Carlos M. Vilas (*)
Todo orden político es un orden de poder. Se objetiva en órganos y procedimientos; establece quién o quiénes tienen derecho a ejercer el gobierno, cómo lo hacen, y los deberes, obligaciones y responsabilidades que vinculan al estado, en tanto institucionalización suprema de ese poder en un territorio, con su población y con otros estados, todo ello legitimado por alguna idea de justicia, bien común o interés general. Es lo que usualmente se conoce como régimen político: la politeia de la Grecia clásica, vocablo que fue traducido al latín como constitutio, es decir constitución.
Una constitución es más que el reflejo de la realidad sociológica o económica. Es expresión de trayectorias históricas, concepciones normativas, propuestas de futuro. Es la organización política efectiva del estado y el modo en que las personas y las fuerzas sociales y políticas viven material y espiritualmente esa organización; no solo el documento en el que ella se formaliza (la constitución jurídica o formal).
La inclusión en tal documento de los aspectos fundamentales de la organización política y los fines hacia los que se orienta establece los parámetros de variabilidad del régimen político y el espacio de legitimidad para posteriores modificaciones producto del empuje de las fuerzas sociales y los cambiantes escenarios internacionales. Aspira de esta manera a acotar el impacto del cambio en la estabilidad política del régimen: asegurar su continuidad a través del cambio y reducir el potencial disruptivo de éste preservando la estabilidad de aquél.
Esto se expresa como supremacía de la constitución respecto de cualquier otra norma o comportamiento humano. La facticidad del poder se transfigura en normatividad; recíprocamente la norma formal deviene fuerza material que sanciona un mandato de acción colectiva y delimita y reglamenta la libertad de decisión de los actores de la vida política y socioeconómica. Se distingue así entre el poder constituyente originario, de naturaleza pre jurídica, y el poder constituyente derivado, que debe someterse a las reglas de cambio constitucional establecidas en la constitución jurídica que se busca reformar.
La vigencia efectiva de una constitución, el desenvolvimiento del mandato sustantivo, organizacional y procedimental que ella comporta, se asienta tanto en el texto como en la interpretación del mismo, resultado de la praxis de las fuerzas políticas y sociales. Esas interpretaciones se manifiestan a través de discursos normativos que remiten directa o indirectamente a visiones y posiciones de poder mediadas por órganos, instituciones e individuos: facultades de derecho, profesionales egresados de ellas, grandes estudios jurídicos que ocupan a esos profesionales; empresas y corporaciones asistidas por esos estudios; medios de comunicación que las diseminan en el público lego y que son ellos mismos corporaciones de negocios; organismos financieros multilaterales erigidos en agencias de producción normativa supraestatal; legisladores, jueces y burócratas que ponen en práctica esas interpretaciones dotándolas de imperatividad merced a sus específicos desempeños en el aparato del estado.
Todo esto indica que el régimen constitucional es más que los textos en los que se codifica su formalización normativa. Lo que algunos autores denominan constitución real o constitución material remite la normatividad constitucional a ese conjunto de factores político-ideológicos y culturales, a sus interrelaciones y a sus efectos prácticos y doctrinarios.
De ello se infiere que el cambio constitucional es asunto más complejo que lo que usualmente se piensa. Se apoya en un cambio en las relaciones de poder que son el soporte material de la norma. Sin embargo ambas dimensiones, la fáctica y la normativa, no van necesariamente de la mano ni la una implica indefectiblemente a la otra. Hitler gobernó Alemania sin modificar la constitución socialdemócrata de 1919; el drástico cambio de régimen político produjo una transformación en el régimen constitucional sin modificar el texto de Weimar y en realidad apoyándose en él. A la inversa, cambios en la constitución jurídica pueden ser irrelevantes respecto del modo efectivo de configuración del orden político: las muchas constituciones sancionadas en Bolivia hasta la revolución de 1952 no fueron obstáculo para la continuidad de la dominación política de la oligarquía minera. Tan importante como el texto es la interpretación socialmente aceptada del texto: un asunto de técnica jurídica tanto como de hegemonía política.
II
El cambio constitucional puede ser resultado de la instalación de un nuevo régimen político, o bien como efecto de la propia dinámica de éste por adaptación de las fórmulas normativas a las nuevas realidades de poder.
En el primer caso la nueva constitución jurídica formaliza la resolución de conflictos de muy alta intensidad: guerras civiles o internacionales, revoluciones sociales, crisis socioeconómicas que arrastraron al anterior orden y dieron lugar a una nueva definición de ganadores y perdedores. Tales los casos de la constitución de México de 1917, de la Unión Soviética de 1918, de Alemania de 1919, de Italia de 1948: tratados de paz que los vencedores ofrecen a los vencidos. Por encima de sus diferencias específicas, cada una de ellas es expresión formal de una nueva estructura de poder y punto de partida de ulteriores desenvolvimientos. El poder constituyente que les da nacimiento y contenido es un poder prejurídico que convierte el ser de las cosas –el poder político en su pura facticidad- en deber ser. Por eso se habla en estos casos de un poder constituyente originario, que no encuentra más limitaciones que las que derivan de su propia existencia.
Caseros fue el hecho constituyente de la norma de 1853, como Pavón lo fue de la reforma de 1860. El conflictivo tránsito de la Confederación al Estado federal y las cambiantes relaciones de poder que lo impulsaron –entre fuerzas político-económicas e ideológicas manifestadas como conflictos entre provincias o regiones con diferentes propuestas de organización nacional- culminaría recién hacia 1880, cuando el capitalismo de libre concurrencia que enmarcó los debates constitucionales ya había dado paso en Europa y Estados Unidos al capitalismo monopolista y a la nueva geopolítica del imperialismo económico. La hegemonía de la oligarquía porteña sobre los poderes provinciales le permitió insertarse de manera privilegiada en el nuevo sistema mundial, del mismo modo que esa inserción potenció su primacía en el régimen político nacional. La flexibilidad de las normas constitucionales y su interpretación por la cultura jurídica dominante acompañaron la adaptación de las fuerzas hegemónicas a los nuevos contextos.
En el segundo caso el cambio constitucional ocurre como reforma, resultado de transformaciones en la matriz socioeconómica y cultural de la sociedad -surgimiento y desarrollo de nuevas fuerzas sociales, cambios en los escenarios externos, reconfiguración de las formas de involucramiento del estado en la gestión del conjunto, teorías y doctrinas que intentan dar cuenta de los nuevos desarrollos- que el régimen constitucional no recepta o lo hace al costo de conflictos y rupturas de su propia legalidad, con un progresivo desencaje con la realidad material y cultural. Se plantea en consecuencia la necesidad, por quienes ya no se sienten representados por las cosas como son, de encarar un cambio de constitución jurídica que haga juego con esas transformaciones y visiones: un nuevo deber ser que choca contra las rigideces del ser.
Es éste un cambio que ocurre dentro del margen de variabilidad señalado más arriba. No está en cuestión la estructura de poder en sí misma sino algunas de sus dimensiones o aspectos en que se manifiesta: disputas entre fracciones del capital por la hegemonía en el estado y las consiguientes articulaciones externas; formas y alcances de la intervención estatal; espacios institucionales reconocidos a grupos o clases subalternas; resignificación de los derechos individuales. Por eso se habla en estas situaciones de un poder constituyente derivado, que actúa dentro de las limitaciones formales y materiales establecidas por la constitución que se pretende reformar: es decir, por la delimitación paramétrica del propio ordenamiento de poder.
Aparece aquí la posibilidad de que la legitimidad de la transformación constitucional sea evaluada a través de la óptica del sistema jurídico preexistente, por quienes se oponen a las reformas. Frecuentemente los argumentos formales o doctrinarios disimulan el juicio sobre los cambios sustantivos. Recuérdese que los estados esclavistas del sur de Estados Unidos no fueron a la guerra en defensa de la esclavitud sino de la alegada soberanía de esos estados, que el Congreso de la Unión habría violentado al intervenir en un asunto de incumbencia exclusiva de ellos. En rescate de esa pretendida soberanía, que aceptaba la esclavitud como forma específica del derecho de propiedad, intentaron separarse de la Unión, con el resultado conocido. Algo parecido se observa en las objeciones planteadas en la Convención Constituyente de 1949 por el bloque opositor: el argumento de la supuesta ilegalidad de la Convención no tuvo otra finalidad que justificar con cuestionables alegaciones formales el rechazo, por intereses funcionales y de clase, del contenido de la reforma. Perdido el debate, se retiraron de las sesiones para minar su legitimidad. En ambos casos fueron discusiones e interpretaciones jurídico-constitucionales que enmascaraban concepciones antagónicas del país y del mundo.
La Constitución de 1949 fue resultado de la nueva correlación de fuerzas políticas y sociales que, cada una a su manera y por particulares motivos, encontraban obstáculos a su desarrollo en el régimen de 1853-60; fue también producto de las nuevas doctrinas que dieron andamiaje jurídico a los reclamos. Sin la violencia de Caseros y Pavón, el 17 de octubre de 1945 fue la eclosión de un nuevo régimen político, con fuerte protagonismo de las clases trabajadoras y el estado como articulador de los nuevos acuerdos y conflictos de poder, merced a las capacidades y competencias que habrían de serle asignadas. Sobre esta base se promovieron importantes transformaciones socioeconómicas y se desenvolvieron nuevas modalidades de inserción nacional en los escenarios externos, a tono con coincidentes esfuerzos en otras partes del mundo.
La historia que siguió es conocida. El bombardeo a Plaza de Mayo y el alzamiento militar posterior fueron los hechos constituyentes de un nuevo régimen constitucional. Mediante una simple proclama, la revolución de 1955 declaró vigente la Constitución de 1853 y reformas posteriores “con exclusión de la de 1949”. En 1956 se dispuso el ingreso de Argentina al FMI, internalizando el régimen supranacional de poder delineado por las grandes potencias. Las fuerzas políticas que habían cuestionado la legalidad de la Convención de 1949 se integraron sin objeciones a la convocada en 1957 por el gobierno de facto; con entusiasmo regresaron el texto constitucional un siglo atrás –con excepción de un artículo “14 bis”: la clase obrera ni siquiera consiguió como compensación un número propio-. La vuelta a 1853-60 erigió el marco jurídico para la subordinación de la sociedad y la economía argentinas a los nuevos términos del capitalismo transnacional. La constitución que a mediados del siglo diecinueve había favorecido la formación del régimen oligárquico y su agresiva inserción en el sistema mundial, resucitada a mediados del veinte fue herramienta para la modernización de un régimen de poder que aceptaba con alborozo su rol de comparsa en el nuevo sistema global.
Las décadas siguientes mostraron la ineficacia del régimen constitucional así diseñado para encauzar la dinámica conflictiva de la realidad nacional: limitaciones al ejercicio de las libertades cívicas y derechos individuales, frágil vigencia del “14 bis”, inestabilidad política, asonadas castrenses y golpes cívico-militares mediante los que el capitalismo criollo -un bloque de poder fragmentado por arriba pero unificado por abajo en la explotación de clase- trataba de dirimir sus disputas por la hegemonía.
III
La reforma de 1994 puso en evidencia las limitaciones de un texto jurídico para resolver o al menos encauzar las contradicciones que el propio régimen de poder genera: lo que la política no da, el derecho constitucional no aporta. La reforma institucionalizó la dualidad que caracterizó a la recomposición democrática pos dictatorial: por un lado modernas instituciones políticas, por otro el poder económico que había sostenido a la dictadura, había lucrado con ella, le había sobrevivido y, en el nuevo escenario, quedaba al margen de la reforma. Hubo razones para que esto resultara así, pero ellas no diluyen la contundencia de los hechos ni sus consecuencias. De acuerdo al más prístino liberalismo, los frenos y contrapesos de la teoría constitucional dejaron al margen al poder del dinero.
El “Núcleo de coincidencias básicas” y el Pacto de Olivos fijaron el piso y el techo de la reforma: fueron su pacto constituyente, su fuente de legitimidad. El énfasis en las salvaguardas institucionales del régimen republicano de gobierno en prevención de manipulaciones del emparchado texto de 1853-60-1957 no dejó ver, por convicciones ideológicas o intereses materiales, que detrás de ellas estaban los poderes fácticos y los intereses que las habían prohijado, y que la reforma dejaba incólumes.
El neoliberalismo, que ya había asomado durante la dictadura, encontró en esta dualidad terreno fértil para un más firme desarrollo, liberado ahora del baldón dictatorial y de las sorpresas siempre posibles en la alternancia electoral; el “nuevo federalismo” que se intentó promover debilitó las capacidades de gestión y regulación del estado federal sin por ello fortalecer las de las provincias. 1994 fue así la enunciación de una nueva generación de derechos cívicos y sociales, la sanción de innovaciones institucionales, y también el portal jurídico de ingreso a la hegemonía transnacional del capital financiero. Si su dualidad brinda testimonio de su matriz liberal, su ambigüedad no es otra que la del orden de poder que le da sustento.
Como todo cambio constitucional, el que hoy se plantea implica como condición de posibilidad una vigorosa construcción de poder que dé pelea a los poderes fácticos que bloquean las posibilidades nacionales de desarrollo y bien común, porque los pueblos y las naciones gozan de tantos derechos como poder poseen. Si esa construcción no existe o es frágil o sectaria, poco puede esperarse de un cambio de rumbo y de una nueva constitución.
* Universidad Nacional de Lanús. Su libro más reciente es El poder y la política: el contrapunto entre razón y pasiones.
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