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Carlos M. Vilas


Resumen
El pueblo es un concepto político, definido por la ubicación que ocupa y el antagonismo que despliega respecto del poder establecido. No es una categoría demográfica, económica o laboral sino un sujeto colectivo que se constituye políticamente  en la lucha contra el poder que explota u oprime. (Versión desgrabada de una presentación en la Universidad Nacional de Río Cuarto, 2014.)

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La evidencia de las luchas emancipatorias en el mundo moderno y en nuestro propio país muestra que, desde una perspectiva estrictamente socioeconómica (sus ingresos, su condición laboral), los que usualmente denominamos “sectores populares” o “clases populares” se han ubicado a ambos lados de la línea que marca el conflicto político. En 1945 había obreros y sectores de las clases medias a favor y en contra de Perón, del mismo modo que en 1955 hubo trabajadores, empleados, estudiantes, sectores de clases medias, que festejaron el golpe gorila y otros que fueron sus víctimas. Puede argumentarse que en estos y otros ejemplos hubo más pueblo de un lado que del otro, pero en todos ellos parece claro que las categorías sociolaborales, económicas, de ingresos, y otras similares no bastan para explicar el alineamiento político de los sujetos sociales y de las organizaciones que integran.

Lo mismo puede decirse de otras categorías como el género o la etnicidad. Gracias a la ley de sufragio femenino aprobada en 1947 por el impulso de Evita, las mujeres votaron e hicieron posible el carácter electoral fuertemente mayoritario del peronismo (recordemos que en febrero de 1946 la diferencia con la UD había sido pequeña), pero no es menos cierto que un porcentaje importante de mujeres no votó ni vota por el peronismo u otras partidos de orientación popular o progresista. Algo semejante puede decirse de las comunidades y pueblos originarios, como se advierte en nuestros días en Bolivia y Ecuador, con organizaciones ubicadas en el apoyo y en la oposición

En síntesis: tanto a favor como en contra de un gobierno, de un proyecto político, de un régimen, de una construcción y despliegue de poder, se encuentra siempre una constelación amplia de sujetos sociales. Por lo tanto, lo sociológico (en sentido amplio), lo económico o lo laboral, no bastan para identificar al pueblo como categoría política. Lo que convierte y unifica a esos grupos sociales en pueblo en tanto sujeto político colectivo, es la ubicación que toman en la  lucha contra la opresión y la explotación social (en sentido amplio: económica, de género, etc.). Pueblo, en este sentido preciso, es el actor colectivo que se organiza políticamente y lucha por la emancipación y la justicia social.
En la realidad de nuestros países ubicados en las periferias del capitalismo mundial, esa lucha siempre convoca a un arco amplio de clases y otros actores sociales. Esa amplitud implica asumir que no todos los que se incorporan a la lucha del campo popular lo hacen en función de los mismos intereses, por las mismas razones, o con los mismos alcances. Por eso un pueblo es mucho más que una muchedumbre; el pueblo es una pluralidad organizada en torno a un proyecto de construcción y ejercicio del poder con sentido emancipatorio y de justicia social; es, en este sentido, una totalidad estructurada de acuerdo al grado de involucramiento de sus diferentes integrantes y a los alcances que se plantean para la lucha.

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Lo que acuerda primacía política y valor ético al pueblo concebido de este modo no es solamente su carácter poblacionalmente mayoritario, sino su capacidad de expresar e impulsar, en condiciones históricas dadas, el avance de la sociedad hacia niveles superiores de justicia, libertad y dignidad por encima de las barreras que oponen la opresión y la explotación –a esto me refiero cuando hablo de un proyecto emancipatorio y de justicia social. 

Es ilustrativo recordar, en este sentido el famoso alegato de Fidel Castro conocido como “La historia me absolverá” (1953), con el que culminó su defensa frente al tribunal que lo juzgaba por el frustrado asalto al cuartel Moncada un año antes. En un párrafo de impronta más peronista que marxista, Castro señaló:


Entendemos por pueblo, cuando hablamos de lucha, la gran masa irredenta, a la que todos ofrecen y a la que todos engañan y traicionan, la que anhela una patria mejor y más digna y más justa; la que está movida por ansias ancestrales de justicia por haber padecido la injusticia y la burla generación tras generación, la que ansía grandes y sabias transformaciones en todos los órdenes y está dispuesta a dar para lograrlo, cuando crea en algo o en alguien, sobre todo cuando crea suficientemente en sí misma, hasta la última gota de sangre. (...) Llamamos pueblo, si de lucha se trata, a los seiscientos  mil cubanos que están sin trabajo (...) a los quinientos mil obreros del campo (...) a los cuatrocientos mil obreros industriales y braceros (...) a los cien mil agricultores pequeños (...) a los treinta mil maestros y profesores (...) a los veinte mil pequeños comerciantes abrumados de deudas (...) a los diez mil profesionales jóvenes (...) ¡Éste es el pueblo, el que sufre todas las desdichas y es por tanto capaz de pelear con todo el coraje! 


Es decir, el elemento decisivo que constituye al pueblo no es simplemente una determinada identidad  clasista o una categoría censal, sino su ubicación en la lucha contra la opresión y la injusticia y el poder que le da sustento político-institucional.

El pueblo es así, desde una perspectiva propiamente política,  pueblo en lucha contra un poder que explota y oprime y que por su propia naturaleza forma parte de una estructura globalizada de explotación y opresión –por eso la unidad que siempre existe entre emancipación social y liberación nacional. Los factores estructurales definen a las categorías sociales “objetivas”, pero es la lucha política la que dota de sentido histórico a su desempeño efectivo. Esto significa que en principio no hay un “esencialismo popular” que define de una vez y para siempre, en función de determinados rasgos “objetivos”, mensurables (nivel de ingreso, categoría ocupacional, nivel educativo, u otros) la posición política de los sujetos. También ayuda a explicar que en determinadas condiciones, sujetos que formaban parte del campo popular lo abandonen y se desplacen al campo adversario o apelen a una supuesta neutralidad, o que otros, que pueden estar a un mundo de distancia, en lo que toca a sus condiciones materiales de vida, encuentren lugar en el campo popular y articulen en él sus perspectivas e intereses específicos.

La fuerza política del campo popular consiste, precisamente, en su capacidad real de dar cabida a las reivindicaciones, demandas, aspiraciones, de esa variedad de sujetos sociales, organizándolas, estructurándolas y sintetizándolas en un proyecto político emancipatorio conducido estratégicamente por la contradicción de mayor alcance, y ésta es siempre la que protagonizan, del lado del pueblo, quienes más sufren la explotación y la opresión; como expresó magistralmente un compañero en el Plenario Federal del 16 de noviembre, “quienes están más lejos del poder”. El pueblo es, en este sentido, una verdadera totalidad política: no en lo que refiere a su mayoría numérica, sino en virtud de las proyecciones de su lucha, porque el régimen (económico, político y cultural) al que combate se asienta, precisamente, en la opresión y la explotación. Diferentes sujetos sociales son afectados objetivamente por una y otra, y las viven de manera diferenciada. La construcción del campo popular en tanto totalidad política consiste en la efectividad con que ese conjunto diferenciado es articulado como un único sujeto de acción colectiva.

Y es también una totalidad abierta por dos razones principales: porque, como se señaló más arriba, la propia dinámica de la lucha incorpora o expulsa integrantes del campo popular, y por la reconfiguración y resignificación de unos y otros como efecto de las transformaciones en la dimensión estructural de la sociedad: la organización económica, el desarrollo productivo y científico-técnico, la estructura de clases, la articulación a los escenarios regionales y globales que tienen su propia dinámica, etc. De ahí la necesidad de observar y tomar en cuenta el impacto de esas transformaciones en los destinatarios de las convocatorias y en la configuración de los adversarios.

Esos cambios no son sólo materiales, sino que gravitan decisivamente sobre el modo en que la gente se percibe a sí misma y a los demás, en su sociabilidad y en su subjetividad. La convocatoria lanzada por Perón en los años 60s del siglo pasado: “Actualización doctrinaria para la toma del poder” se refería precisamente a esta necesidad permanente de registrar los cambios en el mapa social y cultural y en sus enlaces externos, pero no como una actividad académica sino como herramienta para una eficaz y exitosa construcción política. Sobre todo, es un registro que permite combatir el riesgo de anacronismo en la convocatoria política.


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En virtud de estos elementos el pueblo, en tanto sujeto protagónico de las luchas emancipatorias, es una fuerza socialmente heterogénea pero políticamente homogénea en cuanto se orienta unitariamente a un fin político determinado.

La “traducción” de la heterogeneidad social en homogeneidad política en el marco de la confrontación al poder destaca la importancia de la conducción política en la construcción y despliegue del campo popular. Esa conducción puede ser desempeñada por un individuo o por una organización (partido, gobierno, movimiento), pero su función es siempre la misma: organizar y dirigir aquella variedad social en la unidad en la lucha, potenciando su eficacia colectiva. La experiencia muestra que todos los grandes movimientos emancipatorios, revolucionarios o de reformas progresivas, han tenido una fuerte conducción personal o personalizada, de una fuerte intensidad emocional, pero solo han trascendido a esos o esas dirigentes cuando han sido capaces, en vida de ellos, de generar estructuras organizativas relativamente autónomas de los vaivenes institucionales y de las contingencias de la biología. Los regímenes edificados sobre la relación directa líder-pueblo no superan la vida del dirigente o la del gobierno que éste encabezó; por eso el propio Perón planteó con acierto que sólo la organización vence al tiempo.

La construcción del campo popular es mucho más que la agregación de la pluralidad de actores sociales con sus múltiples demandas; consiste en articular y estructurar esas demandas en torno al eje de la contradicción de mayor alcance, un eje en el que el conjunto del campo popular se reconozca en una totalidad  de acción que es condición de posibilidad de la resolución de las contradicciones particulares, sectoriales, etc. Vale decir, una construcción de hegemonía dentro del campo popular que potencia su eficacia y previne su dispersión. Esta construcción es parte de la lucha contra el campo adversario, porque las fuerzas que ambos conducen compiten por la convocatoria de los diferentes actores sociales y su incorporación a uno u otro de los alineamientos del conflicto.  Esta disputa es evidente, sobre todo, en lo que refiere a las clases medias, solicitadas políticamente desde abajo y desde arriba, por derecha y por izquierda, de acuerdo a diferentes y antagónicas articulaciones de sus (reales o supuestos) intereses y preferencias en antagónicas totalidades de conflicto. Algo similar ocurre con relación a las identidades sociales de género, étnico-culturales, etarias, etcétera; los campos adversarios conceptualizan de manera específica, en función de sus respectivos proyectos de poder, cada una de esas categorías.

Recuérdese, a título de ejemplo, el frustrado intento del entonces Coronel Perón, en los inicios de la campaña electoral que lo llevaría a su primer presidencia, de ganarse el apoyo de la Bolsa de Comercio y los grupos ahí representados, con un discurso de anticomunismo preventivo asentado en su programa de reformas sociales, al mismo tiempo que consolidaba su vinculación con el mundo del trabajo y ponía coto a los excesos patronales. Por su parte las patronales y la embajada de Estados Unidos construyeron una alianza con el Partido Comunista argumentando la amenaza que el peronismo significaba  para el “mundo libre”. Es decir, todos los actores tenían en claro la subordinación de supuestos determinantes estructurales de clase a la racionalidad de la construcción de poder. El resultado de todo esto es conocido: la Unión Democrática juntó a las grandes patronales, a la dirigencia y buena parte de los cuadros y bases del PCA y a la embajada de Estados Unidos, y a una variedad de partidos políticos (radicalismo, socialismo fundamentalmente) donde la presencia numéricamente mayoritaria de trabajadores y de sectores medios no diluyó su carácter políticamente oligárquico y pro imperialista, enfrentada a un campo popular en el que la presencia de fracciones de la pequeña y mediana burguesía no opacaba su carácter obrero, popular y nacional.

Podemos incluso remontarnos a la Revolución Francesa: en las calles del París insurrecto de 1789 hubo muchos más sans coulottes (hoy diríamos descamisados: pobres, marginales, artesanos, gentes de oficio y sin oficio) que burgueses, pero eso no impide que la sigamos considerando como lo que fue: una revolución burguesa. Es decir: el significado profundo de las luchas por el poder no proviene necesariamente del perfil sociológico de los ejércitos, sino del proyecto político que conduce la guerra.

La  construcción hegemónica del campo popular implica por lo tanto dirigir la convocatoria política más allá de determinadas fronteras socioeconómicas de las que una organización considera como “fuerzas propias”, en la medida en que, como se dijo, cada grupo o actor social es un terreno de disputa entre fuerzas antagónicas. Néstor Kirchner supo decir que no es posible ir a la guerra “tirando con cebita”, es decir, dar una pelea sin contar con recursos que, fortuna mediante, brinden cierta perspectiva de triunfo. La construcción política del campo popular es así un proceso permanente y sin descanso para dotarlo de mayor vigor y amplitud, porque cada paso de avance abre nuevos horizontes de justicia y emancipación -la lucha por los derechos no tiene techo-, y cada  actor que se pierde es un actor que se entrega al adversario.

 

 

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