El mito del “neopopulismo” latinoamericano
Carlos M. Vilas (*)
Resumen
En años recientes se difundió la expresión “neopopulismo” para referirse a algunos gobiernos que impulsaron las políticas recomendadas por el llamado “Consenso de Washington”. El artículo discute la pertinencia de esa caracterización, en cuanto reduce el análisis a determinados aspectos instrumentales o parciales de los respectivos gobiernos, soslayando sus objetivos y, más en general, el proyecto político que implementaron o trataron de implementar. Afirma que hablar en estos casos de neopopulismo implica tanto una mala caracterización de las experiencias a las que apunta, como una confusión respecto de la naturaleza, objetivos y estrategias políticas y socioeconómicas del populismo latinoamericano. El artículo enfoca a los regímenes populistas y a los pretendidamente neopopulistas como proyectos de poder y de conducción política. Presta atención a las características, instrumentos y procedimientos de gestión y al tipo de políticas públicas implementadas por determinados gobiernos, pero lo hace prestando particular atención a los objetivos perseguidos en materia de desarrollo, bienestar y dominación social. En la primera sección se resumen los rasgos principales del populismo latinoamericano. A continuación se analiza la hipótesis neopopulista en sus principales dimensiones. La discusión de la hipótesis se desarrolla en la sección tercera.
Palabras-clave
Populismo, neopopulismo, neoliberalismo, clientelismo, Argentina, México, Perú, Menem, Salinas de Gortari, Fujimori.
Introducción
El término neopopulismo fue empleado por algunos autores para caracterizar a los regímenes políticos con liderazgos fuertemente personalizados y apoyo electoral de los sectores de mayor pobreza que en la década de 1990 ejecutaron en varios países latinoamericanos reformas macroeconómicas y sociales de tipo neoliberal. Generalizando a partir de una interpretación peculiar de la experiencia de Alberto Fujimori en Perú, y en oposición a un amplio y rico cuerpo de literatura, esos autores afirman la existencia de afinidades entre el populismo y el neoliberalismo. La partícula neo antepuesta a populismo destacaría esa dimensión inesperada de un concepto tradicionalmente asociado a diseños macroeconómicos y sociales de características más bien opuestas. La novedad del resultado –el populismo quedaba asociado tanto a un determinado diseño socioeconómico y político como a su opuesto— fue bien recibida por unas ciencias sociales que salían de la etapa de las “transiciones democráticas” bastante vapuleadas por el empecinamiento de la vida real de comportarse de manera distinta a lo que planteaban los análisis “transitológicos”. Más recientemente este modo de ver las cosas desarrolló su propia versión vulgar, en una serie de artículos que descubrieron neopopulismo en cuanto dirigente o partido político más o menos nuevo, de retórica medianamente antipolítica y estilo mediático transgresor, apareció en la escena política.
Otros académicos de la región en cambio, entre los que me incluyo, hemos cuestionado este estiramiento conceptual como producto de una mala caracterización del populismo, carente de rigor metodológico y revelador de cierta confusión analítica respecto del fenómeno a considerar y de los escenarios más amplios que lo enmarcan. Planteamos que el populismo, como cualquier otro régimen político, es mucho más que algún ingrediente aislado. Sobre todo, afirmamos que la identidad de un régimen político deriva, en definitiva, de los objetivos que se plantea y de los intereses en juego. Aquéllos y éstos condicionan las modalidades de desempeño, el tipo de conducción política y el entramado institucional, entre otras cuestiones.
Desde una perspectiva teórico-metodológica, la cuestión del supuesto neopopulismo va mucho más allá del caso particular del populismo y de la mayor o menor proximidad de algunos regímenes políticos recientes a las experiencias históricas consideradas hasta ahora como populistas. Alude a la pertinencia, rigor y alcances de la llamada “elasticidad conceptual” (conceptual stretching) y a la relevancia de la transposición de un concepto históricamente situado, con características constitutivas bien definidas, a fenómenos enmarcados en escenarios que poco tienen que ver con aquéllos y cuyos rasgos constitutivos son presentados con una llamativa ambigüedad. La hipótesis de un neopopulismo latinoamericano también está directamente emparentada con la caracterización de los procesos llamados de transición a la democracia por gran parte de la literatura respectiva, y a sus dificultades para conceptuar adecuadamente la relación entre organización socioeconómica, procesos políticos y matrices institucionales.
De innegable relevancia, estas cuestiones quedan fuera de los alcances del presente trabajo, que se centrará en la discusión de la hipótesis neopopulista como pretensión de descripción y conceptualización de los fenómenos referidos. Lynch (2000) y Franco (1998) han llevado a cabo certeras críticas al “estiramiento conceptual” y a las limitaciones de los enfoques “transitológicos”, respectivamente; la calidad de estos trabajos me releva de mayores desarrollos sobre esos asuntos.
1. EL POPULISMO LATINOAMERICANO[1]
De acuerdo a su caracterización predominante en la sociología y la ciencia política latinoamericanas (Germani, di Tella, Weffort, Quijano, Córdova), el populismo tuvo como rasgos constitutivos principales una amplia movilización social; la integración de las clases populares principalmente pero no exclusivamente urbanas en un esquema de articulación política multiclasista; la promoción de una mayor diferenciación económica capitalista con énfasis industrializador, impulsada desde un estado intervensionista dentro de una estrategia de economía mixta y no alineamiento internacional; de resonancias ideológicas nacionalistas; con una conducción fuertemente personalizada. El carácter policlasista constitutivo de los regímenes populistas no les impidió impulsar políticas de fuerte sesgo popular, tanto por su contenido y alcances como por contraste con los regímenes que les precedieron; políticas que contribuyeron a dotar de particular activismo el apoyo proveniente de estos sectores, con el estado actuando como árbitro de las relaciones entre clases y grupos sociales.
El populismo latinoamericano correspondió a un momento determinado del desarrollo capitalista –predominio de la producción orientada hacia el consumo final, industrialización sustitutiva de importaciones, mercados regulados, distribución progresiva de ingresos, gestión estatal de variables macroeconómicas consideradas estratégicas-- que poco tiene que ver con el capitalismo actual y en general con el de los últimos treinta o cuarenta años. Como todo fenómeno complejo –y no hay régimen social o político que no lo sea— el populismo tuvo dimensiones e ingredientes políticos, ideológicos, discursivos, estructurales, estilos de liderazgo, etc. que posiblemente no fueron originales en sí mismos o aisladamente considerados, pero cuya peculiar combinación dio origen a nuevos rasgos y definió la caracterización específica del conjunto.
La lealtad popular al estado estuvo alimentada por políticas que promovieron la redistribución de los ingresos y una disminución (y metamorfosis) de las disparidades sociales. La redistribución obedeció tanto a las demandas sociales (muchas de ellas preexistentes al populismo y sistemáticamente reprimidas o ignoradas hasta entonces) como a las necesidades de acumulación del capitalismo local. La distribución del ingreso y el estímulo al consumo popular y a la producción para alimentar ese consumo –en síntesis, la promoción del mercado interno-- correspondieron a una etapa particular del capitalismo periférico y de sus clases empresarias, con determinados sesgos tecnológicos y estilo de crecimiento extensivo más que intensivo. La funcionalidad de la distribución de ingresos para alimentar el proceso de acumulación vía ampliación del consumo estuvo ligada a la capacidad del estado de orientar el proceso de inversión y garantizar la rentabilidad del capital privado. A su vez la activación social estimulada por la distribución, el crecimiento del empleo y la política social, debía mantenerse dentro de los límites requeridos por la necesidad de preservar el interés de los grupos empresarios en sumarse a la estrategia. En una etapa del desarrollo industrial en que la producción para el consumo final representaba una proporción importante de la oferta manufacturera, una mejor distribución de los ingresos ligada a un crecimiento en el empleo ampliaba el mercado para la producción; el proteccionismo comercial permitió que esa ampliación fuera protagonizada sobre todo por los industriales nacionales y en general residentes.
En los aspectos hasta aquí resumidos se aprecia la dimensión estructural del populismo, en cuanto la articulación por él planteada entre distribución de ingresos, empleo, consumo y producción corresponde a un momento y a características particulares del desarrollo de la economía capitalista que hoy pertenecen al pasado. A diferencia de lo que plantearía un enfoque de tipo teleológico, la configuración de esa etapa de desarrollo no es inevitable ni mecánica; depende en medida importante de las decisiones adoptadas por los actores y de sus relaciones recíprocas de poder, de la dotación de recursos, de las modalidades de inserción en la economía mundial, etcétera.
Este desarrollo de tipo extensivo –en la medida en que el crecimiento del producto se basó en el crecimiento del empleo formal, la ampliación de la frontera agrícola, el aumento de la masa de consumidores, la expansión de la cobertura de los servicios sociales, entre otros-- demandó fuertes inversiones en educación, salud, infraestructura, que actuaron como satisfactores no salariales de las demandas sociales, como mecanismos de integración social y como generadores de economías externas para la inversión capitalista. En condiciones de lenta evolución de la productividad global y de restricciones fuertes al endeudamiento externo, la política macroeconómica se caracterizó por persistentes desequilibrios fiscales y una gran laxitud en materia monetaria que, a la postre, contribuirían al derrumbe de estas experiencias.
Los movimientos en la estructura social y en la organización económica abonaron transformaciones importantes en las relaciones de poder político y en sus articulaciones institucionales. La promoción de los sectores industriales y la integración progresiva de las clases trabajadoras aceleró la crisis del orden oligárquico y forzó a los grupos agroexportadores y comerciales que le daban sustento a profundas transformaciones y adaptaciones. La dimensión simbólica de la sociedad, los criterios valorativos, los patrones de prestigio, el lenguaje cotidiano, la dinámica de la vida diaria del común de la gente, expresaron rápidamente la magnitud y los alcances de aquellos cambios. Sociedades hasta entonces fuertemente estratificadas experimentaron el impacto de una amplia y rápida plebeyización; espacios tradicionalmente reservados a las clases medias y a las élites debieron ser compartidos con rostros, sonidos y hábitos diversos.
Varios de estos elementos preexistían al populismo, o figuraron en experiencias de otro tipo. La sustitución de importaciones tuvo lugar de manera espontánea en la década de 1920 y devino política gubernamental luego de la crisis de 1929 en un número amplio de países. En algunos de ellos formó parte de experiencias populistas (Brasil por ejemplo), pero no en otros (Centroamérica en la década de 1960); en Argentina el peronismo tomó cuerpo cuando ya la sustitución de importaciones estaba muy avanzada. Algo similar puede decirse de la distribución de ingresos como política pública, de la ampliación de los derechos de ciudadanía por la vía electoral, la organización de los trabajadores y campesinos, la extensión de la cobertura de los servicios sociales, el caudillismo político, etcétera. Cualquier lector de la historia política o social latinoamericana sabe que el populismo no los inventó, aunque ciertamente los dotó de nuevos significados.
Populismo fue la específica conjugación de estos ingredientes en un momento estructural e históricamente determinado del capitalismo latinoamericano (por lo tanto del perfil de sus clases y otros actores sociales, grado de desarrollo de sus fuerzas productivas, modalidades de articulación externa, intereses y objetivos en juego) mucho más que cada uno de ellos tomados al margen del conjunto. Algunos de esos ingredientes sobrevivieron incluso a las experiencias populistas, y eventualmente reaparecieron como parte de regímenes de naturaleza y significados diferentes; otros no.
2. LA HIPÓTESIS “NEOPOPULISTA”
El auge del movimiento de descolonización y de procesos revolucionarios de liberación nacional en Asia y Africa en las décadas de 1950 y 1960 dio paso a la formación –más o menos estable, más o menos efímera—de regímenes de organización económica y politica que un amplio cuerpo de literatura de los llamados estudios del desarrollo (development studies) interpretó como de tipo populista, o fuertemente emparentados con él. Se señalaron en este sentido los esfuerzos por alcanzar y consolidar la independencia nacional; la construcción de sistemas nacionalmente integrados de administración pública; la ocupación efectiva del territorio estatal y la vigencia incontestada de las decisiones adoptadas por el poder central; la promoción de estrategias de desarrollo extensivo que asignaban prioridad a la satisfacción de las necesidades básicas de los sectores más vulnerables de la población y a la ampliación de la cobertura de los sistemas de educación y salud pública; el impulso a rubros de producción vinculados a la expansión del consumo popular; el fortalecimiento de las capacidades de negociación en los mercados de exportables; la intensa movilización popular; la nacionalización de propiedades extranjeras, entre otras. Al mismo tiempo se reconocieron como aspectos de diferenciación la debilidad cuantitativa y organizativa de la clase obrera y de grupos empresarios locales; en consecuencia el mayor peso relativo del estado en tanto actor político frente a la sociedad, junto con una precariedad de las capacidades estatales para desempeñar con eficacia un numero creciente de funciones y responsabilidades; sistemas políticos de partido único; fragmentación étnico cultural de la población con repercusiones directas en las relaciones de poder político; etcétera. En conjunto, destacó en el análisis de estos regímenes su impulso a procesos heterodoxos de modernización social y económica junto con un ejercicio autoritario, y a veces dictatorial, del poder político. Es en torno a estos regímenes que se sugirió por primera vez la denominación neopopulismo (Byres 1979).
La literatura de los development studiespracticó un enfoque holístico de los regímenes estudiados; difícilmente puede ser considerada como un antecedente de la hipótesis neopopulista que comenzaría a circular a partir de algunos análisis de economistas vinculados al Banco Mundial y al Fondo Monetario Internacional. En aquélla, como antes en los estudios seminales del populismo latinoamericano, la caracterización del régimen derivaba de una particular combinación de rasgos institucionales, modalidades de acumulación, estilos de movilización social, formas de conducción y de dominación política, cuyo conjunto, más que cada uno en sí mismo, y la ubicación de ese conjunto en momentos determinados del desarrollo histórico de las sociedades respectivas, abonaba la aplicación del fenómeno.
Aquí radica precisamente el inicio de la confusión básica de buena parte de la literatura referida al tema: la reducción de la complejidad del fenómeno a alguna de sus “partes” constitutivas. En realidad el reduccionismo del populismo a algunos de sus muchos ingredientes no es novedoso. El más frecuente es el que se refiere a la personalización del liderazgo político. El populismo fue tempranamente criticado por sus adversarios políticos como el producto de la demagogia de dirigentes carismáticos que subyugaban a las masas con promesas imposibles de cumplir, movilizándolas detrás de objetivos mezquinos e inconfesables. El atractivo del dirigente se explicaba por su supuesto carisma, en una aplicación más bien vulgar de un concepto bastante complejo y de raigambre weberiana.
La variante académica más elaborada de este reduccionismo pertenece a Ernesto Laclau, para quien el populismo es ante todo un estilo de discurso político: “la presentación de las interpelaciones popular-democráticas como conjunto sintético antagónico respecto de la ideología dominante” (Laclau 1978:201). Como este discurso carece, según Laclau, de referentes de clase o de vinculación con una configuración socioeconómica dada, cabe asignar el rótulo populista a una gama muy amplia de regímenes políticos: “es posible calificar de populistas a la vez a Hitler, a Mao o a Perón” (ibid 203). El de Laclau es, claramente, un reduccionismo discursivo del populismo.[2]
Más recientemente algunos economistas –en general vinculados a los organismos financieros multilaterales que desde la década de 1980 tuvieron gravitación en las políticas de ajuste macroeconómico en varios países de la región-- redujeron el populismo a un conjunto de políticas monetarias y de gasto público. De acuerdo a este reduccionismo fiscalista el populismo sería un régimen económico que, al enfatizar el crecimiento y la distribución del ingreso, descuida los peligros de inflación y déficit fiscal, las restricciones externas y las reacciones de algunos actores del mercado a la regulación estatal (por ejemplo Sachs 1989; Dornbusch y Edwards 1990, 1991). El populismo sería de acuerdo a esto, una mala política macroeconómica. El parcelamiento conceptual de un “populismo económico” diferente y de hecho sin relación necesaria con un “populismo político” refleja la separación entre política y economía típico de la teoría neoclásica que también fue adoptada por los estudios “transitológicos”. Este reduccionismo desconoce que la política de flexibilidad fiscal y “presupuesto blando” (en el sentido de Kornai) ni es exclusiva del populismo, ni fue implementada por todos los regímenes populistas. El manejo de la economía pública fue equilibrado durante el populismo varguista, mientras que sí incurrió en fuertes desequilibrios el gobierno de la Unidad Popular chilena (1970-73), erróneamente tildado de populista por el reduccionismo de Dornbusch y Edwards (Bresser Pereira 1991:7-9). Es posible agregar, en este último caso, que el descalabro fiscal no se debió tanto a un mal manejo de las variables respectivas sino al clima de intensa confrontación política que signó a esa experiencia. La crisis fiscal y económica fue simplemente un capítulo de una estrategia política impulsada o al menos avalada por el gobierno de Estados Unidos y que culminaría con un golpe de estado y la instauración de una dictadura militar.
Las concepciones sesgadas o reduccionistas del populismo abonaron el camino para la formulación de la hipótesis neopopulista. Los autores que se ubican en esta posición comparten la reducción del populismo a su ingrediente de liderazgo fuertemente personalizado, al que agregan la promoción de prácticas clientelistas para abonar el apoyo que el dirigente reclama, y obtiene, de las masas populares. El hecho de que los dirigentes a los que se refieren hayan impulsado estrategias macroeconómicas y ejecutado políticas de signo opuesto a las del populismo les resulta irrelevante. Al contrario, parte central de sus textos se refiere a las “insospechadas afinidades” (Weyland 1996) entre populismo y neoliberalismo. A partir de esto resulta posible extender el nuevo concepto a cualquier tipo de escenarios (Weyland 1999).[3]
Dresser (1991) fue posiblemente la primera en denominar como neopopulistas a algunos ingredientes políticos de las reformas neoliberales impulsadas en México durante la presidencia de Carlos Salinas de Gortari. Dresser puso la mira en el Programa Nacional de Solidaridad (PRONASOL) --un conjunto de políticas y acciones de contención y promoción social de fuerte focalización en los grupos más vulnerables ejecutadas directamente por el presidente de la república— y a su relevancia para fortalecer la legitimidad de un gobierno cuestionado por denuncias generalizadas y verosímiles de fraude electoral. El alto perfil de Salinas en este programa, que dependía directamente de la Presidencia de la República, y el sistema de toma y daca entre las agencias gubernamentales y los destinatarios de las políticas, fueron interpretados por Dresser como una reedición de prácticas populistas que, además de aquel objetivo, buscaban mejorar la gobernabilidad del proceso de reformas neoliberales. Posteriormente a Dresser, otros autores recurrirían a similar caracterización (por ejemplo Gibson1997; Knight 1998).
La sorpresa que produjo en algunos autores vinculados a los estudios sobre “transiciones a la democracia” la victoria electoral de Alberto Fujimori en Perú en 1990 condujo a un nuevo estiramiento conceptual para dar cuenta de lo inesperado. Con su marginalidad respecto del sistema político partidario, las manipulaciones institucionales a partir del autogolpe de abril 1992, el importante apoyo recibido de manera sostenida desde prácticamente todos los segmentos de la sociedad peruana, y la promoción de un drástico esquema neoliberal, Fujimori se convirtió en todo un desafío para gran parte de la sociología política. Los rasgos individuales más aparentes de la personalidad del dirigente fueron el punto de partida para un pastiche conceptual que, curiosamente, hizo carrera. La parecida combinación en tres países de la región (México/Salinas, Perú/Fujimori y Argentina/Menem) de reformas macroeconómicos neoliberales, la similar focalización de políticas sociales para dotar de apoyo político al régimen y la fuerte personalización de la conducción política del proceso, otorgaron plausibilidad a la hipótesis neopopulista.
Es este último elemento –liderazgo de alto perfil personal con una relación no mediada o de débil mediación institucional con las masas-- el que sirvió de argumento para mezclar populismo con neoliberalismo: el reduccionismo personalista. Roberts por ejemplo, en uno de los esfuerzos mejor organizados para dotar de sustento al argumento, insiste en el tipo de liderazgo como elemento definidor del populismo, y aunque incluye algunos rasgos complementarios, es indudable la primacía que asigna al estilo personalizado de conducción (Roberts 1995).[4] Roberts señala la “descomposición de las formas institucionalizadas de representación política” que crean el marco de posibilidad para el surgimiento de estos dirigentes y del tipo de relación líder-masas poco institucionalizado, y concluye que el populismo “es una tendencia perpetua donde las instituciones políticas son crónicamente débiles”. La inserción de este estilo de conducción politica en la estructura de poder, el contenido y los alcances de las políticas ejecutadas, el sesgo global de la gestión del estado –es decir varias de las dimensiones que contribuyeron a identificar a determinadas experiencias como populistas-- quedan fuera de la preocupación del autor. De manera coincidente, Weyland (1996) construye su versión del populismo de acuerdo a tres elementos: 1) un líder personal que apela a 2) una masa heterogénea de seguidores, muchos de ellos excluidos del desarrollo pero disponibles para la movilización; 3) aunque el líder construya nuevas organizaciones o reviva organizaciones populistas anteriores, ellas son instrumentos personales con bajos niveles de institucionalización. “Esta definición enfoca el núcleo político del populismo” (ibid), compatible por tanto con cualquier tipo de diseño socioeconómico y cualquier matriz estructural de poder. La reaparición de estos liderazgos sería una respuesta a pérdida de representación de los actores y mediaciones institucionales preexistentes como producto de masivos cuestionamientos de la sociedad civil, como efecto de profundos desajustes en la organización de la economía, u otras causas.
Este simplismo conceptual permite a los autores presentar al populismo como una opción permanente en la política latinoamericana con independencia de las configuraciones cambiantes de los escenarios históricos –vale decir, de la configuración de las clases y otros actores sociales, del desarrollo y orientaciones de la organización económica y de los procesos de acumulación, de la estructura internacional de poder, etcétera. Para poner en acto lo que sería una potencialidad avasalladora, sólo haría falta una crisis de representación del sistema político institucional –partidos, elecciones, separación de funciones de gobierno...--, que se demostraría así ineficaz para procesar las demandas planteadas por sectores clave de la sociedad. Del mismo modo que para Poulantzas el bonapartismo sería la forma normal de dominación política en el capitalismo (Poulantzas 1970), el populismo reducido a clientelismo o caudillismo sería para estos autores el modo normal de hacer política. La confusión se agrava cuando este reduccionismo personalista se cruza con el reduccionismo fiscalista. Mientras que para los sostenedores de éste el desmantelamiento del populismo es condición inexcusable para el éxito de las reformas macroeconómicas neoliberales (Burki y Edwards 1996), para quienes participan de la simplificación personalista no hay tal, y el populismo es perfectamente compatible con esas reformas. Más aún: sería un instrumento extraordinariamente eficaz para llevarlas a cabo. Como ambas hipótesis no pueden ser verdaderas, dejo la resolución del galimatías a sus respectivos responsables.
3. EL TODO Y LAS PARTES
La hipótesis neopopulista ha sido sometida a críticas por un número importante de autores latinoamericanos (por ejemplo Vilas 1988; Nun 1995; Novaro 1996; Quijano 1998; Lynch 2000). Aunque desde perspectivas variadas y poniendo énfasis en diferentes cuestiones, estos trabajos coinciden en señalar la deficiente comprensión del fenómeno de base –el populismo—en la formulación de la hipótesis neopopulista. En lo que sigue argumentamos que también está presente una mala caracterización de los regímenes a los que se considera neopopulistas. No sólo los populismos históricamente situados, sino también los pretendidos neopopulismos, son mucho más que un estilo de conducción política personalista, un estilo discursivo o una política fiscal sistemáticamente deficitaria. Planteamos asimismo que la hipótesis neopopulista practica una generalización excesiva de sus premisas en cuanto pretende abarcar un número de experiencias que tienen muy poco de sustantivo en común.
El argumento de la crisis institucional
En el origen de estos regímenes se encuentra, según los autores que sustentan la hipótesis, una crisis de representación, entendiendo por tal la pérdida de caudal electoral de los partidos políticos tradicionales y el desplazamiento de las adhesiones políticas hacia nuevos referentes. Se trata de una simplificación de un tema complejo sobre el cual existe un cuerpo amplio de literatura (por ejemplo Pitkin 1967; Cotta 1982; Manin 1992, 1995; Leffort 1992; Porras Nadales 1996; etc.) y que en sus términos modernos se remonta posiblemente Edmund Burke y sus debates con algunos contemporáneos. Referida al estado en tanto estructura de poder, tiene que ver con una pluralidad de cuestiones que incluyen los criterios de legitimación del poder político, sus modalidades de organización, los objetivos que se persiguen y el modo en que éstos se definen, la forma de elegir y renovar a quienes desempeñan determinadas funciones de poder. La volatilidad del comportamiento electoral, aún en sistemas de democracia representativa, no siempre es el mejor indicador de la existencia de una crisis institucional. Una crisis de representatividad partidaria tampoco se proyecta necesariamente como crisis de la representación política, aunque ciertamente pone en cuestión una forma particular de ella.
No queda claro que tal cosa haya estado presente en la gestación de los regímenes definidos como neopopulistas. El caso de Salinas de Gortari hubo, de ser ciertas las alegaciones, un fraude electoral que inhibió la victoria de la oposición de centro-izquierda que poco después devendría en Partido de la Revolución Democrática (PRD). Ni Salinas renegó de su condición de candidato del PRI, ni ésta fue cuestionada por nadie. El recurso al PRONASOL le permitió recuperar legitimidad frente a los sectores más empobrecidos que posiblemente votaron en 1988 por la oposición; este programa fue parte de un conjunto más amplio de decisiones heterodoxas desde la perspectiva de la tradición priísta que incluyeron ampliación del espacio institucional de acción de la Iglesia Católica, redefinición de las relaciones con Estados Unidos, acotamiento del margen de maniobra de las organizaciones sociales priístas, sanciones penales iniciales a algunos miembros del establishment financiero incursos en maniobras especulativas fraudulentas.
Tampoco hubo crisis institucional, aunque sí un tensionamiento de la gobernabilidad, en el caso de Carlos Menem en 1989. La pérdida de control sobre el comportamiento de las variables macroeconómicas y la derrota electoral cuestionaron la capacidad del gobierno de Raúl Alfonsín de conducir el país hasta el momento constitucionalmente fijado para la sucesión presidencial; por tal motivo, se convino entre las representaciones parlamentarias de los partidos políticos reformar el calendario respectivo y adelantar la iniciación del mandato del doctor Menem, quien había triunfado encabezando la fórmula presidencial del Partido Justicialista. La crisis financiera e hiperinflacionaria que enmarcó esta coyuntura fue procesada por los actores políticos y partidarios convencionales de acuerdo al funcionamiento institucional previsto en la constitución.
También fue decisiva en el ascenso político inicial de Fujimori la operación de los mecanismos institucionales, y puede incluso afirmarse que la relación entre el triunfo de Fujimori y la crisis del sistema político peruano es inversa a la que plantea la hipótesis neopopulista, bien que con el telón de fondo de la enorme frustración democrática que arrojó como saldo la gestión presidencial de Alan García. La deslegitimación del sistema político partidario hizo eclosión después y como consecuencia de la victoria electoral de Fujimori, y no al revés. Varios estudios encontraron niveles crecientes de participación electoral de los pobres urbanos a lo largo de la década de 1980 que ponen en duda la hipótesis de una deslegitimación amplia de la política representativa desde la perspectiva de las clases populares (Tuesta Soldevilla 1989, 1994; Durand 1996).[5] El triunfo de Fujimori en el ballotage de 1990 contra la opción derechista de Mario Vargas Llosa fue posible por las contribuciones electorales del Partido Aprista Peruano (PAP), de Izquierda Unida y de otras denominaciones de izquierda.
Es recién a partir de la instalación de Fujimori en la presidencia, con la consiguiente redefinición de alianzas, que el sistema partidario y el Parlamento comienzan el desbarranque. Fujimori se quedó con los votos prestados por el PAP y las izquierdas y la capacidad de esos partidos para bloquear desde el parlamento decisiones del nuevo presidente sumó descrédito sobre ellos. El autogolpe de abril de 1992 con la disolución del congreso y la destitución de la Corte Suprema de Justicia, la autonomía acordada al ejército en su enfrentamiento contra Sendero Luminoso y el MRTA, la captura de Abimael Guzmán en septiembre de ese mismo año, agregaron créditos a una gestión de mano fura con el terrorismo y la corrupción política tradicional y abonaron el triunfo en las elecciones para un nuevo congreso a fines de ese mismo año.[6]
El desplazamiento del electorado desde los partidos tradicionales hacia Fujimori involucró similar mudanza de una cantidad grande de dirigentes de segunda línea, autoridades municipales, cuadros locales, que vieron en la mutación la posibilidad de preservar sus propios espacios de poder. Olfato, espíritu de supervivencia, craso oportunismo o lo que fuere, es algo que se registra siempre que se suscitan estos cambios rápidos en las preferencias de la gente y en las consiguientes modificaciones de los escenarios institucionales.La ejecución de programas de contención social y de emergencia orientados hacia los segmentos poblacionales de mayor vulnerabilidad, las altas tasas de crecimiento del producto y la reducción de la inflación reforzaron la instalación de la figura presidencial en el mundo de la pobreza.
El liderazgo “neopopulista”
El tipo de teoría política que se enseña en muchas universidades de Estados Unidos contribuye poco a una comprensión adecuada de la política tal como ella es en realidad, y en particular a entender la cuestión del liderazgo. Sea que se enfoque la política como un asunto de elecciones individuales descontextualizadas, o desde un enfoque más o menos marxista de conflictos entre actores colectivos, desde una perspectiva de gestión institucional, desde un paradigma pluralista de competencia entre grupos, o a partir del viejo enfoque conductista, el papel de la conducción no aparece por ningún lado. La fuerte gravitación de estos enfoques en la sociología política latinoamericana implicó un traslado de estas limitaciones a un número lamentablemente grande de autores. La reaparición de dirigentes políticos de gran arraigo social, su capacidad para alterar las modalidades de desarrollo de los procesos políticos, su habilidad para modificar correlaciones de poder, fueron recibidos con una mezcla de sorpresa, preocupación y desconfianza que dificultó la comprensión de estos personajes y sobre todo de las condiciones que los hicieron posibles.
Las situaciones de crisis severas provocadas por causas variadas –guerras, descalabro de la economía, revoluciones, — son proclives a la concentración de la autoridad política –entendiendo por autoridad al poder dotado de legitimidad—en dirigentes que agregan a las facultades y competencias del marco institucional, otras de tipo extraordinario avaladas por el consenso que de diversas maneras obtienen de sectores amplios de la población. Es ésta una situación que se registra en una variedad de escenarios, niveles de desarrollo e ideologías. La superación de la crisis y la reanudación de un camino normal está asociada al surgimiento de un “piloto de tormentas” que se haga cargo de los asuntos públicos y saque la nave adelante. En diferentes momentos del siglo veinte se desempeñaron así Churchill y Franklin D. Roosevelt, Charles de Gaulle y Konrad Adenauer, Stalin, Hitler y Mussolini, Kemal, Mao y Fidel Castro, ... y por supuesto dirigentes populistas como Perón, Velasco Ibarra o Vargas
Algunos de estos líderes cuentan con una larga trayectoria política en los marcos del sistema institucional; otros en cambio son de ingreso reciente a la escena política, en la que se instala generalmente una pérdida de confianza del público en los actores político más tradicionales. Esto último tiene lógica: si se afirma la existencia de una crisis de representación de los partidos políticos y la institución parlamentaria en el origen de la hipótesis neopopulista no debería extrañar el surgimiento de nuevos líderes provenientes de otros ámbitos: los medios de comunicación, el deporte, la música, las fuerzas militares o de seguridad. Si algo es incompatible con una sociedad organizada, es la ausencia de conducción. Antes o después las crisis de los mecanismos institucionales de representación son recompuestas por la aparición de estos nuevos liderazgos. Algunos autores se han referido a estos exitosos personajes como outsiders de la política: figuras públicas que llegan a competir por el poder a partir de prestigios construidos en otros ámbitos (Landi 1995). El mote tiene valor casi exclusivamente metafórico, ya que la mayoría de ellos triunfó como culminación de una carrera política relativamente prolongada (Vilas 1995).
En este punto se revela una de las mayores fragilidades de la hipótesis neopopulista: pretender generar un concepto general a partir de un caso particular –el de Alberto Fujimori. Ni Carlos Salinas de Gortari, ni Carlos Saúl Menem, encajan en el caso peruano. Ambos eran veteranos en las lides políticas de sus respectivos países cuando accedieron a la máxima conducción política de México y Argentina. La crisis fiscal y financiera argentina de 1989, de la que surgió Menem como salvador de la patria se procesó y superó por mecanismos constitucionales diseñados para situaciones de emergencia –como volvería a ocurrir tras la crisis de fines de 2001. Carlos Menem había adquirido notoriedad en la politica argentina desde inicios de la década de 1970; fue electo gobernador de su provincia natal (La Rioja) en 1973 y en 1976 fue encarcelado por la dictadura militar. Al concluir ésta volvió a ser electo gobernador de la provincia de La Rioja; posteriormente ganó su candidatura presidencial venciendo en las elecciones internas del Partido Justicialista a quien era presidente de ese partido y gobernador de la provincia de Buenos Aires. Salinas de Gortari debutó en la política electoral cuando devino candidato presidencial, pero en las dos gestiones gubernamentales previas había ocupado posiciones de alto nivel, así como cargos partidarios.
¿Clientelismo?
Los estudios sobre el populismo pusieron de relieve lo que éste significó como transformación del “sujeto popular” desde una situación de masa a unacondición de clase. El pueblo del populismo fue un conjunto organizado a partir de coordenadas provenientes del mercado de trabajo: sindicatos, organizaciones campesinas, partidos políticos de reverberaciones clasistas, u otras. El tipo de relación que se registró entre esas organizaciones y varias agencias gubernamentales (por ejemplo las secretarías o ministerios de Salud, Asistencia Social, Relaciones Laborales) contribuyeron a dotar al populismo de rasgos que algunos observadores emparentaron con el corporativismo, en cuanto modo de articulación entre dinámica social, actores de la economía y conducción política estatal (Picó 1987; Schmitter 1992; Jessop 1992).
El fuerte encuadramiento organizativo de un pueblo que adquiría identidad política a partir del mundo del trabajo y de las políticas estatales diferenció también al populismo de las variantes tradicionales del clientelismo. La típica relación individualizada patrono-cliente de la sociedad oligárquica (por ejemplo Schmidt et al 1977; Mouzelis 1985; Robles 2000) fue sustituída por una relación fuertemente mediada por esas organizaciones; la clásica imagen populista del dirigente hablando desde un balcón a una plaza saturada de simpatizantes era el instante periódicamente reiterado de una relación construida ante todo con las organizaciones categoriales y políticas. El discurso del dirigente machacaba en el carácter de conquistas de nuevos derechos de los beneficios conseguidos: derecho a la organización, al trabajo, a la educación y la salud, a un salario justo, a la tierra... El populismo contribuyó así a la transformación de un pueblo de clientes o de súbditos en pueblo de ciudadanos, a lo largo de un proceso de fuerte conflictividad.
Al contrario, la relación líder/masas carece en la hipótesis neopopulista de mediación institucional. Esto fue facilitado por la profunda desestruturación de las clases populares --como resultado de la crisis económica y de su impacto en el empleo y los ingresos—y reforzado por acciones gubernamentales concretas, tanto de represión directa de algunas organizaciones laborales o políticas y sociales en sentido amplio, como por las propias reformas neoliberales. Un manejo hábil de los medios masivos de comunicación, sobre todo de la televisión y la radio, permitió “llegar” a la gente sorteando mediaciones institucionales u organizativas. El pueblo organizado del populismo fue transformado en un público de individuos sin otro referente real o simbólico que el discurso del gobernante.[7] Al éxito de este tipo de interpelación contribuyeron tanto la habilidad o la personalidad del líder, o el desarrollo y difusión de la tecnología comunicacional, como la propia fragmentación del tejido social. Esto último --la fractura social en las clases populares y en el mercado de trabajo producida por la crisis de la década de 1980 y la restructuración neoliberal— pone de relieve la dimensión histórico-estructural del populismo latinoamericano a la que se hizo referencia en la primera sección: la estrecha articulación del régimen político y de la organización social característica del populismo con un tipo particular de organización de la producción y nivel de desarrollo capitalista. Las transformaciones en esta dimensión generaron modificaciones profundas en la matriz social y en el perfil de sus actores; en tales condiciones la relación política de liderazgo no podía sino ser diferente. También los dirigentes populistas recurrieron a momentos de relación directa con sus seguidores –caso típico el de la plaza llena— o a través de medios de comunicación. Pero éstos fueron recursos complementarios de un vínculo que presentó como ingrediente permanente la mediación de un conjunto de organizaciones populares con referente de clase: sindicatos, federaciones de trabajadores, organizaciones campesinas, cámaras patronales, u otras.
Caso paradigmático de esta relación con públicos fragmentados son los programas de combate a la pobreza tipo PRONASOL en el México de Salinas o el FONCODES en el Perú de Fujimori. Programas de contención social mucho más que de promoción, fueron la variante más sofisticada y de más alcance de un amplio número de programas similares diseñados para compensar el impacto negativo de los programas de ajuste macroeconómico en las clases populares y en segmentos empobrecidos de las clases medias. La política social del populismo, de aspiraciones universalistas y de efecto promocional, fuertemente articulada al mercado de trabajo y a la gestión pública, devino conjunto no siempre orgánico de acciones focalizadas en los grupos y áreas de mayor vulnerabilidad y de mayor interés político para el gobierno, con decisivo financiamiento externo y activa participación de organizaciones no gubernamentales y empresas privadas (Fleury 1997; Vilas 1997, 1998; Flier 2000). Estos programas se convirtieron en el canal privilegiado de relacionamiento entre los más altos niveles de la decisión política y los segmentos más vulnerables de la sociedad, al tiempo que un conjunto de políticas de desregulación del mercado de trabajo, privatización de empresas estatales, desregulación del comercio exterior, subsidio cambiario a importaciones de bienes industriales, reformas a la legislación laboral, y otras, acotaron severamente la gravitación de las organizaciones sindicales.
Algo equivalente ocurrió con las organizaciones políticas en el caso peruano, no así en los de México y Argentina. Fujimori nunca se preocupó por construir un partido político que le sirviera de instrumento estable en su relación con el electorado. Las siglas partidarias que utilizó durante los diez años de gobierno funcionaron únicamente en tiempo de elecciones, retornando a la pasividad o desapareciendo entre elección y elección (Arce 1996; Cotler y Grompone 2001). Un contraste marcado con las situaciones en los otros dos países, donde los aparatos partidarios del PRI y el Partido Justicialista fueron instrumentos estratégicos tanto de captación de votos como de disciplinamiento parlamentario.
Ahora bien: lo llamativo del amplio apoyo electoral recibido por estos dirigentes no es tanto el que proviene de los sectores más empobrecidos –cuya propia vulnerabilidad usualmente los convierte en masa de maniobra del poder gubernamental o de “coroneles”, “punteros” o “caciques” locales o regionales— como el que fue brindado por los grupos sociales de mayores ingresos, y en particular por los vinculados al gran poder económico. El voto populista nunca fue exclusivamente obrero o popular (en sentido sociológico amplio), pero lo fue en un sentido claramente mayoritario que se agregó a otras manifestaciones de incuestionable y coincidente sentido.[8] Las clases medias y altas siempre oscilaron entre la desconfianza y la oposición, tomando los beneficios que les reportaba la expansión de la producción orientada al mercado interno, la política crediticia, el crecimiento del consumo y agraviándose de las incursiones autoritarias del régimen, del sistema de precios relativos, de la nueva presencia institucional y social de los de abajo, del mayor poder negociador de los sindicatos, de la irreverencia de los recién llegados. Lo novedoso del pluralismo electoral de los pretensos neopopulismos fue, al contrario, la entusiasta adhesión de los sectores más acomodados de la sociedad, empezando por los que habían constituido los encuadramientos electorales de las opciones conservadoras y liberales. Las coaliciones electorales de estos regímenes agruparon a los más pobres junto con los más ricos, algo que tiene poco que ver con las constelaciones electorales del populismo.
Con mayor fuerza en unos casos que en otros, la falta de mediación institucional o corporativa en la relación líder/masas –a la que también contribuyó el manejo de los medios masivos de comunicación— dotó a la experiencia de un cierto perfil leviatanesco. Los escenarios emergentes de la crisis y del ajuste neoliberal se parecen mucho al estado de naturaleza descrito por Thomas Hobbes. No tanto por esa especie de sálvese quien pueda y guerra de todos contra todos que se lleva a cabo en situaciones de hiperinflación, crac financiero, violencia terrorista y competencia despiadada por la captación de recursos básicos insuficientes y por el aprovechamiento de oportunidades escasas, sino por la vinculación directa, carente de mediación institucional que se establece entre los desposeídos y los poderosos. En estos escenarios el poder deviene absoluto; es el precio que los de abajo deben pagar a fin de alcanzar un mínimo de estabilidad y seguridad, y la fantasía de un futuro menos perverso. Y es también el precio que entregan gustosos los poderosos del mercado, como condición política para el restablecimiento de la normalidad de los negocios, la previsión en las transacciones o la ampliación de los espacios de acumulación. Como el Leviatán de Hobbes, el estado es total y todopoderoso, y no existen defensas respecto de él, ni hay más derecho que los designios de quien ejerce el poder.[9]
En la construcción de ese sistema de poder algunas organizaciones políticas y sindicales que habían tenido gravitación importante en las experiencias populistas del pasado desempeñaron papel estratégico. Tanto en México con Salinas de Gortari, como en Argentina con Menem, el PRI y el Partido Justicialista funcionaron como eficientes máquinas electorales que aportaron caudales de votos de decisiva importancia en la aritmética de los respectivos comicios. Las grandes organizaciones sindicales (la CGT argentina, la CTM mexicana) resultaron instrumentos vitales para la consolidación en el poder y la gestión gubernamental subsiguiente de ambas experiencias –aunque en ambos casos el impacto de las acciones de gobierno en sus bases sociales incidiría en el debilitamiento posterior de estas organizaciones y en el rápido retroceso de su capacidad tradicional para ejercer influencia en la elaboración de las políticas públicas más equilibradas. La burocratización de estas organizaciones –en el sentido weberiano del término—y su creciente subordinación como aparatos del estado no fue repentina. En lo que toca a Argentina, así se comportó la CGT en las postrimerías del primer gobierno peronista y durante su regreso de 1970-73; en general, las organizaciones sindicales del peronismo sólo excepcionalmente desplegaron enfrentamientos abiertos con los gobiernos, incluyendo a los gobiernos militares del periodo 1966-73. En lo que respecta a México, el viraje impreso por Salinas de Gortari tiene claros precedentes durante el sexenio de Miguel de la Madrid (1982-88), durante el cual el disciplinamiento tradicional de las organizaciones sociales respecto del estado no ofreció fisuras relevantes.
Este conjunto de elementos indica que, además de los elementos de ruptura y confrontación que en materia de proyectos políticos, macroeconómicos y macrosociales distinguen al populismo del llamado neopopulismo, existieron algunos ingredientes de continuidad. En particular el apoyo electoral inicial a este último debe mucho a la subordinación de aparatos organizativos y máquinas electorales, y de la simbología tradicional, a una estrategia de acumulación y de ejercicio del poder político de claro contraste con los referentes históricos del populismo. Al mismo tiempo esta continuidad por encima de contenidos ideológicos o doctrinarios permitió sortear las tensiones institucionales provocadas por la crisis económica y política que enmarcó al surgimiento de estas experiencias. Lo mismo que el PAP y las organizaciones de izquierda en el Perú de 1990, que apoyaron a Fujimori en la segunda vuelta electoral para prevenir el triunfo de Mario Vargas Llosa, los sindicatos devenidos desde mucho antes en aparatos de estado, y las máquinas electorales del PJ y el PRI, fueron el puente institucional que permitió transitar de un tipo de capitalismo en crisis a otro que se prometía más exitoso.
Apoyo electoral y reformas neoliberales
La hipótesis neopopulista esgrime como otro de sus argumentos el voto de los más pobres en apoyo de gobiernos o líderes que ejecutaban drásticas reformas neoliberales. Mientras que en el pasado este tipo de reformas había estado enmarcado por regímenes militares, fraude electoral, u otras medidas de acotamiento de la democracia representativa, y unos cuantos regímenes populistas fueron violentamente derrocados para dar paso a la ejecución de políticas que hoy llamamos neoliberales, esas políticas son promovidas ahora por regímenes de democracia representativa.
La calidad efectiva de estas democracias ha sido discutida en otros lugares (por ejemplo Franco 1998; Vilas 1999). Simplemente debe señalarse aquí que no existen estudios que avalen con datos que ese apoyo electoral fuera suscitado por una intelección ciudadana acerca de las ventajas y beneficios de una reorganización neoliberal de la economía y de la sociedad, y no por otros motivos: desde la existencia de un importante núcleo de “voto duro” a favor del PRI y del Partido Justicialista en México y Argentina, hasta la derrota de Sendero Luminoso en Perú, pasando por el perfil transgresor de algunos de estos dirigentes y su promoción mediática. Se ha señalado ya que la estabilidad monetaria o al menos la superación de los episodios hiperinflacionarios, así como los programas de combate a la pobreza, tuvieron impacto electoral positivo. Pero es poco más que especulaciones lo que se puede agregar dada la ausencia de información sistemática o de estudios específicos. No puede afirmarse sin más que el voto popular estuviera motivado por las reformas –como aseguró con mucho entusiasmo y pocos datos la literatura vinculada al Banco Mundial (por ejemplo Haggard y Webb (1994)-- pero es evidente que las reformas y su impacto negativo en materia de distribución de ingresos y calidad de vida no fueron obstáculo para que los más pobres votaran en el mismo sentido que los más ricos.
El diseño global del régimen
De la mano del reduccionismo, la hipótesis neopopulista revela su incapacidad para entender los fenómenos complejos; practica un enfoque descriptivo pero también parcial –una simple agregación de aspectos aislados del contexto del que forman parte y al que el propio régimen contribuye a conformar. La jibarización del populismo a discurso, manipulación y control de masas a través de los medios, “deja fuera exactamente lo que debe ser estudiado y debatido: los intereses sociales en juego, las relaciones de fuerzas políticas entre tales intereses” (Quijano 1998). De otro modo carece de sentido llamar neopopulistas a regímenes o liderazgos políticos neoliberales que tratan de destruir sistemáticamente todo aquello que fue conseguido por las luchas populares y bajo regímenes nacional-populares. En lo que el populismo significó de desarrollo de un capitalismo con distribución de ingresos y amplia organización popular, estos regímenes promueven la concentración del capital, el desmantelamiento de servicios públicos estatales, la desmovilización popular y el debilitamiento de las condiciones sociales para el ejercicio de la ciudadanía. En lo que el populismo fue participativo, estos regímenes son autoritarios; el efecto social y políticamente integrador y movilizador del populismo es en estos regímenes desmovilización, marginación y fragmentación; la promoción de grandes organizaciones de clase es ahora individuación forzosa de las relaciones sociales; el capitalismo productivo con distribución de ingresos y crecimiento del empleo fue remplazado por la desindustralización, el deterioro de los mercados de trabajo y la especulación financiera; el estado regulador fue transformado en estado privatizador.
Podría uno decir: mucho neo y poco populismo. Pero tampoco mucho de neo, porque los contenidos centrales de las políticas ejecutadas por estos regímenes forman parte desde hace más de medio siglo del repertorio de preferencias de buena parte de las élites económicas latinoamericanas y de las recomendaciones de los organismos financieros multilaterales. Lo interesante del caso es que esas propuestas hayan podido ser insertadas en los procesos electorales e implementadas por gobiernos surgidos de ellos, para dar cuerpo a lo que ha venido en denominarse democracias de mercado. Más allá de lo que indica de sorpresa, el prefijo neo no refiere a algún rasgo novedoso y diferencial de los regímenes supuestamente neopopulistas respecto del populismo “tradicional”. Lo novedoso en todo caso correría por cuenta de la promoción de un diseño macroeconómico y social opuesto al diseño propio del populismo. Es decir: de todo lo que es contrario al populismo. El neopopulismo sería en realidad antipopulismo –como plantea, sin eufemismos, la literatura difundida por el Banco Mundial y otras agencias financieras multilaterales (por ejemplo Burki & Edwards 1996)—sin perjuicio de algunos ingredientes de continuidad instrumental señalados en páginas anteriores.
El supuesto neopopulismo de estos regímenes resulta una forma diferente de designar a lo que O’Donnell llamó en su momento “democracias delegativas”: modalidades de ejercicio de la dominación política que ocuparon, sin poder explicar muy bien por qué, el lugar que en el esquema de las transiciones a la democracia debía haber correspondido a un régimen democrático representativo consolidado.[10] El liderazgo fuertemente personalizado, las transgresiones simbólicas, la relevancia acordada a la dimensión mediática de la relación con el público –la política como espectáculo--, el acotamiento o supresión de la autonomía de las organizaciones sociales, todo ello en escenarios de crisis, fragmentación del tejido social y desmovilización popular, configuran esos regímenes políticos que por recurrir periódicamente a elecciones siguen siendo considerados democracias, pero por su manipulación de las instituciones y por su infrecuente concentración de poder son adjetivadas como delegativas –aunque muy a menudo se esté en presencia de usurpaciones consentidas más que de delegaciones.
Tampoco hay un sesgo ideológico ineluctable en estas democracias delegativas. Los casos que sirvieron de referencia a la elaboración del concepto (Salinas, Menem, Fujimori) son claramente de derechas, pero la política latinoamericana brinda también ejemplos de otro perfil. Tenemos el caso de Hugo Chávez en Venezuela, y más recientemente, e hipotéticamente, de Lucio Gutiérrez en Ecuador. En ambos están presentes los elementos formales que definen a este tipo de régimen: respuesta a crisis institucionales prolongadas; vulnerabilidad y pérdida de representatividad de los partidos políticos tradicionales; conducción política fuertemente personalizada; relación líder/sectores populares no mediada o débilmente mediada por estructuras organizativas. Pero a diferencia de sus homólogos de derecha, estos otros muestran en las intenciones, ya que no siempre en los resultados, un mayor compromiso con la redistribución de ingresos, la movilización y el potenciamiento de las clases populares, y una política exterior de mayor autonomía respecto de las configuraciones predominantes de poder. [11]
4. CONSIDERACIONES FINALES
Ni los escenarios socioeconómicos, ni su articulación en la matriz institucional del estado, ni el tipo de relación dirigentes/seguidores, ni el diseño global del régimen delegativo o supuestamente neopopulista y los intereses que él promueve, guardan una relación significativa con el populismo. Un régimen político es mucho más que un conjunto de elementos determinados susceptibles de combinaciones contingentes. Es una estructura de poder orientada hacia objetivos definidos en función de intereses. La política tiene que ver, ante todo, con la organización y la conducción de una sociedad en función de determinados objetivos e intereses, y por lo tanto con la configuración de las relaciones de poder. En el fondo, la debilidad de la hipótesis neopopulista deriva de ignorar este tipo de cuestiones.
El surgimiento de regímenes políticos de fuerte concentración del poder en liderazgos de alto perfil personal está relacionado con un conjunto variado de factores, de desigual peso de acuerdo a las cambiantes circunstancias. Elemento común a todos los países a los que la hipótesis neopopulista se refiere, es la serie de tensiones, conflictos, acuerdos y enfrentamientos en torno a la implementación de la restructuración económica y social en clave neoliberal, sea para impulsarla o para revertirla o para instalar estilos diferentes de desarrollo. Hay, en este sentido, un encuadramiento histórico y estructural bastante preciso. La promoción de esas transformaciones o la lucha contra ellas han sido, en las dos décadas recientes, el eje central de la política latinoamericana y el marco en que esos regímenes han cobrado vuelo.
En su origen, estos regímenes expresan la frustración de amplios sectores de población ante el resultado de algunas experiencias democráticas previas. Las expectativas generadas por los gobiernos de Alan García en Perú, Raúl Alfonsín en Argentina, o el segundo Carlos Andrés Pérez se desvanecieron ante el deterioro de las condiciones de vida de buena parte de los sectores populares, su incapacidad para enfrentar a los grupos de poder económico, el incumplimiento de compromisos electorales, e incluso sus incursiones en hechos de corrupción. Es decir, las mismas razones que fundamentaron las masivas movilizaciones y protestas populares en Ecuador contra los gobiernos de Abdalá Bucaram y de Jorge Jamil Mahuad, que llevaron a la renuncia de Fernando de la Rúa en Argentina, que pusieron en jaque la segunda presidencia de Sánchez de Losada en Bolivia y obligaron su renuncia, y forzaron la huída del propio Alberto Fujimori y el fin de su aventura.
Estos regímenes también dan testimonio de la tensión entre las demandas populares de bienestar e integración por un lado, el impacto marginador del ajuste por el otro, y la necesidad de mantener algunas formas democráticas por razones de política internacional. Desde la perspectiva de los grupos de poder económico y de los gobiernos de los países en los que las grandes corporaciones tienen sus matrices, el criterio que legitimó o deslegitimó a esos regímenes fue su eficacia para impulsar reformas económicas e institucionales amistosas al mercado –como es evidente cuando se compara la benevolente reacción ante el “autogolpe” de Alberto Fujimori con el apoyo al frustrado golpe de estado contra Hugo Chávez. A la inversa, la legitimación popular de esos mismos regímenes está en relación directa a su capacidad para diseñar vías diferentes de desarrollo que aseguren un cierto bienestar, o al menos para amortiguar el impacto desintegrador de las reformas en curso.
En ambos tipos de casos parece claro que el funcionamiento previo del sistema político presentó limitaciones para hacerse cargo de las demandas e intereses cruzados que le formuló la sociedad. En escenarios de fuerte tensionamiento y de abierta conflictividad social, de pérdida de gravitación institucional de algunos actores –por ejemplo el movimiento obrero, los sectores empresariales orientados hacia el mercado interno o beneficiarios de subsidios y estímulos gubernamentales, fracciones de las clases medias-- y surgimiento de actores nuevos que compiten por posiciones de poder o por lo menos por un lugar bajo el sol –nuevos pobres, sector informal urbano, empresarios ligados al poder económico externo, a la expansión y la especulación financiera, nuevos segmentos del sector servicios o de tecnologías de punta...-- la preservación de un mínimo de unidad y de conducción del conjunto social incluye normalmente la concentración de los instrumentos y recursos del poder estatal.
En conjunto, estos regímenes políticos son respuestas que las sociedades se dan cuando las instituciones convencionales de la democracia representativa se muestran ineficaces para procesar el conflicto generado en torno a los embates del capitalismo globalizado. Sobre todo, para responder, en esas coyunturas, a las demandas de las clases populares. Porque lo que está en el fondo de la cuestión es la insoslayable participación de las clases populares en cualquier régimen político que hoy por hoy aspire a un mínimo de estabilidad. Esa participación puede ser como actor protagónico o como masa de maniobra; puede expresarse como cuerpo electoral o como clientela de programas de contención social. Pero no puede ser ignorada, y las modalidades que en definitiva ella asume, sus alcances y contenidos, gravitan en el diseño institucional del estado, en la configuración de los escenarios políticos y en los modos de desenvolvimiento de las relaciones de poder.
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REFERENCIAS
(*) Carlos M. Vilas es investigador del Instituto Nacional de la Administración Pública y profesor de estudios de post-grado de la Universidad Nacional de Lanús. El autor agradece los comentarios de dos evaluadores anónimos. Este artículo es una reelaboración de la exposición del autor en el Foro “La región andina: Entre el neopopulismo y la protesta social”. Universidad Javeriana y Fundación Konrad Adenauer, Bogotá, 29 de abril 2003.
[1]Lo que sigue es una síntesis apretada de Vilas (1988, 1994).
[2]Vid mi crítica a este reduccionismo en Vilas (1994:112-116)
[3]Quince años antes Jessop et al. (1984) habían extendido el concepto de populismo al gobierno neoliberal de Margaret Thatcher.
[4]Roberts menciona cinco características del populismo: 1) “un patrón personalista y paternalista, aunque no necesario carismático, de liderazgo político”; 2) “una coalición política policlasista heterogénea, concentrada en los sectores subalternos”; 3) movilización política de arriba hacia abajo que pasa por alto las formas institucionalizadas de mediación o las subordina a la relación directa líder-masas; 4) ideología anti establishment que exalta a los sectores subalternos; 5) proyecto económico que utiliza métodos redistributivos o clientelistas para crear una base material de apoyo popular al líder. Varios autores peruanos optaron por la caracterización del régimen presidido por Alberto Fujimori como neopopulista: por ejemplo Sanborn yPanfichi 1996;Grompone 1998; Crabtree 2000.
[5]Los estudios se refieren a la ciudad de Lima y destacan la reducción tanto del ausentismo electoral como del voto en blanco en los distritos de mayor pobreza y de trabajadores asalariados. Cameron (1994) ofrece una perspectiva un poco más matizada.
[6]No siempre se destaca que las tropelías institucionales de Fujimori no le fueron gratuitas en términos electorales. Mientras que en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de 1990 la coalición fujimorista sumó más de 62% de los votos emitidos, en la elección para el “Congreso Constituyente Democrático” en noviembre 1992 esa misma coalición recogió poco más de 49%, y 52.3% en el referéndum constitucional de diciembre 1993. Recién en 1995 Fujimori recuperó el nivel de apoyo electoral de 1990; obtuvo la reelección con 64% de los votos y una distancia de más de cuarenta puntos respecto del segundo.
[7]Pese a aceptar para el régimen de Fujimori la definición deneopopulismo, Grompone (1998) destaca el carácter no mediado de la relación líder/masas y, en este sentido, su diferenciación respecto de los regímenes propiamente populistas.
[8]Vid Schultz (1977, 1983) y Mora y Araujo y Llorente (1980) para las bases electorales del peronismo entre 1946 y 1973. Sobre Perú, vid Tuesta Soldevilla (1994); sobre el ibarrismo ecuatoriano Burbano y de la Torre (1989): en general Vilas (1994:80-93).
[9]Fue también un Leviatán muy corrupto: vid por ejemplo Diez Canseco (2002), Pease García (2003) sobre los extraordinarios niveles de corrupción y arbitrariedad del régimen de Fujimori.
[10]Vid O’Donnell (1992, 1993, 1996) y las críticas de Weffort (1992) y Franco (1998). La identificación entre ambas cosas es explícita en McClintock (1996).
[11]Sobre el caso de Chávez en Venezuela vid Vilas (2001).