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III.        El reduccionismo neoliberal y el nuevo bloque de poder

La reaparición de este enfoque en la década de 1980 está ligada a varios factores: un cambio profundo en el patrón de acumulación capitalista; crisis del Estado de bienestar socialdemócrata en Europa occidental y la de sus variantes desarrollistas latinoamericanas; derrumbe de la versión soviética del socialismo y las transformaciones introducidas en los diseños socialistas en China y Cuba; embate del neoliberalismo a partir de las experiencias de los gobiernos de Margaret Thatcher y Ronald Reagan en Gran Bretaña y Estados Unidos respectivamente; consiguiente reorientación de las recomendaciones de los organismos financieros multilaterales muy sensibles a los dictados de la política económica internacional de Washington. Desde mediados de esa década los gobiernos latinoamericanos comenzaron a ejecutar un severo ajuste macroeconómico orientado a la recuperación de la estabilidad económica, el pago del endeudamiento público externo acumulado y la reinserción en los movimientos internacionales de capital, y a garantizar la primacía del mercado como asignador de recursos y fijador de precios. El conjunto de medidas adoptadas por recomendación o imposición del Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y el Departamento del Tesoro del gobierno estadounidense –y poco después, también por el Banco Interamericano de Desarrollo— fue bautizado como “Consenso de Washington” en referencia a que todas estas agencias tenían su sede en esa ciudad.

 

En un resumen elaborado por quien parece haber inventado la denominación, el “Consenso” consistía de diez ingredientes de política económica: 1) disciplina fiscal; 2) priorización del gasto público en áreas de alto retorno económico; 3) reforma tributaria; 4) tasas positivas de interés fijadas por el mercado; 5) tipos de cambio competitivos y liberalización financiera; 6) políticas comerciales liberales; 7) apertura a la inversión extranjera; 8) privatizaciones; 9) desregulación amplia; 10) protección a la propiedad privada (Williamson 1990). En opinión de sus voceros, el conjunto de estas premisas debería alcanzar el mismo nivel de aceptación que los derechos humanos o la lucha contra el racismo, en vez de estar sometidas a la controversia entre partidos. Los actores políticos responsables deberían dar prioridad a la promoción del “Consenso de Washington” y sacarlo del terreno contencioso del debate político. Williamson recomendó la adopción del paquete a todo el espectro político, y en particular a los partidos de izquierda. Esto dejaría abierta a la discusión política apenas la cuestión del equilibrio entre eficiencia, definida en términos del “Consenso” como soberanía del mercado,  y equidad (Williamson 1993). Anticipándose en casi una década a lo que posteriormente sería conocido como la variante neoliberal de la  tercera vía,  Williamson postuló que los partidos políticos de izquierda, entendidos éstos como los que dan prioridad a la igualdad sobre la eficiencia, fortalecerían su causa adoptando el programa del Consenso de Washington.[1]

 

A esta afirmación de la inevitabilidad del diseño macroeconómico y macrosocial neoliberal se agregó la ineficacia de la política tradicional, incluyendo la de las democracias reconstituídas en sustitución de diversas manifestaciones institucionales del autoritarismo, para encontrar un tratamiento diferente de la crisis y respuestas efectivas a las demandas de grandes segmentos de la población golpeados por el deterioro de sus condiciones de vida. La credibilidad de los alegatos de los voceros del “Consenso de Washington” respecto del carácter prebendalista, predatorio, corrupto y demagógico del Estado desarrollista, y la descalificación por ineficientes de los debates parlamentarios y de la competencia entre partidos, encontró un aliado estratégico en la frustración provocada en sectores amplios de la opinión pública por la ineficacia de las instituciones democráticas para encarar satisfactoriamente las demandas de bienestar. Pero al mismo tiempo era políticamente necesario respetar la vigencia siquiera formal de la democracia representativa, cuya defensa y promoción constituía uno de los temas recurrentes de la política exterior de Washington –por oposición al régimen político imperante en Cuba.

 

La tensión evidente entre estos dos ingredientes de la política estadounidense –el discurso de la democracia representativa y la promoción de la economía de mercado— se resolvió con la fórmula de las democracias de mercado.[2]La promoción de una determinada estrategia económica devino condición de reconocimiento y parámetro de evaluación de la calidad y la efectividad del régimen político y los arreglos institucionales. Una vez más, la política resultó subordinada a modos particulares de organización de la economía. Así como durante décadas una economía ampliamente colectivizada y planificada centralmente fue considerada como el criterio principal para calificar como socialista a un determinado régimen político, Washington aplicaba el mismo criterio para juzgar a las democracias: su compromiso con el desarrollo de una economía de mercado. En términos operativos, la tensión se resolvió quitando de la esfera del debate parlamentario, y en general de los ámbitos institucionales receptivos de las demandas y reclamos de los sectores mayoritarios de la ciudadanía, los temas y las decisiones de importancia estratégica para el diseño del nuevo esquema de acumulación de capital. No fue un recurso innovador, salvo en el procedimiento. La idea de que las cuestiones más relevantes para la acumulación del capital deben estar resguardadas del debate público y de las decisiones políticas de los ámbitos donde impera el principio democrático de la voluntad de las mayorías, tiene una larga trayectoria en América Latina. Los golpes militares y los fraudes electorales, todavía no totalmente erradicados de la cultura política de las élites del poder, buscan alcanzar ese mismo resultado, sólo que de manera mucho menos sofisticada.

 

 Ahora bien: si la política entendida como posibilidad de optar por distintos modelos de organización social no existe más o está diluída en una pluralidad indeterminada de ámbitos; si no tiene sentido discutir sobre el poder porque ya es clara la definición de quiénes ganan y quiénes pierden en el  modelo de acumulación y de organización social realmente existente, sólo queda espacio para las cuestiones técnicas y administrativas. La conclusión refuerza, obviamente, la entrega de la toma de decisiones a funcionarios técnicos, profesionalmente capacitados para hacerse cargo de esas cuestiones. El discurso de las vertientes más conservadoras del postmodernismo dotó a los argumentos tecnocráticos y antipoliticistas de cierto brillo estético --la crítica a las “grandes narrativas”; el rechazo de la proposición filosófica de que la historia tiene un sentido cualquiera éste sea y, al contrario, la afirmación del fin de la historia; el repudio del Estado como fantasía autoritaria; la afirmación de la ubicuidad de la problemática del poder y consiguientemente el descentramiento de la política— y contribuyó a maquillar las notorias coincidencias de aquéllas y éstos con los intereses y objetivos del gran capital.[3]

 

Contrariamente a la opinión convencional que ve en el “Consenso de Washington” un conjunto de recomendaciones económicas, la mayoría de sus prescripciones fue de naturaleza política y, de hecho, tuvo como efecto una verdadera reforma política del Estado, en cuanto redefinición de la gravitación institucional de los objetivos, metas, intereses y aspiraciones de unos grupos o actores en detrimento de otros. Es decir, se modificó el peso institucional de los actores sociales y, por lo tanto, sus posiciones de poder. El resultado del “Consenso” fue un cambio  drástico en las bases sociales del Estado y la institucionalización de un bloque de poder sustancialmente diferente del que había existido en el marco del Estado desarrollista. Las privatizaciones y desregulaciones, la liberalización amplia de la actividad económica,  la reforma tributaria, la captación de inversión extranjera, fueron otros tantos instrumentos que permitieron una articulación externa más dinámica y eficiente en los términos de las transformaciones experimentadas en los mercados internacionales de capital. Desempeñaron también un papel estratégico en la promoción de determinados actores económicos a posiciones de poder institucional, legitimando la firme articulación política de sus intereses y la consiguiente movilización en su beneficio de los recursos coactivos del Estado –legislación, tribunales, fuerzas de seguridad…— y las agencias de formación de opinión. Asimismo, modificaron las modalidades de relación del Estado con los grupos de menores ingresos así como con aquéllos que habían sido los interlocutores preferenciales del Estado desarrollista (sectores productivos orientados hacia el mercado interno, pequeñas y medianas empresas, algunos grupos de asalariados…) cambiando drásticamente el sentido y los alcances de la intervención estatal.

 

Se sesga en consecuencia la disponibilidad del Estado para atender las demandas o aspiraciones de unos y otros; unos y otros son representados de manera diferenciada y desigual por el entramado institucional del Estado. La crisis contemporánea de representación de la que se encuentran frecuentes referencias en la literatura y en los medios de comunicación se refiere así no sólo a la incapacidad, o incomodidad, de algunas organizaciones políticas e instituciones para dar cabida y procesar las demandas y aspiraciones de determinados actores sociales, y traducirlas en políticas, sino también a estas modificaciones drásticas en la legitimación empírica de ciertos actores, propuestas y reclamos.[4]Por ejemplo: en materia de prestación de servicios públicos privatizados, el concepto de seguridad jurídica tiende a ser interpretado predominantemente en beneficio de las empresas prestadoras para rechazar las peticiones de los usuarios en materia de calidad y precio de los servicios; al mismo tiempo, existe una notoria permisividad institucional en cuestiones como aumentos tarifarios, reformulación de los términos originales de la privatización, etc. (cfr Azpiazu 1999). Similarmente, el modo de articulación externa de la economía priorizando al sector financiero, y la fuerte dependencia del endeudamiento externo, dotan a los actores que se desenvuelven en estos ámbitos de mayor capacidad de persuasión  frente a los organismos e instancias de decisión gubernamental.

 

Esta primera ola de reforma del Estado, típica de la segunda mitad de la década de 1980 –aunque en algunos países como Argentina, México y Brasil cobró auge recién en los primeros años del decenio siguiente— fue sucedida por una segunda: la reforma institucional del Estado, orientada al rediseño de los instrumentos de política necesarios para garantizar la primacía del mercado, y de los actores dominantes en él, producida por la reforma política. Este segundo momento partió de la evidencia de que para funcionar con mediano éxito una economía de mercado requiere de una red sólida y muy eficiente de instituciones públicas que prevengan y contrarresten la tendencia normal de los mercados al inmediatismo, a los desequilibrios y a la recurrencia de crisis. Es éste un planteamiento que ya había sustentado Karl Polanyi medio siglo atrás y retomado, en clave neoliberal, por los trabajos de Douglass North y, en general, de la llamada escuela neoinstitucionalista de la ciencia política estadounidense (Polanyi 1957; North 1986, 1993). Por diferentes caminos se admitía la falacia de la hipótesis neoclásica de la autorregulación de los mercados; a ello se agregó la experiencia recogida en más de un centenar de países que, tras ejecutar durante una década y media las políticas recomendadas por el “Consenso”, cosechaban resultados magros incluso desde la perspectiva de las metas fijadas por los propios organismos promotores --lenta y problemática recuperación del crecimiento, persistente vulnerabilidad externa, mantenimiento o ahondamiento de las desigualdades y la fragmentación social-- además de la persistencia de muchas de las prácticas públicas y privadas que el “Consenso” se había propuesto erradicar: rentismo, prebendalismo, múltiples modalidades de corrupción pública y “riesgo moral” empresarial, entre otras. La denominación dada al nuevo enfoque –“nueva economía institucional”—permitió legalizar el involucramiento de una dimensión política en la promoción de la primacía del mercado, pero reduciéndola a cuestiones meramente instrumentales, diferenciándola incluso semánticamente de la “economía política” de los economistas clásicos y, sobre todo, de la “crítica de la economía política” de los enfoques marxistas –incluyendo la “nueva economía política” de la década de 1920 en la URSS. Lo institucional de esta “nueva economía” se presenta explícitamente instrumentalizado y subordinado a la preservación de una economía de mercado construida a partir de unas relaciones de poder ya dadas y aceptadas, y que el marco institucional debe consolidar.

 

La agenda de esta segunda reforma también fue diseñada por el Banco Mundial y formalizada en la serie de informes anuales publicados durante la década de 1990. Desde fines de los años ochentas algunos estudios del Banco destacaban que las reformas orientadas hacia el mercado demandaban la creación o fortalecimiento de un marco institucional adecuado; el abandono del intervencionismo estatal debía tener como correlato la creación de mecanismos y herramientas institucionales que optimizaran el desempeño de los mercados y contrabalancearan sus sesgos nocivos.[5]De acuerdo a este reenfoque, el Estado está llamado a cumplir un papel de apoyo y complementación del mercado, asumiendo únicamente las actividades y funciones que el mercado desempeña mal, o no está interesado en encarar: 1) definir y aplicar un marco legal para la acumulación de capital, 2) generar y garantizar un ambiente político propicio para la iniciativa empresarial  (en particular asegurando la estabilidad macroeconómica, evitando la distorsión de los precios y desregulando la economía), 3) responsabilizarse del diseño de una adecuada infraestructura, 4) dar protección a los segmentos más vulnerables de la población, y 5) proteger el medio ambiente. Debe promoverse la creación o desarrollo de una red institucional que garantice la efectividad del Estado en estas tareas; por consiguiente es necesario un profundo rediseño de procesos, instrumentos y herramientas de política, capacidades y responsabilidades públicas. Se requieren, en resumen, más instrumentos y nuevas capacidades para que el “Consenso” rinda frutos.[6]

 

Las reformas institucionales se recomiendan tomando como base o punto de partida las reformas políticas del “Consenso de Washington” y la estructura de poder correspondiente. Puede argumentarse que, por su propia naturaleza, un organismo multilateral carece de mandato para involucrarse en aspectos sustantivos como los señalados. De acuerdo con esta interpretación, los organismos actuarían en definitiva como cajas de resonancia de cada gobierno, aceptando y eventualmente fortaleciendo con sus recomendaciones la correlación de poder prevaleciente en cada país solicitante de asesoría o fondos: una misión eminentemente conservadora. La enorme capacidad de persuasión de las recomendaciones de los organismos no derivaría de los recursos que movilizan o de la presión que pueden ejercer sobre los gobiernos, sino de su habilidad para acoplarse a decisiones ya adoptadas por las autoridades políticas –algo así como navegar a favor del viento. El argumento trasluce una visión incompleta del desempeño de estos organismos y de sus relaciones con los estados miembro. No es un secreto para nadie que las recomendaciones de política pública formuladas por el FMI, el Banco Mundial, el BID y organismos similares, inciden decisivamente en la matriz de poder de la sociedad, promoviendo a algunos actores, discriminando contra otros, y en definitiva interviniendo en la dinámica política y social en nombre de una racionalidad técnica o de los macroeconomic fundamentals interpretados de manera estrecha.[7]

 

En varias situaciones de gran conflictividad política y social, las condiciones impuestas por estos organismos para el desembolso de fondos reforzaron la posición del gobierno de Estados Unidos en su confrontación con algunos gobiernos de países en desarrollo; el caso más notorio se registró a fines de la década de 1970 en Jamaica, donde el FMI y el Banco Mundial complementaron desde sus campos específicos de acción la presión política del gobierno de Estados Unidos sobre el régimen socialdemócrata del primer ministro Michael Manley. Similares presiones cruzadas se ejercieron posteriormente sobre Costa Rica, forzando a este país a introducir cambios políticos profundos acordes con las recomendaciones del “Consenso de Washington” y, más recientemente, sobre el gobierno de Sud Africa con el fin de moderar algunas iniciativas de reforma económica y social consideradas excesivamente radicales. Al contrario, el financiamiento amplio en condiciones concesionarias contribuyó a mantener en el poder a regímenes autoritarios dilapidadores de recursos a los que la política exterior de Estados Unidos consideraba aliados en el marco de la guerra fría --Indonesia es, posiblemente, el caso más notorio.[8]

 

Las recomendaciones de reforma del Estado del Banco Mundial y de agencias del gobierno de Estados Unidos forman parte del objetivo de imponer a los gobiernos de las economías emergentes, o sugerir con la contundencia de los argumentos de quien administra el crédito que ellos demandan, una arquitectura institucional relativamente homogénea: se trata de determinar “lo que el Estado debería hacer, cómo debería hacerlo, y de qué modo puede hacerlo de la mejor manera” (Banco Mundial 1997:1-3). El cometido acopla con el objetivo del mismo Banco, el FMI y la Secretaría del Tesoro de Estados Unidos, de diseñar una única arquitectura financiera para la economía internacional. Si esto último ha suscitado cuestionamientos o al menos dudas respecto de su conveniencia o factibilidad, muchas más dudas caben respecto de lo primero.[9]La construcción institucional es usualmente un proceso de desenvolvimiento prolongado en el que está en juego un arco muy amplio de cuestiones materiales e inmateriales, en el que los factores particulares de cada país, y de sus diversas clases y grupos sociales, tienen una gravitación determinante. La exportación e importación de instituciones formales es solamente uno de los muchos  ingredientes que intervienen en ese proceso; el funcionamiento efectivo de ellas es el resultado de su interacción, adaptación y simbiosis con el plexo de tradiciones, representaciones culturales y características propias de cada sociedad. En el fondo, la pretensión de imponer determinados diseños institucionales da testimonio de la pervivencia de las más convencionales manifestaciones del colonialismo y el imperialismo en el entramado de las relaciones internacionales.[10]

 

IV.  De la mano invisible a la magia del mouse

Se instala así en la agenda de la reforma estatal el reduccionismo de la problemática del Estado y la construcción institucional a una cuestión de instrumentos. Esto tiene por lo menos tres consecuencias importantes, que señalaré de manera suscinta.

 

En primer lugar, facilita circunscribir la democracia en tanto régimen político a un sistema de reglas y procedimientos, olvidando o escamoteando que ella es, también, un sistema de producción de decisiones sobre cuestiones sociales y económicas. A su turno el instrumentalismo es reforzado por el predominio de los tiempos cortos de la contabilidad financiera y la rendición de cuentas de los funcionarios, sobre el tiempo largo de la construcción institucional (Tilly 1995; Vilas 2000a).  El reduccionismo procedimentalista de la democracia es conocido y no requiere mayor comentario; aquí se quiere destacar la vinculación de este enfoque a ópticas conservadoras de la dinámica sociopolítica, en cuanto presta atención al modo en que las decisiones relevantes son adoptadas, mucho más que a su eficacia para reproducir, consolidar o modificar un patrón social de asignación de recursos y una estructura determinada de poder. El formalismo procedimental es un producto académico que contrasta con el modo más equilibrado en que la opinión pública enfoca y evalúa el desempeño de los regímenes democráticos, tomando en consideración ambas dimensiones: la formal y la sustantiva.[11]Desde el punto de vista de la política, la preocupación preferencial, excluyente incluso, por las herramientas y los procedimientos implica resguardar del análisis y del debate el contenido y los alcances de las decisiones que se adoptan y ejecutan a través de esos mecanismos. Se deja de lado, por lo tanto, la dimensión sustantiva de esas decisiones, la asignación de costos y beneficios que ellas involucran y, en general, el modo en que afectan a diferentes actores sociales potenciando o reduciendo sus márgenes de libertad, su capacidad de movilización de recursos, su desempeño en los mercados, sus niveles de bienestar, y en consecuencia su ubicación en la matriz de relaciones de poder y la eficacia y alcances de su participación en la toma de decisiones --en resumen, quiénes ganan y quiénes pierden.

 

Dada la configuración de las estructuras de dominación predominantes en la mayoría de los países de América Latina y el Caribe y el modo de inserción de la región en los escenarios internacionales, el reduccionismo procesalista permite adaptar las modalidades de gestión a una matriz de relaciones de poder nacional y transnacional que expresa la articulación de los grupos más concentrados del capital local con los actores más dinámicos de la globalización financiera y los objetivos de la política económica exterior del gobierno de Estados Unidos. El reduccionismo sirve asimismo de camouflage a una característica tradicional de los sistemas políticos en sociedades periféricas: el desplazamiento de los ámbitos institucionales donde efectivamente se toman las decisiones sustantivas. En consecuencia, los espacios institucionales formales de decisión quedan limitados de hecho a la administración de las decisiones que se adoptan en otros lugares y por otros actores. El ejemplo más visible es, posiblemente, la marginación de los parlamentos del proceso de lo que más arriba se denominó reforma política del Estado: privatizaciones, desregulaciones,  renegociación de las relaciones económicas y financieras externas, etcétera. En este sentido, la crisis de representación –tema recurrente en la literatura sobre estos asuntos-- puede ser interpretada como producto de la transformación de la capacidad y la disponibilidad de las instituciones de la democracia representativa para acoger, expresar y procesar desigualmente las iniciativas, reclamos o propuestas de la sociedad civil y del mercado.

 

En segundo lugar, este reduccionismo favorece la adopción de modelos y estrategias de gerenciamiento empresario para la administración pública. Tal adopción sólo tiene sentido si se obvian las diferencias sustantivas que existen entre las empresas y el Estado (nacional, provincial o municipal). Las empresas son organizaciones económicas orientadas hacia la maximización de las ganancias a través de la conquista de mercados.[12]La actividad característica de una empresa es la compra y la venta, generando sistemas de producción y distribución. Cada empresa implica una estructura de poder –usualmente muy autoritario-- y sistemas de gestión; una y otros están orientados hacia aquel objetivo central. El Estado, cualquiera sea el alcance espacial de su desempeño, tiene como objetivo estratégico generar un sistema legal y de lealtades de vigencia efectiva, mediante la movilización de otro tipo de recursos: sentimientos morales y amenaza o activación de la coacción física hacia adentro y hacia fuera de sus fronteras territoriales. Por supuesto, un Estado puede incluir entre sus metas funcionales la reducción de sus costos operativos, pero esto no opaca las diferencias sustantivas derivadas de los objetivos estratégicos y del tipo de recursos movilizados para alcanzarlos. Se señaló más arriba que la frontera entre empresas y estados, en cuanto tipos de organización y estructuras de poder, pueden ser porosas. Por lo tanto no se cuestiona aquí que, en determinadas circunstancias, algunos aspectos del funcionamiento de un tipo de organización sean adoptados por organizaciones del otro tipo; simplemente se llama la atención sobre la funcionalidad de ciertos enfoques reduccionistas para opacar esas diferencias y permitir la imposición de criterios de conducción y administración propios de las empresas de negocios a los estados.

 

Llevada a sus extremos y apoyada en las herramientas tecnológicas adecuadas, esta perspectiva mercantil enfoca al Estado como una especie de gran empresa cuyos accionistas son los ciudadanos: “…la revolución digital recompondrá los dos vínculos –distintos pero relacionados— que unen a los pueblos y los gobiernos: uno, el que existe entre el gobierno y el ciudadano como cliente o consumidor de servicios públicos y, el otro, el que une al gobierno y al ciudadano, este último como «propietario» o «accionista» en la comunidad” (Tapscott y Agnew 1999). Un corolario de esta metáfora, devenida paradigma, es que, por encima de todo,  el Estado debe ser rentable en los términos de una empresa de negocios; reducir el gasto público y cerrar el déficit fiscal se convierten el objetivos en sí mismos. En las condiciones de severo y persistente endeudamiento de la mayoría de los estados latinoamericanos, con la rigidez del gasto público que implica el cumplimiento de los compromisos financieros –condición a su turno de ulterior endeudamiento--el único gasto que no se reduce es el servicio de la deuda externa. La contracción del gasto y del déficit se hace a expensas de las otras erogaciones: salud, educación, deportes, ciencia y técnica, salarios, etc. El paradigma empresarial descarga de manera desigual el financiamiento (o el desfinanciamiento) de la firma-Estado: sus productos sólo son accesibles a quienes pueden comprarlos. En escenarios de profundas y crecientes desigualdades como los predominantes en gran parte del mundo empobrecido, el traspaso de estos rubros al mercado ahonda adicionalmente las desigualdades y fortalece los procesos de exclusión. El concepto de ciudadanía portadora de derechos se metamorfosea en el de un sistema de créditos puntuales en beneficio del ciudadano-cliente; la universalidad de aquéllos cede terreno a la particularidad y puntualidad de éstos, y los dividendos que la firma-Estado reparte entre sus accionistas se limitan al concepto de bienes colectivos en la acepción  restrictiva que les acuerda la economía neoclásica.[13]

 

Por consiguiente la identificación de la modernización con la incorporación de determinados procedimientos y artefactos (modems, comunicación satelital, redes electrónicas, computadoras de nueva generación, etcétera)  puede llevar, en escenarios de profundas desigualdades sociales, a incrementar la rigidez y la fragmentación del tejido social, y a erosionar los espacios de acción política colectiva. En la medida en que el acceso de los individuos y hogares a los avances de la nueva tecnología está mediado por las relaciones de mercado, es claro que los patrones de fuerte concentración de los ingresos y el deterioro de los mercados laborales discriminan contra los grupos menos solventes. Es ilustrativo en este sentido que el discurso de la ampliación del acceso a las nuevas tecnologías, en particular la conexión a internet, sólo excepcionalmente tenga como complemento acciones de política encaminadas a facilitar la utilización de los nuevos artefactos de manera comunitaria –en escuelas públicas, centros vecinales o comunitarios, y similares.[14]

 

En ocasiones un buen microprocesador y una confiable conexión telefónica son presentados también como la condición de acceso a formas superiores de participación ciudadana: la democracia digital. De acuerdo a esta perspectiva la “era digital” convierte a la democracia representativa de la “era industrial” en democracia participativa; los ciudadanos dejan de ser “consumidores pasivos” para devenir “socios activos”; la política de masas da paso a la política personalizada, y el “Estado nacional monocultural” se transforma en Estado “virtual, mundial, local, multicultural” (Tapscott y Agnew 1999). El mouse resultaría así un  instrumento tanto o más eficaz que el voto, en todo caso menos esporádico, para hacer posible un involucramiento, desde la comodidad del hogar, en los asuntos públicos. Si la plaza, el mercado o la calle fueron el espacio público por antonomasia de la democracia participativa y representativa del populismo y el desarrollismo y de una ciudadanía que se vivía como pueblo en tanto sujeto colectivo; si las jornadas electorales lo son de una democracia representativa de ciudadanos individualizados y de públicos diferenciados, la democracia digital es el instrumento de regímenes políticos que se benefician del aislamiento recíproco de los individuos desde fuera de los espacios donde entablan sus relaciones laborales, profesionales, políticas o comunitarias: la privacidad aislada como ámbito atomizado del involucramiento segmentarizado en la red de intercambios puntuales entre el cliente y el proveedor estatal.

 

Una discusión de las posibilidades reales o ficticias abiertas por las nuevas tecnologías informáticas al involucramiento ciudadano en la política cae fuera de los alcances de este trabajo. Entre tanto, planteamientos exultantes como el citado contrastan con el acceso restringido derivado de las ya señaladas profundas desigualdades sociales, y con enfoques mucho más equilibrados.[15]Las fuertes apuestas emocionales y discursivas a las virtudes redentoras de ciertas herramientas y gadgets ilustran respecto de la persistencia de las fantasías fetichistas en plena postmodernidad, así como sobre la funcionalidad del pensamiento mágico a la rentabilidad de las empresas de tecnología de punta

 

Continuar a la última parte


[1]La idea de una tercera vía es recurrente en el último medio siglo o más; la presente versión en clave neoliberal soft (por ejemplo Giddens 1999) fue precedida en la segunda postguerra por una variante populista (Vilas 1994) y, en la década de 1970, por una interpretación eurocomunista (por ejemplo Ingrao 1980).

[2]El primero en emplear la fórmula “democracia de mercado” fue el presidente William Clinton en su discurso ante la Asamblea  General de la ONU el 27 de setiembre de 1993: “Nuestro propósito conductor debe ser expandir y fortalecer la comunidad mundial de democracias de mercado”, planteó en esa ocasión. Días después Anthony Lake, entonces asesor de seguridad nacional,convirtió el planteamiento presidencial en una nueva doctrina de política exterior: “La sucesora de la doctrina de contención debe ser una doctrina de ampliación (a doctrine of enlargement): la ampliación de la comunidad libre mundial de democracias de mercado”: cfr Lake (1993).

[3]  Cfr Lechner (1996s, 1996b). No por azar el postmodernismo cobra vuelo inicial a partir de la arquitectura: la rama del arte más claramente ligada al mundo de las altas finanzas. 

[4]Cfr por ejemplo Manin (1992). Por legitimación empírica se entiende la efectiva incorporación, como objetivos públicos y decisiones institucionales, de demandas producidas por actores sociales. 

[5]Cfr por ejemplo Banco Mundial  (1991, 1997, 2000);  World Bank ( 1992, 1993a).

[6]  Las recomendaciones de reforma institucional suelen ser presentadas como resultado de la conveniencia de ir “más allá del Consenso de Washington”, o de avanzar hacia un “Consenso post-Washington”. He discutido este asunto en un trabajo anterior; Vilas (2000a).  

[7]Los informes de país (country reports) del Banco Mundial suelen ser explícitos en su enfoque amistoso hacia determinados actores y arreglos de poder.  Se trata de documentos redactados para funcionarios políticos y técnicos que, a diferencia de los informes generales, como el Informe sobre el desarrollo mundial difundido anualmente, raramente están al alcance del público general. Por ejemplo: a pesar de que la fuerte concentración de la tenencia y propiedad de la tierra sigue siendo uno de los aspectos centrales de los conflictos sociales y políticos en El Salvador, y una de las fuentes mejor conocidas de generación de pobreza, ni siquiera un párrafo ha sido dedicado a esta cuestión en el informe del Banco Mundial sobre el combate a la pobreza en ese país: cfr. World Bank (1993b).    

[8]Cfr por ejemplo Payer (1982); Huber & Stephens (1986); George & Sabelli (1994); Bond (2000); Vilas (2000b).  

[9]Cfr por ejemplo Rodrik (2000); Stiglitz (2000). 

[10]Wade & Veneroso (1998) y Panitch (2000) enfocan el papel desempeñado conjuntamente por agencias del gobierno de Estados Unidos y el FMI en el diseño de las condiciones que condujeron a la crisis desatada en varios países de Asia en 1997, así como en el tratamiento acordado a la crisis por los gobiernos de esos países. Desde una perspectiva más general, vid Badie (1992); Cox & Skidmore-Hess (1999); Gray (1999).   

[11]Vid entre otros Lagos (1997); Franco (1993); Alarcón Glasimovich (1992); Halpern y Bousquet (1992).  

[12]“Las empresas funcionan para ganar plata, y se apropian de toda la riqueza que pueden”: Claudio Sebastiani, a la sazón presidente de la Unión Industrial Argentina y diputado nacional por el Partido Justicialista (peronista) , en Clarín (Buenos Aires) 7 de mayo 1998, pág. 25.   

[13]  Es interesante advertir que al mismo tiempo que se predica el modelo empresarial para la gestión pública, las corrientes más recientes en materia de gestión empresarial señalan la conveniencia de introducir en los modelos de gerenciamiento ingredientes típicos de la función política de gobierno: por ejemplo, legitimidad, representación, credibilidad (Etkin 2000).   

[14]En Argentina, el país de la región con mayor nivel de ingreso por habitante, se ha estimado que, a mediados de 1999, la mitad de los hogares carece de línea telefónica: ¿cómo acceder entonces a la red? En respuesta a esta interrogante, el gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires ha iniciado la instalación de centros comunales de acceso gratuito a internet. El programa contrasta con el más reciente del gobierno nacional, de financiar con tasas de interés preferenciales la compra individual de equipo de informática de uso personal u hogareño: un programa que recibió la acogida entusiasta de las firmas productoras y comercializadoras.  

[15]Vid por ejemplo European Commission (1996) y OECD (1999). Ford (1999) analiza la imposición cultural usualmente presente en la “democracia digital”.   

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