado elementos centrales en la configuración de los escenarios contemporáneos locales e internacionales que, de ser incorporados, conducirían a conclusiones diferentes.

 

Los procesos de desarrollo capitalista son a un mismo tiempo procesos de despliegue de poder político y económico, y ello desde los inicios de su única y compartida historia.  El capitalismo nació con un dinamismo transterritorial que demandó del apoyo y la promoción del poder político organizado como estado de base territorial (vid por ejemplo Hamilton 1948; Nef 1969, Poggi 1978; Braudel 1984). A través de los más de quinientos años que median de entonces hasta ahora, las modalidades, instrumentos y ritmos de esta relación han variado, condición básica para que la misma haya podido subsistir. El análisis de las modalidades que ella asume en este momento demanda por lo tanto tener cuidado para que la persistencia de la relación histórica no distraiga respecto de su cambiante fenomenología. Esto vale tanto para las transformaciones en la organización económica y en su despliegue geográfico como para las modificaciones en la organización y  las capacidades estatales.

 

Soberanía y autonomía

Corresponde en este punto distinguir conceptualmente entre la soberanía y la autonomía del estado, conceptos muy frecuentemente confundidos.

 

La soberanía es atributo del estado en cuanto unidad suprema de decisión respecto de la población de un territorio. Es cualidad del poder del estado, en el sentido que no existen, dentro de esa territorialidad, mandatos de superior jerarquía. El bloque de poder al que el estado brinda expresión institucional puede estar constituido, y usualmente lo está, por un entrelazamiento de actores nacionales y externos, pero esto no releva a ese bloque de poder de la necesidad de recurrir al estado para que sus objetivos, intereses, demandas, se conviertan en políticas y normas de acatamiento obligatorio. Un tratado internacional sólo adquiere vigencia “fronteras adentro” una vez que ha sido ratificado por cada estado individual; las condicionalidades de los organismos multilaterales de crédito deben ser formalmente adoptadas por determinadas agencias gubernamentales; los particulares sólo pueden portar armas previa autorización del estado.

 

Autonomía es la capacidad de los estados para definir objetivos y fijar metas, seleccionar y emplear instrumentos de política, movilizar recursos y mantener bajo control las restricciones bajo las cuales operan las políticas públicas, incluyendo el comportamiento de otros actores. La autonomía no es absoluta; es más bien una resultante del tipo de relaciones que se generan con los actores sociales y económicos, y de los escenarios regionales e internacionales en que esas relaciones se desenvuelven. En la medida en que el estado es institucionalización de relaciones de poder, los alcances efectivos y el sentido real de su autonomía derivan de las relaciones de poder así institucionalizadas. Autonomía implica siempre algún tipo de negociación. Mayor o menos autonomía respecto de ciertos actores (empresas, sindicatos, organizaciones sociales, otros estados, organismos multilaterales, etc.) significa mayor o menor capacidad del estado para definir estrategias y objetivos de acción, ejecutar políticas, captar y asignar recursos. Que esos actores sean “internos” o transnacionales no es en sí relevante.

 

Los ejemplos que se dan usualmente para abonar la tesis del deterioro de la soberanía estatal –la delegación de facultades decisorias en organismos de terceros estados (tribunales de justicia o de arbitraje, calificaciones técnicas, etc.), la implementación de determinadas políticas—son en realidad ilustraciones de una transferencia de facultades decisorias que sólo es posible en virtud de un ejercicio del poder soberano del estado delegante. Al igual que muchas firmas transnacionales recurren al outsourcing para abastecerse de determinados insumos, partes o procedimientos, así también existe un outsourcing de políticas públicas y de doctrinas económicas que los estados adquieren llave en mano –caso típico reciente es el recetario del llamado “Consenso de Washington”. Ningún particular puede dotar de imperatividad a esas condicionalidades; sólo el poder del estado está en condiciones de hacerlo y de forzar su aceptación por todos los habitantes (personas físicas y jurídicas) de su territorio.

 

Que una decisión sea tomada en ejercicio de la soberanía del estado no predica necesariamente sobre la calidad de su contenido. La política de endeudamiento externo ilustra bien este asunto, en cuanto desempeñó un papel importante en el acotamiento ulterior de los márgenes de acción y los instrumentos de política. El recurso a endeudamiento externo obedece básicamente a la insuficiencia de recursos financieros nacionales movilizables para la implementación de determinadas políticas. Salvo en situaciones de catástrofe, guerras o similares, la gente es más bien renuente a pagar impuestos, y los grupos más acomodados, que son quienes en principio podrían hacerlo en mayor proporción, son también los que están mejor organizados y en condiciones de resistir con éxito las pretensiones fiscales. Por otro lado, la relación de concordancia básica entre el bloque dominante de poder y el estado moderan el interés de los gobiernos en avanzar sobre la capacidad contributiva de sus bases de sustentación.  A medida que crece la parte de las rentas nacionales que se destina al servicio de la deuda, los gobiernos se preocupan más por cumplir con los mercados financieros externos y los organismos financieros multilaterales, que con su propia ciudadanía. La reorientación del gasto público, las transformaciones en el aparato administrativo, las opciones en materia de tipo de cambio, política fiscal, etc., resultan acotadas por sus compromisos con los mercados financieros globales, con impactos negativos en las condiciones de vida de muchos de sus propios habitantes. El estado pierde representatividad ante los ojos de la mayoría sus ciudadanos y la gana respecto de los grupos mejor articulados a los movimientos transnacionales del capital.

 

Las estructuras de poder internacional gravitan fuertemente en las capacidades de acción y en las modalidades de organización de los estados, y en la compleja red de relaciones entre éstos y los actores que actúan en su territorialidad. Los cambios en las capacidades, instrumentos y modalidades de gestión pública en los estados del mundo desarrollado a partir del decenio de 1970 tuvieron lugar en respuesta a la definición de otras metas y objetivos que a su turno expresaron, en el plano de las agencias y organismos estatales, transformaciones profundas en las relaciones de poder político: retroceso de la eficacia política de las organizaciones sindicales y en general del movimiento obrero –epitomizada por la derrota de la huelga de los mineros ingleses--, subordinación del capital productivo al capital financiero, y otros de similar envergadura que explicitaron el cambio de un bloque de poder y un estilo de acumulación keynesiano-fordista por otro convencionalmente denominado neoliberal. Las transformaciones domésticas encontraron rápida complementación en las rearticulaciones externas. En todos los casos el desmantelamiento de los mecanismos de intervención requirió una previa concentración de facultades decisorias en su aparato institucional, que era necesaria para impulsar la apertura y las desregulaciones, vencer las resistencias y modificar los equilibrios preexistentes. La retracción de la gestión pública en el terreno de la economía y de las relaciones sociales fue viabilizada por el fortalecimiento del estado en su dimensión de expresión institucional del poder político, en concordancia con las nuevas metas y objetivos.

 

Los organismos multilaterales de crédito desempeñan un papel muy importante en el rediseño de las capacidades y la orientación de la gestión estatal. Su objetivo, sin embargo, lejos de ser un desmembramiento o una disolución del poder del estado en la sociedad o en las empresas, consiste al contrario en fortalecer las capacidades de gestión política del estado, y en alinear a éste en consonancia con los nuevos términos del capitalismo transnacionalizado. Representativo de esta orientación de los organismos multilaterales es el informe del Banco Mundial sobre el papel del estado en la transformación económica (Banco Mundial 1997), con el que culmina una serie de estudios orientados a dotar de eficacia y efectividad a la gestión estatal de conformidad a las demandas que plantea la nueva economía global. “Estado efectivo”, es decir con capacidad real de alcanzar las metas que se propone, es la consigna de estos organismos, en lugar del “estado mínimo” de décadas anteriores (Vilas 2000b). 

 

La aplicación de las nuevas tecnologías electrónicas de acumulación y procesamiento de información dotó al estado de mayores capacidades de vigilancia y control de la población, o de determinados segmentos de ella. De esta manera el debilitamiento relativo de la capacidad estatal de control o regulación de los movimientos de capital es compatible con el refuerzo de los controles fronterizos para prevenir la movilidad internacional de la mano de obra o para que las condiciones de ilegalidad creadas por esos controles permitan bajar adicionalmente los salarios. El análisis y los controles cruzados de información sobre las personas provenientes de una enorme cantidad de fuentes mejora las capacidades de vigilancia y control de la población tanto por los estados como por las empresas. Así, internet sirve para el “chateo” ocioso, el acceso a información académica y las convocatorias globalifóbicas tanto como para un más sistemático control y regimentación de los individuos y sus organizaciones.

 

Estos desarrollos tecnológicos han permitido la expansión hasta límites hasta ahora desconocidos de lo que Mann denominó “poder infraestructural” del estado, es decir, el poder que diseña las circunstancias y los contextos en que las personas actúan y toman decisiones, y el arco de opciones abierto a éstas (Mann 1984) . A diferencia del poder coactivo, que se ejerce directamente sobre las personas y sus patrimonios, el poder infraestructural se ejerce de manera indirecta configurando los parámetros de las opciones individuales o colectivas. La historia del estado moderno es también la historia de la expansión de su poder infraestructural, vale decir de su capacidad para penetrar la sociedad e incidir en su configuración efectiva, en permanente articulación con el poder coactivo directo. Éste ha crecido extraordinariamente en décadas recientes gracias al desarrollo y aplicación de nuevas y sofisticadas tecnologías, pero la fuerza política del estado radica ante todo en la eficacia y proyecciones de su poder infraestructural –la transformación de sus marcos normativos en conductas sociales efectivas.

 

La hipótesis del fin del estado incurre en un claro sobredimensionamiento de la eficacia política del estado en el pasado. Es más que dudoso que la definición que Jean Bodin dio de la soberanía --“el poder absoluto y perpetuo de una república” (Bodin 1576, I:VIII)— haya existido alguna vez, y ciertamente no existía en la Francia o en la Italia del siglo XVI.[5] El enunciado de la teoría tuvo un sentido programático –fortalecer el poder de la monarquía--; la efectiva construcción de un poder soberano dentro de demarcaciones territoriales indisputadas tuvo lugar junto con el desarrollo de los mercados capitalistas de alcance nacional a partir de haberse alcanzado, tras la paz de Westfalia (1648) un relativo equilibrio de poder. Por su propia condición de tal, todo estado tiene una aspiración a una soberanía efectiva –vale decir, a que sus mandatos sean observados por los actores delimitados por su territorialidad. Que ello ocurra o no depende de una variedad de cuestiones: integración efectiva de la población del territorio estatal, medios de comunicación, legitimidad de los mandatos, para mencionar sólo algunos.

 

El formalismo legal con que los teóricos del “fin del estado” encaran esta cuestión les impide ver los múltiples cuestionamientos que siempre existen a la vigencia efectiva de las decisiones estatales, incluyendo figuras tan tradicionales como la evasión tributaria, el contrabando o la contabilidad creativa de algunas firmas internacionales de contabilidad y auditoría. Varios estudios referidos a América Latina demuestran que la ineficacia estatal para garantizar la vigencia efectiva de sus instituciones en determinadas áreas o por determinados grupos de población de debe mucho más a factores étnico-culturales o al deterioro institucional provocado por estrategias macroeconómicas neoliberales, que a un hipotético resultado  de la globalización (Greenberg 1989; Slater 1989; Souza Martins 1996; Vilas 1999c, 2001c; etc.). Los señalamientos recientes de autores como Ohmae, Guéhenno y otros en el sentido que la movilidad transfronteriza del capital erosiona el poder soberano de los estados tienen un valor programático similar, aunque de contenido opuesto, al de Bodin, y repiten tal vez sin saberlo párrafos precursores de Adam Smith: “El propietario de capital es un ciudadano del mundo y no está necesariamente atado a ningún país.  Si se lo expone a una inspección vejatoria para someterlo a un impuesto gravoso abandonará el país y se llevará su capital hacia otro lugar donde pueda hacer negocios o disfrutar de su fortuna con más tranquilidad”. “Cuando debido a los distintos impuestos... los dueños e inversores del capital comprueban en un país determinado que cualquier ingreso que de él derivan no compra la misma cantidad de bienes que un mismo ingreso puede comprar en otros países, están dispuestos a trasladarse a algún otro lugar. Y cuando para recaudar esos impuestos la mayoría de los comerciantes e industriales, es decir todos o la mayoría de los inversores de los grandes capitales, resultan expuestos a las mortificaciones y vejatorias inspecciones de los recaudadores, esta disposición a marcharse se transformará pronto en una marcha efectiva” (Smith 1776:libro V cap. II).

 

En el marco de los acuerdos de Bretton Woods, las políticas macroeconómicas expansivas de los gobiernos laboristas y socialdemócratas produjeron resultados mientras el crecimiento rápido proveyó excedentes fiscales para ser gastados. Sobre esta base las políticas económicas y sociales del welfare state fueron el resultado de un compromiso de clase en el que el capital fue forzado a aceptar la participación de los sindicatos y el papel del estado en la estabilización de la economía; se trataba también de demostrar que había una alternativa democrática ante el crecimiento de la gravitación política de los partidos comunistas en varios países de Europa occidental. La viabilidad fiscal del estado de bienestar estaba condicionada por la capacidad del sector público para captar y movilizar los recursos necesarios para su financiamiento, y al mismo tiempo garantizar una adecuada tasa de ganancia al capital. Para ello se requiere, como mínimo, una presión tributaria que aporte recursos para el financiamiento del bienestar, sin que esa  carga genere desestímulos a la inversión de capital, y el auspicio y promoción de sistemas de innovación que garanticen la elevación sostenida de la productividad de las empresas.

 

La recesión de los 70s cambió drásticamente el escenario; la caída de los ingresos reales en los países de la OECD terminó con los superávit fiscales. En esas condiciones el equilibrio solo podía ser mantenido con costos crecientes --reducción tendencial del ritmo de acumulación por caída de la rentabilidad del capital, deterioro de la productividad, pérdida de mercados externos, inflación, caída tendencial de los niveles de bienestar, crecimiento del desempleo, entre otros (Pen 1987). Los costos también fueron de índole política: por ejemplo, erosión de la base electoral de los partidos que apoyan este tipo de equilibrios, pérdida de legitimidad del estado de bienestar. La preocupación conservadora por la ingobernabilidad de la democracia surgió precisamente en esos años como reacción a los desafíos de los nuevos conflictos sociales a la capacidad de gestión del estado y al proceso de acumulación (Crozier, Huntington & Watanuki 1975).[6] El agotamiento de la reactivación y la reducción de la tasa de ganancia doméstica definieron estímulos para un relanzamiento internacional de las empresas, que fue activamente estimulado por los gobiernos respectivos.[7] La reorientación económica hacia una mayor globalización no definió un nuevo punto de partida sino el regreso a un modo de relacionamiento estado/capital que ya había tenido vigencia en el medio siglo que corrió entre la gran crisis financiera de la década de 1870 y el crac de 1929-30. Lo mismo que entonces, el retorno a la transnacionalización fue una respuesta para salir de la crisis.

 

Los estados siguen siendo soberanos, no en el sentido mítico de entidades todopoderosas e incontestables sino en el sentido que mantienen y vigilan las fronteras de su territorio, y en tal papel generan condiciones institucionales diferenciadas para el despliegue espacial del capital, la información, las tecnologías y las personas –costos salariales, tasas de ganancias o presión tributaria, pago de regalías, tipos de cambio, por ejemplo. La existencia de regímenes regulatorios, tratados sobre inversiones, delegaciones de competencias hacia entidades multilaterales no es el resultado de una preferencia o una fuerza inmanente al capitalismo, sino de la decisión de los estados que han convenido en crearlos o acordarlos en función de solicitaciones de determinados actores, o de presiones de otros (Hirst & Thompson 1996:190; Painter 1995). Existe en este sentido un conocido tironeo entre algunos organismos multilaterales, que buscan la formación de una única arquitectura financiera e institucional de alcance global a la medida de las grandes corporaciones transnacionales y los grandes operadores financieros, y la opción de otros actores locales e internacionales que plantean una adaptación más plausible de aquellas arquitecturas a objetivos nacionales o regionales de otro tipo. En ambos casos las transformaciones recientes son consistentes con una economía altamente internacionalizada en la que la integración económica es impulsada por las grandes empresas tanto como por los gobiernos nacionales. Los nuevos marcos jurídicos que el estado crea mediante tratados inter-estatales o negociaciones multilaterales y delegaciones a organismos supraestatales   –por ejemplo tratados bilaterales de  inversiones y organismos multilaterales de arbitraje de conflictos en materia de inversiones internacionales, acuerdos regionales de libre comercio, entes supraestatales de control de determinadas actividades— definen las condiciones políticas e institucionales en que se despliega la economía globalizada. En Europa el proceso de integración económica que culminó en Maastrich fue conducido políticamente por Alemania, del mismo modo que en América Latina la propuesta de un área continental de libre comercio y desregulación de las inversiones es impulsado por el gobierno de Estados Unidos, mucho más que por las empresas; esos estados cuentan además un poder dominante en organismos multilaterales como el Banco Mundial, el FMI y otros.

 

Desigualdades internacionales de poder

Es conveniente poner énfasis en que no es éste un proceso homogéneo. Por una parte, existen grandes diferencias en las capacidades y recursos de poder de los estados, derivadas de múltiples factores: desarrollo económico, potencial bélico, gravitación cultural, liderazgo científico o tecnológico,  etc. Esto no es una novedad. Existe una estructura internacional de poder, una jerarquía de estados que permite a algunos imponer sus políticas domésticas, sus estilos de vida y sus intereses nacionales más allá de sus fronteras –directamente a través de convenios bilaterales o por la intermediación de organizaciones multilaterales-- y obliga o aconseja a otros a adoptarlas. Esta cuestión, bastante evidente, está conspicuamente ausente en la mayoría de los autores que insisten en la victimización del estado por la globalización. Es indudable que muchas cuestiones asociadas a la globalización financiera o a la difusión de internet como vía alternativa de circulación de informaciones reducen las capacidades de gestión y de control de muchos estados. Pero no es menos evidente que otros estados se fortalecen en esos mismos aspectos. Sería erróneo representar a la globalización como una especie de juego “suma-cero”, pero es indudable que la mayor vulnerabilidad de algunos estados es paralela, o incluso resultado, de las mayores capacidades ganadas por otros. Está fuera de discusión que el desarrollo de nuevas tecnologías de guerra incrementa la capacidad de proyección transnacional de algunos pocos estados, al tiempo que reduce más que proporcionalmente la capacidad de defensa de otros. Las grandes redes multimedios: CNN y Fox News circulan a lo ancho del mundo, pero lo mismo no puede decirse de las empresas de medios –estatales o privadas—de Europa, América Latina, Asia o Africa. Es importante señalar la coincidencia persistente entre las informaciones difundidas por esos medios y las orientaciones ideológicas y políticas del gobierno de Estados Unidos –desde el seno de Janet Jackson hasta las operaciones bélicas y las torturas a prisioneros de guerra. Varios estudiosos de la difusión global de las cadenas multimedios y de la comunicación virtual coinciden en destacar las desigualdades internacionales en materia de producción y circulación de información por medios electrónicos, así como la difusión de estereotipos anglosajones y la reescritura de las historias y culturas de los países menos desarrollados (Ford 1999; Everard 2000).[8]                            

 

El mundo de nuestros días es así uno de enormes desigualdades en materia de acceso a recursos, calidad de vida y poder, tanto dentro de los estados como entre estados, la globalización ahonda esas desigualdades. Esta constatación elemental está conspicuamente ausente de las argumentaciones de Ohmae, Guéhenno y otros. Hardt y Negri, pese a reconocer el extraordinario poder movilizado por el imperio lo presentan como algo que no queda claro en manos de quién o quiénes está: “El poder imperial opera a través de medios globales y absolutos: la bomba, el dinero y el éter. La panoplia de armas termonucleares efectivamente reunidas en el pináculo del imperio representa la continua posibilidad de destruir la vida misma” (Hardt y Negri 2002:302). Como ya antes advirtieron que el imperio no tiene unas ubicación territorial precisa pues se trata de un “no lugar” no queda claro dónde esta guardada la doomsday machine ni quién es que el podría apretar el botón; en qué lugar del imperio se concentra el mayor número de las mayores corporaciones transnacionales, la mayor cantidad de innovaciones científicas y técnicas,  dónde están ubicadas las mayores cadenas de multimedios.[9]

 

Por otra parte, la reducción relativa de la capacidad regulatoria o de decisión del estado en algunos aspectos tiene lugar junto con el aumento de ese poder en otros; esos avances y retrocesos relativos de la autonomía estatal.[10] Cuando se observa la historia larga del capitalismo –y del estado moderno—se advierte que los periodos de “laissez faire” son tan prolongados y recurrentes como los de regulación. El casi medio siglo que corrió desde la crisis internacional de 1929 hasta la recesión de la década de 1970 fue de una activa intervención del estado en la economía capitalista. Para ello se conjugaron varios factores: la necesidad de superar el descalabro del crac financiero y la quiebra del sistema multilateral de pagos primero, la reconstrucción de la postguerra y la necesidad de integrar a las masas trabajadoras a los nuevos escenarios institucionales de la competencia con el bloque soviético y con China posteriormente. Las políticas estatales orientaron e incluso forzaron a las empresas a invertir en sus propios territorios para salir de la crisis, abatir el desempleo doméstico y recomponer el tejido productivo. Fue un periodo excepcional en la historia del capitalismo, que llegó a su fin a fines de los años sesenta e inicios de la siguiente por las razones ya indicadas. También en este sentido, por lo tanto, la actual retracción del estado debería ser vista en perspectiva histórica. 

 

En realidad lo que está en crisis no es el principio de la soberanía del estado sino el de la igualdad soberana de los estados, tal como fue reconocido en la segunda posguerra del siglo XX y recogido en la carta de la ONU. Los tres siglos posteriores a la paz de Westfalia en 1648  fueron también siglos de colonialismo e imperialismo, durante los cuales los estados más poderosos militarmente o económicamente dejaron –en principio—de competir entre sí por sus respectivos territorios y recursos metropolitanos para hacerlo por el control de territorios,  los recursos y el comercio de ultramar. La “costumbre de los estados” –es decir la conducta de los estados más poderosos-- devino fuente de derecho internacional. El equilibrio de poder --cuestión fáctica-- como principio rector de las relaciones entre estados convirtió en principio jurídico la capacidad de acción de los estados más fuertes, incluyendo el derecho a intervenir en y sobre otros más débiles. La capacidad fáctica de intervención devino derecho de intervención. Al contrario, el principio de no intervención es constitutivo del nuevo orden internacional posterior a 1945. Así como en el plano interno el estado de derecho descansa, entre otros aspectos, en el monopolio estatal de la violencia, así también se suponía que la ONU monopolizaría el ejercicio de la violencia legítima en el plano de las relaciones entre estados. Este principio estuvo políticamente sustentado durante el medio siglo siguiente por el equilibrio de poder militar –incluso de poder nuclear—de la guerra fría. La implosión soviética dejó el terreno libre para las políticas expansivas de los Estados Unidos y para su interpretación selectiva en función de los objetivos de política de los gobiernos de Estados Unidos. En el orden internacional de la década de 1990 los derechos de los estados más débiles pueden ser vulnerados con el argumento de que la ley internacional no se aplica plenamente a ellos (estados criminales o terroristas según la rotulación establecida por Washington) mientras que los estados más poderosos pueden reclamar inmunidad con el argumento de que en definitiva son ellos quienes hacen cumplir esa ley –trátese del protocolo de Kyoto sobre recalentamiento atmosférico, del Convenio Internacional sobre Armas Pequeñas o del Tribunal Penal Internacional.

 

La política internacional de la segunda mitad del siglo XX demuestra asimismo que la constitución de organizaciones multilaterales a partir de la delegación de atribuciones propias del estado no implica necesariamente una erosión del poder de los estados individuales, y puede, al contrario, incrementar el despliegue extraterritorial y la legitimación del poder transfronterizo de algunos de ellos. Es éste un aspecto de la cuestión que muchos observadores pasan por alto. El modo convencional de observar la relación entre el estado y la amplia red de organismos supraestatales pone el acento en el estrechamiento del margen de decisiones de los estados individuales por efecto de la delegación a esos cuerpos superiores (Held 1991, 1997). Sin embargo Estados Unidos libró las guerras de Corea, los Balcanes y Afganistán enarbolando las banderas de la ONU y la OTAN, e invadió  varios países de América Latina  utilizando el rótulo consentidor de la OEA. Sólo en la invasión a Irak en 2003 no pudo encontrar legitimación de alguno de esos organismos. Del mismo modo la URSS invadió Hungría, Polonia y Checoslovaquia apelando a la cobertura del Pacto de Varsovia. En todos estos casos el involucramiento de un  organismo supraestatal fue el instrumento que permitió que determinados estados ejecutaran políticas de poder a expensas de otros, y que habrían merecido la condena de la comunidad internacional en caso de haber actuado sin aquel paraguas. Frente a este conflicto entre normas de derecho internacional y prácticas políticas reales, no resulta excesivo el comentario irónico de Brennan: “la fantasía cosmopolita que alguna vez sedujo a Dante o a Kant cobraría vida, en la realpolitik de hoy, en las tropas de rápido despliegue, los jets de transporte de tropas, los misiles crucero y la vigilancia satelital” (Brennan 2001).

 

Existe por lo tanto una pauta de cambio asimétrico en la autonomía estatal: una tendencia marcada hacia su erosión en la mayor parte de los estados, acompañada por una acumulación de excepcionales prerrogativas por otros. Estados Unidos no ha exhibido ninguna tendencia discernible a abandonar la política de poder o a subordinarse a autoridades globales cuando esa subordinación va contra sus intereses de gran potencia. Las pautas de intercambio económico (de bienes, servicios, capitales, tecnologías) siguen estando configuradas en gran medida por la diplomacia estatal, estableciendo los marcos legales e institucionales para el funcionamiento de las empresas y los mercados. El libre cambio y la desregulación en algunos sectores van de la mano con el proteccionismo en agricultura, acero, textiles e indumentaria, y cualquier otro sector considerado estratégico o de interés para las corporaciones más sólidamente articuladas a los gobiernos. Esto tampoco es una novedad aportada por la globalización, por más que las herramientas de política y su contundencia hayan variado. La estrecha vinculación de intereses petroleros con la Casa Blanca parece estar jugando en la invasión a Irak –como antes en Afganistán— un papel similar al que tuvo en la invasión a Guatemala de 1954 la presencia, en posiciones clave del gobierno estadounidense, de los principales accionistas de la United Fruit Co. –los hermanos John F. y Allan Dulles, respectivamente Secretario de Estado y jefe de la CIA. El unilateralismo del gobierno de Estados Unidos que condujo a la invasión a Irak en 2003 pasando por encima de resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU hace juego con el desconocimiento sistemático de los pronunciamientos de la Corte Internacional de Justicia que de alguna manera cuestionen sus estrategias de expansión internacional –desde la condena por el bloqueo a los puertos de Nicaragua en la década de 1990 hasta la construcción del muro de Israel en territorio palestino.

 

Ya a principios de la década de 1970 Samuel Huntington señalaba que lo que usualmente se conocía como “mundo libre” era en realidad la zona de seguridad de Estados Unidos en el sistema de la guerra fría. Según este autor, los gobiernos de esa zona aceptaron la garantía de Washington de respetar la independencia relativa de sus países y de defenderla ante eventuales amenazas del bloque soviético –y en el sudeste asiático, de China-- a cambio de permitir el acceso de una variedad de agencias gubernamentales y empresas de estadounidenses a los recursos y los mercados.  La mayoría de esos gobiernos encontraron que era más beneficioso aceptar este acuerdo que oponerse (Huntington 1973). Un cuarto de siglo después Brzezinski es aún más explícito: “La supremacía global de los Estados Unidos recuerda a la de los viejos imperios (que) basaban su poder en una jerarquía de vasallos, tributarios, protectorados y colonias y solían considerar como bárbaros a quienes se encontraban en el exterior. En alguna medida, esta terminología no resulta totalmente inapropiada para algunos estados que se mueven en la órbita estadounidense”(Brzezinski 1998:19). Desde ángulos políticos diferentes otros autores tienen la misma interpretación. Para John Kenneth Galbraith “La globalización... no es una cosa seria. La inventamos los estadounidenses para ocultar nuestra penetración económica en otras naciones” (Galbraith 1997). Y Susan Strange complementa: “Muy a menudo, globalización es un eufemismo cortés de la persistente gravitación de Estados Unidos en los gustos y en las prácticas culturales de los consumidores” (Strange 1998:xiii).

 

En verdad fue esta última autora la primera en designar como imperio los cambios políticos y económicos que tenían lugar desde inicios de la década de 1970. En un trabajo de fines de la década de 1980 señaló la emergencia de un imperio de carácter no territorial  (a non-territorial empire) con su capital imperial en Washington D.C. y un sistema jerárquico de ciudadanos de diferentes categorías y de no ciudadanos (Strange 1989). Pero mientras Strange lo vio como una actualización de los rasgos constitutivos del imperialismo, Hardt y Negri lo consideran algo distinto y anónimo. Estos autores, en efecto, decretan el fin del imperialismo porque en su interpretación éste implicaba conquistas territoriales, y lo que existe ahora no. Doble equivocación según se acaba de ver: primero porque en los análisis tradicionales, o si se prefiere clásicos, del imperialismo (Hilferding, Lenin) éste implica un control económico y financiero, más que político-militar, del territorio de terceros países. Segundo, porque de acuerdo a toda la evidencia disponible este nuevo imperio tiene un clarísimo centro geográfico de poder. Lo mismo que en momentos anteriores del desarrollo capitalista, el despliegue del potencial coactivo de los estados más desarrollados es de un valor estratégico para la expansión de las transacciones y los flujos de capital en escala global.[11] Por su lado, las campañas militares conducidas por Estados Unidos en el Asia Menor demuestran que continúa la competencia de los estados por el control político y militar de los territorios considerados estratégicos por su dotación de determinados recursos, por más que las acciones sean encubiertas con otro tipo de retórica (Klare 2003).

 

La experiencia del sudeste de Asia demuestra que existe siempre algún margen de autonomía estatal para definir vías de desarrollo, incluyendo la promoción global de los grupos económicos nacionales, en la medida en que sepan inscribirse con realismo en los escenarios regionales. Los estudios que hemos comentado en la sección anterior dejan poco lugar a dudas. Esos mismos estudios soslayan sin embargo un factor geopolítico decisivo, que fue bien aprovechado por esos estados. En efecto, todas las experiencias exitosas de desarrollo en esa parte del mundo cobraron vida en el marco geopolítico de la guerra fría. En ese contexto los estados de la región fueron relevados de los pesados gastos militares –en el caso de Japón, de por sí extraordinariamente reducidos por las condiciones en que firmó su rendición-- de los que se hizo cargo Estados Unidos en su política de confrontación con China y la URSS. Los gobiernos de la región cedieron autonomía en materia de políticas de defensa exterior, diseño de sus relaciones diplomáticas, participación en organismos supraestatales, y similares, y ampliaron el margen de autonomía para políticas económicas, consolidación y expansión de mercados, relanzamiento comercial internacional. Este particular contexto explica la tolerancia estadounidense hacia decisiones de política económica –por ejemplo reforma agraria o nacionalización del sistema financiero-- en los años en que esas mismas políticas aplicadas en países como Guatemala o Brasil gatillaron invasiones militares o golpes de estado explícitamente estimulados y apoyados por la Casa Blanca. En los escenarios geopolíticos radicalmente diferentes de la década de 1990, y con una nueva generación de economistas y funcionarios formados en universidades de Estados Unidos, cambios de rumbo drásticos en la política económica llevaron al desmantelamiento del estado desarrollista y crearon condiciones para la gestación de crisis severas como las que estallaron en 1997 (Amsden 1994; Wade & Veneroso 1998; Cummings 1998).

 

La hipótesis del fin del estado por la erosión de su soberanía resulta básicamente un refraseo de las aspiraciones del capitalismo liberal a un estado reducido al mínimo –el viejo estado gendarme del laissez faire decimonónico. En un mundo de asimetrías crecientes, el correlato efectivo de esa hipótesis es la consolidación del poder global de unos pocos estados a expensas de la subordinación o la marginación del resto. La tesis de Hardt y Negri sobre el imperio es la versión más elíptica y de mayor despliegue erudito de lo que en los hechos parece constituir el objetivo central de las recomendaciones de política exterior de elementos pequeños pero influyentes del mundo empresarial y político de Estados Unidos—las corporaciones petroleras y de la industria bélica y la extrema derecha del Partido Republicano.

 

Por su lado la recomendación de Ohmae de creación de estados regionales en consonancia con especializaciones comerciales o productivas y contigüidades geográficas implica adaptar los espacios políticos a conveniencias empresariales y criterios de rentabilidad. La multiplicidad y complejidad de ingredientes objetivos y subjetivos, materiales y simbólicos, que convergen y se decantan en el proceso histórico de formación de los estados, son dejadas de lado por la simpleza de la tasa de ganancia del capital. Ahora bien: la soberanía es atributo del poder del estado, no de sus dimensiones geográficas o demográficas, o de su dotación de recursos productivos. La redefinición y achicamiento de las dimensiones físicas o poblacionales del estado, el desplazamiento de sus fronteras, la fusión de diferentes territorios, no resuelve la cuestión política central: la necesidad de un poder de decisión que garantice la vigencia efectiva, dentro de ese territorio, de un determinado marco normativo. Esa garantía y las funciones que se derivan de ella –seguridad, defensa, resolución de conflictos, etc.—el estado puede desempeñarlas por sí o por delegación contractual o de otra índole a terceros –organismos multilaterales, mediadores, empresas privadas. Pero aún en este último caso la privatización de funciones estatales requiere siempre de un acto de soberanía estatal en cuya virtud el estado asume la responsabilidad de última instancia por los actos de su contratista.[12]

 

En cambio, la recomendación de Ohmae tiene claras consecuencias políticas en lo relativo a la autonomía estatal y a las capacidades estatales para hacerse cargo del impacto nocivo del encuadramiento político-económico de la globalización. Resumiendo las conclusiones de una investigación comparativa sobre el impacto de las reformas macroeconómicas recientes en los países pequeños del hemisferio occidental, Gerónimo de Sierra destaca la responsabilidad de esas reformas en el acotamiento de las capacidades de gestión de los estados respectivos. En esos países esas políticas y sus efectos conocidos “tienen la particularidad de que parecen agravar sus desventajas estructurales iniciales para encarar el futuro del desarrollo con equidad y profundización de la democracia política y social” (de Sierra 1994:14). La recomendación de Ohmae va a contrapelo de la dinámica que culminó en la Unión Europea y su continua expansión y empalma bien con iniciativas secesionistas al estilo de la Lega Nord de Humberto Bossi y su pretendida Padania.[13] Más aún: la propuesta de Ohmae recuerda a las viejas economías de enclave en las que las corporaciones definían áreas de control excluyente de los trabajadores, emisión de moneda de curso obligatorio, funciones policiales y delimitación de fronteras con el territorio del estado. En vez de las company towns del imperialismo del siglo XIX y la primera mitad del XX, tendríamos ahora los company states de la globalización posmoderna...

 

Democracia,  identidades e imaginarios

Ha sido señalado por autores de variadas perspectivas teóricas que el estado siempre posee una dimensión imaginaria o, si se prefiere, una realidad afectiva que interpela a las emociones y no sólo a la razón. De acuerdo a Strayer “Un Estado existe sobre todo en el corazón y en la mente de su pueblo; si éste no cree que esté allí, ningún ejercicio lógico lo traerá a la vida” (Strayer 1981:11); según Todd “Esencialmente el estado no es más que una creencia colectiva, poco diferente de la creencia en la nación” (Todd 1998:39). En un trabajo muy importante sobre la experiencia histórica inglesa Corrigan y Sayer argumentaron que la formación del estado involucró una verdadera “revolución cultural”, en cuanto los cambios organizacionales y las modalidades de procesarse las relaciones de poder implicaron una transformación radical del modo en que los actores involucrados progresivamente cambiaron la forma de percibirse a sí mismos, de percibir a los otros y a sus relaciones recíprocas, y de extender esas percepciones más allá del horizonte cotidiano de las comunidades de lugar o de linaje (Corrigan & Sayer 1985).

 

La revolución cultural del estado moderno consistió en la construcción de la nación como comunidad político-cultural abarcativa de todos los grupos sociales asentados en la territorialidad del estado. En virtud de ese proceso, la nación del estado moderno refiere básicamente al ámbito espacial de eficacia de la pretensión soberana del poder político, mucho más que a sus orígenes étnicos (Smith 1986). La identidad nacional es ante todo identidad referida al cuerpo político-territorial del estado, y el nacionalismo puede ser interpretado correctamente como la ideología de un tipo particular de estado: el estado políticamente centralizado y burocráticamente administrado del capitalismo (Rossolillo 1982). Esa ideología tuvo eficacia para unificar simbólicamente a poblaciones muy numerosas y dispersas en geografías vastas, por encima de esa diversidad y esa dispersión. El estado, como dice Heller, es organizador de la heterogeneidad social (Heller 1920); la construcción política de la nación fue una vía particularmente efectiva para alcanzar esa organización. De especial importancia en la construcción política de la nación fueron algunas innovaciones técnicas como la imprenta, el telégrafo y el teléfono, y políticas e instituciones estatales como alfabetización, la escuela pública, el servicio postal, la codificación de las leyes, la unificación de los procedimientos administrativos, la conscripción militar y las políticas sociales (Deutsch 1953). Sobre la base de esos elementos, la expansión de los derechos de ciudadanía contribuyó decisivamente a la forja de la nación como pueblo de ciudadanos (Bendix 1974). En una obra fundamental Karl Polanyi puso de relieve el desarrollo del proceso único que condujo, a través de decisiones políticas, a la creación simultáneamente progresiva del mercado capitalista y de la nación (Polanyi 1994:66 y sigs.). El sentimiento de pertenencia nacionalitaria cobró sentido y arraigo a partir de esas dimensiones tangibles, cotidianamente renovadas, en las que la gestión estatal desempeñó un papel estratégico en la penetración y organización de la sociedad y en el despliegue de una nueva simbología cívica.

 

La erosión de ese sentimiento debe menos a la globalización o a determinadas innovaciones técnicas –ya se señaló que la nación se construyó en buena medida sobre la base de progresos e innovaciones científicas y técnicas en materia de comunicación— que al deterioro de las capacidades estatales por efecto de las políticas neoliberales de contracción del gasto público, sobre todo el que atendía las necesidades de las clases trabajadoras y en general populares. El deterioro de la educación pública, la desintegración territorial por la privatización de servicios públicos y el desmantelamiento de la infraestructura económica y social,  la desarticulación del mercado de trabajo, la profundización de las desigualdades sociales, étnicas y regionales, atentan contra la base material y funcional de la identidad nacional. Lo que la globalización puede aportar a la fractura de la identidad nacional es marginal respecto de lo que es producto de esos otros factores, que en general afectan en los miembros más desfavorecidos de la sociedad. Esos grupos  carecen de acceso a internet por falta de red telefónica, no viajan en avión a destinos turísticos ni participan en encuentros académicos o empresariales internacionales; al contrario, componen los entre dos tercios y tres cuartos de la población mundial que vive con menos de cinco mil dólares de ingreso anual por habitante --la cifra que el propio Ohmae fija como umbral de ingreso al mundo de la globalización (Ohmae 1997:39, 40). La reorientación de la acción del estado, la desatención a ciertas regiones porque dejan de ser estratégicas para los nuevos patrones de acumulación, debilita la integración nacional, margina a determinadas poblaciones y desarticula la propia territorialidad del estado (O’Donnell 1993; Leeds 1996; Gorenstein 1996; Vilas 1997; Rofman 1999; .

 

No debe extrañar entonces que el sustituto de la ciudadanía nacional no sea, para gran parte de esos dos tercios o tres cuartos de la población mundial, la ciudadanía global sino el regreso a las lealtades primarias de la religión, la etnicidad, o ambas (Geertz 1987).  Hay un retroceso de la nación desde su dimensión política moderna a sus ingredientes originarios étnicos, y sobre esta base cobran cuerpo iniciativas secesionistas, desmembramientos de los estados multinacionales e integrismos fundamentalistas. Tampoco es éste un proceso espontáneo o al margen de la política. El desmembramiento de los estados multinacionales de Europa Central y los Balcanes debe tanto a la renovación de los sentimientos identitarios étnicos tras la implosión soviética, como a la política exterior de algunos estados miembros de la OTAN.[14] Algo parecido puede decirse del resurgimiento del fundamentalismo político-religioso, incluso en sus variantes más violentas (Rashid 2001).[15]

 

A falta de políticas públicas que enfaticen la unidad política de la nación por encima de la diversidad regional, religiosa o étnica, la difusión de las nuevas tecnologías de información y comunicación y las cadenas multimedios, el auge de algunas modas intelectuales y la reorientación del estado hacia la promoción de los actores dinámicos de la globalización, producen como efecto la erosión de las identidades colectivas permanentes y el viraje desde un nacionalismo de base territorial a un etnonacionalismo transfronterizo con referentes religiosos y en general culturales mucho más que políticos.  La tesis de la retracción del estado destaca con acierto el impacto de la globalización en la fragmentación de las identidades nacionales y de clase –un asunto que en general es soslayado por los autores que participan de la tesis del estado promotor. La globalización impone cambios culturales de vastas proyecciones, por más que se trate, en la interpretación crítica de Strange, de una difusión made in USA –o como dice Ohmae, una californización de los gustos y los estilos de vida (Ohmae 1997:31). En los nuevos escenarios la nación pierde fuerza como comunidad de ciudadanos y deviene tendencialmente una comunidad de creyentes, o una delimitación étnico-lingüística. Las desgracias y catástrofes a que condujeron las deformaciones y exacerbaciones del nacionalismo de referente político estatal hacen juego con las que motiva el etnonacionalismo en sus versiones más fundamentalistas.

 

Hasta el ataque a las Torres Gemelas, la lucha por la democracia ocupó en la política exterior de Estados Unidos el papel que durante la Guerra Fría había correspondido a la defensa del mundo libre frente a la amenaza comunista. La asociación entre globalización como despliegue expansivo del capitalismo y democracia como promoción del libre mercado en clave neoliberal, respondió a una definición de política exterior del gobierno de Estados Unidos en los escenarios gestados tras el fin del sistema bipolar. Además de la participación política ciudadana y una cierta igualdad de derechos y obligaciones, las nuevas democracias debía garantizar políticas económicas amistosas al mercado market friendly democracies, según la frase atribuida al entonces vicepresidente del Banco Mundial Lawrence Summers.  El primero en plantear la fórmula “democracia de mercado” fue el presidente William Clinton en su discurso ante la Asamblea General de la ONU el 27 de setiembre de 1993: “Nuestro propósito conductor debe ser expandir y fortalecer la comunidad mundial de democracias de mercado” planteó Clinton en esa ocasión. Pocos días más tarde Anthony Lake, entonces asesor de seguridad nacional, convirtió el planteamiento presidencial en una nueva doctrina de política exterior: “La sucesora de la doctrina de contención debe ser una doctrina de ampliación (a doctrine of enlargement): la ampliación de la comunidad libre mundial de democracias de mercado” (Lake 1993). La tesis pasó de las agencias del gobierno estadounidense a algunos “tanques de pensamiento” conservadores y a los ambientes universitarios. La doctrina empalma con la ideología de la exportación de la democracia --que a su turno se remonta al “imperialismo de la libertad” de la presidencia de Theodore Roosevelt— y la reducción conceptual del desarrollo democrático a una cuestión de ingeniería institucional a la medida de la política exterior estadounidense (Lowenthal 1991; Orozco 1994).

 

Los procesos y escenarios de la globalización ejercen fuerte presión sobre los procesos democráticos y la vigencia efectiva de sus instituciones. Como quiera se la defina, la democracia es un régimen de inclusión a partir de principios básicos de igualdad ciudadana que se espera tengan un correlato plausible en el acceso a bienes y servicios. Los escenarios de la globalización, ya se ha visto, son unos de profundas y aparentemente crecientes desigualdades. En estos escenarios las condiciones para el ejercicio de la ciudadanía se deterioran; la precariedad de las condiciones de vida, la pérdida de acceso a procesos e instituciones de proyección nacional retraen la participación de mucha gente a lo cotidiano y lo inmediato, en olvido o despreocupación o incapacidad de consideración de las cuestiones, procesos y escenarios más amplios en los que lo directo, lo particular, lo inmediato se inscriben. La erosión de lo nacional en aras de lo local, el abandono de metadiscursos en beneficio de narraciones particulares y contingentes puede explicarse en algunos sectores de población por el impacto de las nuevas tecnologías informáticas, la aceptación de un discurso en boga, o un regreso a las solidaridades mecánicas de la sociología durkheimiana; para otros sectores de la población es en cambio testimonio del deterioro de su calidad de vida, del empobrecimiento, las fracturas sociales y la falta de horizontes más amplios (Vilas 1999b). En todo caso, las experiencias exitosas de recurso a lo local están directamente relacionadas a su habilidad para insertarse en agendas y procesos políticos o sociales de mayor alcance.

 

De una u otra manera, la política, incluso la política local,  sigue siendo cuestión de proyección nacional o inter-nacional. Los intentos de vincular directamente lo local con lo global han demostrado poco éxito, y menor capacidad para alcanzar los resultados propuestos. Los esfuerzos intergalácticos del Subcomandante Marcos de insertar las aspiraciones emancipatorias de la Selva Lacandona en los escenarios de las protestas globales marginando una construcción nacional de poder dentro del estado mexicano probaron ser poco eficaces. Menos espectaculares, concitando una atención internacional muchísimo más modesta, las luchas políticas de la CONAI (Confederación Nacional Indígena)  ecuatoriana mostraron mucha más eficacia para transformar las demandas de los pueblos originarios de ese país en políticas e instituciones  de vigencia efectiva.

 

Las movilizaciones globalifóbicas de la década de 1990 y de los años iniciales de la actual bajaron en intensidad y capacidad de convocatoria. La represión de Génova 2001 y poco después el 11 de septiembre, parecen haber puesto fin a la hipótesis o la fantasía de una acción colectiva pretendida al margen de la política y al margen de los estados. Más exitosa en identificar problemas que en proponer alternativas, la propia multidimensionalidad de las convocatorias hizo difícil encontrar elementos unificadores o al menos articuladores de la diversidad, más allá del rechazo a la globalización misma o a lo que ésta implica de programa neoliberal. El rechazo suele ser, es cierto, el punto de arranque para la elaboración de alternativas a lo que se repudia (Vilas 2001b); ésto, sin embargo, no ocurrió. El llamado de atención sobre el problema, la denuncia de los estragos que mucha gente estaba y está sufriendo, no hallaron correlato en una propuesta de transformación. Además de las dificultades propias de movimientos tan multifacéticos –donde la diversidad de identidades expresa la diversidad y en muchos casos la conflictividad de los intereses representados—el propio enfoque antipolítico o parapolítico de esos movimientos jugó en contra.  La recomendación de que la forma más eficaz de lucha contra el imperio es la fuga puede ser entendida como el reconocimiento elíptico del corto alcance de las estrategias de responder a una supuesta desterritorialización del poder con un homólogo descentramiento de la confrontación. La dispersión del poder de fuego reduce siempre la contundencia de sus efectos.

 

Desde la perspectiva de las ciencias sociales, el valor de las ideas depende no sólo de su plausibilidad sino también de la acogida que reciben por sectores determinados de la sociedad. No importa que nunca haya existido una conspiración comunista para apropiarse del mundo libre, pero la idea de tal conspiración alimentó muchas definiciones y decisiones políticas a lo largo de la “guerra fría”, con consecuencias de gran proyección para centenares de millones de seres humanos. Algo semejante ocurre con algunos enfoques de la globalización y en particular con la hipótesis del fin del estado o de erosión de la soberanía. Presentar las transformaciones recientes en la estructura internacional de poder como producto de una globalización originada en ciertas innovaciones tecnológicas al servicio de la dinámica inmanente de las empresas, permite dejar fuera del análisis la tremenda conflictividad del proceso, la existencia de actores que impulsan o confrontan la globalización, la diversidad de modalidades que ésta asume, la distribución desigual de ganancias y pérdidas que ella genera; o bien, presentar sus dimensiones menos positivas como consecuencias no intencionales de un proceso de todos modos inevitable. En este sentido, estos enfoques son claramente ideológicos, en cuanto registran de manera intencionalmente selectiva una realidad compleja y presentan como diagnóstico lo que en realidad es visión programática.

 

Lo mismo debe decirse de la afirmación acerca del fin del estado, o de la erosión de su soberanía. El estado es la forma de organización política predominante desde que el capitalismo existe. En esa larga historia, ya se ha dicho, esa forma de organización vivió múltiples transformaciones, como también lo hizo la economía capitalista. Predecir a partir del escenario particular definido por la globalización cuál será el futuro del estado y de sus relaciones con el capitalismo, puede resultar prematuro –particularmente por las propias modificaciones que la globalización económica está experimentando a partir del 11 de septiembre 2001 y de la aventura militar estadounidense contra Irak. Además, la evidencia del deterioro de las condiciones de vida acarreado por la globalización misma agrega argumentos a quienes de una u otra manera plantean que otra cosa es posible. El fracaso de los intentos de oposición global y el reducido alcance de las alternativas meramente locales continúan destacando que el espacio del estado-nación y de las relaciones internacionales sigue siendo el ámbito principal de gestación y desenvolvimiento de cualquier intento de política emancipatoria que aspire a alcanzar sus objetivos.

 

 

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(*)  Publicado en Carlos M. Vilas et al.,  Estado y política en la Argentina actual. Buenos Aires: Universidad Nacional de General Sarmiento/Prometeo Libros, 2005:21-65. 

[1] Este pasaje de Guéhenno se parece mucho a la tesis postmodernista del “movimiento caleidoscópico de las diferencias” de Ernesto Laclau: vid. Vilas (1995),   

[2] Una ilustración reciente de esto es el involucramiento del gobierno de Francia en la renegociación de la concesión de Aguas Argentinas S.A. entre el gobierno argentino y la empresa privada francesa Suez, accionista mayoritaria de la concesionaria.  Vid también Clarín (Buenos Aires, 25 de mayo 2001, pág. 15) sobre las presiones del gobierno de Alemania al gobierno argentino por la anulación  de un contrato de la empresa alemana Siemmens con una agencia estatal de Argentina.

[3] De los 154 estados que firmaron a partir de los años sesentas el “Convenio sobre Arreglo de Diferencias Relativas entre Estados y Nacionales de Otros Estados”  del Banco Mundial, 62 lo hicieron desde 1990 en adelante. Los  “nacionales de otros estados” son los inversores privados extranjeros. Vid www.worldbank.org/icsid.htm                                 

[4] Weiss dedica varias páginas a discutir el concepto de Evans y a diferenciarlo del de “independencia gobernada” que ella propone (Weiss 1998:35-37). Es cierto que éste destaca mejor la capacidad de conducción estatal que la embedded autonomy de Evans pero para los efectos de nuestro tema la cuestión no es relevante. También Panitch (1997) cuestiona el concepto de Evans.                                

[5] Bodin reconoció que sólo Venecia podía ser considerada como verdaderamente soberana (libro I cap. IX). Según Arrighi la Venecia del siglo XVI puede ser considerada “el verdadero prototipo del estado capitalista”. Una oligarquía mercantil mantuvo el poder del estado firmemente en sus manos;  las adquisiciones territoriales estaban sujetas a un cuidadoso análisis de costo beneficio y, como regla, sólo eran emprendidas como medio de aumentar la rentabilidad del tráfico de la oligarquía que ejercía el poder (Arrighi 1994:37).      

[6] Se recordará que este estudio fue elaborado a petición de la Comisión Trilateral: una organización “global” promovida por el empresario estadounidense David Rockfeller e integrada por dirigentes políticos y empresariales de Estados Unidos, Europa occidental y Asia. Dos décadas después el “Club de Roma”, otra organización “global”, encargó un informe similar: Dror (1994).                    

[7] Brenner (1998:93 y sigs.) vincula la reducción de la tasa de ganancia a la competencia entre empresas mucho más que a un incremento de la conflictividad social.

[8] En un libro reciente Ivonne Bordelois llama la atención sobre el impacto de las nuevas modalidades de comunicación en el deterioro del idioma (Bordelois 2003).

[9] El “no lugar” de Hardt y Negri (expresión que toman prestada de Auger 1992), como la “no sociedad” de Guéhenno, recuerdan el dictum de Margaret Thatcher:“la sociedad no existe”.                                       

[10] Es posible que Castells se refiera a esta situación de cambios relativos cuando afirma que el estado ha perdido su poder pero no su influencia (Castells 1997:243); de todos modos la formulación es insatisfactoria por imprecisa.                        

[11] Los acuerdos de Rambouillet sobre la cuestión de Kosovo a fines de la década de 1990 son un ejemplo gráfico de la utilización de la presión militar para obtener decisiones de política económica. El texto, elaborado en sus líneas básicas por el gobierno de Estados Unidos, estipula que “La economía de Kosovo funcionará de acuerdo a los principios del libre mercado. (…) Las autoridades federales (de Yugoslavia: CMV) de acuerdo a sus poderes y responsabilidades, asegurarán el libre movimiento de personas, bienes, servicios y capital hacia Kosovo, incluyendo el de fuentes internacionales” Gowan (1999).  En el mismo sentido cabe mencionar los “contratos de reconstrucción” de Afganistán e Irak adjudicados unilateralmente a firmas estrechamente vinculadas a los gobiernos que lanzaron los conflictos bélicos. En una especie de neokeynesianismo perverso, los estados destruyen y luego contratan a empresas para que reconstruyan.         

[12] Sobre la privatización de los conflictos militares vid Maisonneuve (1997); Escudé (1999).

[13] Incidentalmente, uno de los estados región recomendados por Ohmae coincide con la Padania de Bossi (Ohmae 1997:110)..

[14] Vid Denitch (1996) sobre el involucramiento activo de Alemania, el Vaticano y los Estados Unidos en las guerras étnicas y la desintegración de Yugoslavia.

[15] Llama la atención que Castells, en su discusión de los fundamentalismos políticos redividos, omita la consideración de este aspecto de la cuestión (Castells 1997:13-20, 275-276).

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