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Carlos M. Vilas (*)

I

Se cumple el 11 de marzo el 60 aniversario de la reforma constitucional de 1949, la que fuera conocida, como elogio por unos y en desprecio por otros, como la “Constitución peronista”. Había pasado casi un siglo desde la sanción de la Constitución de 1853 y la Argentina y el mundo eran otros. Ya no éramos un país subpoblado y agrario, conducido por una élite económica e intelectual que monopolizaba la participación política para los miembros de su propia clase mediante la el fraude electoral y la proscripción de las clases trabajadoras. Argentina era ahora una sociedad relativamente industrializada, con una clase trabajadora con una clara conciencia de sus derechos, alta participación electoral gracias a la universalización del voto masculino, y una clase media pujante. También el mundo había cambiado. El capitalismo mercantil de mediados del siglo diecinueve era ahora capitalismo monopolista y el Estado de “laissez faire” había dejado paso al Estado interventor y regulador de la economía.  

 

La Constitución de 1853 había enmarcado con eficacia muchas de esas transformaciones, pero buena parte del ámbito académico y político opinaba que era necesaria una reforma integral, que expresara más dinámicamente la nueva configuración de la sociedad argentina. Los grandes enunciados de 1853, pensados para impulsar el progreso económico, político y cultural de la joven nación en un contexto internacional de capitalismo competitivo, con el cambio de los escenarios y, sobre todo, con la debilidad política de las clases populares, actuaron para facilitar la subordinación neocolonial y la preservación del poder oligárquico. La amplia protección de la propiedad privada, que en tiempos de Alberdi era fundamentalmente propiedad individual y la de los emprendimientos de pequeña o mediana escala, sirvió para proteger a las corporaciones monopólicas y al latifundio rentista. En pocas décadas el libre comercio exterior quedó en manos de los frigoríficos extranjeros y de las sociedades acopiadoras y exportadoras de granos que imponían condiciones leoninas a los productores. El control foráneo del Banco Central sacó a la política monetaria del ámbito de decisión soberana del Estado. La tensión entre el sistema socioeconómico así gestado y la vigencia de la soberanía popular expresada a través del voto ciudadano se hizo insostenible dentro de los marcos de la institucionalidad constitucional. Ello así, porque la participación política de las clases populares expresa siempre concepciones más avanzadas de justicia social que las que admiten los grupos de poder. Sus manifestaciones pueden parecer desprolijas, bullangueras y hasta caóticas,  pero esas anécdotas derivan de la propia subordinación de la que tratan de emanciparse y dan testimonio, en todo caso, de la vitalidad y la energía emocional de sus aspiraciones de emancipación social.

 

II

El peronismo fue la expresión política de esa voluntad emancipatoria. La reforma constitucional de 1949 fue su instrumento jurídico. Arturo Enrique Sampay fue el más destacado de los destacados convencionales constituyentes que le dieron forma y contenido. Su extraordinaria formación jurídica y filosófica, su profundo conocimiento de la cultura clásica y moderna y sus arraigadas convicciones nacionales le permitieron transformar las demandas de justicia de las grandes mayorías nacionales, que el peronismo transformó en programa político, en un texto constitucional acorde con los nuevos tiempos. Su pensamiento está vertido en un número muy importante de libros, folletos y artículos traducidos a varios idiomas.1

 

Se ha insistido mucho en la formación de Sampay en la filosofía tomista, evidente particularmente en su monumental Introducción a la Teoría del Estado, considerada por varios de sus contemporáneos como una de las principales obras sobre ese tema. Ello no le impidió apreciar e incorporar los aportes de otras corrientes del pensamiento universal, sobre todo en sus obras de las décadas de 1960 y 1970, acompañando en este aspecto a similar evolución de la doctrina social de la iglesia católica, en especial los documentos del Concilio Vaticano II y las encíclicas de los papas Juan XXIII  y Paulo VI.2 Sin embargo donde mejor se aprecia la originalidad de su pensamiento, que hace tan difícil clasificarlo en cualquiera de las corrientes del pensamiento filosófico político es en sus dos últimas obras: Constitución y Pueblo (1973) y en su magnífico estudio introductorio a su recopilación de Las Constituciones de la Argentina (1975).

 

Sampay distingue entre la constitución real de una sociedad, es decir las relaciones de poder entre las clases sociales, y la constitución escrita, que es la expresión jurídica de esa estructura; de ahí que cambios significativos en ésta acarrean cambios en la constitución escrita, o en la interpretación que la cultura jurídica producto de esos cambios efectúa de los textos escritos. Pero a diferencia de autores como Lassalle, Jellinek, Weber, Heller o Schmitt, que se limitan a constatar esa correspondencia, para Sampay lo que legitima ética y políticamente a la constitución escrita y al orden socioeconómico en que se basa es su capacidad para hacer efectiva la justicia social, de acuerdo a las posibilidades que brinda el desarrollo de las fuerzas productivas, el progreso científico y técnico, y la conciencia jurídica de los pueblos –es decir, conciencia de sus derechos y voluntad de ejercerlos. En consecuencia, agrega, un verdadero jurista no debe limitarse a la aplicación de la letra de la constitución sino que debe interpretarla de acuerdo a la realidad histórica, es decir socioeconómica y cultural, si es que pretende que esa interpretación sirva a los grandes fines hacia los que se encamina la ordenación de las acciones colectivas. El verdadero jurista es atento lector de “los signos de su tiempo” y traductor de éstos en normas de conducta individual y colectiva.

 

Es misión indeclinable del poder político, sostiene Sampay, crear las condiciones más favorables a la efectuación de la justicia social. Para que esto sea posible el poder político debe dar cabida, con un rol decisivo, a las clases populares, porque siendo éstas quienes sufren en mayor medida la injusticia, mayor “hambre de justicia” tienen y mayor interés poseen en que la organización socioeconómica y política se oriente hacia la justicia social. Concluye por lo tanto que la realización de la justicia social requiere la efectiva conversión de la soberanía política del Estado en soberanía popular, la emancipación de las capacidades estatales de los intereses particulares y los privilegios de las clases económicamente poderosas, y la dotación de herramientas institucionales para la intervención en la vida económica.

 

 

III

Estos principios fueron incorporados a la reforma constitucional de 1949, de la que Sampay fue miembro informante. Su Preámbulo, que es donde se enuncian los fines que orientan a la constitución real, reitera el de 1853 pero agrega “la irrevocable decisión de constituir una Nación socialmente justa, económicamente libre y políticamente soberana”, así como promover “la cultura nacional”. La nueva Constitución armonizó los derechos y garantías individuales con un conjunto de derechos sociales que dan testimonio del cambio de relaciones de poder que se había registrado en la sociedad argentina. Así, ratificó la protección del derecho de propiedad privada, pero explicitó su función social, vale decir su ejercicio subordinado a las obligaciones que fije la ley “con fines de bien común” (art. 38), y confirmó la organización de toda la actividad económica (con excepción del comercio exterior que estaría a cargo del Estado)  “conforme a la libre iniciativa privada siempre que no tenga por fin ostensible o encubierto dominar los mercados, eliminar la competencia  o aumentar usurariamente los beneficios” (art. 40).

 

Ya desde principios del siglo veinte no cabían dudas que, con el ingreso del capitalismo a su faz monopólica y el surgimiento del imperialismo económico, la cuestión de quién conduce u orienta la vida económica se planteaba en términos diferentes a los de las revoluciones burguesas.  La propiedad económica individual o familiar había sido definitivamente marginada por gigantescas corporaciones transnacionales, que gozan además de la protección extraterritorial de los gobiernos de los países más avanzados en donde tienen su domicilio legal. En estas condiciones, o la economía nacional es regulada con miras al bienestar general por un Estado hegemonizado por las clases populares, o es controlada y conducida por esas grandes corporaciones y los países más desarrollados, para su propio beneficio y el de las oligarquías nativas. Es esta una concepción que, por encima de una variedad de ideologías políticas, formaba parte del “estado del arte” de la política económica. Más aún: de acuerdo a los teóricos del desarrollo económico en los países atrasados, la única forma de superar ese atraso consiste en dotar al Estado de amplias capacidades de gestión y regulación. Se consideraba una verdad autoevidente que el control de los recursos naturales, en particular energéticos, era condición ineluctable de la soberanía nacional y la libre adopción de decisiones económicas, y se tenía conciencia de que acciones de este tipo deberían confrontar la violenta oposición de la oligarquía y sus contrapartes foráneas. Sin ir más lejos, ahí estaba la experiencia nacionalista petrolera del presidente Yrigoyen  y su derrocamiento en 1930 por los intereses que había afectado, semejante al derrocamiento de tantos otros gobiernos latinoamericanos que, antes y después, osaron hacer efectiva la soberanía nacional poniendo coto a ilegítimas presiones internas e ingerencias externas. Un breve párrafo en una de las exposiciones de Sampay en la Convención Constituyente resume, con amargura pero también con esperanza, estas experiencias: “¡Algún día  los latinos de América mostrarán las causas de su llamada incultura política, de los derrocamientos de presidentes, de los fraudes electorales y de las violencias; será el día en que se puedan conocer los archivos de algunas cancillerías extrañas y de los directorios de las plutocracias de Wall Street!” (Sesión del 8 de marzo de 1949).

 

Es cierto que la oligarquía recurrió al intervencionismo estatal para hacer frente a la crisis de 1929 y la propia crisis actuó como escudo protector para la sustitución de importaciones por

 la industria local. Pero era evidente que esas medidas eran provisorias, y que tan pronto la crisis se superara las cosas regresarían a la “normalidad” del laissez faire. Por tal motivo la nacionalización del comercio exterior y los recursos naturales, la prestación de los servicios públicos esenciales, la estatización del Banco Central, recibieron jerarquía constitucional. Esas actividades se consideraron perteneciendo originariamente al Estado, al que le serían transferidos las que estuvieran en poder de particulares, mediante compra o expropiación (art. 40). Y para sortear la espinosa cuestión de la valoración de esas actividades, se fijó un estricto método que prevenía el pago de sobreprecios: “El precio por la expropiación de empresas concesionarias de servicios públicos será el del costo de origen de los bienes afectados a la explotación, menos las sumas que se hubieren amortizado durante el lapso cumplido desde el otorgamiento de la concesión y los excedentes sobre una ganancia razonable, que serán considerados también como reintegración del capital invertido” (art. 40).

 

El capítulo III incorporó los “Derechos del trabajador”, los “Derechos de la familia”, “Derechos de la ancianidad” y los “Derechos de la educación y la cultura” Muchos de éstos ya habían sido reconocidos por la legislación impulsada por las luchas obreras; ahora recibían rango constitucional explicitando el protagonismo político de las clases trabajadoras en la nueva estructura de poder. Desde el punto de vista de la técnica constitucional esta larga enunciación fue considerada por los juristas tradicionales una extravagancia (disimulando la finalidad claramente política que el encumbramiento constitucional perseguía, a saber, evitar que una cambiante mayoría legislativa, o un veto del poder Ejecutivo, alteraran los alcances o el significado de tales derechos). Empero, cuando hoy observamos las enunciaciones de derechos y garantías del constitucionalismo surgido de las grandes transformaciones políticas en Venezuela, Bolivia o Ecuador, entre otras, es claro que la “extravagancia” de 1949 se convirtió en regularidad constitucional.

 

IV

El golpe militar de 1955 derogó la Constitución de 1949. La excusa oficial fue la discutida legalidad de la convocatoria para la reforma (según había alegado el bloque opositor) y el artículo que establecía el voto directo para la elección de Presidente y Vicepresidente y habilitaba la reelección de ambos. En la realidad de los hechos se trataba de la incompatibilidad radical entre el sistema socioeconómico normado por la Constitución, y la restauración antiobrera y neocolonial ue constituía el programa constitucional del golpe. Para entonces ya Sampay había debido partir al exilio a causa de intrigas internas en el propio gobierno peronista –algunas de ellas posiblemente vinculadas con la aprobación del artículo 40 en contra de la opinión de algún sector del gobierno, según el propio Sampay referiría en conversaciones posteriores. Recién en 1958 pudo regresar al país, pero sólo en la década de 1970 se reintegró sistemáticamente a la cátedra universitaria. En el ínterin desarrolló una intensa actividad como conferencista dentro y fuera del país, y en la presidencia del Instituto Argentino para el Desarrollo Económico (IADE). En varios trabajos de este periodo puso énfasis en la necesidad de dotar a la interpretación constitucional de una perspectiva dinámica, históricamente centrada, que se hiciera cargo de las transformaciones socioeconómicas en el país y en el mundo. Representativo de esta etapa –además de su ya citado Constitución y pueblo) es el artículo El cambio de las estructuras económicas y la Constitución Argentina (1973) publicado por el Instituto de Derecho Constitucional de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, del que fue nombrado director en 1973. Ese año también fue designado conjuez de la Corte Suprema de Justicia.

  

Sampay murió en febrero 1977. La dictadura militar y luego la entronización del neoliberalismo como sistema supraconstitucional completaron el trabajo iniciado en 1955. Hoy, cuando el neoliberalismo se derrumba hasta en los países que nos lo impusieron y se espera del Estado que pague los platos rotos de la fiesta especulativa, y cuando sabemos el precio terrible que hemos debido pagar por ese delirio, estudiar a Sampay contribuirá decisivamente a volver a pensar el país y su futuro en clave nacional, popular, democrática y de justicia social.

 

 

 

 

 

(*) Presidente del Ente Regulador de Agua y Saneamiento (ERAS) y Director de la Maestría en Políticas Públicas y Gobierno de la Universidad Nacional de Lanús.

1  Vid una enumeración de su obra publicada en Alberto González Arzac, Sampay y la Constitución del futuro (1982). El libro contiene asimismo una bien lograda síntesis biográfica de Sampay.

2   Por ejemplo sus textos Proyecciones sociales de la Encíclica Populorum Progressio (1967); “El ConcilioVaticano II y los regímenes económicos socialistas”, en Ideas para la revolución de nuestro tiempo en la Argentina (1968).

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