Ingresar
Imprimir

Entre principios de la década de los sesenta y principios de la de los ochenta Centroamérica experimentó un rápido y masivo proceso de movilización revolucionaria que conmocionó todas las dimensiones de su estructura social, de sus instituciones políticas y de su inserción en el sistema internacional, con impactos severos en la vida y los destinos de millones de centroamericanos. Más de 300 mil hombres, mujeres, niños y ancianos murieron víctimas de la violencia, principalmente ejecutada por el estado o por cuerpos armados paraestatales, o con su anuencia o protección; aldeas enteras fueron arrasadas. Una región que durante más de medio siglo se había caracterizado por una marcada estabilidad política y una fuerte dependencia respecto de los Estados Unidos, se transformó en el área más revulsiva del continente.

 

Procesos revolucionarios de amplia convocatoria popular se desarrollaron con fuerza notable en El Salvador, Guatemala y Nicaragua. Costa Rica y Honduras no participaron de  experiencias semejantes, pero no pudieron permanecer al margen de su impacto; quedaron aprisionadas en la polarización creciente de la escena política regional, y a partir de cierto momento empezaron a desempeñar funciones importantes en diversas estrategias de tipo contrarrevolucionario, o bien de reorientación del conflicto revolucionario por cauces menos radicales. La guerra abierta, con involucramiento explícito de Estados Unidos, sentó plaza en el istmo. Sociedades que durante más de cincuenta años habían pasado desapercibidas ante la opinión pública internacional o que no habían recibido más atención que la que suscita el pintoresquismo, se instalaron de lleno en el debate hemisférico. El embate revolucionario colocó a la región en el centro de lo que, ahora sabemos, fue la fase final del sistema de la guerra fría.         

 

La etapa revolucionaria que conmocionó tan intensamente  la región pertenece hoy al pasado. El sandinismo practica, a su manera, la política parlamentaria; los revolucionarios salvadoreños avanzan en medio de dificultades hacia su conversión en partido político en un sistema que se parece mucho más al que combatieron durante más de diez años que al que trataron de crear  través de esa lucha; los revolucionarios guatemaltecos no han podido progresar en las negociaciones de paz por la intransigencia del gobierno y de las fuerzas armadas, no por falta de voluntad propia. En estas condiciones: ¿qué sentido tiene dedicarle más preocupación  la revolución centroamericana?

 

La pregunta revela, en el mejor de los casos, cierta ingenuidad. Siempre se piensa que la revolución que pasó es la última de todas. Si fue derrotada, porque se supone que la gente escarmienta y no comete dos veces la misma locura –por lo menos en una misma generación. Si triunfó, porque y no es necesaria otra —aunque, se ha visto en China, Mao entendió en determinado momento que era necesaria una revolución dentro de otra.

 

Pensar que definitivamente ya no habrá más revoluciones sociales es tan trivial como afirmar que siempre están al orden del día. Un grupo de pensadores radicales, o de activistas, puede estar dispuesto a movilizarse contra un estado opresor, pero esto no significa que su decisión vaya a echar raíces en la gente, y es imposible hacer revoluciones sin la gente. Inversamente, situaciones revolucionarias colectivas pueden llegar a configurarse y el clima colectivo estar “maduro” sin que esto sea suficiente para que el estallido revolucionario tenga lugar. Las revoluciones sociales son fenómenos poco recuentes en la historia humana, pero existe de todos modos una buena cantidad de ellas, en sociedades y momentos que guardan entre sí una enorme diversidad. Desde que en el siglo XVII los ingleses decidieron resolver de un tajo la cuestión de la monarquía absoluta, y desde que el mercado asumió un papel determinante en la vida de la gente, cada siglo ha presenciado por lo menos un par de grandes revoluciones sociales. Nada autoriza a pensar que el próximo vaya a ser, en este sentido, un siglo desviado.

 

Las revoluciones no son acontecimientos forzosos, aunque tampoco son accidentales. Las condiciones que gestan y finalmente detonan un proceso revolucionario son siempre particulares a cada situación, pero si el análisis se ubica en el nivel de abstracción adecuado, es posible reconocer elementos de recurrencia por encima de las especificidades de cada caso, e importantes dosis de organización aún en los fenómenos más espontáneos. Es posible también por consiguiente operar sobre esas condiciones, tanto para acelerar los procesos, como para prevenirlos o reorientarlos. Preocuparse hoy por los movimientos revolucionarios recientes en Centroamérica tiene, por lo tanto, algo más que un valor de simple registro histórico.

 

Es incuestionable que el ciclo de movilizaciones revolucionarias que se abrió a principios de la década de los sesenta se ha cerrado en las urnas y en las mesas de negociaciones. Es evidente también que los factores socioeconómicos que detonaron ese ciclo se mantienen presentes, y muchos de ellos son hoy más opresivos y generalizados que hace 30 años: la tugurización de las ciudades, las profundas desigualdades sociales, la pobreza masiva. Es corriente por lo tanto, e incluso de buen tono, referirse al fracaso de las revoluciones centroamericanas. Pero las cosas no son mejores desde el punto de vista de las élites. Las guerrillas no lograron conquistar —o, en Nicaragua, conservar—el poder, pero la Centroamérica de hoy no es la de los años cincuenta o sesenta, ni el orden político y social tiene mucho que ver con la “pax oligárquica” de entonces. La revolución no triunfó, pero el orden tradicional no resistió  los vientos del cambio. Es comprensible entonces que, ante este fin de siglo que nadie imaginó, todos tengamos motivos para sentirnos un poco desencantados: los que miramos con esperanzas las promesas de un futuro mejor, y los que intentaron aferrarse al pasado. Las cosas resultaron distintas, aunque no es la primera vez que la política depara este tipo de sorpresas. Sin embargo no me parece que, para los que dedicamos algún tipo de energía a los procesos que este libro estudia, desencanto implique pensar que todo eso fue en vano. Si algo hubo en abundancia en esos años, fue sentido, significado, razones, esperanzas, cosas que valía la pena y era necesario hacer.

 

Diez años después de haber publicado una bellísima colección de fotografías de la insurrección sandinista, Susan Meizellas, periodista valiente y artista de mucho talento, regresó a Nicaragua a tratar de reencontrar aquellos rostros de 1979 tras una década de revolución, contrarrevolución, crisis y guerra. Algunos seguían ahí, en los mismos lugares en que su cámara los había captado entonces: barrios, comarcas, caminos; otros se desperdigaron en la diáspora del exilio y el autoexilio; todos aportan sus testimonios en un video conmovedor.[1] Quienes con más convicción  afirmaron que nada de lo que había pasado, y les había pasado, fue en vano, son también los dos únicos que tuvieron un involucramiento directo en el conflicto. Uno de ellos es un ex teniente de la Guardia Nacional somocista, posteriormente incorporado a la “Resistencia Nicaragüense”: el famoso “Mike Lima”, quien al frente de fuerzas contrarrevolucionarias asoló a principios de los años ochenta la comarca de Jalapa, en el departamento de Nueva Segovia, y sembró sangre, terror y muerte entre los campesinos de la reforma agraria; hoy trabaja como vigilante en una empresa en Estados Unidos. Valió la pena volver a la guerra, dice “Mike Lima”: gracias a eso el comunismo fue derrotado en Nicaragua. El otro es un zapatero de Masaya: aparece en el libro de fotos junto a dos compañeros, sus rostros cubiertos tras la frialdad impávida de las máscaras de Monimbó, sus manos dispuestas a lanzar las bombas caseras con que derrotaron a la Guardia Nacional. Hoy, Joaquín sigue remendando zapatos; está cargado de deudas y ahora, además, de hijos. Él tampoco considera que su lucha y la de sus compañeros fue en vano: se acabaron la prepotencia del patrón y la brutalidad de la Guardia, y “la contra” fue derrotada.

 

¿Cómo es posible que habiendo estado en trincheras enfrentadas y habiendo actuado en función de fuerzas opuestas, ambos lleguen, los ojos cargados de lágrimas, a la misma conclusión? Y si Susan Meizellas volviera a El Salvador: participantes equivalentes —soldados del ejército, combatientes del FMLN—, tendrían respuestas diferentes a las de los nicaragüenses? Sospecho que la explicación de esta aparente paradoja tiene que ver con algo muy sencillo, es decir muy profundo: esta realidad que a los observadores externos puede parecer extraña, contradictoria, ambigua, es hija de ellos, de los Joaquines y de los “Mikes”, de su involucramiento, de sus decisiones, y de las cosas que hicieron: nadie en su sano juicio vomita sobre sus hijos. Tal vez también por eso no hay retórica de heroísmo o de excepcionalidad en sus palabras: ambos hicieron lo que tenían que hacer, por más que el contenido ético y las proyecciones sociales de uno y otro fueran tan disímiles y opuestas.

 

Las revoluciones son, así, procesos siempre traumáticos que conjugan la tozudez de las élites, las razones de los intelectuales y las convicciones emancipatorias de la gente. El valor que sus participantes les asignan deriva tanto de sus objetivos como de su participación misma.

 

Este libro apunta a responder unas pocas preguntas básicas sobre tales procesos: ¿Por qué se desencadenaron revoluciones en Centroamérica? ¿Por qué en algunos países, y no en otros? ¿Qué consiguieron? ¿Valieron la pena? ¿Qué buscaba la gente que se sumó, o se opuso, a ellas? Preguntas de formulación sencilla y de respuestas complejas, nunca definitivas. En particular, respuestas que movilizan algo más que la capacidad analítica del investigador y que tienen que ver con su filosofía de la historia.

 

En un penetrante ensayo, Eric Hobsbawm advierte que el estudio de las revoluciones no debe ser separado del estudio de los periodos específicos en que ellas ocurren, ni del período en que el académico las estudia, incluyendo los sesgos personales del investigador (Hobsbawm 1986). Lo primero permite ubicar a las revoluciones como parte de procesos de cambio macrohistórico, como momentos de ruptura de sistemas que se encuentran bajo tensiones crecientes. Lo segundo hace posible identificar los ingredientes del plexo valorativo del investigador que están presentes en su análisis de un fenómeno tan tensionador como es una revolución.

 

En lo que refiere a lo primero, las revoluciones centroamericanas se inscriben en la etapa más reciente del proceso de cambio estructural de la región, cuyos inicios suelen ubicarse a principios de la década de los cincuenta; su gestación abarca por lo tanto las “tres décadas de oro” del desarrollo económico mundial y su ciclo se extiende  lo largo de todo el lapso de la guerra fría. La rápida y amplia transformación de Centroamérica impulsada por la modernización capitalista alteró las condiciones de vida de amplios sectores de población; les privó de su inserción social tradicional sin ofrecerles una nueva. La valoración de los logros y las limitaciones de las experiencias revolucionarias debe llevarse a cabo en un permanente contrapunto con este contexto más amplio y de más prolongado desenvolvimiento.

 

En lo que toca a mis sesgos personales, éstos consisten básicamente en la convicción de que todos los seres humanos, por el simple hecho de serlo, tenemos un derecho inalienable a la dignidad y a la felicidad, y a una vida sin sobresaltos; que no hay dignidad ni felicidad sin salud, educación, y un trabajo y una vivienda decentes, y que tenemos derecho —un derecho natural, se decía antes, un derecho humano, se dice ahora— a procurarlos; y que el mejor gobierno posible es aquél que se basa en la participación de la gente y se reproduce y se cambia a través de ella. Estoy convencido de que a su manera y con resultados variados, eso es lo que estuvo y está en juego en las revoluciones centroamericanas y en sus secuelas.

 

Este estudio tiene como punto de partida mis trabajos anteriores sobre la región. Primero, porque considero que los análisis y enfoques practicados en ellos mantienen validez; segundo; porque eso me evita incurrir en reiteraciones; tercero, porque constituyen un parte considerable de la bibliografía especializada más consultada sobre el tema ( vid por ejemplo Stahler-Sholk et al. 1989; Close 1988; Dunkerley 1988). Esos trabajos reflejan asimismo el contacto estrecho que mantuve desde la década de los setenta con Centroamérica y en particular con Nicaragua: estudié la revolución centroamericana y reflexioné sobre ella, pero más que eso, la viví. Esto no me coloca necesariamente en una posición analítica mejor, pero me da una perspectiva distinta.

 

La estructura del libro es sencilla. En el primer capítulo se formulan algunas proposiciones conceptuales acerca de los factores económicos, políticos y culturales que intervienen en la gestación de situaciones revolucionarias en sociedades del tipo de las de Centroamérica. Se afirma que más que en condiciones económicas determinadas o en sistemas políticos particulares que pueden identificarse a priori o en abstracto, los procesos revolucionarios tienden a desarrollarse cuando grupos amplios de población asumen comportamientos colectivos anti estatales en respuesta a situaciones caracterizadas por un aumento brusco de la explotación económica en combinación con regímenes políticos opresivos. Los procesos macroeconómicos y macropolíticos definen un marco general, donde lo determinante para detonar los comportamientos antisistémicos son las vivencias microsociales de la gente: la repercusión de los procesos globales en sus pequeñas vidas cotidianas.

 

El segundo capítulo discute el impacto de la modernización capitalista en la gestación del escenario económico de la movilización revolucionaria: el empobrecimiento de grandes masas de la población centroamericana, la difícil y traumática reinserción en el nuevo diseño socioeconómico, la profundización de la polarización social, la falta de alternativas para amplios segmentos de la población, la incapacidad estructural del capitalismo centroamericano para ofrecer respuestas a las demandas de la gente. En el tercer capítulo se exploran los aspectos políticos principales de la transformación del estado: la conjugación de explotación económica y opresión política en El Salvador, Guatemala y Nicaragua, y el reformismo estatal en Costa Rica y Honduras. En estos dos países la movilización social en respuesta a la degradación de las condiciones de vida encontró un principio de respuesta gubernamental positiva que moderó y reorientó las presiones de los campesinos, trabajadores y grupos medios, mientras que en los tres primeros dejó pocas alternativas a una opción revolucionaria. El capítulo cuarto ensaya una valoración de una década de revolución y contrarrevolución en Centroamérica: qué se ganó, quiénes ganaron, y quiénes perdieron qué. El capítulo quinto estudia los aspectos centrales de la única revolución centroamericana que alcanzó a convertirse en régimen político: la sandinista, y su evolución reciente. Considerando la atención y las polémicas que la experiencia sandinista suscitó en el pasado reciente, y su gravitación en la problemática centroamericana, me pareció importante dedicarle un capítulo especial. El capítulo final resume las principales conclusiones conceptuales de la investigación y plantea algunas hipótesis generales sobre las perspectivas que se abren a la región en el actual escenario posrevolucionario.

 

Este libro, y una buena parte de la investigación sobre la que se basa, fueron elaborados en mi condición de investigador titular del centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Humanidades de la Universidad Nacional Autónoma de México. Ello significa que me beneficié del excelente clima institucional del Centro, del liderazgo académico de su director, el doctor Pablo Gonzáles Casanova, de un estimulante intercambio intelectual con mis compañeros de trabajo y de un muy eficiente apoyo documental y administrativo. Consultorías prestadas  la Autoridad Sueca para el Desarrollo Internacional (ASDI), la Land Tenure Center de la Universidad de Wisconsin (Madison) y el Programa de las Naciones Unidas para el desarrollo (PNUD), me permitieron viajar a la región con cierta frecuencia en los últimos tres años.

 

Algunos avances de la investigación fueron publicados en la Revista Mexicana de Sociología del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM, en el Journal of Latin American Studies de la Universidad de Cambridge, en la revista Polémica de la Secretaría General de FLACSO, y en Desarrollo Económico, del Instituto de Desarrollo Económico y Social (IDES) de Buenos Aires. Durante la primavera de 1993 Columbia University me concedió la cátedra “Edward Larocque Tinker”, circunstancia que me permitió discutir varios aspectos de mi investigación en el  Institute of Latin American and Iberian Studies  y en el Latin American Seminar de esa misma universidad, así como en seminarios y presentaciones especiales en el Center for Internacional Studies de Duke University y en el Council on Latin American Studies de Yale University. Los comentarios de los colegas y estudiantes que participaron en esas reuniones me ayudaron a precisar mejor mis ideas. Raúl Benítez Manaus (CIIH-UNAM) y John Hammond (Hunter Collage, CUNY) leyeron con criterio crítico que mucho agradezco una versión anterior del manuscrito. Las limitaciones que seguramente subsisten son de mi exclusiva responsabilidad.

 

México D.F., Ciudad Universitaria, junio 1993

           

 



[1] Susan Meizellas, Aldred Guzzetti & Richard Rodgers, Pictures from a Revolution. Kino International Production,1992.

   InicioBibliotecaEstado, Mercado y Revoluciones: Centroamérica 1950-1990 B. Introducción