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La conjugación de factores analizados en los capítulos anteriores orientó la dinámica política de El Salvador, Guatemala y Nicaragua por senderos de revolución y contrarrevolución que rápidamente conducirían a un escenario de guerra. La frustración de las reformas de los años setenta, el tratamiento represivo a los grupos que las propusieron o apoyaron, las restricciones institucionales a los partidos políticos y la ineficacia de la política  electoral, convencieron a muchos que no había otra vía para cambiar las cosas que la revolucionaria.

 

Revolución y contrarrevolución, guerra e intervención militar extrarregional tuvieron lugar en el marco de la crisis económica que apuntaba desde fines de los años setenta y que capturó a las cinco repúblicas con independencia de las ideologías de sus gobiernos. A principios de la década de 1980 la crisis internacional hizo sentir sus efectos sobre Centroamérica. No obstante que los detonantes de dicha crisis y sus aspectos principales fueron independientes de las convulsiones políticas y sociales del área, éstas contribuyeron a agravar sus efectos por su impacto en la población, en la infraestructura y en los sistemas productivos. En toda América Latina y el Caribe la de los ochentas fue la “década perdida del desarrollo”, como fue de uso decir, pero la especificidad centroamericana consistió en que fue, también, la década del climax de la dialéctica revolución/contrarrevolución.

 

Ni en El Salvador ni en Guatemala las opciones revolucionarias alcanzaron el poder del estado por la vía de las armas. En Guatemala la confrontación armada se mantuvo latente hasta mediados de los años noventa por la  resistencia de las fuerzas armadas al proceso de paz. En El Salvador, una prolongada y difícil negociación con participación de la ONU y la comunidad internacional proporcionó garantías para la incorporación del FMLN al sistema político institucional tras la finalización del conflicto –garantías que no recibieron del gobierno salvadoreño un escrupuloso respeto. En Nicaragua el FSLN consiguió el derrocamiento de la dictadura somocista  y a lo largo de la década inició un proceso de profundas reformas económicas y sociales, promovió una amplia participación popular y venció en la guerra contrarrevolucionaria apoyada por el gobierno de los Estados Unidos; las elecciones de febrero 1990 pusieron fin al gobierno sandinista, y el desenvolvimiento ulterior de los acontecimientos posteriores revirtió muchas de aquellas transformaciones sociales, en particular la reforma agraria.

 

El desenlace peculiar de los procesos revolucionarios abre por lo tanto varias interrogantes: ¿Qué saldo arrojan?  ¿Quiénes ganaron y quiénes perdieron? ¿Qué queda de ellos?

 

1.         CRISIS ECONÓMICA

            La crisis de las economías centroamericanas es anterior al estallido de la crisis internacional de 1982. Desde 1977-78 el crecimiento económico se desaceleró y en 1979 comenzaron a registrarse síntomas de estancamiento; en 1980-81 tuvo lugar una contracción generalizada y se agudizaron los desequilibrios financieros, lo que se reflejó en el agravamiento del déficit fiscal y de cuenta corriente, la expansión de la masa monetaria, la sobrevaluación de los tipos de cambio y el incremento de los precios internos. El ingreso real por habitante de 1983 equivalía en Costa Rica, Guatemala y Honduras al de 1972, y al de principios de los años sesenta en El Salvador y Nicaragua. La inestabilidad política de la región agregó tensiones a la economía, sobre todo en el sector privado, alimentando una importante fuga de capitales (Glower 1987; Timossi 1989).

 

La crisis internacional de 1982 se acopló a las fuentes endógenas de la crisis y potenció sus efectos. Durante la década de 1980 el PIB centroamericano por habitante disminuyó el doble que el de América Latina y el Caribe en su conjunto. En los tres países asolados por el conflicto militar se redujo más que el promedio del istmo, y en Nicaragua más del doble que en el conjunto  centroamericano (cuadro IV.1).

 

Cuadro IV.1. Centroamérica: evolución de algunos indicadores económicos entre 1980 y 1990 (Variación anual acumulada, en %)

 

Costa Rica

El Salvador

Guatemala

Honduras

Nicaragua

Centroamérica

PIB por habitante

 - 5.0

-15.3

 -18.0

-14.2

-40.8

-17.2

Exportaciones fob

35.6

-50.4

-19.5

2.7

-14.3

-9.4

Importaciones cif

41.7

29.0

13.9

-3.4

-25.0

10.5

Saldo acumulado del balance comercial, u$s millones

- 942

- 3,058

- 2,918

- 1,066

- 4,592

- 12,576

Fuente: CEPAL (1990c, 1992)

 

 

El valor del comercio exterior centroamericano permaneció prácticamente estancado durante todo el decenio, pero si se deja de lado a Costa Rica, que tuvo el intercambio más dinámico, el resultado es una reducción de casi 9% entre principio y fin de la década (cuadro IV.2) El valor de las exportaciones se deterioró por la reducción de los volúmenes físicos y el comportamiento negativo de los precios internacionales. En cambio el valor de las importaciones aumentó, salvo en Nicaragua. A fines de la década el valor del comercio regional era casi la mitad del de inicios, después que en los 1970s casi se triplicó; de 23% del intercambio total centroamericano se redujo a poco más de 12%. El comercio intrarregional quedó prácticamente a cargo de El Salvador, Guatemala y Costa Rica que concentraron casi 75% del valor de las transacciones a principios de los ochentas y casi 84% en 1990 (cuadro IV.3).

 

Cuadro IV.2.Comercio exterior de Centroaméricaa

 

Millones de dólares

Distribución (en %)

 

1981

1985

1990

1981

1985

1990

Centroamérica

9,734

8,419

10,150

100

100

100

Costa Rica

2,093

1,940

3,199

21.0

23.0

31.5

El Salvador

1,696

1,574

1,692

17.4

18.7

16.7

Guatemala

2,831

2,137

2,639

29.1

25.4

26.0

Honduras

1,683

1,669

1,718

17.8

19.8

16.9

Nicaragua

1,431

1,099

902

14.7

13.1

8.9

ª Exportaciones fob + Importaciones cif

Fuente: CEPAL (1990, 1992)

 

 

 

 

Cuadro IV.3. Centroamérica: valor del intercambio regionalª

                        

 

Millones de pesos centroamericanos

Distribución (en %)

 

1980

1985

1990

1980

1985

1990

Total

2228.4

1028.2

1274.8

100

100

100

Costa Rica

490.0

235.5

268.6

22.0

22.9

21.1

El Salvador

616.1

312.4

367.7

27.6

30.4

28.8

Guatemala

559.0

304.5

431.2

25.1

29.6

33.8

Honduras

187.4

95.0

119.6

8.4

9.2

9.4

Nicaragua

375.9

80.8

87.7

16.9

7.9

6.9

ª Exportaciones fob + Importaciones cif

Fuente: CEPAL (1991a)

 

La deuda externa más que se duplicó en la década y casi se cuadruplicó en Nicaragua, país que absorbió 61% del crecimiento de la deuda conjunta regional y casi la mitad de toda la deuda de 1990 (cuadro IV.4).

 

Cuadro IV.4. Centroamérica: saldo de la deuda externa total

 

Millones de dólares

Distribución (en %)

 

1981

1985

1990

1981

1095

1990

Costa Rica

2687

4140

3874

28.4

24.9

17.1

El Salvador

1471

1980

2226

15.5

11.9

9.8

Guatemalaª

1148

2536

2386

12.2

15.2

10.5

Honduras

1588

3034

3526

16.8

18.2

15.6

Nicaraguaª

2566

4936

10616

27.1

29.8

46.0

Centroamérica

9460

16626

22628

100.0

100.0

100.0

ª Deuda externa pública

Fuente: CEPAL (1990c, 1992b)

 

La economía nicaragüense fue la que se contrajo más. Además del impacto de la guerra, las cifras de Nicaragua expresan la pérdida de acceso al financiamiento de los organismos multilaterales, el peso de los intentos de transformación productiva y los costos de la rearticulación comercial como efecto del embargo estadounidense. La guerra afectó también a El Salvador y Guatemala, pero sus economías no enfrentaron esas dimensiones del conflicto. Al contrario, recibieron del gobierno estadounidense un tratamiento que contrastó con la agresividad bélica y económico-financiera que Washington deparó al régimen sandinista desde la inauguración presidencial de Ronald Reagan en enero 1981. El costo total de la guerra se estima en casi u$s 18 mil millones para un país cuyo PIB sumaba, a fines de la década de 1980, entre 1,200 y 1,400 millones de dólares (INEC 1989 cuadro V.2), mientras en El Salvador fue estimado en alrededor de u$s 6,000 millones (Karl 1992).

 

La capacidad del sector público para movilizar recursos no mejoró respecto de las décadas anteriores, salvo en el caso de Nicaragua; en este país sin embargo el extraordinario incremento del gasto público respecto de los ingresos fiscales --por la expansión del sector público y el impacto fiscal de los programas de inversiones y del conflicto bélico, y por la caída de los ingresos del comercio exterior estatizado-- determinó un rápido crecimiento del déficit fiscal (cuadro IV.5). En Guatemala fracasó el intento del gobierno civil del presidente Vinicio Cerezo de introducir una moderada reforma tributaria por la oposición beligerante de las organizaciones empresariales y la falta de apoyo del ejército.

 

 

Cuadro IV.5.Ingresos tributarios y déficit fiscal

 

Ingresos tributariosª

Déficit fiscalª

 

1981-83

1985-87

1988-90

1981-83

1985-87

1988-90

Costa Rica

13.4

14.4

14.2

3.5

2.4

3.7

El Salvador

10.9

11.9

8.4

7.5

3.5

3.6

Guatemala

7.0

7.1

7.8

4.6

1.8

2.8

Honduras

12.3

13.4

13.4

9.8

7.4

6.9

Nicaragua

21.6

26.9

19.5

17.2

19.2

19.9

ª Como % del PIB

Fuente: CEPAL (1990c, 1992b)

 

Lo mismo que en el conjunto latinoamericano, la década de 1980 significó en Centroamérica una explosión de presiones inflacionarias, particularmente en Nicaragua; a partir de mediados de la década el esfuerzo de guerra, conjugado con el crecimiento de la inversión pública en grandes proyectos productivos, detonó una situación de hiperinflación (cuadro IV.6). En Costa Rica la inflación de principios de la década fue colocada bajo control por políticas de ajuste ejecutadas tempranamente. En todos los países los salarios reales experimentaron pérdidas, pero en Nicaragua sufrieron un verdadero desplome que no pudo ser compensado por el incremento de los años finales del decenio --el crecimiento más alto de la región en un trienio.

 

 

Cuadro IV.6.Centroamérica: precios y salarios (en %)

 

Precios¹

Salarios²

 

1981-83

1985-87

1988-90

1981-83

1985-87

1988-90

Costa Rica

53.3

14.5

18.8

- 5.5

1.9

- 0.7

El Salvador

13.2

26.4

20.5

- 11.6

- 8.1

- 8.3

Guatemala

5.4

22.6

21.2

8.3

- 8.4

- 2.5

Honduras

8.9

3.4

12.5

2.6

- 3.3

2.2

Nicaragua

26.5

604.3

8836.9

- 11.3

- 41.8

28.3

¹ Variación media anual de los precios al consumidor

² Variación media anual de los salarios nominales deflactados por el índice de precios al consumidor.

Fuente: CEPAL (1990c, 1992b)

 

El desempleo abierto en el mercado de trabajo formal creció en Guatemala de alrededor de 3% de la PEA a casi 13% entre principios y fines de la década; en El Salvador de 16% a más de 25%; en Nicaragua de 18% a casi 30% (IICA/FLACSO 1991:213 y 153).

 

Crisis y ajuste macroeconómico

Entre 1979 y 1982 todos los países apelaron a programas de estabilización, la mayoría como parte de acuerdos con el Fondo Monetario Internacional: acuerdos de derechos especiales de giro, de financiamiento compensatorio, y otros. Fueron esfuerzos tardíos e incompletos, basados en la concepción errónea de que se trataba de una crisis coyuntural que podría superarse en el corto plazo. Las políticas ejecutadas generaron pocos resultados desde la perspectiva de los objetivos perseguidos pero tuvieron graves consecuencias sociales al contribuir a provocar una profunda recesión y deteriorar más aún las de por sí precarias condiciones de vida de grandes grupos de población. Ante la prolongación y agravamiento de la crisis, y en coincidencia con casi todos los gobiernos latinoamericanos, a mediados de la década los ochenta los de Centroamérica comenzaron a ejecutar programas de ajuste estructural, en algunos casos (Costa Rica y Honduras) con acuerdos y respaldo financiero del Banco Mundial.[1] Los programas presentaban varios puntos en común: liberalización financiera, reducción y reestructuración del sector público, desregulación amplia, eliminación de las distorsiones de precios internos  y entre éstos y los externos, supresión de restricciones a la inversión privada y al ingreso de capitales externos. El ajuste buscó eliminar los que se consideraban sesgos antiexportadores de las economías; para ello buscó ajustar el tipo de cambio a una paridad que reflejara las relaciones de precios internacionales, reducir la protección arancelaria, eliminar restricciones a las importaciones y modificar el sistema de impuestos y subsidios con el fin de estimular la producción de exportables: lo que, algunos años después, sería presentado y difundido baso el rótulo de “Consenso de Washington”.

 

La AID del gobierno estadounidense desempeñó un papel importante en la decisión de los gobiernos de encarar medidas de ajuste y de homogenizar sus políticas económicas, a través del sistema de condicionalidades. En febrero 1982 por ejemplo, después de efectuar un primer desembolso del Fondo de Apoyo Económico (ESF) al gobierno de Costa Rica, la AID condicionó ulteriores desembolsos a la aprobación de reformas legislativas que permitieran la repatriación de fondos externos y el financiamiento de la empresa privada sin intervención del sistema bancario nacionalizado. En agosto 1983 Washington demoró la entrega de fondos ya aprobados ante las resistencias del Congreso de Costa Rica a reformar la ley de bancos; en junio la AID suspendió la entrega de un crédito ya aprobado de u$s 20 millones, coincidiendo con un atraso del FMI en la liberación de u$s 609 millones, hasta que el gobierno de Costa Rica accedió a reformar la legislación tributaria en el sentido presionado por ambas agencias. En marzo 1984 la AID condicionó la entrega de u$s 140 millones del ESF para impedir la aprobación de una ley que daría prioridad a las cooperativas en la adquisición de algunas empresas públicas que estaban siendo privatizadas.

 

Similares presiones se ejercieron sobre Honduras. En 1989 la AID congeló la entrega de u$s 70 millones al gobierno de ese país, condicionándola a la firma de un acuerdo de éste con el FMI pendiente desde 1984, que incluía una fuerte devaluación del lempira, incrementos en los ingresos fiscales mediante alzas en los impuestos, drásticos recortes del gasto gubernamental y en el empleo público, y mayor desregulación de la actividad económica. En El Salvador en cambio las presiones a favor del ajuste fueron menores; en un escenario de guerra contrainsurgente, parece haberse pensado que el impacto social del ajuste podría debilitar la base social del gobierno y dotar de más argumentos al FMLN.

 

A pesar de las expectativas suscitadas por estos programas, sus resultados fueron desiguales; varios de sus éxitos obedecieron a factores o mecanismos distintos de los programados o bien involucraron costos sociales y políticos más altos que los estimados inicialmente. Tuvieron impacto en el crecimiento de las exportaciones no tradicionales dirigidas a mercados extra regionales. Entre 1983 y 1989 las exportaciones no tradicionales de Costa Rica crecieron de 39% de sus exportaciones totales a 52%, y las no tradicionales orientadas hacia fuera de Centroamérica pasaron de 15% a 43%. En Guatemala el salto fue de 21% a 41% para las no tradicionales totales, y de 9% a 21% para las encaminadas fuera del istmo; en El Salvador crecieron de 6% a 15% las destinadas fuera de Centroamérica, y en Honduras de 20% a 28%. Las exportaciones no tradicionales de Costa Rica consistían principalmente de productos agrícolas: piñas, melones, plantas tropicales, flores frescas; pescado y camarones; maquila de ropa. En Guatemala, maquila de ropa, artesanías, flores frescas, vegetales, frutas frescas, congeladas y en lata. Vale decir, productos con muy bajo valor agregado, salvo posiblemente las artesanías (Timossi 1993; Arancibia 1993).

 

Estos resultados estuvieron relacionados más con las devaluaciones cambiarias, los estímulos específicos preferenciales y las facilidades especiales de financiamiento externo, que con la desprotección arancelaria y las reformas estructurales promovidas por los programas de ajuste. En Costa Rica hacia 1989 los estímulos tributarios a los exportadores no tradicionales (subsidios) significaron un sacrificio fiscal de 8% de los ingresos tributarios del gobierno (Caballeros 1993). De acuerdo al estudio de Ian Walker el éxito exportador de Costa Rica fue el resultado de una devaluación significativa y sostenida de la tasa de cambio real,  de la reducción de los subsidios agrícolas a la producción campesina dirigida al mercado interno, de la creación de grandes subsidios para las exportaciones no tradicionales y de un apoyo  muy significativo de los organismos multilaterales de crédito. En cambio las medidas típicamente neoliberales, como la reducción de aranceles de importación sobre manufacturas, desregulación financiera y privatizaciones aparentemente fueren mucho menos importantes (Walker 1991).

 

El éxito de Costa Rica, que no fue repetido por ninguno de sus vecinos en el istmo, estuvo estrechamente ligado asimismo al extraordinario aumento de la ayuda económica que el país recibió en este período, particularmente de Estados Unidos. Vunderink (1990-91) sostiene incluso que niveles tan altos de ayuda previnieron el colapso de la economía costarricense. Costa Rica se convirtió en el segundo receptor mundial de ayuda de EEUU por habitante, solamente después de Israel, una vez que aceptó la condicionalidad impuesta por las agencias financieras multilaterales y la AID. Sin descartar la existencia de elementos no ortodoxos en los programas de ajuste costarricenses y un "sesgo anti ortodoxo" en la estructura institucional del país (Fürst 1989) que enfatizaba la necesidad de la concertación social, es razonable concluir que la inmediata recuperación de la economía se debió al ingreso masivo de fondos frescos en condiciones relativamente blandas, más que a la diversificación y reorientación de las exportaciones.

 

Los programas de ajuste permitieron una reducción del déficit fiscal y cierto control de las presiones inflacionarias ligadas a los desequilibrios de las cuentas fiscales. Pero el enfoque predominante implicó un relegamiento de los mecanismos de integración regional y del papel que su reactivación y reestructuración podría haber desempeñado en la superación de la crisis y en la reformulación del patrón de desarrollo. Las preocupaciones por la recomposición de una estrategia de integración fueron enfocadas como una parte del problema que había que superar a través del ajuste, e incluso como co-responsables de la crisis, por su énfasis en los mercados nacionales y en el mercado regional.

 

Por último, y lo mismo que en el resto de América Latina, los programas de ajuste estructural se desentendieron olímpicamente del impacto distributivo, en particular del reparto de costos y ganancias. Hay coincidencia en atribuir a la ejecución de esos programas gran parte de la responsabilidad por el incremento acelerado del desempleo y el subempleo, el crecimiento de la economía informal, el aumento acelerado de la pobreza y el deterioro generalizado de las condiciones de vida de los centroamericanos. O, por lo menos, de haber agravado el impacto de la guerra en los países que se vieron envueltos en el conflicto bélico. En este sentido, la situación de guerra y el interés político de Estados Unidos en la derrota militar del FMLN en El Salvador moderó las presiones en favor de la ejecución de políticas de ajuste en ese país, en el entendimiento que sus efectos sociales fortalecerían el apoyo a los revolucionarios y debilitarían el "frente interno" del gobierno demócrata cristiano primero, y de la derechista ARENA posteriormente.

 

Marginado de los organismos financieros multilaterales y por supuesto de los programas de la AID, el gobierno sandinista trató de echar mano en 1988 y 1989, cuando el descalabro fiscal-financiero y el derrumbe económico alcanzaron magnitudes exponenciales,  a políticas de ajuste macroeconómico. La falta de apoyo financiero externo no impidió alcanzar un relativo éxito en el control de las principales variables macroeconómicas. Su enorme costo social, sin embargo, se sumó a los efectos nocivos de la guerra y resulta fuera de discusión que contribuyó a movilizar el voto antisandinista en las elecciones de febrero de 1990 (Taylor et al 1989; 1990c).

 

2.         LA GUERRA SUCIA

            Estados Unidos no pudo impedir el estallido revolucionario de las tensiones sociales y políticas, pero su involucramiento directo, abierto y amplio consiguió contener el proceso insurgente en El Salvador y frenar las transformaciones revolucionarias del régimen sandinista en Nicaragua. El objetivo central de la política de Washington hacia Centroamérica durante las presidencias de Ronald Reagan (1981-89) y George Bush (1989-93) consistió en bloquear el avance revolucionario que, en la óptica de ambos presidentes, no tenía otro fin que crear en el área "otra Cuba" e, incluso, "otro Vietnam".

 

            Obsesionado por el miedo al comunismo en Centroamérica (el gobierno de Ronald     Reagan) privatizó gran parte de la política exterior estadounidense, la depositó en    una pandilla de aventureros que operaba tras bambalinas y en flagrante violación        de la Constitución. El resultado fue el asunto Irán-Contras, la incontrolable      Agencia Central de Inteligencia al mando de William Casey, los sistemáticos          engaños al Congreso por parte de la Administración y un tumulto de iniciativas    idiotas, quimeras y mentiras que, tiempo después, Reagan afirmaba haber olvidado     (Schlesinger Jr. 1992).

 

La estrategia para alcanzar el objetivo contrarrevolucionario fue la llamada "guerra de baja intensidad", consistente en un reducido involucramiento directo de efectivos de combate y una amplia movilización de recursos logísticos y financieros.[2] La estrategia entroncaba bien con la experiencia previa de entrenamiento de las fuerzas armadas y de seguridad de Centroamérica, al mismo tiempo que se hacía cargo del rechazo de la opinión pública estadounidense a un involucramiento amplio de tropas propias.

 

La asistencia militar de Estados Unidos a Centroamérica pasó de u$s 10 millones en 1980 a 283.2 en 1984 y estuvo destinada a tres países: El Salvador (69%), Honduras (27%) y Costa Rica (4%). Las violaciones a los derechos humanos por los gobiernos militares de Guatemala, que habían motivado condenas durante la presidencia de presidente James Carter, marginaron a ese país de esos fondos hasta que en 1985 asumió el gobierno civil, surgido de elecciones,  del demócrata cristiano Vinicio Cerezo.[3] Nicaragua fue excluida por obvias razones políticas. En la segunda mitad de la década la ayuda militar estadounidense sumó 852 millones de dólares, de los cuales dos tercios se encaminaron a El Salvador (IICA/FLACSO 1991:207). Además de la entrega de fondos, equipos y pertrechos, entre 500 y 800 oficiales centroamericanos recibieron entrenamiento cada año de la década de 1980 en instalaciones militares de Estados Unidos. En Honduras la construcción de bases militares y la presencia de un número importante de tropas estadounidenses y el control de la política militar hondureña por la misión militar de Estados Unidos transformaron rápidamente al país en la plataforma principal de la estrategia contrarrevolucionaria de Washington en la región. La embajada estadounidense en Tegucigalpa adquirió una prominencia en la conducción de los asuntos del país que se mantuvo hasta entrados los años noventa.

 

El entrenamiento de cuerpos parapoliciales y paramilitares, iniciado en la década anterior, se incrementó en los ochenta. La creación de las "patrullas de autodefensa campesina" (PAC) en Guatemala, siguiendo el ejemplo de la guerra contra Vietnam, llevó el número de efectivos paramilitares de alrededor de 3,000 en 1980 a más de 900 mil en 1985; las patrullas se mantuvieron activas hasta poco antes de la firma de los acuerdos de paz en 1996. La actividad de estos cuerpos fue causa permanente de zozobra para la población civil, y la forzó a tomar partido en el conflicto. Formalmente voluntarias, las PAC funcionaron como mecanismos de control de la población indígena sospechada de simpatizar con la insurgencia y como instrumento para saldar cuentas personales o comerciales que nada tenían que ver con la política. Las PAC fueron responsabilizadas de una larga y cruenta serie de violaciones a los derechos humanos --secuestros y asesinatos, violaciones, torturas (Paul & Demarest 1991; Handy 1992; Jay et al 1993). En El Salvador los elementos paramilitares aumentaron de 5,000 a 8,300 entre ambos años, y de 3,000 a 4,500 en Honduras. En 1985 la contrarrevolución nicaragüense contaba con alrededor de 15,000 efectivos armados, entrenados y financiados por agencias del gobierno estadounidense (Aguilera 1989). Solamente en materia de "ayuda humanitaria" el gobierno de Estados Unidos entregó a la "resistencia nicaragüense" (“la contra”) hasta mediados de 1989 el equivalente de u$s 27.1 millones (US General Accounting Office 1990:14). Los campamentos de la "contra" nicaragüense en el sur de Honduras crearon un profundo malestar en las poblaciones campesinas aledañas, engendraron inseguridad y desarticularon las actividades productivas y la vida cotidiana de la gente (Boyer 1993).

 

La decisión del presidente William Clinton de abrir los archivos del gobierno de Estados Unidos para verificar las denuncias sobre el involucramiento directo o indirecto de agencias de ese país en la comisión de atrocidades, permitió comprobar la veracidad de las denuncias de participación o complicidad, directa o indirecta, de agencias y funcionarios del gobierno de EEUU en graves violaciones a los derechos humanos, y participación de altos funcionarios del gobierno del presidente Alfredo Cristiani y su partido ARENA en la ejecución o encubrimiento de atrocidades contra poblaciones civiles.[4] Se estableció que 75% de los oficiales del ejército de El Salvador a quienes la Comisión de la Verdad de la ONU señaló como implicados en ocho masacres de civiles se eran graduados de la Escuela de las Américas en Fort Benning (Georgia). Entre ellos figuraban 19 de los 27 involucrados en el asesinato de seis sacerdotes jesuitas a fines de 1989 (entre ellos el mayor Roberto D'Abuisson, uno de los iniciadores de los "escuadrones de la muerte" en El Salvador). Asimismo cuatro de los cinco altos oficiales del ejército de Honduras a quienes Americas Watch acusó en 1987 de organizar el "escuadrón de la muerte" conocido como "Batallón 316" también habían sido adiestrados en esa Escuela (Comisión de la Verdad 1993; Waller 1993). Este batallón, creado y dirigido inicialmente por el general Luis Alonso Discua –posteriormente jefe de las Fuerzas Armadas de Honduras--, es responsable de la desaparición comprobada de al menos 184 personas por motivos políticos, durante los años ochentas.[5]

 

El sadismo que caracterizó el desempeño de los cuerpos represivos militares y paramilitares excede los alcances de la más perversa de las imaginaciones. Decenas de miles de centroamericanos fueron sometidos a torturas salvajes y a una muerte atroz. La crónica de Ricardo Falla sobre las masacres en el Ixcán (Falla 1992), o el informe de la Comisión de la Verdad para El Salvador (Comisión de la Verdad, 1993) quedarán como testimonios espeluznantes de los recursos a que apelaron las clases dominantes centroamericanas y sus ejércitos, y el gobierno de Estados Unidos, para sofocar las ansias populares de justicia y progreso.

 

La investigación efectuada en El Salvador por la "Comisión de la Verdad" de las Naciones Unidas desvirtuó las alegaciones del gobierno de ese país y de agencias del gobierno de Estados Unidos de que ambos bandos cometieron violaciones a los derechos humanos por igual: casi 97% de las violaciones fueron ejecutadas por fuerzas gubernamentales (cuadro IV.7). En el caso concreto de los homicidios, se responsabiliza a esas mismas fuerzas de más de 90% de ellos.

 

Cuadro IV.7.El Salvador: Responsabilidad de distintas fuerzas en la comisión de violaciones a los derechos humanos, 1980-1991¹  

Fuerza responsable

Hechos²

%

Fuerzas Armadas

11,972

49.4

Fuerzas de seguridad

5,276

21.8

Paramilitares

4,273

17.7

Escuadrones de la muerte

1,844

7.6

FMLN

858

3.5

TOTAL

24,227

100.0

                ¹Incluye denuncias de fuentes directas e indirectas

                ²Incluye homicidios, desapariciones, secuestros, torturas, violaciones y lesiones

                Fuente: Comisión de la Verdad (1993).

           

        

El cuadro IV.8 da una idea de la brutalidad de los hechos colectivos de terror: solamente un año cada hecho produjo un promedio de víctimas de menos de 10 personas; en conjunto el promedio de víctimas por hecho fue de casi 30 personas.

 

 

 

 

Cuadro IV.8.El Salvador: Magnitud de los hechos colectivos de violación a los derechos humanos, 1980-1990

Año

Nº de hechos colectivos

Promedio estimado de víctimas por hecho

1980

138

19

1981

65

64

1982

62

45

1983

32

42

1984

16

21

1985

3

9

1986

7

22

1987

4

13

1988

2

33

1989

11

22

1990

2

20

Fuente: Comisión de la Verdad (1993)

 

 

La justificación pública de Estados Unidos para su involucramiento consistió en presentarlo como respuesta a la injerencia cubano-soviética: en la argumentación de Washington, las revoluciones centroamericanas eran el producto de la intervención comunista, canalizada a través del régimen sandinista.[6]  El Ejército Popular Sandinista, en efecto, recibió importante apoyo logístico soviético, cubano, de la República Democrática Alemana y de la República Democrática de Corea, y el gobierno sandinista nunca ocultó sus simpatías por los procesos revolucionarios de El Salvador y Guatemala. Sin embargo los argumentos estadounidenses respecto del involucramiento sandinista en dichos procesos jamás fueron sustentados con evidencia (Schoultz 1987; LeoGrande 1986; Blasier 1986).

 

La estrategia militar se complementó con una estrategia política: el relevo de los regímenes militares de Honduras, El Salvador y Guatemala por gobiernos surgidos de convocatorias electorales, y la promoción de ciertas reformas sociales. Estos aspectos de la estrategia contrarrevolucionaria estuvieron dirigidos ante todo a mejorar la imagen de la intervención estadounidense ante la comunidad internacional y a ganarse el apoyo de los sectores medios centroamericanos. Desde mediados de los años setenta la revolución centroamericana contó con un clima de opinión favorable en la comunidad internacional, que veía en ella la respuesta a condiciones ominosas de vida derivadas del subdesarrollo, la pobreza, la opresión política y el fraude electoral sistemático. Al aparecer apoyando procesos electorales, Estados Unidos se sumó, a su manera, a las presiones internacionales en favor de la democratización del área, al mismo tiempo que podía enfatizar el carácter militar del gobierno sandinista.[7] Simultáneamente, importantes segmentos de las clases medias en El Salvador, Guatemala y Honduras vieron reabrirse las posibilidades de incidencia política a través del juego electoral. Los partidos políticos a través de los cuales se expresaban –sobre todo la Democracia Cristiana en El Salvador y Guatemala y el Partido Liberal en Honduras—reasumieron un activismo del que habían sido privados por el protagonismo político de las fuerzas armadas, sin por ello cuestionar la preservación de un importante poder decisorio por parte de éstas.

La estrategia de Washington se amoldó a las condiciones existentes en cada una de las cinco repúblicas. En Nicaragua promovió las fuerzas militares de la contrarrevolución, financió directa e indirectamente a grupos opositores y buscó la desestabilización del gobierno sandinista. En El Salvador combinó contrainsurgencia y reformas limitadas y presionó para el reemplazo del régimen militar por un gobierno civil amistoso. Auspició la diplomacia antisandinista de Costa Rica. En Guatemala presionó a los gobiernos militares para que convocaran a elecciones, y en Honduras consiguió además la instalación de bases de la contrarrevolución nicaragüense y la normalización de las relaciones diplomáticas con El Salvador interrumpidas por la guerra de 1969.

 

La estrategia contrainsurgente de Estados Unidos incluyó el recurso al narcotráfico. De acuerdo con algunos especialistas, las drogas han jugado un papel importante en la política exterior de Estados Unidos desde principios del siglo veinte (Scott & Marshall 1991), papel que se amplió tremendamente durante la década de 1980. El informe del subcomité sobre terrorismo, narcóticos y operaciones internacionales del Comité de Relaciones Internacionales del Senado de Estados Unidos (conocido como “Informe Kerry” en referencia al senador John Kerry quien presidió el subcomité) probó el involucramiento directo en operaciones de narcotráfico, de agencias gubernamentales estadounidenses durante las dos presidencias de Ronald Reagan, de oficiales de las fuerzas armadas de varios países centroamericanos, y de la "contra" nicaragüense, como parte de la política contrarrevolucionaria de Washington (US Senate Committee on Foreign Relations 1989).[8] Apoyándose sobre todo en las fuerzas armadas de Honduras, la diplomacia estadounidense reforzó sus vinculaciones con las redes del narcotráfico internacional y las involucró en el apoyo a las contrarrevolucionarios antisandinistas que operaban desde territorio de Honduras y de Costa Rica. El “Informe Kerry” puso al descubierto asimismo la vinculación de los principales dirigentes de la “contra” nicaragüense con las estructuras internacionales del narcotráfico, el auspicio y protección que recibieron de agencias de inteligencia y seguridad del gobierno estadounidense y el papel estratégico desempeñado por los militares hondureños.

 

3.         UN BALANCE PRELIMINAR

            ¿Triunfó o fracasó la revolución en Centroamérica? La pregunta parece retórica: la revolución no pudo alcanzar el gobierno en El Salvador ni en Guatemala, y en Nicaragua tardó menos en perderlo que en conquistarlo. En El Salvador y en Nicaragua las fuerzas guerrilleras pudieron reciclarse en los sistemas políticos post-revolucionarios y sumarse a los procesos democrático representativos, aunque al precio de dejar de lado sus propuestas de cambio social radical. En Guatemala en cambio la URNG prácticamente desapareció del escenario político. ¿Valía la pena tanto esfuerzo, tanto dolor, para recoger estos frutos?

 

La respuesta no es sencilla, porque resulta difícil discernir qué efectos y resultados fueron generados por la acción de las fuerzas revolucionarias y no por otros factores. Lo mismo que en otros escenarios de fuertes confrontaciones políticas, se advierte en Centroamérica una compleja causación recíproca de elementos y protagonistas, de acciones y reacciones. La valoración de los resultados de la movilización revolucionaria debe tomar en cuenta esa reciprocidad. La presencia de una opción de cambio revolucionario fue importante por sí misma, pero también por las reacciones y contraestrategias que motivó en los grupos beneficiarios del statu quo –un statu quo que, por eso mismo, empezó a dejar de serlo.

 

El costo humano

Se estima que las víctimas de la guerra sumaron en El Salvador 75,000 personas; en Nicaragua se calculan casi 58,000; en Guatemala tres décadas de violencia arrojan un saldo de más de 150 mil muertos, de los cuales alrededor de 50 mil en el período 1980-85 (Karl 1992; INEC 1989; COPPAL 1992). Es difícil cuantificar la cifra de mutilados de guerra; solamente en El Salvador se estiman unos 20 mil entre combatientes de ambos bandos y civiles (Rivas y Mejía 1993). También es difícil dimensionar el impacto de la violencia en la infancia centroamericana: él se refiere tanto a los efectos directos de las acciones bélicas --bombardeos, emboscadas, muerte de familiares y de otros niños, heridas y mutilaciones--como a los desplazamientos forzados, a la internalización del miedo y de la racionalidad de las conductas violentas, etc. (Moreno Martín 1991).[9]

 

Centenares de miles de personas fueron desplazadas de los lugares en que vivían y gran parte de ellas buscó refugio en otros países: entre 11 y 13% de la población total de Centroamérica estaba a fines de los ochentas en condiciones de refugiada o desplazada: unas 1,800,000 personas (IICA/ FLACSO 1991:204; Sarti 1991; ONG 1991). El Salvador, Guatemala y Nicaragua se convirtieron en exportadores netos de población, y Costa Rica y Honduras en importadores netos. A principios de los noventa se estimaba que 43% de la población de Belice estaba formada por guatemaltecos, la mayoría radicada durante la década de 1980. La vida en los campamentos de refugiados y en los reasentamientos fue precaria, para decir lo menos: carencias materiales, amenazas de represión, abusos de las autoridades. Cuando el conflicto militar cesó, las condiciones para el retorno a sus lugares de origen fueron difíciles por la falta de interés de los gobiernos de sus países y la persistencia de situaciones de inseguridad --como fue notoriamente el caso de Guatemala--y dependieron fundamentalmente de la cooperación internacional.

 

La violencia y el terror se centraron ante todo en la población civil: el objetivo consistió en separar a las organizaciones guerrilleras de sus bases y privarlas de retaguardia y apoyo logístico. Las masacres del río Sumpul (mayo 1980), de Mozote (diciembre 1981), o de la finca San Francisco (julio 1982) han quedado grabadas como testimonio de la ejecución masiva de personas indefensas (niños, mujeres, viejos, refugiados), por efectivos militares y como ilustraciones de una política de aniquilamiento, reconocida por sus propios ejecutores:

 

A pesar de lo que se afirma, el ejército no está matando guerrilleros comunistas… sino a los civiles que los apoyan (…). Al aterrorizar a los civiles el ejército aplasta la rebelión sin necesidad de enfrentar directamente a la guerrilla (…). La cuestión de los derechos humanos oscurece el asunto. Los asesinatos no son un aspecto periférico que debe ser aclarado mientras continúa la guerra sino, más bien, la estrategia esencial.[10]

A la vista de estos resultados la opción revolucionaria resulta catastrófica. Pero para descalificar esta conclusión no basta con señalar que, en verdadera realidad, éstos fueron los resultados de la contrarrevolución, de la intransigencia y el primitivismo de las clases dominantes, y del empecinamiento de los gobiernos de Estados Unidos durante ese periodo. El balance de una década de revolución, contrarrevolución y guerra es ciertamente terrible en este aspecto; no es posible empero aventurar cuál habría sido el balance de una década más de somocismo en Nicaragua y de militarismo en El Salvador o Guatemala. Cuando un proceso revolucionario triunfa políticamente cualquier costo se compensa; la evidencia del éxito alcanzado justifica, en el imaginario popular y en el discurso oficial, los sacrificios realizados. Pero frente al fracaso o a la derrota los juicios son implacables y la posibilidad de un análisis equilibrado retrocede. La contundencia del resultado negativo descalifica cualquier argumento a favor de las intenciones originales. ¿Seríamos tan benevolentes con José Figueres y la revolución de 1948 en Costa Rica, si no hubieran triunfado? El cambio de valoraciones acerca de la revolución sandinista antes y después de la derrota electoral de 1980, cambio que en más de un caso fue elocuentemente protagonizado por varios funcionarios y dirigentes del régimen caído, así como por no pocos intelectuales que rápidamente pasaron del aplauso a la censura, es ilustrativo de la liviandad de algunos juicios.

 

Por otro lado, discutir si la decisión por la vía revolucionaria fue correcta o incorrecta desde la perspectiva ex post del body count implica suponer que existieron alternativas, que en algún momento fue posible un curso diferente de acción que fue descartado, por imprudencia o por sectarismo, por los revolucionarios. El análisis conducido en el capítulo anterior señala, por el contrario, que tales alternativas fueron cerradas por los grupos dominantes mismos y que en consecuencia para una gran porción de la población fue, más que una elección libre, una decisión sin opción.

 

 

 

La movilización de los "nuevos sujetos"

El auge revolucionario fue el resultado de una intensa movilización social y política protagonizada por un amplio arco de actores. Destacan en ella grupos que carecían hasta entonces de identidad propia, o se expresaban de manera subordinada a otros protagonistas de la acción colectiva: mujeres, indígenas, pobladores de barrios precarios, grupos de referencia religiosa. Un amplio conjunto de actores a quienes la bibliografía tendió a presentar como “nuevos sujetos” sociales. Lo novedoso en realidad no eran los sujetos, muchos de los cuales, como los indígenas y las mujeres, siempre habían estado presentes al menos como realidad demográfica, sino su capacidad para expresarse de manera tendencialmente autónoma y para imprimir sus propias perspectivas y demandas en los procesos globales. Las décadas de 1970 y 1980 presenciaron así el decidido avance de las organizaciones y movimientos de mujeres, de las reivindicaciones étnicas, de las comunidades religiosas de base, de los movimientos de pobladores, de las organizaciones de defensa y promoción de los derechos humanos. Fue una gigantesca activación de una sociedad civil que se había caracterizado por la fragmentación y una aparente pasividad. El desarrollo de la literatura de testimonio, de la poesía popular, de la nueva narrativa, dio resonancia universal a este florecimiento, traumático y convulsivo, de la sociedad centroamericana.[11] El clima insurreccional alentó esas nuevas efervescencias, y éstas echaron más leña al fuego de la revolución.

 

La relación de estas expresiones nuevas de la inconformidad social con las organizaciones revolucionarias abarca desde la subordinación hasta la confrontación, pasando por diversos grados de autonomía y coordinación. En Nicaragua las nuevas organizaciones sociales y sindicales tendieron a aceptar la subordinación al FSLN y al estado, mientras que los grupos étnicos de la Costa Atlántica entraron en rápido y violento antagonismo con el régimen revolucionario. En Guatemala y El Salvador, en cambio, la autonomía relativa entre organizaciones sociales y organizaciones político-militares parece haber tenido mayor espacio, sobre todo en la segunda mitad de la década.

 

Con eficacia desigual, este variado arco de actores amplió la agenda de los proyectos de transformación social y democratización, desde una perspectiva inicial predominante de clase a una de mayor pluralismo y de explícita incorporación de las problemáticas del género, de la etnicidad, de la cultura. La lucha para dotar de legitimidad a esas demandas dentro del proyecto revolucionario no fue sencilla, y el cierre del ciclo de luchas insurreccionales en la década de 1990 no significó que ella hubiera concluido. Aunque la activación de los "nuevos sujetos" estuvo estrechamente ligada a la ofensiva revolucionaria, el reflujo revolucionario no involucró un retroceso equivalente de dichos sujetos, a pesar de que la articulación inicial de muchas de estas organizaciones a la estrategia revolucionaria las expuso a los efectos de la represión.  . Sus enfoques de la problemática socioeconómica y política, y sus propias demandas, forman parte de la agenda actual de la democratización y el cambio social en Centroamérica, independientemente de las alzas y bajas de los proyectos revolucionarios que les sirvieron de trampolín inicial.

 

La verdadera invasión de organismos no gubernamentales europeos y de América del Norte, que la región vivió durante los años setentas y ochentas fue importante en la apertura del debate en las organizaciones revolucionarias a los temas planteados por los “nuevos sujetos”. En algunos casos la dotación de recursos materiales y financieros con que las nuevas perspectivas venían acompañadas contribuyó a la aceptación de las mismas tanto como su valor intrínseco. En otros, los sesgos derivados de un trasplante directo desde el norte desarrollado, industrial y genéricamente socialdemócrata, a las sociedades agrarias empobrecidas y distorsionadas de Centroamérica actuó para que algunas temáticas, como las referidas a las identidades étnicas o a la subordinación de género de las mujeres, suscitaran tensiones y conflictos que demoraron su efectivo arraigo en las masas –escollos similares a los que, décadas atrás, experimentaron los primeros intentos de aplicar un análisis de clases a sociedades con un capitalismo muy incipiente.[12]

 

a. Los grupos religiosos

El involucramiento de las jerarquías eclesiásticas católicas de Guatemala y El Salvador en los procesos respectivos de diálogo y paz y en la defensa de los derechos humanos permitió a las comunidades cristianas de base mantener cierta actividad a pesar de la represión que se ejerció sobre ellas. El cambio ha sido particularmente notorio en Guatemala, donde la jerarquía católica había mantenido una actitud severa hacia la nueva pastoral en los años setenta y principios de los ochenta. Debe reconocerse empero que el bajo perfil de hoy de los grupos cristianos de base contrasta con el activismo intenso del pasado. En Nicaragua en cambio el enfrentamiento de la jerarquía católica con el gobierno sandinista, sus públicas simpatías por la política antisandinista de Washington y su respaldo al gobierno surgido de las elecciones de 1990 colocaron a la "iglesia popular" en situación difícil. Durante la década de 1980 muchas de las comunidades católicas de base aceptaron en los hechos una subordinación política respecto del gobierno sandinista y abdicaron autonomía; una estrategia que en los años iniciales de la década siguiente habría de colocarlas en situación incómoda frente al comportamiento político ambiguo del FSLN respecto de la jerarquía eclesiástica una vez perdido el gobierno,  sin que ello disminuyera  la agresividad de la jerarquía hacia ellas. El efecto combinado de estos factores fue la notoria reducción en el nivel de su actividad, en sus proyecciones y en su membrecía (Aragón y Löschke 1991).

 

La situación de los grupos protestantes fue distinta. En Guatemala la política de contrainsurgencia de principios de los ochentas se articuló con la acción de algunas denominaciones evangélicas (Samandú 1991; Stoll 1991). En El Salvador el gobierno de ARENA estimuló su acción entre la población pobre de San Salvador y la que llegaba huyendo de la violencia rural (Montes 1988). Stoll (1990) sugiere que el desarrollo de las denominaciones evangélicas en Nicaragua durante la década de 1980 fue parte de la estrategia antisandinista de la CIA --tesis que, durante algunos años, también fue asumida por el sandinismo.

 

La represión a las comunidades de base, el auspicio gubernamental y las maniobras de la CIA resultan insuficientes para explicar el rápido crecimiento de las iglesias evangélicas en Centroamérica. Se estima que a mediados de los ochentas un tercio de la población guatemalteca pertenecía a alguna denominación evangélica, y en algunas regiones considerablemente más.[13] Las denominaciones evangélicas crecieron en toda la región y no solamente en los países directamente expuestos al conflicto. En Costa Rica las iglesias pentecostales aumentaron vertiginosamente en pocos años: de 215 en 1974 a 738 en 1982 y a 1088 en 1985 (Valverde 1987). Es incuestionable que los argumentos que ligan el crecimiento de las denominaciones a la política contrainsurgente de Washington no sirven para explicar este caso.[14]

 

Sin desconocer su instrumentación por los regímenes contrainsurgentes y por agencias del gobierno estadounidense, y el consiguiente estímulo --y protección-- oficial, los grupos evangélicos ofrecieron un tipo de religiosidad espiritualista que apelaba a la conversión individual, a actitudes intimistas y pasivas y a una ética de abstinencia personal, en fuerte contraste con las apelaciones al compromiso activo, a veces radical, siempre colectivo, de las comunidades católicas de base y la teología de la liberación. Si los grupos radicalizados del catolicismo social movilizaban a sus fieles contra el "pecado de estructuras" --es decir, la injusticia social, causa alegada de la maldad entre los seres humanos-- el evangelismo volvió a colocar el pecado dentro de cada individuo, absolviendo a la sociedad y a quienes la dirigen, pero también dotando de mayor seguridad personal a las prácticas religiosas en la medida en que eliminaba, o restringía, sus proyecciones hacia el cuestionamiento colectivo del orden social.

 

Además, los desplazamientos motivados directa o indirectamente por la contrainsurgencia y la guerra, y el clima de represión política, fracturaron los vínculos tradicionales de organización y unidad de las poblaciones de las aldeas y los suburbios de las ciudades; para muchos migrantes y desplazados esto creó situaciones de tensionamiento emocional y fuertes sentimientos de pérdida. Las denominaciones protestantes, con su profetismo y sus manifestaciones exaltadas de arrepentimiento y conversión, alcanzaron a compensar siquiera parcialmente el desarraigo creando formas alternativas de pertenencia y de integración espiritual al nuevo entorno. En Nicaragua las iglesias evangélicas se presentaron como una alternativa a la politización que se apoderaba de la iglesia católica --politización pro sandinista en las comunidades de base, y antisandinista en la jerarquía-- aunque en determinados momentos su vinculación con las sedes de esas denominaciones en Estados Unidos las expuso a la agresividad ideológica del sandinismo, que las presentaba –no sin justificación de acuerdo al estudio de Stoll (1990)-- como intentos de penetración imperialista. Sin embargo hacia fines de los ochentas el gobierno sandinista cambió de óptica; a través del CEPAD, un centro de coordinación de la pastoral evangélica, se aproximó a algunas de esas iglesias, posiblemente tratando de compensar el conflicto con la jerarquía católica y pensando en las próximas elecciones.[15]

 

La difusión del evangelismo impactó en la diferenciación social de las comunidades. La coincidencia del paradigma evangélico del buen cristiano y del paradigma capitalista del buen trabajador (no beben, no apuestan, no engañan a su patrón, no engañan a la esposa o al marido, trabajan duro, ahorran) repercutió en las condiciones de vida de los conversos; con frecuencia los adherentes a la nueva fe –y a la nueva ética social-- rápidamente llegaron a ser los trabajadores de confianza de las empresas. No es extraño entonces que muchos atribuyeran su mejoría económica a su conversión (Goldin 1992; Sexton 1978). Pero la asociación entre religiosidad y diferenciación económica es más compleja que lo que podría sugerir esta especie de weberianismo elemental. En Guatemala la investigación de Annis encontró la mayor proclividad a convertirse al evangelismo en los individuos que presentaban vínculos más relajados con sus comunidades, en las que la religiosidad oficial era el catolicismo. Por un lado, los que por su empobrecimiento ya no podían honrar los compromisos que emanaban de los rituales y por lo tanto veían deteriorarse las manifestaciones tangibles de la solidaridad de la comunidad, así como individuos que debían salir a buscar trabajo fuera de la milpa y frecuentemente fuera de la comunidad. Por otro lado, individuos exitosos en sus actividades económicas, que ya no necesitaban de la solidaridad de la aldea, que incursionaban en actividades empresariales y exploraban conexiones comerciales, laborales o de otra índole fuera de la comunidad (Annis 1987). Vale decir, la proclividad a modificar la identidad religiosa se encontraba condicionada por el grado y la solidez de la vinculación a la comunidad. A su turno, la conversión al evangelismo tendió a generar una mayor diferenciación socioeconómica. Por ejemplo, en varias comunidades del altiplano se encontró que tanto las familias que continuaron católicas como las conversas al evangelismo seguían dedicadas al negocio del tejido, pero con una diferencia fundamental: las que se mantenían católicas permanecían como tejedoras, mientras que en las conversas al evangelismo se registraba un creciente involucramiento en la comercialización de los tejidos fuera de las aldeas.

 

Debe señalarse que la conversión hacia las denominaciones evangélicas no fue actitud exclusiva de las clases populares o de los grupos de menores ingresos, mayor vulnerabilidad socioeconómica o, al contrario, menor dependencia de las aldeas. La “ofensiva protestante” también reclutó acólitos en las filas de los sectores medios urbanos y las clases dominantes, incluso en sus familias más tradicionales. En su investigación de las familias notables de Guatemala, Marta Elena Casaus Arzú registró numerosas conversiones de miembros de esas familias a varias denominaciones evangélicas, en particular la Iglesia del Verbo, cuyos más conocidos líderes era, en los años ochentas y noventas, el general y ex presidente Efraín Ríos Montt y el posteriormente electo, y destituido, presidente Jorge Serrano Elías (Casaus Arzú 1992a).

 

En El Salvador actúa, por lo menos desde los años ochentas, la “Fraternidad de Hombres de Negocios del Evangelio Completo”, una denominación de tipo carismático que recluta a sus asociados en los círculos empresariales. La estrategia de la Fraternidad consiste en incrementar su injerencia en los asuntos públicos a través de la conversión de dirigentes políticos y empresariales y en general de personas con influencia social (Recio Adrados 1992). La actividad del evangelismo incluye la política partidaria: en las elecciones generales de marzo 1994 participaron dos partidos políticos de definición evangélica: el Movimiento de Solidaridad Nacional, y el Partido de Unidad.

 

b. Mujeres

Los movimientos de mujeres también experimentaron las alzas y bajas de cada situación nacional. Su avance se apoyó, en medida importante, en los cambios que tuvieron lugar en el mercado de trabajo. Durante la década de 1980 la PEA femenina creció más que la masculina en toda Centroamérica, especialmente en las ciudades. La expansión del sector informal dio cuenta de la mayor parte de ese crecimiento (Pérez Sáinz y Menjívar 1991; Pérez Sáinz y Castellanos 1991). La participación de las mujeres en la PEA registró mayores niveles en El Salvador y Nicaragua (cuadro IV.9). Sin embargo la agudización de la crisis económica y la desmovilización del ejército y las fuerzas de seguridad por el fin de la guerra en Nicaragua presionaron sobre el empleo femenino. Las mujeres fueron desplazadas de sus puestos de trabajo por la recesión y por los hombres que regresaron a la vida civil; la subutilización de la fuerza de trabajo femenina (desempleo abierto más subempleo) alcanzó niveles más altos que la de la fuerza de trabajo masculina (García y Gomáriz 1989 I:37-38; Fernández Poncela 1992a).

 

 

Cuadro IV.9. Centroamérica: participación de la PEA femenina en la PEA total (en %)

 

 

1980

1985

1990

Total

Urbana

Total

Urbana

Total

Urbana

Costa Rica

20.5

31.8

21.4

32.0

22.2

32.1

El Salvador

22.9

34.6

23.9

35.4

24.9

36.0

Guatemala

14.7

28.7

15.4

29.7

16.2

30.7

Honduras

16.3

30.4

17.7

30.5

19.0

30.6

Nicaragua

22.8

34.0

23.7

34.0

24.5

33.9

Centroamérica

19.4

31.9

20.4

32.3

21.4

32.7

Fuente: IICA/FLACSO (1991:141)

 

 

Se registró un notable involucramiento de mujeres en las organizaciones revolucionarias y de apoyo. En El Salvador se estima que a mediados de los años ochentas una cuarta parte de los efectivos del FMLN eran mujeres, y algo más en algunas de sus organizaciones miembro (García y Gomáriz 1989 I:196-197). En la insurrección sandinista las mujeres desempeñaron un papel importante en tareas de apoyo, pero su involucramiento en actividades guerrilleras fue reducido (Vilas 1984:cap. III).

 

La perspectiva de género se desenvolvió estrechamente articulada, y con frecuencia subordinada, al cuestionamiento revolucionario del sistema político y la estructura económica. La identificación de una problemática específica de las mujeres en el contexto de las luchas políticas y sociales surgió a partir del involucramiento de las mujeres en organizaciones políticas, político-militares, vecinales, laborales, más que a partir de  reflexiones teóricas. De un momento inicial que podría caracterizarse como "feminismo revolucionario" (García y Gomáriz 1989 II:213), que afirma que sólo en el marco de las luchas revolucionarias y de la confrontación de clases se solucionaría la cuestión de la subordinación de género de las mujeres, se evolucionó a un enfoque de mayor autonomía que se vería favorecido con la consolidación del escenario post bélico.

 

La continuación de las violaciones sistemáticas a los derechos humanos en Guatemala después que el conflicto armado perdió intensidad y a pesar del inicio del proceso de diálogo para la paz, mantuvo la relevancia de la problemática de las desapariciones forzadas de personas y formas relacionadas de represión, en la que organizaciones como el GAM (Grupo de Ayuda Mutua) y CONAVIGUA (Comisión Nacional de Viudas de Guatemala) adquirieron justa notoriedad. En El Salvador las mujeres desarrollaron intensa actividad frente a la represión, en los campamentos de refugiados y en los movimientos de reasentamiento y repatriación (Thomson 1990). La problemática de la subordinación de género y de las múltiples expresiones del sexismo ocupó un espacio creciente, aunque movilizando sobre todo a mujeres urbanas y profesionales. Sin embargo el involucramiento predominante de las mujeres en las organizaciones de denuncia de la represión y defensa de los derechos humanos tuvo impacto en el desarrollo de una conciencia de género. Así, se ha señalado que aunque ni la CONAVIGUA de Guatemala ni COMADRES en El Salvador plantearon explícitamente cuestiones de género, su involucramiento en movilizaciones y en la confrontación con los gobiernos y las fuerzas armadas, y la necesidad de dialogar y negociar con otras organizaciones sociales, permitieron a las mujeres ganar confianza en sí mismas y romper con el estereotipo tradicional de mujer = hogar = sumisión. Perdieron miedo e inseguridad, aprendieron a moverse en la dimensión de lo "público", asumieron roles activos tradicionalmente atribuidos a los varones, se politizaron y progresivamente fueron conectando sus propias experiencias y sus análisis de la violencia política (desapariciones, torturas, asesinatos) con la violencia personal que tradicionalmente se ejerce contra las mujeres: violaciones, golpizas, burlas, marginación (Rodríguez 1990; Schirmer 1993).

 

Después de la derrota electoral del sandinismo en 1980 el movimiento de mujeres ingresó en un proceso de múltiples divisiones y dispersión, en una marco de debilitamiento de sus vínculos con las mujeres de sectores populares. El nuevo escenario político aceleró y profundizó las disidencias dentro de AMNLAE (Asociación de Mujeres Nicaragüenses “Luisa Amanda Espinosa”, de fuerte identificación política sandinista) y dio paso al surgimiento de varias nuevas pequeñas organizaciones y centros independientes del FSLN, al mismo tiempo que favoreció el avance de enfoques más próximos a mujeres urbanas, profesionales y de sectores medios, que anteriormente habían tenido dificultad para expresarse. El fin de la guerra, la agudización de la crisis económica, y algunas políticas del nuevo gobierno, crearon condiciones para una reversión del proceso de feminización de la fuerza de trabajo, sobre todo rural, que avanzó durante la segunda mitad de la década de 1980, reubicando forzosamente a las mujeres de las clases populares en su ámbito doméstico tradicional (Olivera et al 1990; Fernández Poncela 1992a). Pero incluso en estos casos en que los resultados pueden parecer amargos, o exiguos, es indudable que la problemática de la discriminación de género figura inscrita, con derecho propio, en la agenda del debate social, en un claro contraste con la situación de una década atrás.

 

Existen pocos elementos para valorar el impacto de las transformaciones de la década de 1980 en las mujeres indígenas. Son escasos y parciales los estudios que prestaron atención a la dimensión de género en este contexto, o a la dimensión étnica en el análisis de la problemática de género. Ellos sugieren sin embargo que las migraciones internas y regionales que incrementaron la exposición a los fenómenos urbanos; las modificaciones en las relaciones laborales y en los mercados de trabajo; la creciente gravitación de las iglesias evangélicas; la feminización progresiva de un conjunto amplio de actividades por la falta de hombres a causa de la guerra, la represión, la búsqueda de nuevas oportunidades de subsistencia, el contacto con programas de salud materno-infantil, contribuyeron a generar cambios en la percepción de las mujeres indígenas de sí mismas y de su papel en la sociedad (Carrillo 1991; Fuentes 1991; Pérez Sáinz et al. 1992). En general estos cambios están asociados a un cierto relajamiento de la vinculación de las mujeres a las comunidades y aldeas, donde el predominio social y político de los varones mayores sigue siendo fuerte.

 

c. Comunidades indígenas

La década pasada arroja como saldo el fortalecimiento de las identidades étnicas. La etnicidad, como problemática específica y como criterio de identidad y organización de sectores amplios de la población centroamericana, forma parte de la agenda política de la región, aunque es evidente que los actuales gobiernos y las fuerzas en las que se apoyan no tienen mucho entusiasmo en el tema. El enfrentamiento al estado, la represión sesgada por el racismo, las experiencias de los campamentos de refugiados, han reforzado la diferenciación cultural y están dotando a los pueblos indios y otros grupos étnicos subordinados de nuevas perspectivas de acción colectiva autónoma. También han influido en esto las experiencias de la guerra revolucionaria conducida por organizaciones mestizas o ladinas. Cuando para ponerse a salvo de la ofensiva contrainsurgente esas organizaciones se retiraron de las áreas en las que se habían hecho fuertes, las aldeas quedaron a merced del enemigo. Todavía muchos grupos indígenas recriminan a los guerrilleros haberlos abandonado.

 

La activación de la cuestión étnica suscitó reacciones brutales por parte del estado. Se estima que más de un millón de indígenas guatemaltecos fueron víctimas de la contrainsurgencia lanzada por los gobiernos militares desde inicios de los años ochentas hasta 1986, continuando la represión de manera menos brutal con posterioridad a esa fecha. Más de 400 aldeas indígenas fueron destruidas, las poblaciones masacradas o forzadas a huir, como efecto de una política explícitamente diseñada para el etnocidio. El desarraigo, la crisis económica, la urbanización forzada, la desarticulación de las economías locales, están introduciendo transformaciones profundas en la identidad étnica de los afectados, que han sido comparadas, por su magnitud, con las que la conquista española impuso en el siglo XVI.

 

La creación de "aldeas modelo" o "aldeas de desarrollo", adaptadas de la experiencia estadounidense en la guerra de Vietnam buscó incrementar el control militar sobre la población en zonas de acción guerrillera y aislar a las organizaciones de una población que simpatizaba con ellas; al restringir la salida de la gente al campo, deterioró las economías locales y desarticuló los mercados de productos y de fuerza de trabajo, afectando negativamente las bases materiales de la etnicidad. Posteriormente la creación de las "patrullas de autodefensa civil", de reclutamiento formalmente voluntario pero en los hechos forzado por las amenazas de coacción a los remisos, y bajo mando militar, llegó a movilizar a más de 900 mil elementos, en su enorme mayoría indígenas. Las PAC actuaron como cuerpos paramilitares en funciones de represión y vigilancia, enfrentando a unos indígenas contra otros (vid IGE: 45 y sigs.; Jay et al. 1993). La literatura ha puesto mucho y acertado énfasis en la victimización de las comunidades indígenas, sin destacar suficientemente que fueron también indígenas muchos de los victimarios.

 

El temprano enfrentamiento de los grupos étnicos de la zona del Atlántico nicaragüense con el régimen sandinista condujo a un período de violenta confrontación. Como parte del conflicto, los grupos afectados fueron reasentados de manera compulsiva, o huyeron hacia Honduras y Costa Rica. El cambio de enfoque en el sandinismo permitió el restablecimiento del diálogo a partir de 1985 y la disminución de los niveles del conflicto, culminando con la aprobación de un estatuto de autonomía y la creación de instituciones de autogobierno. La movilización revolucionaria, la guerra y la crisis han provocado, o acelerado, transformaciones marcadas en varias dimensiones de las identidades de las poblaciones costeñas: cuestionamiento de las dirigencias tradicionales, diferenciación política interna, nuevas actitudes hacia las componentes simbólicas de la identidad (Matamoros 1992; Vilas 1992a:167ss; García 1993). El cambio de gobierno en 1990 provocó retrocesos en todas las dimensiones de este proceso, por el etnocentrismo de las nuevas autoridades nacionales, las divisiones en el movimiento étnico, y el impacto de las políticas de ajuste económico y de privatización. Los programas de educación bilingüe-bicultural entraron en crisis, privados de recursos y del interés de las nuevas autoridades educativas.[16]

 

El movimiento indígena se mantiene aletargado en El Salvador, donde la cuestión indígena no existe oficialmente.[17] En Honduras, donde se registra una situación semejante, tuvieron lugar en años recientes algunas movilizaciones indígenas para la recuperación de tierras ancestrales y enfrentamientos con terratenientes y con campesinos "ladinos".

 

d. Trabajadores, campesinos y reforma agraria

El énfasis en estos nuevos protagonistas de la insatisfacción social no debería minimizar la importancia de la participación de los actores populares "tradicionales": campesinado y asalariados urbanos y rurales. En Guatemala y El Salvador el movimiento sindical urbano alcanzó niveles altos de activismo en los años setentas hasta que el deterioro institucional y la represión cerraron el espacio a las movilizaciones reivindicativas. La tensión entre éstas y las luchas políticas se resolvió en favor de las segundas en la medida en que las demandas gremiales recibían como respuesta la represión; los movimientos de trabajadores quedaron envueltos en la primacía de la lucha político-militar. Por razones distintas, la prioridad de lo político sobre lo reivindicativo fue muy marcada en Nicaragua: la estrategia policlasista de "unidad nacional" del sandinismo, y posteriormente la crisis económica, reforzaron las tendencias a convertir al movimiento sindical en un aparato del estado revolucionario, más activo en la ejecución de políticas globales que en la promoción de los intereses inmediatos de sus afiliados (CINAS 1985; Figueroa Ibarra 1991:128ss; Vilas 1989a cap.IV).

 

La activación del campesinado y del semiproletariado rural fue uno de los aspectos visibles de la década de 1980. La agitación rural abonó el terreno para las organizaciones revolucionarias, y éstas impulsaron la protesta agraria. En Nicaragua y El Salvador reformas agrarias de distinto tipo y que obedecieron a motivaciones disímiles, introdujeron modificaciones profundas en el acceso de los productores directos a la tierra. En Nicaragua, como una dimensión fundamental del proyecto sandinista. En El Salvador, como un capítulo del golpe militar reformista y posteriormente como parte de la estrategia de cambio preventivo del Partido Demócrata Cristiano, orientada a reducir el apoyo rural a la guerrilla.

 

La reforma agraria sandinista abarcó casi la mitad de la superficie agrícola, beneficiando a dos tercios de las familias campesinas del país; la superficie de los grandes terratenientes disminuyó un 80%. Hacia 1988 el sector reformado abarcaba casi 49% de la tierra apta para cultivo. Las empresas estatales de la reforma agraria representaban menos de la cuarta parte; casi tres cuartas partes correspondían a diversos tipos de cooperativas, y algo menos de 5% a comunidades indígenas de la Costa Atlántica. Simultáneamente, la disminución de los precios de la tierra, como efecto de la reforma agraria y, posteriormente, del descalabro de la economía, creó condiciones para que quienes fueran suficientemente arriesgados como para invertir, pudieran convertirse por relativamente poca plata en agricultores pequeños o medianos.[18]

Se estima asimismo que las cooperativas de la reforma agraria salvadoreña recibieron más de un tercio de la tierra afectada por efecto de los cambios de propiedad. En general, la reforma agraria habría beneficiado a más de un tercio de la PEA agraria salvadoreña (Baumeister 1991a, b; Ellacuría 1987).[19] Por su lado, el FMLN alentó la ocupación de tierras en las áreas que controlaba, equivalentes a 30% de la superficie del país. Finalmente, la agilización del mercado de tierras involucró a proporciones importantes del fondo de tierras; 59% de la tierra que cambió de manos correspondía a fincas de menos de 100 manzanas cada una (Goitia 1991: 167-193). Después que los latifundistas lograron bloquear la reforma agraria, la crisis y la guerra estimularon la venta de tierras de las grandes fincas en beneficio de medianos propietarios, que aprovecharon la caída de los precios provocada por las amenazas guerrilleras a terratenientes, por la inestabilidad general, y por algunas políticas estatales. El resultado de todo esto es, a fines de la década de 1980, un perfil agrario diferente al de inicios del decenio.

 

Las modificaciones en los patrones de tenencia, en los niveles de organización rural, en la capacidad de reivindicación de los asalariados y los agricultores, golpearon el principio tradicional de autoridad terrateniente, cuestionaron el derecho latifundista a la desposesión campesina, y obligaron al sistema político a aceptar la legitimidad de la protesta rural. Después de la derrota electoral del sandinismo el mantenimiento o la reversión del reparto agrario, la distribución de tierras a los ex contras, la privatización o devolución de fincas de la reforma agraria, se colocaron en el centro de las tensiones políticas y sociales de Nicaragua.

 

El Acuerdo de Chapultepec, firmado el 16 de enero de 1992 por el gobierno de El Salvador y el FMLN, contempló explícitamente la cuestión de las tierras en poder de los campesinos dentro de las "zonas conflictivas" --es decir, áreas bajo control revolucionario-- y estableció algunos criterios para dar solución al problema agrario, incluyendo la afectación a la reforma agraria de las fincas que excedieran el límite constitucional de 245 hectáreas y la entrega de tierras a ex combatientes. Éste fue sin embargo uno de los aspectos de más lento e incompleto cumplimiento de los acuerdos de paz, básicamente por la renuencia del gobierno de ARENA.

 

Más allá de sus logros inmediatos, la lucha política y la protesta social fortalecieron el sentimiento de eficacia política de la gente y aumentaron su confianza en la organización popular al dar visibilidad a las ventajas que se derivan de trabajar juntos y de presionar juntos. Pusieron de relieve también la importancia de articular sus demandas específicas en proyectos globales, y la necesidad de defender dentro de esos proyectos globales, la especificidad y autonomía de sus reivindicaciones particulares. El cierre del ciclo de luchas armadas creó posibilidades, con la recomposición de los sistemas políticos, para que las organizaciones sociales y laborales puedan hacer progresivamente efectivas sus aspiraciones a la eficacia reivindicativa y a la autonomía política, y negociar con los actores tradicionales del sistema político --partidos, sindicatos, burocracias-- proyectos de país que se hagan cargo de sus propias perspectivas. Al evaluar el saldo de estas décadas de revolución, contrarrevolución, represión y crisis, hay que tomar en consideración estos factores de conciencia, eficacia e identidad, y no sólo los logros materiales específicos.

 

e. Diferenciación social

La estructura social centroamericana experimentó cambios marcados. Se consolidó la importancia social del campesinado, al mismo tiempo que las comunidades indígenas se vieron expuestas a profundas alteraciones de signos divergentes; el asalariado urbano y rural redujo la participación en la PEA y los niveles y la eficacia de su organización gremial. El sector informal urbano aumentó su peso económico y demográfico, especialmente en sus expresiones más tradicionales, y la masiva migración de centroamericanos hacia los Estados Unidos generó una importante corriente de remesas de dinero. En el marco de una profunda polarización social, la burguesía centroamericana vivió un importante proceso de diferenciación interna económica y política.

 

El campesinado

Ante todo, debe destacarse la consolidación social del campesinado en Nicaragua y El Salvador, como resultado de los cambios en el acceso a la tierra durante la década de 1980. En Nicaragua la reforma agraria sandinista dotó de tierra a unas 138,000 familias campesinas, algo más de 2/3 del total (CIERA 1989 IX:41). Junto a este mejor acceso a la tierra, aparecieron o se consolidaron modalidades asociativas de producción. Casi 30% de la superficie afectada por la reforma agraria sandinista fue asignada a diversas formas de organización cooperativa. El clima institucional permisivo alentó la organización gremial de los pequeños y medianos productores. La Unión Nacional de Agricultores y Ganaderos (UNAG) se convirtió en la más activa organización social de Nicaragua, una sociedad que hasta bien entrada la década de 1970 se caracterizaba por el bajísimo nivel de organización campesina. La autonomía operativa que UNAG preservó frente al régimen sandinista, sin perjuicio de su notoria afinidad con el FSLN, le permitió mantener su eficacia reivindicativa tras el cambio gubernamental de 1990 e incluso asumir las demandas de los campesinos que, en el período anterior, se sumaron a la contrarrevolución o colaboraron con ella. En El Salvador las cooperativas de la reforma agraria recibieron 37% de la superficie afectada. El mejor acceso al recurso tierra generó efectos políticos: en particular, el mayor  arraigo del Partido Demócrata Cristiano en amplios sectores de la población rural, sobre todo en la primera mitad de la década de los ochentas.

 

El proceso de privatizaciones y de devolución de propiedades afectadas por la reforma agraria introdujo fuertes tensiones en el campesinado de Nicaragua. Se estima que casi 70% de las privatizaciones y devoluciones ejecutadas por el gobierno de Violeta Barrios de Chamorro tuvieron como objeto activos vinculados a la reforma agraria sandinista (Vilas 1992b). Sumado al énfasis en las relaciones de mercado, las restricciones crediticias, la eliminación de subsidios, la política de tipo de cambio que premia a las importaciones, el revanchismo de los antiguos propietarios, la reorientación política planteó complejas interrogantes al campesinado, tensionó sus organizaciones y alimentó la inestabilidad social, especialmente durante los primeros años de la década de los noventa –que fueron también los años iniciales del post-sandinismo.

 

El fortalecimiento del campesinado en Nicaragua y El Salvador en los ochentas contrasta con la reversión del proceso de reforma agraria y de organización campesina en Honduras. Subordinados a la política antisandinista de Washington, los gobiernos hondureños de la década desaceleraron primero y revirtieron hacia el final del decenio el reparto agrario, y reprimieron la protesta social. Desde mediados de la década la política gubernamental promovió el desmantelamiento de las empresas asociativas de la reforma agraria y la privatización de los servicios a los productores (Melmed-Sanjak 1992). Entre 1982-84 y 1988-89 el número de nuevos grupos campesinos se redujo de 377 a 154 y en 1990 hubo solamente 85; el número de asociados cayó de 6,958 en el 1982-84 a 3,817 en 1988-89 y a 1,337 en 1990. Las políticas macroeconómicas de orientación neoliberal, la contracción del crédito y las presiones de terratenientes y de oficiales de las fuerzas armadas interesados en sumarse al negocio de la agroexportación alimentaron la crisis del sector reformado (Díaz Arravillaga 1992; Murillo 1992). A principios de los años noventas existían unas 370 mil familias campesinas sin tierra o con tierra insuficiente (Salgado 1992).

 

Las perspectivas del campesinado costarricense no fueron mejores. Las políticas de ajuste estructural golpearon duro las condiciones de vida y producción de los pequeños agricultores que producen para el mercado doméstico, y que enfrentan problemas para reorientar su actividad hacia las exportaciones agrícolas no tradicionales. Débilmente organizados antes de la década de 1980, los campesinos de Costa Rica han resultado incapaces de modificar las líneas dominantes de la política económica o de desempeñar un papel significativo en el debate en torno al ajuste estructural. A los firmes compromisos de los gobiernos costarricenses recientes con las agencias financieras internacionales debe agregarse la propia vulnerabilidad de las organizaciones campesinas: diversidad de enfoques, débil coordinación, débil vinculación con el movimiento sindical y con otras organizaciones sociales (Vunderink 1990-91; Edelman 1993).

 

La política económica y de tierras de los gobiernos y la estrategia contrainsurgente, causaron estragos en los agricultores maya de Guatemala. Hacia fines de la década de 1980 el cambio de posición de la jerarquía católica respecto del movimiento social y su apoyo al diálogo con las fuerzas insurgentes creó espacios para una cierta reactivación de la protesta campesina. En marzo de 1988 la Conferencia Episcopal de Guatemala difundió la carta pastoral "El clamor por la tierra", en el cual se hacía una tibia defensa de algún tipo de transformación agraria que mejorara el acceso de los pequeños agricultores a tierra y condiciones de producción. El documento no tuvo repercusiones prácticas, pero mostró el relativo distanciamiento de la iglesia respecto del gobierno demócrata cristiano y de la estrategia contrainsurgente de las fuerzas armadas.

 

Más que en otros países de Centroamérica, hablar en Guatemala de "campesinos" implica una opción conceptual, pues se trata de pequeños agricultores maya --a su turno con múltiples diferenciaciones recíprocas. )Estamos refiriéndonos por lo tanto a campesinos o a indígenas? La pregunta no es retórica, porque los que aparecen como rasgos de debilidad del campesinado guatemalteco --su fragmentación en comunidades locales, la falta de expresiones organizativas de alcance nacional-- también pueden ser vistos como características propias de la población maya e indicadores de la vitalidad de su identidad étnica. La consolidación de la organización en la aldea, las delimitaciones culturales y territoriales con otros grupos étnicos, son al mismo tiempo indicadores de una fuerte identidad étnica y de los obstáculos para estructurar una organización de clase. En el pasado reciente la expansión capitalista y la estrategia contrainsurgente golpearon severamente a los pequeños agricultores de Guatemala independientemente de cómo los conceptualicemos: perdieron como indígenas y como campesinos. Pero la discusión de las perspectivas que se abren para ellos en el futuro depende mucho del modo como las políticas públicas los enfoquen, sobre todo, del modo en que ellos mismos desenvuelvan el proceso de construcción de su propia identidad.

 

El movimiento sindical

La represión política, el impacto de la crisis regional, los desplazamientos de población, las políticas salariales, contribuyeron a un redimensionamiento regresivo de la clase obrera y del movimiento sindical. En Guatemala y El Salvador la intensa represión legal y extralegal, y el manejo gubernamental de los instrumentos de política económica gravitaron negativamente sobre el movimiento sindical durante la primera mitad de los ochentas. La ilegalización de organizaciones sindicales, la suspensión del derecho a la huelga, la prohibición de manifestaciones públicas de protesta colectiva, etc., se combinaron con el secuestro, la desaparición, el encarcelamiento y el asesinato de dirigentes y activistas sindicales. La pública vinculación de algunas organizaciones sindicales salvadoreñas y guatemaltecas con organizaciones revolucionarias, las convirtió en blanco fácil de la represión.

 

El repliegue del movimiento sindical y de masas salvadoreño entre 1980 y 1983 comenzó a revertirse tras la elección de José Napoleón Duarte como presidente en 1984. Entre 1983 y 1985 aparecieron las primeras iniciativas de unidad, que culminarían en febrero de 1986 con la creación de la Unión Nacional de Trabajadores Salvadoreños (UNTS). En Guatemala la elección de Vinicio Cerezo en 1985 ayudó a una relativa mejoría del clima institucional y permitió mayor espacio de acción a los sindicatos. Un decreto presidencial reconoció en diciembre de 1986 el derecho de los empleados públicos a organizarse en sindicatos. Sin embargo todavía en 1988 solamente 5% de los trabajadores estaba sindicalizado. En años posteriores el movimiento sindical ha desarrollado una cierta coordinación con un arco amplio de organizaciones populares.

 

Los gobiernos apelaron a la creación de sindicatos paralelos con apoyo de agencias del gobierno de Estados Unidos o del movimiento sindical de ese país.  En Guatemala el gobierno del general Efraín Ríos Montt auspició la creación de la Confederación de Unidad Sindical de Guatemala (CUSG). En El Salvador el gobierno del presidente Duarte recibió apoyo de la AFL-CIO de EEUU para la creación en marzo 1986 de la Unión Nacional de Obreros y Campesinos (UNOC) como repuesta a la fundación, un mes antes, de la combativa UNTS (Spalding 1992-93; Castañeda Sandoval 1993).

 

En Costa Rica y Honduras, donde el movimiento sindical no planteó confrontaciones radicales, los gobiernos apoyaron las iniciativas solidaristas difundidas por agencias estadounidenses. El solidarismo sindical aboga por la conciliación de intereses, se opone a las modalidades clasistas de organización obrera, y enfatiza la importancia de la capacitación, los estímulos individuales y el pragmatismo para mejorar las condiciones de vida de los trabajadores; fomenta la formación de pequeñas asociaciones para financiamiento del consumo. Algunos aspectos de la prédica solidarista coinciden con las orientaciones sociales de las denominaciones evangélicas; en particular, en sus críticas al sindicalismo y en las recomendaciones a los trabajadores para que se mantengan al margen de los sindicatos (Fernández 1991; Valverde 1987).

 

Se vio en el capítulo anterior que el involucramiento del sindicalismo estadounidense en la política centroamericana data de la década de 1960 y estuvo siempre ligada a los enfoques de Washington hacia la región. La radicalización de los conflictos en los años ochenta incrementó ese involucramiento, sobre todo en El Salvador. La AIFLD financió trabajos técnicos vinculados con la ley de reforma agraria; apoyó al gobierno del presidente Duarte y financió a varias de las organizaciones que apoyaron su campaña electoral. Fue un participante activo en la dinámica sindical de esos años, creando fisuras y divisiones en el sindicalismo combativo y apoyando a las tendencias más proclives al diálogo con el gobierno y las empresas (Spalding 1992-93).

 

El nuevo clima institucional no eliminó la represión contra el movimiento obrero, como lo demuestra el asesinato masivo de la dirigencia de la UNTS en octubre 1989 en El Salvador, o el deterioro del clima político en Guatemala durante la presidencia de Jorge Serrano Elías. Además, el movimiento sindical que sobrevivió a los años de la represión salvaje llegaba a la nueva etapa con poca eficacia reivindicativa, disminución de las tasas de afiliación y una actitud defensiva. El crecimiento del desempleo en el sector formal y la transferencia de fuerza de trabajo hacia el sector informal donde la presencia sindical es inexistente; las políticas económicas ejecutadas durante la segunda mitad de la década; la contracción del gasto público, figuran entre los factores que dificultaron la recomposición del movimiento obrero organizado.

 

El triunfo revolucionario y la reactivación económica inmediatamente posterior favorecieron en Nicaragua el crecimiento del empleo asalariado, mejoramiento de las condiciones de trabajo, crecimiento de la tasa de sindicalización, mayor número de convenios colectivos de trabajo, aumento del número de sindicatos y una amplia activación de la lucha de clases (Vilas 1984).  Después de un periodo inicial de intensas tensiones, las organizaciones sindicales sandinistas consolidaron su dependencia respecto del FSLN y del gobierno revolucionario, subordinando su eficacia reivindicativa y su participación en la gestión de la economía a la conducción política de la estrategia de unidad nacional con la burguesía nicaragüense. El ascenso de la guerra contrarrevolucionaria a partir de 1983-84 y el rápido deterioro de la economía desde 1984-85 llevaron al movimiento sindical, para entonces claramente hegemonizado por el sandinismo, a privilegiar el apoyo a las políticas definidas desde el estado en detrimento de las acciones reivindicativas. La abdicación de demandas laborales específicas redujo el arraigo de los sindicatos sandinistas en la clase obrera. La reactivación del sindicalismo sandinista después de las elecciones de febrero1990, y su búsqueda de autonomía respecto del FSLN, contrastan así marcadamente con el panorama anterior.

 

Informalización urbana

El crecimiento del sector informal urbano (SIU) durante los 1980s obedeció a varios factores: tendencias estructurales que dificultan la absorción de fuerza de trabajo en el sector formal, desplazamientos de población rural hacia las ciudades; impacto de las políticas económicas y financieras. En 1982 un tercio del empleo metropolitano centroamericano estaba en el SIU, y 40% 1988-89 (Pérez Sainz y Menjívar 1991). Este crecimiento sugiere que un sector informal amplio constituye un rasgo estructural de las economías centroamericanas y no un fenómeno pasajero producto de una determinada coyuntura. La expansión reciente del SIU tuvo lugar sobre todo en sus expresiones más tradicionales, como autoempleo, que representaba a fines de la década entre la mitad y dos tercios del sector. La inclinación de algunos organismos financieros internacionales a enfocar al autoempleo informal en términos de "microempresas" (por ejemplo Barrera et al 1992), resultó inadecuada, dada la evidente precariedad de una alta proporción de tales "empresas": ventas callejeras, vendedores ambulantes, comercialización vecinal de excedentes de producción para autoconsumo, entre otras.

 

Transformaciones en la clase empresaria

La confrontación revolucionaria enmarcó un proceso de diferenciación interna en las clases dominantes. Las transformaciones en sus bases económicas, la modernización de las nuevas generaciones, la incorporación de elementos provenientes de las fuerzas armadas y del narcotráfico han cambiado la fisonomía de las clases dominantes centroamericanas. Estos cambios deterioran asimismo la gravitación de la estructura tradicional de redes de parentesco que sustentaba y articulaba recíprocamente a las élites centroamericanas. El ciclo de revolución y contrarrevolución que asoló a la región, y la penetración de los recién llegados, han convertido a las "catorce familias" salvadoreñas en poco más que una referencia del pasado, del mismo modo que están erosionando el toque aristocrático de la "calle Atravesada" en Nicaragua, y resquebrajan el círculo cerrado de la vieja oligarquía guatemalteca.

 

 

El crecimiento industrial de la década anterior, la expansión de nuevos rubros de agroindustria, la introducción de algunas innovaciones técnicas, la ampliación de las relaciones comerciales y financieras con el exterior, estimularon una diferenciación en el seno de las clases propietarias. La imagen de los grupos dominantes del istmo como una oligarquía terrateniente semifeudal, que ya había sido erosionada parcialmente por el acelerado crecimiento y las transformaciones económicas de las décadas anteriores, experimentó modificaciones (Tapia 1989, 1993). Una nueva generación de empresarios, muchos de ellos con formación académica en universidades de Estados Unidos y Europa comenzó a tener ideas propias sobre cómo manejar la economía, los negocios y la política en sus países.

 

El involucramiento directo de estos empresarios modernos en la política contrasta con el modo tradicional de manejo de las élites económicas centroamericanas, que por lo menos desde la década de 1930 habían delegado en las fuerzas armadas el control cotidiano del estado y la política.[20] Las propuestas de esta nueva generación de dirigentes combinan el énfasis en la eficiencia económica con una amplia apertura externa y la promoción de una modernización política que a un mismo tiempo erradique el prebendalismo y las corruptelas tradicionales, y bloquee las aspiraciones de la izquierda. Colocados en una posición de defensa de intereses de clase, los nuevos empresarios expresaron desacuerdos con varios aspectos de la estrategia contrainsurgente de Washington. En El Salvador, por ejemplo, se opusieron a la reforma agraria y a las nacionalizaciones ejecutadas por las juntas cívico-militares y el gobierno de José Napoleón Duarte, y protagonizaron eficaces movimientos de protesta. En Guatemala bloquearon el programa de reformas del también demócrata cristiano presidente Vinicio Cerezo.

 

En 1982, como parte de su amplio involucramiento en la formulación de estrategias para enfrentar a la revolución en El Salvador, la AID auspició la creación de FUSADES (Fundación Salvadoreña de Desarrollo) y canalizó cuantiosos fondos a través de ella; se estima que entre 1984 y 1992 AID operó proyectos con FUSADES por un monto cercano a u$s 196 millones (Rosa 1992, cuadros 3 y 4). FUSADES nucleó a empresarios dispuestos a cooperar con la estrategia de la administración de Ronald Reagan para Centroamérica. Puso atención especial en la formulación de propuestas de dinamización de la economía salvadoreña a través de la promoción de nuevas líneas de agroexportación, adopción de políticas de ajuste orientadas a cerrar los desequilibrios globales, y fuertes críticas al esquema anterior de sustitución de importaciones. También criticó las estrategias de acción cívico-militar auspiciadas por la democracia cristiana e incluso la estrategia estadounidense de guerra de baja intensidad, que a juicio de FUSADES no ponían fin al accionar militar del FMLN y en cambio alimentaba la corrupción en el estado y en las fuerzas armadas a través de un flujo incesante de fondos que en su mayoría no se destinaban a la guerra.

 

En Guatemala la AID impulsó en 1985 la creación de la Cámara Empresarial, un ente dedicado al análisis y la recomendación de políticas, que también acentúa la necesidad de modernizar la agroexportación aprovechando las ventajas comparativas que brinda la existencia de una oferta abundante de mano de obra barata (Escoto y Marroquín 1992). Utilizando fondos de la "Iniciativa para la Cuenca del Caribe" del gobierno de Ronald Reagan, AID contribuyó en Costa Rica a la creación de la Coalición de Iniciativas para el Desarrollo (CINDE). A través de esta institución la Washington canalizó recursos para la promoción de la agroexportación diversificada e inversiones vinculadas con el comercio exterior; CINDE se ha caracterizado asimismo por sus presiones sobre el gobierno costarricense en favor de la privatización de las corporaciones públicas y la definición de políticas de mayor estímulo a la apertura externa (Güendal y Rivera 1987; Gutiérrez Haces 1993).

 

La modernización de los sectores empresariales fue mucho más lenta en Nicaragua. Influyeron en esto varios factores: 1) la dictadura somocista, que concentró en sus miembros y allegados gran parte de los frutos de la expansión económica y de la modernización. La "competencia desleal" en detrimento de los otros grupos de comerciantes, terratenientes e incipientes industriales, los enfrentó a la dictadura, aunque desde una perspectiva diferente a la del sandinismo; 2) Así como la clase se dividió con relación al somocismo, se dividió con relación al sandinismo. Los empresarios que aceptaron hacer negocios con el gobierno cortaron vínculos con las cámaras que quedaron de más en más en manos de los sectores más antisandinistas. Estos sectores recibieron extraordinaria promoción internacional y fueron sistemáticamente presentados por las agencias informativas del gobierno de Estados Unidos como la expresión auténtica, de hecho única, de la iniciativa privada nicaragüense; 3) El deterioro de las relaciones políticas con Nicaragua quitó espacio para la acción de la AID que, acaba de verse, tuvo un rol protagónico en la creación de las instituciones a través de las cuales se expresaban las nuevas tendencias del empresariado en los otros países de la región. 

 

Negocios de uniforme   

En el marco del conflicto armado las fuerzas armadas de la región devinieron importantes factores de poder económico. La diferenciación interna de los grupos económicos dominantes se vio complementada por el involucramiento de altos oficiales de las fuerzas armadas de Guatemala, Honduras y El Salvador en la vida empresarial por lo menos desde la década de 1970. Aprovechando las políticas de expulsión de campesinos, el acceso privilegiado a información, la manipulación del crédito público y del financiamiento de proyectos de desarrollo, altos oficiales guatemaltecos y hondureños se convirtieron en grandes empresarios, terratenientes e inversionistas. En Guatemala la participación personal de los jefes se combinó con la participación institucional del ejército en el mundo de los negocios: bancos, fondos de pensión, líneas aéreas, proyectos inmobiliarios, entre otros.[21] En El Salvador, el Instituto de Previsión Social de las Fuerzas Armadas canalizó fondos millonarios hacia inversiones inmobiliarias y comerciales, beneficiado por el ingreso de la ayuda militar estadounidense y el incremento del presupuesto de defensa. Estos mecanismos de acumulación no desplazaron a los estilos tradicionales de patrimonialismo, prebendalismo y corrupción, sino que se articularon a ellos. Los abundantes fondos de guerra y para el desarrollo volcados durante la década por las agencias del gobierno de Estados Unidos ampliaron el tamaño del pastel (Millman 1990; Ross 1992). El ejército de Nicaragua parece haberse incorporado a esta tendencia empresarial en el marco de las privatizaciones de activos estatales promovidas por los gobiernos post-sandinistas.[22]

Narconegocios

La incorporación de Centroamérica a la red del tráfico internacional de estupefacientes tiene que ver también con esta rápida conversión de muchos militares centroamericanos en fuerzas económicas de primer orden. Por lo menos desde los años setentas Centroamérica devino un eslabón estratégico en las rutas de comercialización de la droga producida en Sudamérica hacia el mercado expansivo y solvente de Estados Unidos. La militarización de las relaciones de Estados Unidos con la región y el carácter encubierto de muchas operaciones de contrainsurgencia y de apoyo a la contrarrevolución nicaragüense favorecieron el auge del negocio. Washington apeló a las redes de narcotráfico y fomentó su expansión en el marco de su apoyo a los efectivos militares contrarrevolucionarios. Por su propia naturaleza clandestina el tráfico de drogas requiere el control de los espacios aéreos, aduanas, puertos y aeropuertos, rutas marítimas y costas. Es decir, actividades que en todos los países del mundo son desempeñadas por las fuerzas armadas o por cuerpos subordinados a ellas. De acuerdo con varios estudios el gobierno estadounidense apeló a las redes establecidas de narcotráfico y fomentó su expansión en el marco de su apoyo a los efectivos contrarrevolucionarios nicaragüenses. Transportes militares que apertrechaban de armas y vituallas a las tropas de la "Resistencia Nicaragüense" eran utilizados también para el transporte de drogas, y el dinero del narcotráfico y el de la asistencia financiera a los "contras" circuló frecuentemente por los mismos canales.[23] Washington no reparó en medios con tal de derrocar al gobierno sandinista --un objetivo que, a la postre, fue alcanzado por el voto de los ciudadanos, no por el estímulo al narcotráfico...   

 

En años más recientes Centroamérica ingresó directamente en la narcoagricultura. Hacia 1987 Guatemala se había convertido en uno de los diez mayores productores de mariguana e iba camino de otro tanto en la producción de amapola. Vastas extensiones en los departamentos de San Marcos y Huehuetenango estaban dedicadas al cultivo de amapola, y de mariguana en el Petén.  La rápida inserción de Nicaragua en esta red después de la derrota electoral del sandinismo en enero 1990 fue reconocida incluso por las autoridades.[24] Las dificultades en el envío de la droga desde Sudamérica a Estados Unidos y los operativos del gobierno mexicano en su propio territorio, más la extraordinaria rentabilidad del negocio, definieron estímulos para el desplazamiento del cultivo hacia el Istmo. Las características técnicas de los cultivos (facilidad de manejo, resistencia a las plagas, etc.) crearon ventajas comparativas para el cambio en el uso del suelo en un contexto de políticas agrícolas neoliberales que reducían la rentabilidad de la producción tradicional de granos básicos.[25]

 

El auge de la producción y comercialización de narcóticos estimuló el surgimiento de grupos sociales diferenciados con enorme capacidad para competir con los sectores dominantes tradicionales en materia de propiedad de tierras, capitales, dinero y gravitación institucional. Simultáneamente la expansión de la narcoagricultura alteró las bases sociales de las organizaciones populares que actuaban en las áreas rurales afectadas por los nuevos usos de los suelos.

 

Dependencia de subsidios externos

Hacia fines de los 1980s más de 1.3 millón de nicaragüenses, guatemaltecos y salvadoreños había migrado, legal e ilegalmente, hacia Estados Unidos. El desplazamiento de población centroamericana dio origen a una corriente de remesas que, a nivel agregado, excedió los ingresos provenientes de los principales rubros de exportación. A nivel microeconómico ayudó a subsistir a los familiares que quedaron atrás, definiendo una estrategia de sobrevivencia que contó con la obvia anuencia de las autoridades de EEUU. En 1980-89 ingresaron a El Salvador u$s 3,366.7 millones como remesas familiares; a Guatemala u$s 1704.9 millones, y a Nicaragua u$s 294 millones. Solamente en 1989  575.2 mil migrantes salvadoreños remesaron desde Estados Unidos u$s 759.4 millones; 500 mil migrantes guatemaltecos remesaron u$s 248.1 millones, y 255 mil nicaragüenses, u$s 59.8 millones. Esas sumas equivalen, para El Salvador, a 15% de su PIB o 96.7% de los ingresos de exportación; en Guatemala a 2.9% y 16.4% respectivamente, y en Nicaragua a 2.4% y 17.4% (CEPAL 1991).

 

El fenómeno de las remesas es una dimensión de la creciente dependencia de las sociedades centroamericanas más expuestas al conflicto político y militar, de la asistencia financiera internacional. Nicaragua recibió 42% de la ayuda al desarrollo dirigida hacia Centroamérica durante los ochentas, equivalente a un promedio de u$s 667 millones de dólares por año, cifra que no incluye la asistencia militar (Vuskovic Céspedes 1991). Estados Unidos proporcionó a Guatemala u$s 574.9 millones en asistencia económica y militar entre 1980 y 1988. Entre 1980 y 1990 El Salvador recibió solamente de Estados Unidos, en concepto de ayuda para el desarrollo y asistencia militar, u$s 3,919.3 millones de dólares, o un promedio de u$s 357 millones al año (Cuenca 1992:27-30). La dependencia de asistencia externa fue fuerte también en Costa Rica y Honduras, dos países que adquirieron particular importancia en la estrategia contrainsurgente de Estados Unidos en la región. En el período 1980-88 Costa Rica recibió de Estados Unidos u$s 1,099.6 millones de asistencia económica y de defensa, y Honduras u$s 1,446.1 millones (Benítez Manaut 1989b).

 

El caso de El Salvador es ilustrativo de la extrema dependencia de fondos externos para el funcionamiento de las sociedades centroamericanas. Durante los ochentas este país recibió en concepto de ayuda oficial proveniente de Estados unidos y de remesas de familiares casi u$s 7,300 millones, más casi u$s 315 millones en concepto ayuda oficial para el desarrollo proveniente de Europa, Canadá y Japón y de inversión extranjera directa (Vuskovic Céspedes 1991). En conjunto, más que el valor generado por las exportaciones salvadoreñas durante el mismo período (poco más de u$s 7,500 millones).

 

En 1984 la Comisión Kissinger estimó en 24 mil millones de dólares la necesidad de asistencia multilateral entre 1984 y 1990 para que el PIB centroamericano alcanzara un crecimiento del 6% y la población regresara en 1990 a los niveles de vida de 1979. En vísperas de la firma del acuerdo de paz con el FMLN (enero 1992), el presidente Alfredo Cristiani estimó en dos mil millones de dólares la contribución que habría que esperar de la comunidad internacional para una recuperación de la economía salvadoreña. Por su parte el vicepresidente de Nicaragua afirmó en 1992 que desde el inicio del gobierno surgido de las elecciones de 1990 la Casa Blanca brindó al país una ayuda equivalente a dos millones de dólares diarios.[26] Estas cifras dan una idea del nivel de involucramiento de los agentes externos en el conflicto centroamericano y en los procesos institucionales posteriores, y generan una imagen de países subsidiados en los receptores. En todo caso, vuelven a plantear la cuestión compleja, y para muchos antipática, de la viabilidad como estados nacionales individuales de estos países. Durante toda la década de 1980 la AID asumió un papel de primera magnitud en el diseño de las políticas económicas de los gobiernos de Costa Rica y El Salvador (Sojo 1991; Cuenca 1992; Rosa 1993) y en su financiamiento; tras el cambio de gobierno en febrero 1990 comenzó a desempeñar un papel similar en Nicaragua (Saldomando 1992).

 

Pobreza y desigualdad social

El resultado de la conjugación de crisis y guerra fue un crecimiento severo de la pobreza (52%) en toda la región, con la única excepción de Costa Rica (cuadro IV.10). En los tres países que escenificaron el conflicto armado la pobreza se incrementó, pero no hay diferencias significativas entre ellos y en Honduras. Tampoco las hay entre Nicaragua por un lado, y El Salvador y Guatemala por el otro, pero en El Salvador y Nicaragua la población en condiciones de pobreza aumentó más en el campo que en las ciudades, mientras que la situación inversa se registró en Guatemala, situación en la que tuvieron incidencia los desplazamientos forzados de población rural. Tampoco hay cambios significativos en la distribución regional de la pobreza entre 1980 y 1990. Debe señalarse sin embargo el aumento de la participación de Nicaragua en la población regional en condiciones de pobreza; este aumento expresa el deterioro de las condiciones de vida de la población rural, ya que la participación de Nicaragua en la pobreza urbana del istmo se redujo más que en cualquiera de los otros cuatro países.[27]

 

Cuadro IV.10. Centroamérica: Estimación de la magnitud de la pobreza, 1980 y

                          1990

                

 

Centroamérica

Costa Rica

El Salvador

Guatemala

Honduras

Nicaragua

 

1980

1990

1980

1990

1980

1990

1980

1990

1980

1990

1980

1990

Millones de habitantes

Población total

20.8

27.6

2.2

2.9

4.7

6.5

7.4

9.2

3.7

5.1

2.7

3.9

Urbana

8.4

12.2

1.0

1.6

2.1

2.9

2.5

3.9

1.2

2.2

1.5

1.6

Rural

12.4

15.4

1.2

1.3

2.6

3.6

4.8

5.3

2.5

2.9

1.3

2.3

Pobreza total

12.6

19.2

0.5

0.6

3.3

4.9

4.6

6.9

2.5

3.9

1.7

2.9

Urbana

4.0

6.9

0.1

0.2

1.2

1.8

1.4

2.4

0.5

1.6

0.7

0.9

Rural

8.6

12.3

0.4

0.4

2.0

3.1

3.2

4.5

2.0

2.3

1.0

2.0

Porcentajes

Pobreza total

61.0

69.5

25

20

68

71

63

75

68

76

62

75

Urbana

48.0

56.5

14

11

58

62

58

62

44

73

46

60

Rural

69.0

79.9

34

31

76

85

66

85

80

79

80

85

Distribución en la región (%)

Pobreza total

100

100

3.9

3.1

26.2

25.5

36.5

35.9

19.8

20.3

13.5

15.2

Urbana

100

100

2.5

2.9

30.0

26.1

35.0

34.8

12.5

23.2

20.0

13.0

Rural

100

100

4.6

3.2

23.2

25.2

37.2

36.6

23.2

18.7

11.8

16.3

Fuente: CEPAL (1992a)

 

La pobreza centroamericana tendió a urbanizarse. Aunque la proporción de pobres es mayor en el campo que en las ciudades, éstas dieron cuenta de 60% del crecimiento de la población en condiciones de pobreza durante la década; la población en condiciones de pobreza creció casi 73% a lo largo de la década, frente a 43% de crecimiento de los pobres en el campo. Estas cifras revelan el impacto de las migraciones y desplazamientos de población huyendo de las zonas de guerra y de la represión, y del deterioro de las condiciones de vida y de trabajo en amplias áreas rurales. La gente buscó refugio en las ciudades, agravando la presión sobre los servicios sociales y el mercado de trabajo y los problemas de tugurización.[28]

 

Aunque se carece de información sistemática, la que está disponible sugiere que el crecimiento de la población en condiciones de pobreza no fue acompañado en todos los países por un aumento equivalente en la desigualdad social. En El Salvador y Nicaragua las políticas de reforma y promoción social ejecutadas por los gobiernos demócrata cristiano y sandinista en la primera mitad de la década de los ochenta resultaron eficaces para reducir el impacto de los conflictos político-militares y de la crisis económica en las condiciones de vida de las clases populares. En El Salvador las reformas impulsadas por las juntas cívico-militares en 1979-80 y por el gobierno demócrata cristiano que les sucedió parecen haber favorecido una redistribución de los ingresos a favor de los grupos medios. Entre 1974 y 1985 el 20% más rico de las familias salvadoreñas redujo su participación en el ingreso nacional de 64.8% a 53.6% por efecto de la ejecución de la reforma agraria y la nacionalización de la banca y del comercio exterior; el 40% inferior de los perceptores de ingreso mejoró su posición relativa en el mismo lapso de 8% a 11% (Rosenthal 1982; Lazo 1990). Esfuerzos parcialmente exitosos por reducir la inequidad social fueron efectuados por el tibio reformismo de la democracia cristiana de José Napoleón Duarte. Debe reconocerse empero que su ejecución fue parte de una estrategia de prevención, en el sentido que la reforma agraria y las medidas que intentaron cercenar el poder de los grupos dominantes tradicionales fueron encaradas ante todo como medios de remover los aspectos más inicuos de una realidad social que, en la interpretación demócrata cristiana, alimentaban la insatisfacción popular y abonaban el terreno para la insurgencia.

 

No existen estimaciones equivalentes de distribución del ingreso en Nicaragua, pero algunas aproximaciones indirectas avalan la hipótesis de que, por lo menos en el periodo 1980-84, la conjugación de reforma agraria, expansión de la cobertura de los servicios sociales y de los subsidios al consumo básico favorecieron una mejoría relativa de la posición de ingresos de los sectores populares, tendencia que se revirtió a partir de 1985 con la reorientación de la política económica y, sobre todo, por el deterioro amplio de la situación provocada por la intensificación de la guerra (Vilas 1989a:100 y sigs.). En estos vaivenes los grupos medios urbanos que se articularon a las agencias del sector  público parecen haber estado en condiciones de mejorar más que cualesquiera otros su acceso a recursos y su captación de ingreso. En la primera mitad de la década el régimen sandinista ejecutó políticas que mejoraron las condiciones de vida de las masas y golpearon a los segmentos más retardatarios de las clases dominantes; durante la segunda mitad las políticas gubernamentales hicieron poco por sostener esos avances y, en opinión de muchos, contribuyeron activamente a su reversión.

 

 

En Guatemala y Costa Rica la situación parece haber evolucionado de manera inversa. En 1980 el 63% de los guatemaltecos vivía en condiciones de pobreza y la mitad de ellos (32%) en pobreza extrema, mientras que en 1989 las cifras habían aumentado a 75% y 55% respectivamente. Entre 1980 y 1989 el 10% más pobre de la población de Guatemala redujo su participación del 2.4% del ingreso nacional a 0.5% (UNICEF/SEGEPLAN 1991).[29] Lo mismo debe decirse de Costa Rica, país que estuvo a salvo del conflicto militar pero cuyas políticas económicas, en este periodo, tuvieron fuerte impacto negativo  en los grupos de menor ingreso. En 1980 el 20% superior de perceptores captaba una porción de ingreso 12.2 veces mayor que la del 20% inferior (49% y 4% respectivamente: cuadro II.21), mientras que en 1986  había aumentado a 16.6 veces (54.5% y 3.3% respectivamente).[30] La polarización de los ingresos se incrementó en más de un tercio entre ambos años, y posteriormente habría tendido a reducirse ligeramente. En Honduras el 20% más alto de perceptores capturaba en 1989 un 63.5% del ingreso nacional frente a 2.1% captado por el 20% inferior, constituyéndose en el país de mayor polarización social en América Latina después de Brasil (Banco Mundial 1993:cuadro 30).

 

4.         ELECCIONES Y DEMOCRATIZACIÓN INSTITUCIONAL

            El impulso dado por Estados Unidos a los procesos electorales en la década de 1980  tuvo que ver con una estrategia contrainsurgente que buscaba deslegitimar la propuesta revolucionaria y restarle apoyo social. Tienen razón en este sentido quienes analizan los procesos electorales de la época en Guatemala y El Salvador como un capítulo de una estrategia contrarrevolucionaria (por ejemplo Jonas 1988); de acuerdo con un alto oficial del ejército guatemalteco, las elecciones permitieron hacer de la política "la continuación de la guerra por otros medios".[31]  Los observadores fuimos pródigos en adjetivaciones descalificatorias de los regímenes surgidos de esas elecciones: "democracias bajo tutela" (Vilas 1990a); "democracias de seguridad nacional" (Timossi 1993); "democracias de baja intensidad" (Torres Rivas 1993), enfatizando la subordinación de las convocatorias electorales a la vigilancia de las fuerzas armadas que se mantenían a salvo del control de las instituciones civiles, y a la continuidad de la política contrainsurgente de Estados Unidos. Las "democracias de fachada" (Solórzano Martínez 1983) de los sesenta y los setenta devinieron estos fenómenos ambiguos de los ochentas.

 

La estrategia de Washington fue exitosa porque de alguna manera recogía las preferencias de segmentos relativamente amplios de población que habían aceptado, o visto con simpatía, la convocatoria revolucionaria porque consideraron que el carácter dictatorial de los gobiernos y el fraude electoral cerraban cualquier otro camino. En una franja amplia de la población centroamericana la revolución echó raíces agitando la bandera de la democratización política, más que la del cambio social radical. El "informe Kissinger" vio esto con claridad, aunque en el fondo no hizo más que dar expresión conceptual a lo que ya estaba ocurriendo en El Salvador.[32]  Las contrapartes locales de esta estrategia fueron, tanto en Guatemala como en El Salvador, los partidos demócrata cristianos. En ambos casos esos partidos ofrecían una perspectiva tibiamente reformista, un arraigo de masas y un probado anticomunismo. Eran, fuera de dudas, lo más parecido al aliado ideal. En Honduras, donde la democracia cristiana tenía poca relevancia electoral, este papel lo desempeñó el Partido Liberal a través de sus fracciones más derechistas.

 

La estrategia fue exitosa no sólo porque se convocó a elecciones que fueron ganadas por los candidatos con los que Estados Unidos simpatizaba, sino porque las organizaciones revolucionarias quedaron descolocadas. Por tradición doctrinaria y por la evidencia histórica reciente, estas organizaciones suponían que la forma política propia de la dominación burguesa en sus países, es la dictadura, el fraude, la represión abierta. )Qué otra conclusión era posible extraer de la historia política? La ruptura con la inercia y la tradición las tomó por sorpresa.

 

Por su lado, los revolucionarios pueden alegar que también ellos son responsables del establecimiento de convocatorias electorales honestas en lo que toca al cómputo de los votos: fue necesario un desafío revolucionario para que tal cosa ocurriera. Es ante todo el argumento del FSLN, y tiene razón: las elecciones del 25 de febrero 1990 marcan la primera vez en la historia de Nicaragua en que el voto sirve para cambiar gobiernos, aunque la primicia haya tenido lugar a expensas de los sandinistas. Pero también es cierto que no es éste el tipo de democracia en que los revolucionarios pensaban hace dos décadas. Era aquélla una democracia que no se reducía a elecciones sino que involucraba cambios en la estructura socioeconómica y ante todo una ampliación del acceso de los trabajadores a los recursos básicos: alimentación, educación, salud, empleo, tierra y al control del proceso de trabajo. La transformación estructural de la sociedad era considerada la condición de existencia de un sistema político en el que los económicamente poderosos no pudieran imponer su voluntad a los económicamente débiles. Se trataba, incluso, de una democracia en la que no existieran los económicamente poderosos (vid FSLN 1980; CDR 1980).

 

Las cosas no resultaron así. La revolución, como estrategia de toma del poder político y transformación profunda de la sociedad, no triunfó --en el caso de Nicaragua, no pudo consolidarse. La meta de las transformaciones sociales profundas desapareció de las propuestas de las organizaciones que plantearon la convocatoria revolucionaria, o fue relegada a un momento posterior, tras la consolidación de una democracia institucional con muy moderadas resonancias sociales (FMLN 1990).[33] Pero las sociedades cambiaron y el sistema político se abrió, es más competitivo y mucho menos violento que hace dos décadas, por más que en ambos aspectos es aún largo el camino por andar.

 

La recomposición de los sistemas políticos centroamericanos en torno a las convocatorias electorales de los años ochenta presentó algunos rasgos recurrentes:

 

1) Todas las elecciones que se llevaron a cabo en la década de 1980 fueron ganadas por opciones políticas afines a los grupos de derecha o de centro-derecha, con la única excepción de las elecciones nicaragüenses de 1984. Con la derrota del sandinismo en las elecciones de 1990, el voto ciudadano conformó una región con gobiernos abiertamente simpatizantes de los Estados Unidos.

 

2) El recurso a elecciones para dirimir los conflictos políticos y definir la conducción de la sociedad a través del estado puso de relieve la debilidad del sistema de partidos como agentes de mediación y como instancias de representación de intereses. La fragilidad orgánica afectó ante todo a las organizaciones que se ubican a la izquierda del espectro político: sus partidos fueron perseguidos, reprimidos, obligados a actuar en la clandestinidad; la participación electoral les estaba vedada, aún a los que no proponían opciones revolucionarias; el asesinato de dirigentes políticos incluso de la izquierda moderada fue moneda corriente hasta muy recientemente; los grupos paramilitares y escuadrones de la muerte siguieron activos en Guatemala y El Salvador. De acuerdo al FMLN, 36 de sus militantes y dirigentes fueron asesinados desde la firma de los acuerdos de paz en enero 1992.[34]

 

También los partidos de la derecha mostraron signos de debilidad. Se trata de grupos clientelares, con estructuras frágiles, que funcionaban sobre todo como agencias de movilización de sufragios en poblaciones cautivas --peonaje, campesinado pobre, subproletariado urbano. La activación revolucionaria acabó con la sumisión de la gente, y ahora los partidos que quieren captar votos deben efectuar propuestas concretas. En general puede afirmarse que la modernización de la derecha centroamericana ha avanzado mucho más en el terreno empresarial que en el partidario. Este desfase contribuye a explicar el creciente involucramiento directo de jóvenes dirigentes empresariales en la política electoral. Si en la Centroamérica tradicional los políticos aspiraban a convertirse en millonarios, hoy son los millonarios los que se lanzan a la arena de la política representativa.

 

3) La falta de congruencia entre las inercias del sistema político y el dinamismo de la sociedad civil se advierte de múltiples maneras. Posiblemente la más notoria es el abstencionismo electoral relativamente alto. Puede pensarse que el sistema representativo, tal como funciona en esos países, no convoca a una parte grande y creciente del electorado potencial. Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que las opciones reformistas tuvieron que enfrentar a lo largo de los ochentas serias dificultades para actuar institucionalmente. Expresar públicamente simpatías por partidos que plantearan la introducción de cambios sociales se convirtió en algo extremadamente peligroso en algunos países del área. Además, la persistencia en el fraude electoral restó eficacia a lo poco de política institucional que se toleraba y contribuyó a debilitar la confianza colectiva en el sufragio.

 

Es posible que también hayan actuado algunos factores socioeconómicos discutidos más arriba. Por ejemplo, el crecimiento del SIU no involucra únicamente la expansión del empleo y de la economía informal. Existe una vasta dimensión de la informalidad que se refiere a prácticas sociales de tipo político, a la formación y reconocimiento de estructuras de autoridad, jerarquías sociales, prestigios y pautas culturales, que guardan poca similitud con la dimensión formal de la sociedad, por más que se articulen a ella.  Es posible que el abstencionismo electoral relativamente alto que se observaba en Guatemala y El Salvador expresara más que un repudio o desinterés por la política, la desafección hacia el tipo de política, de discurso, de convocatorias, que predominan en la política institucional "oficial" y que no dan cauce a las expectativas ni los reclamos de la creciente masa de población empujada a vivir, y no sólo trabajar o comprar y vender, fuera de las prácticas y las instituciones de la sociedad formal.

 

 

4) La inexistencia, pérdida o relajamiento de referentes institucionales de integración al sistema político se vio acentuada por el crecimiento de la pobreza masiva, agravada a su vez por los sesgos predominantes en las políticas económicas y sociales gubernamentales. Los sistemas políticos se basan en un sistema de reciprocidades; la legitimidad, aunque consista en una aquiescencia pasiva, es resultado de una compleja matriz de transacciones cotidianas implícitas en cuya virtud los gobernados consideran que reciben una contraprestación justa a cambio de su consentimiento: acceso a recursos, seguridad, recompensas simbólicas (sentido de pertenencia, de dignidad, etc.). Cabe preguntarse qué sentido real de pertenencia al sistema político, es decir qué sentido de ciudadanía, pueden tener los más de 19 millones de centroamericanos que viven bajo la línea de pobreza. Pueden estar presentes asimismo factores de tipo sociocultural. La política institucional es cuestión de mestizos, o ladinos, en sociedades con un fuerte perfil indígena; es también política de citadinos en países que conservan una amplia población rural. Es posible pensar, en consecuencia, que esta política de mestizos, ladinos y citadinos que hablan un idioma ajeno, no convoque a quienes no lo son. )Qué sentido efectivo de ciudadanía --en los términos en que ésta es definida por las constituciones y enmarcada por las políticas estatales-- existe en los alrededor de 12 millones de centroamericanos forzados a expresarse políticamente en una lengua que no es la suya y a través de instituciones que tienen poco que ver con sus patrones culturales y sus propias normas de autoridad?

 

La desmilitarización

Diez años de guerra revolucionaria y contrarrevolucionaria alimentaron un proceso de amplia militarización difícil de desmontar. En una región tradicionalmente vulnerable al fenómeno del militarismo, la relevancia de la función militar en la defensa del orden establecido y las estrechas vinculaciones entre los aparatos militares centroamericanos y el gobierno de Estados Unidos abonaron el terreno para la primacía política de las fuerzas armadas.

 

Paradójicamente, la militarización creciente del conflicto se desenvolvió al mismo tiempo que los esfuerzos regionales por volver a poner la política en el centro de la agenda regional. Militarización y desmilitarización constituyeron las dos caras del drama centroamericano. Desde Contadora en 1983 hasta Esquipulas II en 1987, los gobiernos centroamericanos desarrollaron iniciativas tendientes a desmontar los conflictos bélicos  --la guerra contrarrevolucionaria en Nicaragua, la guerra revolucionaria en El Salvador y en Guatemala-- y a alcanzar soluciones pacíficas. El apoyo interno a estas iniciativas fue amplio e incluyó a grupos empresariales que veían en el fin de la guerra la condición para reactivar las economías y recomponer los mercados regionales. Los gobiernos centroamericanos contaron asimismo con el apoyo de México, Panamá y Venezuela inicialmente, posteriormente de un grupo amplio de países latinoamericanos, finalmente de la ONU y de prácticamente toda la comunidad internacional, con la única excepción de Estados Unidos.[35]

 

Washington pudo maniobrar para llevar a la crisis el proceso de Contadora, pero no pudo impedir la culminación de Esquipulas. El acuerdo, titulado "Procedimiento para establecer la paz firme y duradera en Centroamérica" y firmado por los cinco presidentes centroamericanos contempló la reconciliación nacional con base en el diálogo político y amplias amnistías; exhortó al cese de hostilidades; se comprometió a impulsar una democratización pluralista y participativa que implicara el respeto a los derechos humanos, la promoción de la justicia social, la libre determinación nacional sin injerencias externas, y elecciones libres; cese de ayuda extrarregional a las fuerzas irregulares (los "contras" nicaragüenses) o movimientos insurreccionales (FMLN y URNG) y no uso del territorio de unos estados para agredir a otros. El documento, firmado el 7 de agosto de 1987, estableció asimismo un procedimiento de verificación y seguimiento internacional.

 

La elección de George Bush como presidente de Estados Unidos significó un relativo retroceso del crudo ideologismo que había orientado la política centroamericana de Ronald Reagan. Por su parte la crisis que la URSS atravesaba llevó a su diplomacia a  ensayar una aproximación a Washington para, conjuntamente, tratar de reducir el involucramiento respectivo en el conflicto centroamericano y apoyar los esfuerzos regionales de paz. La convocatoria a elecciones en Nicaragua y el triunfo de la oposición favorecieron el cambio de enfoque de Washington, que finalmente se sumó a aquellos esfuerzos.

 

En sentido estrecho --es decir, en el redimensionamiento de las fuerzas armadas de acuerdo con un escenario postbélico-- hasta ahora solamente Nicaragua ha avanzado significativamente por este sendero, tanto en lo que toca al Ejército Popular Sandinista (EPS) como al desarme y desmovilización de la "contra". La reducción y depuración de las fuerzas armadas salvadoreñas se ejecutó mucho más lentamente que la desmovilización del FMLN. En Guatemala y Honduras ni siquiera se plantea formalmente la cuestión. Las resistencias se deben tanto a ingredientes ideológicos y políticos como a razones económicas. La desmilitarización afectará los intereses de quienes se beneficiaron con los abultados presupuestos militares de la década pasada, y con el manejo de la ayuda norteamericana. El tráfico de abastecimientos, el negocio del contrabando, la administración de los salarios de los subordinados, etc., generaron fuentes de grandes beneficios para muchos oficiales, que se resistirán a aceptar una subordinación efectiva al poder civil y, sobre todo, la terminación de esas actividades.

 

La magnitud del involucramiento de las fuerzas armadas centroamericanas en la conducción política de sus países respectivos señala que la desmilitarización es mucho más que simplemente reducir el tamaño de los ejércitos o poner bajo control sus finanzas. Implica un rediseño de las relaciones de las fuerzas  armadas con el estado y con la sociedad civil y, en consecuencia, un replanteamiento de la función militar. Debe reconocerse que, sin perjuicio de las dificultades y resistencias recién señaladas, se ha avanzado por este camino considerablemente más en Nicaragua, e incluso en El Salvador, que en Guatemala y Honduras. La impunidad que tradicionalmente rodeó la actuación de las fuerzas armadas y de seguridad en estos países sigue siendo, sin embargo, una cuestión sin resolver.

 


[1]Costa Rica firmó el acuerdo en 1985, y Honduras uno en 1988 y otro en 1990. Costa Rica también aceptó el principio de condicionalidad cruzada entre Banco Mundial, FMI y USAID, e ingresó en el GATT en 1989.

[2] Un análisis de la dimensión militar del involucramiento de Estados Unidos en Centroamérica excede los alcances de este libro. La “guerra de baja intensidad” cuenta con varios estudios de excelente calidad: vid sobre todo Bermúdez (1987), Vergara Meneses et al. (1987), y Benítez Manaus (1989a) y Gordon (1989)  para el caso específico de El Salvador.

[3] Sin embargo la ayuda militar directa a través del Military Asístanse Program (MAP) no fue afectada, ni tampoco las ventas comerciales; el programa Foreign Military Sales (FMS) siguió concediendo créditos para la compra de armamentos. También Israel fue un importante proveedor de armamento y asistencia militar en estos años.

[4]La Jornada (México), 12 y 13 de junio 1993; 4 y 29 noviembre 1993; 14 y 16 diciembre 1993; Excélsior, 10 de noviembre 1993.

[5]Excélsior30 diciembre 1993; La Jornada 8 enero 1994. También existió asesoramiento de militares de Argentina: vid Cardoso 1987; Sklar 1988. 

[6]US Department of State/Department of Defense (1984a, 1984b); González et al (1984); McCormick et al (1988); del Aguila (1985).

[7] Chomsky (1991:215 y sigs.) analiza este aspecto de la política centroamericana de Washington, vinculándola a un enfoque contrarrevolucionario global.

[8]Scott (1991) y Scott & Marshall (1991) constituyen los más completos análisis de este aspecto de la política centroamericana de Estados Unidos, y señalan varias limitaciones y omisiones del informe Kerry. Vid también Benítez Manaut (1988).

[9] COPPPAL (1992) estima, solamente en Guatemala, 200 mil huérfanos y 100 mil viudas.

[10] Declaraciones de Lawrence Bailey, ex marine contratado como mercenario en El Salvador,apud McClintock (1985: I, pág. 305; la traducción es mía: CMV). “Desde enero pasado un buen número de salvadoreños, en su mayoría niños, mujeres y ancianos, buscan refugio en nuestro país (Honduras: CMV). En su éxodo son hostigados sistemáticamente por la Guardia Nacional Salvadoreña (sic). El ejemplo más evidente de este hostigamiento y crueldad sucedió el 14 de mayo recién pasado (1980: CMV). Un día antes llegaron a Guarita varios camiones y vehículos del ejército hondureño abarrotados de soldados. Éstos, sin detenerse en el pueblo, descendieron 14 kilómetros hasta las proximidades del río Sumpul, línea fronteriza entre Honduras y El Salvador., acordonando su margen izquierda en las inmediaciones de las aldeas hondureñas de Santa Lucía y San José. Los megáfonos dirigidos hacia territorio hondureño prohibían a gritos cruzar la frontera. En el lado opuesto, como a las siete de la mañana, en la aldea salvadoreña de La Arada y sus alrededores, se inició la masacre. Un mínimo de dos helicópteros, la Guardia Nacional Salvadoreña, soldados y la organización paramilitar ORDEN, disparaban contra la gente indefensa. Mujeres torturadas antes del tiro de gracia, niños de pecho lanzados al aire para hacer blanco, fueron algunas escenas de la matanza criminal. Los salvadoreños que pasaban el río eran devueltos por los soldados hondureños a la zona de la masacre. A media tarde cesó el genocidio dejando un saldo mínimo de 600 cadáveres. Días antes, según la prensa hondureña, en la ciudad de Ocotepeque, fronteriza con Guatemala y El Salvador, tuvo lugar una reunión secreta de altos mandos militares de los tres países. La noticia fue desmentida oficialmente poco después. Un mínimo de 500 cadáveres sin enterrar fue presa de perros y zopilotes durante varios días. Otros se perdieron en las aguas del río. Un pescador hondureño encontró cinco cuerpecitos de niños en su tapesco (trampa de pescar: CMV). El río Santa Lucía quedó contaminado desde la aldea de Santa Lucía. (…)”. Comunicado del Presbiterio de la Diócesis de Copán (Honduras) sobre los acontecimientos en la frontera de El Salvador, 19 de junio 1980 (apud Cabarrús 1983:17-18). “Los soldados sacaron a nuestras esposas de la iglesia en grupos de diez o veinte. Después doce o trece soldados fueron a nuestras casas a violar a nuestras esposas. Cuando terminaron las mataron, y quemaron las casas. Los niños habían quedado encerrados en la iglesia. Lloraban, nuestros pobres niños estaban gritando. Nos llamaban, y algunos de los más grandes se daban cuenta que estaban matando a sus mamás, y gritaban y nos llamaban a nosotros… (Los soldados) sacaron a los niños, y los mataron con las bayonetas. Nosotros pudimos verlo. Los agarraban del pelo y les abrían el vientre y les sacaban las vísceras, y los niños todavía gritaban. Cuando terminaban con unos los tiraban dentro de las casas e iban por más (…). Después siguieron con los viejos (…) los subieron a una tarima y los mataron a machetazos (…). Después siguieron con los adultos…”. Testimonio de un sobreviviente de la masacre de la Finca San Francisco (departamento de Huehuetenango, Guatemala) el 17 de junio 1982 (Anthropology Resource Center 1983:36-37. La traducción es mía: CMV).

[11]Vid por ejemplo Beverley & Zimmerman 1990.

[12] Vid por ejemplo Reuben Soto (1989) y Sollis (1992). Kruijt (1992) presenta una perspectiva extremadamente crítica de las actividades de estos organismos no gubernamentales.

[13]  Goldin (1992) encontró 48% de protestantes en el departamento de Quezaltenango.

[14]Es posible pensar que el énfasis en señalar la participación de agencias del gobierno de Estados Unidos en el crecimiento de las iglesias evangélicas debe mucho a la influencia cultural del catolicismo en el inconsciente de algunos investigadores. Miradas las cosas en perspectiva histórica: ¿Qué diferencia existe entre el modo en que el evangelismo penetra hoy en Centroamérica, y el modo en que el catolicismo llegó a América en el siglo XVI?

 [15]Debe señalarse que las denominaciones protestantes de más antigua implantación en Nicaragua --como las iglesias Morava, Episcopal, y otras-- trataron de diferenciarse de las vinculadas al pentecostalismo estadounidense, instaladas muy posteriormente.

[16]Algunas culturas se encontrarían incluso en peligro de desaparición: Otis (1993).

[17]Diskin (1993) narra una anécdota cruelmente reveladora de la marginalidad de los pueblos originarios en El Salvador. En un encuentro entre Adrián Esquino Liso, dirigente de la Asociación Nacional de Indígenas Salvadoreños (ANIS) y Roberto D'Abuisson, dirigente de la derechista Alianza Republicana Nacionalista (ARENA), Esquino le manifestó a D'Abuisson "Para nosotros el 12 de octubre es un día de desgracia", y prosiguió diciendo que él y otros indios son "comunistas reales". D'Abuisson replicó: "Adrián es un tipo folklórico". Comenta Diskin: "El reputado líder de los escuadrones de la muerte, para quien *comunista+es el epíteto más grave y condenatorio, no puede tomar en serio lo que un indio *folklórico+le dice".

[18]Spalding (1991). Según la autora en 1984 el precio de la tierra en algunas zonas llegó a ser 10% de su valor antes de la revolución.

[19] Vid sin embargo estimaciones más conservadoras  en Prosternan y Riedinger (1987:170). En un trabajo posterior al citado en el texto Baumeister reduce considerablemente sus estimaciones (Baumeister 1992).

[20]Entre 1932 y 1980 todos los presidentes salvadoreños fueron oficiales del ejército, y todos los ministros de agricultura y de economía fueron, hasta principios de los setentas representantes de la burguesía cafetalera (Gordon 1990). En Guatemala desde el golpe militar de 1963 los ministros de economía de ése y de los sucesivos gobiernos eran designados directamente por el CACIF (Comité Coordinador de Asociaciones Agrícolas, Comerciales, Industriales y Financieras) (Black 1984:49). 

[21]Según Dunkerley (1987:461 ss), hacia 1983 el 60% de la superficie del departamento de Alta Verapaz era propiedad de militares; cuatro oficiales del ejército que habían integrado los gobiernos militares de Kjell Laugeraud y de Romeo Lucas García eran dueños de 285,000 hectáreas en la Franja Transversal del Norte, en el departamento del Petén. Sobre el involucramiento corporativo del ejército, vid Painter 1987:47-51.

[22]De acuerdo a fuentes periodísticas, alrededor de 50 oficiales del Ejército Popular Sandinista asistieron en 1992 a un curso especial de administración de empresas en la sede Managua de la Universidad Centroamericana (jesuita) para asumir responsabilidades de dirección en el programado Instituto de Previsión Militar, que configurará un holding de empresas destinadas a generar ingresos que ayuden a sostener el menguado presupuesto de las fuerzas armadas nicaragüenses (Reyes Alba 1993). Sobre la cuestión de las empresas del EPS en el marco del futuro institucional de las relaciones ejército-gobierno civil, véase Guzmán 1992.

[23]Además de Scott & Marshall (1991) y Scott (1991) vid Dickey 1985; Marshall et al., 1987; Sklar 1988; República de Costa Rica 1989a, 1989b; Aguilera Peralta 1991.

[24] Barricada Internacional 344 (diciembre 1991:11).

[25] Estimaciones de funcionarios guatemaltecos al autor calcularon, por ejemplo, que una cuerda (alrededor de 450 m²) de amapola generaba en 1988 al agricultor unos 20,000 quetzales (aproximadamente unos 4,500 dólares), o sea muchas veces más que la producción de maíz o de frijoles.

[26]Excélsior (México) 17 de abril 1992:2.

[27]Sin descartar el impacto de la guerra contrarrevolucionaria, el crecimiento de la pobreza rural en Nicaragua señala las dificultades de la reforma agraria para encarar en el corto plazo este problema.

[28]Entre 1981 y 1983 alrededor de 500 mil personas migraron a la ciudad de San Salvador huyendo de los operativos contrainsurgentes. En Nicaragua las ciudades de Puerto Cabezas y Bluefields, en la Costa Atlántica, más que duplicaron el número de sus habitantes como resultado de los movimientos de población que buscaba refugio de la guerra.

[29] De acuerdo con este estudio 26.4% de los patronos y 29.7% de los profesionales se encontraban en pobreza extrema (pág. 13). De acuerdo a la misma fuente en 1989 el 80% de la población guatemalteca se ubicaba debajo de la línea de pobreza, una cifra mayor que la que consigna el informe de CEPAL sobre el que se basa el cuadro IV.10.

[30] Banco Mundial (1992:cuadro 30).

[31]General Héctor Gramajo, ministro de Defensa de Guatemala durante la presidencia de Vinicio Cerezo (apud Timossi 1993:23).

[32]Vid Report of the National Bipartisan Commission on Central America. Washington D.C.: Government Printing Office, 1984.

[33]Vid Béjar (1991) para una discusión de las reorientaciones doctrinarias recientes del FMLN, y Vilas (1991b) para similar proceso en el FSLN.

[34]La Jornada, 11 enero 1994.

[35]La documentación de este proceso está recopilada en Córdova Macías y Benítez Manaut (1989).

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