Una gestión estatal de calidad (es decir, eficaz, eficiente y responsable) se fundamenta en el principio elemental de que siempre es mejor hacer bien las cosas que hacerlas mal o de modo chapucero. De manera un poco más sofisticada, es posible vincular la calidad de la gestión pública a los principios básicos de un régimen democrático, aunque la relación entre calidad de la gestión y tipo de régimen político dista mucho de ser unívoca. La responsabilidad pública de los funcionarios, el control ciudadano de las acciones de gobierno, la separación entre el patrimonio público y el patrimonio de los funcionarios, son todos ingredientes de un régimen político que apuntan, entre otras cosas, al uso correcto de los recursos públicos, algo que usualmente se asocia con la democracia y el buen gobierno. En particular hay que mencionar la vinculación, que posiblemente se remonta a las revoluciones burguesas, entre participación política y tributación. El financiamiento del Estado proviene siempre, en definitiva, de los recursos que extrae de la sociedad; existe por lo tanto una obligación legal e incluso ética de los funcionarios de dar un uso correcto al producto de esa exacción, asignándole el destino definido por los ciudadanos y sus representantes, y gestionándolo con eficiencia.
La reforma institucional encarada en la mayor parte de América Latina, y su enfoque reduccionista, presentan como técnicamente neutras cuestiones de clara proyección y significado político: en primer lugar, la cuestión de la estructura de poder configurada en la región desde fines de la década de 1970. Convierten las herramientas de gestión en políticas de gobierno, dirigiendo la atención pública hacia cuestiones operativas o instrumentales y preservando a la estructura de poder y al modo particular de definición de ganadores y perdedores, del debate público y del riesgo de que él dé paso a esfuerzos de acción colectiva destinados a modificar aquella estructura. Una vez más, en escenarios de profundas disparidades sociales, los argumentos técnicos se muestran vulnerables a una manipulación conservadora.
La preocupación por la eficacia, la eficiencia y la transparencia de las políticas públicas, debe decirse una vez más, no es irrelevante. Al contrario, importa mucho, por respeto a quienes de una u otra manera aportan los recursos con que se financia la gestión estatal, por una efectiva vigencia de una concepción más amplia de la democracia, por la funcionalidad de un buen gobierno a una política de desarrollo, por las fuertes restricciones fiscales que deben ser afrontadas, y porque siempre es mejor hacer bien las cosas que hacerlas mal. Sin embargo, una buena administración no mejora la calidad de los objetivos de las políticas a cuyo servicio se desenvuelve. Un tratamiento de los instrumentos sin una consideración de los objetivos de la acción estatal y sin referencia a las configuraciones de poder que les sirven de sustento, olvida la dimensión material de la problemática y contribuye a promover o a aceptar como ineludibles o inamovibles, objetivos contingentes a arreglos particulares de poder.
El siglo veinte ofrece múltiples ejemplos de cuidadosas preocupaciones instrumentales al servicio de objetivos y políticas deleznables, desde la muy prolija contabilidad de los campos de exterminio nazi hasta la de los centros clandestinos de detención en Argentina. Otras veces, los logros instrumentales positivos quedaron diluidos en el saldo final del régimen político del que formaron parte: la reforma administrativa de Mussolini permitió que los trenes italianos llegaran a horario, pero la puntualidad ferroviaria –ciertamente un logro importante-- no mejoró el resultado general o el juicio histórico universal sobre el fascismo.
La literatura latinoamericana brinda una ilustración menos truculenta o patética de este divorcio entre herramientas y objetivos. Me refiero al capitán Pantaleón Pantoja, el personaje de una de las más originales novelas de Mario Vargas Llosa. Según narra la historia, Pantaleón fue destinado por el ejército de su país a administrar un servicio público de prestaciones sexuales en un destacamento militar en la selva amazónica. El desarrollo de técnicas innovadoras de gestión y un celo profesional justamente reconocido por sus superiores, permitieron a Pantaleón convertirse en poco tiempo en el gerente público más eficiente y exitoso de lo que, de todos modos, nunca dejó de ser un lupanar de frontera. El espectáculo de tanta gente encarando la reforma del Estado en términos de reequipamiento informático, elaboración de manuales de procedimiento, rediseño de oficinas o modificación de organigramas, sin una preocupación equivalente por los objetivos que se persiguen y el contenido y el sentido de las decisiones que se toman, demuestra la vigencia amplia de Pantaleón Pantoja como paradigma de gestión pública.
En los escenarios predominantes de profunda fragmentación y desintegración social, con procesos de exclusión social de los que la reorientación del Estado y el ajuste macroeconómico no son ajenos, es legítimo albergar dudas no sólo respecto de la eficacia de la reforma instrumental del Estado para incidir significativamente en el enfrentamiento a esos procesos --una cuestión que, en verdad, es ajena a sus preocupaciones-- sino también con relación a la solidez y alcances de las reformas institucionales mismas. Los modelos instrumentales de reforma y gestión pública han sido desarrollados en su enorme mayoría en sociedades que, además de la institucionalización del neoliberalismo como paradigma de reorganización social y conducción política, se caracterizan por una comparativamente alta homogeneidad cultural, amplio acceso a los satisfactores sociales básicos, mecanismos relativamente eficientes de promoción y compensación social, y niveles relativamente amplios de desarrollo educativo –producto todo ello de estrategias políticas de tipo socialdemócrata y del Estado de bienestar. Difícilmente podría pensarse en un conjunto de condiciones más alejado de las predominantes en la mayoría de los países de América Latina y, en general, del mundo en desarrollo. Es asimismo cuestionable que el parentesco ideológico de los gobiernos pueda compensar las falencias en estas dimensiones sustantivas. Si se me permite adaptar el viejo dicho de la sabiduría popular:lo que la historia y la estructura no dan, Harvard no presta.
Después de década y media de ajuste estructural, Argentina, como toda América Latina, se encuentra frente a una típica situación en la que, además de modernizar las herramientas y eficientizar los procedimientos, hay que cuestionarse si acaso no es tiempo de cambiar de rumbo y orientarse hacia horizontes más promisorios. Por lo menos, de someter a severo escrutinio los objetivos que orientan la gestión pública y los arreglos de poder que los sustentan. Si esto no se entiende, nuestros reformadores seguirán víctimas del síndrome de Pantaleón: gerentes pulcros y eficientes de un orden de cosas inicuo.
REFERENCIAS