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Carlos M. Vilas

Universidad Nacional de Lanús

 

Introducción

Este artículo se aproxima al pensamiento de Gramsci desde la perspectiva de la política, entendiendo a ésta como construcción y ejercicio de poder. La tesis que se sostiene afirma que su reflexión intelectual, firmemente asentada en su práctica política, tuvo como efecto, si no en su intención, dar legitimidad teórica desde un enfoque genéricamente marxista, o marxiano, a las luchas políticas en las sociedades capitalistas de su tiempo.

Gramsci fue, por encima de todo, activista y dirigente político, cuestión que se ha diluido en muchas de las interpretaciones de su obra, particularmente las más recientes. Fue un convencido admirador de la revolución bolchevique, dirigente de la izquierda del Partido Socialista Italiano, fundador y Secretario General del Partido Comunista, activo participante en los congresos de la III Internacional, miembro del Parlamento italiano hasta su encarcelamiento en 1926. No es una exageración afirmar que su vida estuvo dedicada a la política como práctica emancipatoria de las clases populares.

Los conceptos centrales de su construcción intelectual (hegemonía, bloque histórico, guerra de posición, revolución pasiva) remiten a sus propias definiciones políticasen los debates internos del PSI, el PCI y la III Internacional y no solamente a reflexiones teóricas; en este sentido Gramsci dio forma conceptual a la táctica política por la que él mismo abogó en el terreno de los hechos. Se opuso a la tesis del grupo “abstencionista” invocando la conveniencia de participar en los espacios abiertos en la legalidad “burguesa” y así ganar nuevos adeptos en el campesinado y los sectores medios urbanos que, poco después, habrían de nutrir las bases sociales del fascismo; cuestionó la ruptura con el PSI pero adhirió a la creación del PCI. Su discusión sobre la no viabilidad de la táctica bolchevique de asalto al poder (la “guerra de movimiento”) y su fundamentación y defensa de la “guerra de posición” formó parte de su controversia en el PCI sobre de la táctica partidaria:¿Adoptar como eje de la construcción política el cuestionamiento frontal, insurreccional al Estado, o cuestionar ese poder impulsando nuevas modalidades de organización obrera y lucha desde abajo? ¿Participar en la política institucional o abstenerse de ella e intentar el asalto al poder? Sus elaboraciones están estrechamente vinculadas también a los debates y tomas de posición en la III Internacional sobre la cuestión del “frente único” como táctica de enfrentamiento al ascenso del fascismo y de defensa política, por esa vía, de la jaqueada Unión Soviética. Adhirió con convicción a la tesis estalinista del “socialismo en un solo país”, que convirtió a la Internacional en herramienta de la política exterior del estado soviético.

Sus escritos desde la cárcel –un enorme conjunto de notas dispersas en varias decenas de cuadernos- alcanzaron difusión gracias a la iniciativa de Palmiro Togliatti, viejo camarada de armas, Secretario General del PCI durante casi cuarenta años hasta su muerte en 1964. Desde entonces Gramsci se convirtió en ícono de la política del Partido, particularmente durante el breve periodo del “compromiso histórico” en la década de 1970y fuente de inspiración en muchos ámbitos de la intelectualidad progresista.

En los convulsos escenarios de la década de 1920, la aproximación de Gramsci a la obra de Marx fue producto del particular “punto de lectura” desde donde la practicó: un capitalismo que había alcanzado un avanzado desarrollo a pesar de los pronósticos de derrumbe y cuyas configuraciones políticas y culturales Marx apenas si había vislumbrado, la crisis política e intelectual detonada por el triunfo bolchevique y un involucramiento directo en la dinámica política de un tiempo signado por el triunfo bolchevique, el fracaso de la revolución en Alemania, el clima de posguerra, el ascenso del fascismo y del nacionalismo en las masas. No haber captado la singularidad de este punto de vista ha llevado a otorgar a conceptos elaborados como efecto de las necesidades impuestas por el combate políticoel rango de teorías y elaboraciones conceptuales valederas urbi et orbe.

La trajinada cuestión de la ambigua relación de algunos aspectos del pensamiento de Gramsci con la teoría marxista –del tipo ¿qué tan marxista fue Gramsci? o, incluso “¿hizo Gramsci con Marx lo que éste habría hecho con Hegel?”- deriva de este oscurecimiento del modo particular en que se aproximó al marxismo: como una herramienta útil para sus objetivos políticos, más que como un gigantesco cuerpo teórico del que hay que alcanzar una total y auténtica intelección. Para el objeto de este artículo lo segundo no es relevante, pero sí lo primero. Esto explica también, me parece, que las pocas referencias a las obras de Marx sean puntuales y como de pasada o elípticamente, cosa que se ha entendido casi unánimemente como producto de la censura carcelaria y de las difíciles condiciones en que el prisionero redactó sus textos. Esto no se desconoce, pero es insuficiente; la preocupación teórica de Gramsci surgía de sus inquietudes, necesidades y conveniencias políticas; de eso que reiteradamente denominó praxis: el engarzamiento de las cuestiones teóricas en las efectividades dinámicas de la realidad, el contradictorio acoplamiento de enunciados teóricos formulados con aspiraciones de generalidad y las contingencias derivadas de las cambiantes correlaciones de fuerza. Gramsci fue por encima de todo un político realista: supo por experiencia propia de la virtualidad transformadora de la políticaa partir de las condiciones inicialmente impuestas por la realidad. ¿Por qué si no ese interés tan marcado por Maquiavelo y su proclividad al análisis histórico? ¿O las reiteradas glosas al “Prólogo” de 1859, del que llega a afirmar que se encuentran en él “los dos principios fundamentales de ciencia política”?

Gramsci no sólo llegó a Marx de manera diferente de otros dirigentes comunistas; también llegó a un Marx diferente del Marx del “materialismo dialéctico” codificado por la Segunda Internacional y por algunas obras del propio Engels. El marxismo de Gramsci acopla con el del Marx de los “escritos juveniles” y sus preocupaciones por la gravitación material de la cultura, la religión, la ideología al mismo tiempo que reconoce su enmarcamiento en los escenarios sociales y económicos; textos que fueron “descubiertos” y publicados precisamente en los años en que desde la celda el italiano volcaba en sus Cuadernos sus reflexiones políticas. De ellos surge un Marx que se parece mucho más al del Manifiesto Comunista, escrito como instrumento de combate, que al de El Capital y otros estudios económicos que permitieron fundamentar científicamente la guerra, pero que aportaban poco y sólo de manera genérica a la táctica de la política, a las escaramuzas, la negociaciones y los combates.[1]El corte que hasta entonces existía entre el Marx “maduro” de El Capital de la dialéctica implacable de la producción material y el Marx “juvenil” (¿inmaduro? ¿pre-marxista?) de La cuestión judía, la Crítica a la filosofía del Estado de Hegel y sobre todo el Prólogo de la Contribución a la Crítica de la Economía Política, fue sorteado por Gramsci en la búsqueda de una síntesis teórica que avalara su afirmación de la autonomía de la política como práctica emancipatoria, en un ambiente de época en que la fidelidad al canon ideológico era la forma aceptada de validar la corrección de una práctica política. A partir de ese Marx, Gramsci se encontró con la teoría política de la modernidad; lo hizo por el portal que le abrió Maquiavelo y su empeño a la vez práctico y teórico en la creación de un estado soberano, nacional, itálico, como se expresa en los versos vigorososde Petrarca con los que el florentino concluye su Príncipe (podría incluso plantearse cierto paralelismo simbólico entre el Maquiavelo que desde su extrañamiento en San Casciano escribe El Príncipe y el Gramsci que desde su celda reflexiona sobre Maquiavelo y el “príncipe colectivo”).

El puente teórico que Gramsci construyó para recuperar la unicidad del pensamiento de Marx puede ser visto, en este sentido, como una dimensión más de su concepción del bloque histórico y de la praxis.Si, al mismo tiempo, esas formulaciones conducían a la adopción de una determinada táctica política –la participación del PCI en la política parlamentaria, la aceptación de los marcos institucionales de la política burguesa- en ese particular momento de la política europea o por lo menos italiana, es cuestión que no debería ser ocultada, pero tampoco debería habilitar la descalificación in limine de su coherencia intelectual con su práctica en la materialidad de los hechos. Por lo demás ninguna teoría política guarda una correlación puntual con las prácticas que supuestamente inspira, y tampoco es verdad lo inverso.

 

Así miradas las cosas la elaboración teórica de Gramsci resulta más novedosa (¿transgresora?)en el mundo del marxismo de entonces, o en la academia despolitizada de nuestros días, que desde la trayectoria de la teoría política europea. Su ruptura, menos drástica que lo que a menudo se afirma, con el tipo de marxismo predominante en su tiempo, le permitió llegar a conceptualizaciones que, en lo sustancial, ya formaban parte del acervo del pensamiento político en tanto racionalización de determinadas prácticas colectivas. Esto de ninguna manera disminuye los muchos méritos de su esfuerzo, pero ayuda a ponerlo en debido contexto.

 

En consecuencia la primera sección del texto que sigue plantea que lo que Gramsci denominó hegemonía es una dimensión constitutiva de la práctica política en cuanto ejercicio de poder,como síntesis de mando, consenso y eventualidad de coacción. Con tal fin se propone un muy rápido repaso del modo en que el asunto fue elaborado a partir de las revoluciones burguesas en Europa y ubica su aporteen ese contexto. Se analiza a continuación la vinculación entre el modo gramsciano de conceptualizar la hegemonía y lo que denominó “guerra de posición”. Se argumenta que la tesis gramsciana se asienta en el desplazamiento teórico del concepto de sociedad civil desde el plano estructural al de las superestructuras, pero que al mismo tiempo esa “superestructuralidad” no elimina su sustento en la matriz estructural de la respectiva formación social, según se desprende de su concepto de bloque histórico. La instalación de la construcción hegemónica en la sociedad civil, más la afirmada inviabilidad de la guerra de movimiento, destacan el papel de la política como lucha entre proyectos hegemónicos que, en determinadas condiciones, puede habilitar una revolución pasiva, a la vez transformadora de ciertas dimensiones del orden establecido y conservadora y reaseguradora de otras: un oxímoron que abrió la discusión respecto de si acaso lo que llamamos “modernidad” no es otra cosa que una prolongada revolución pasiva o si ésta es un nombre sonoro para las prácticas democráticas en sociedades de masas. Las controversias frecuentes respecto del carácter progresivo o retardatario de ciertas reformas sociales en cuyo desarrollo se advierte tanto el efecto de las movilizaciones y presiones “desde abajo”-la conquista de las trincheras- como de anticipaciones preventivas “desde arriba” para retener el control de la fortaleza, se inscribe en esta problemática, a la que se dedica la tercera sección.

1.Política y hegemonía

Existen muchas definiciones de la política; en todas subyace una idea básica: política es la actividad práctica de construcción y ejercicio de poder en función de determinados objetivos, referidos a modos de organización del conjunto social orientados por ciertas ideas de justicia, beneficio o utilidad general (Vilas 2013). La política encauza e imprime una orientación al devenir del conjunto social, despliega una función de conducción a través de una variedad de recursos –fácticos y normativos, directos e indirectos- e introduce un principio de orden a partir de ciertos acuerdos e imposiciones a los que dota de fuerza normativa a través del derecho y la virtualidad de la coacción.

Actividad práctica significa eficacia operativa y producción de resultados -“Mejor que decir es hacer, mejor que prometer es realizar” (Perón 1952)-. La política implica en consecuencia un acoplamiento permanente entre retórica y efectos, entre discursividad y resultados tangibles y valorables. Nada es esencialmente político ni deja de serlo. La política “aparece” toda vez que la resolución del conflicto requiere de una intervención del poder, y el conflicto respecto de los modos de ordenación del conjunto y de los medios y fines es inevitable en cuanto deriva de la propia pluralidad social.Se comprende entonces que la política siempre involucre una articulación entre conducción, consenso y coacción: los consensos políticos raramente son espontáneos, normalmente suponen un ingrediente de dirección eficaz que armonice perspectivas, contribuya a superar diferencias, marque límites y los haga cumplir. La conducción favorece la elaboración de acuerdos respecto de los objetivos que orientan el desenvolvimiento colectivo y mantienen como ultima ratio el recurso a la coacción, ella también legitimada por el consenso.

Cada régimen político elabora su propia idea de lo que conviene al conjunto, de acuerdo a preferencias y percepciones particulares producto de trayectorias históricas, experiencias compartidas, patrones culturales, niveles de desarrollo económico y científico-técnico, y organiza un sistema de competencias, recursos y responsabilidades en función de esas preferencias y de las relaciones que le son características –es decir, la red de instituciones formales que despersonalizan las relaciones de poder sobre las que se asientan y les dan operatividad.La conducción política de este proceso implica el desborde del grupo dirigentehaciade un arco más amplio de actores que por sus objetivos e intereses están más alláde las fronteras (de clase, categoriales, regionales, sociodemográficas…) de aquél y que enarbolan sus propios objetivos e intereses; un desborde que en el fondo se basa en una construcción intelectual que al tiempo que reconoce las diferencias existentes en la matriz social admite la posibilidad política de su articulación subordinada en el diseño general de poder. “Contradicciones secundarias” las denominó Mao Zedong (1937); el reconocimiento del carácter no antagónico de las diferencias avala la posibilidad de alianzas y subsunciones en función de objetivos percibidos como comunes y la creación de una unidad "espiritual” por encima de ellas.

Vista de esta manera, la política consiste en la construcción de un orden de interacción de quienes se ubican adentro del espacio de poder así configurado,a partir de un principio de dirección del grupo que despliega la mayor fuerza–entendiendo por talla presión que la voluntad y la inteligencia políticas ponen en acción para conducir o imponerse a otros o defenderse de ellos.Las fronteras entre el adentro y el afuera se trazan en función de intereses y objetivos;unos y otros son un producto del proceso de diferenciación social y sus derivadas contradiccionesy del modo como los actores las perciben. En consecuencia esa demarcación nunca es estable porque las convergencias, diferenciaciones y oposiciones de intereses y perspectivas y las jerarquizaciones que dan sentido a las relaciones de poder no lo son. El orden político es, en realidad, un sistema de acuerdos y enfrentamientos, conflictos y negociaciones.

Una de las principales ventajas de la democracia es que ofrece mecanismos para que la constitución de ese orden se alcance con el menor despliegue posible de coacción en el ejercicio del poder y por tanto en la elaboración, el mantenimiento y la orientación delconjunto hacia fines que se asumen como de beneficio general.Para ello, reduce o invisibiliza los efectos políticos que se derivan de las diferencias sustantivas (socioeconómicas, de género, étnicas, regionales...) mediante la instalación de criterios de igualación formal civil y política. Comoquiera se la defina, democracia es gobierno de mayorías; el advenimiento de las democracias modernas, aún en sus formulaciones iniciales más restringidas de los siglos XVII y XVIII, presenta el desafío de convertir la particularidad de las diferentes expresiones o identidadessociales, y sus ideas respecto del bienestar, la felicidad o la utilidad colectiva, en mayoría política.Vale decir, el desafío de construir una fuerza política que, a partir de su particular inserción en la dinámica social, exprese y oriente al conjunto.

 

En la filosofía política de Hegel ese es el papel del Estado (y del derecho que él produce): ser expresión de lo universal.Esa universalidad, que es la universalidad de la razón, tiene expresión concreta en la alta burocracia y en la clase social de la que ella se recluta: la aristocracia terrateniente (Principios de filosofía del derecho § 305). Lo universal abstracto se expresa y actúa a partir de la singularidad concreta –la parcialidad que conduce a la totalidad desde las posiciones institucionales que ocupa en los órganos del Estado.Estosignifica, en términos concretos, que quien obtiene mayoría de votos ejerce el gobierno del conjuntoen virtud del principio de legitimidad electoral; se reconoce al “gobierno de la mayoría” el derecho a hablar, actuar y exigir en nombre de la totalidad –aun cuando esa mayoría sea, aritméticamente, una primera minoría. El Estado institucionaliza las relaciones de poder que constituyen al régimen político y las dota de universalidad e imperatividad; de ahí que la lucha política tenga siempre como objetivo directo o indirecto, inmediato o estratégico, alcanzar, retener y disputar el poder estatalpara perseguir desde ahí determinados fines que son por siguiente presentados como fines del conjunto.

 

Hegel expuso en términos idealistas un asunto que en su germen ya había sido planteado de manera prácticapor Hobbes y Locke ante la necesidad de compatibilizar la hipótesis del pacto fundante del Estado,obligatorio para todos, con la evidencia de que no todos los obligados por el pacto participaron efectivamente de él. De acuerdo a Hobbes, la validez del acuerdo no se fundamenta en el consentimiento de todos sino en el de la “mayor parte”, estando el resto obligado, aunque su consentimiento no se haya solicitado, a obedecer a lo que la autoridad instituida por esa mayor parte ordena; caso contrario se colocan fue del orden así constituido (de cuya constitución no participaron) y regresan a la condición original de guerra y por lo tanto de enemigos (Leviatán,XVIII). La voluntad de quienes acuerdan genera efectos políticos para el conjunto de miembros del cuerpo político que se constituye a partir de esa concertación.Para Locke el derecho de la parte a actuar en nombre del conjunto derivade una situación de hecho: la unidad política constituida por el convenio se orienta de acuerdo “al despliegue de la mayor fuerza”, y ésta consiste en la voluntad de la mayoría (Segundo tratado de gobierno, VIII). Es decir, mientras en Hobbes la conversión de la parte mayoritaria en totalidad obedece a una cuestión de necesidad o conveniencia para que el conjunto pueda desenvolverse, un siglo y una revolución despuéses en Locke una derivación de la dinámica política en tanto confrontación de fuerzas institucionalizada como puja de mayorías y minorías parlamentarias.Aparece en su enunciación teórica, además,la figura de una sociedad civil distinta y anterior al Estado; sociedad civil que es el ámbito de desarrollo y primacía de la burguesía. En ella se constituye en clase dirigente, inscribe sus intereses en el accionar de la monarquíay finalmente antagoniza con ella.

 

En esta misma línea de razonamientoel abate Sieyés propuso, en la Francia revolucionaria, proclamar Asamblea Nacional a la Asamblea del Tercer Estado, propuesta que fue aceptada y que significó la exclusión de la aristocracia y el alto clero del cuerpo político (Sieyés 1789). Por este acto la burguesía se erigió en Nación, síntesis y expresión de toda Francia. El Tercer Estado, es decir la clase revolucionaria, la burguesía, es la Naciónno por una cuestión de números sino por la superioridad ética y política de sus fines e intereses, expresados en las grandes banderas de la revolución.[2]La parcialidad (la clase, y dentro de la clase, su representación parlamentaria) se erige material y espiritualmente en totalidad (la Nación) por la eficacia con la que se presenta unificando políticamente a un conjunto más amplio de fuerzas (artesanos, tenderos, pobres urbanos, campesinos…) que, por ese acto, inscriben en ese todo sus agravios, reclamos, etc. y los viven a partir de él. Si -de acuerdo a lo que Gramsci escribirá desde su celda-, en la Francia de Jean Bodin “la hegemonía pertenece al Tercer Estado a través del monarca” (M:23), la guillotina de 1793 habrá de avalar la tesis de Sieyés eliminando drásticamente esa mediación.[3]A su turno, las revoluciones de 1848 pondrán fin a la conducción burguesa de las masas empobrecidas. El programa revolucionario de 1789ya no expresaba las aspiraciones emancipatorias de mayor proyección de las mayorías sociales y la rebelión social marcaría la primera gran crisis de la hegemonía burguesa.

En el siglo siguiente el argumento de Sieyés llevará a Marx a afirmar que el proletariado, al luchar por su propia emancipación, está luchando en realidad por la emancipación de toda la sociedad; la conquista del poder político convertirá al proletariado en “clase nacional” (Manifiesto Comunista,II).Tampoco se basa esta proposición en una constatación numérica, sino en el papel que él y Engels, y de hecho todo el socialismo de la época, asignaban a la fuerza de trabajo en el desarrollo de las fuerzas productivas y en la gestación del cambio revolucionario.El programa (¿moderado?) que figura al final de la segunda sección del Manifiesto estuvo orientado a ampliar la convocatoria de la Liga Comunista y a favorecer la construcción de alianzas y convergencias con organizaciones anarquistas, cartistas y otras, al tiempo que la advertencia del prólogo de 1872 puede interpretarse en el sentido de afirmar la conducción estratégica de la Liga: el Manifiesto plantea “los principios generales” que fundamentan y orientan la lucha; la política decide cómo ponerlos en práctica de acuerdo a las “circunstancias históricas existentes”.

 

La derrota de las revoluciones de 1848 y las subsiguientes transformaciones en la sociedad y en el Estado definieron nuevos escenarios para el conflicto social y sus expresiones políticas. De acuerdo a Lassalle, esos desarrollos cerraron la posibilidad de nuevas revoluciones; la causa socialista y las transformaciones que ésta demandaba debían llevarse adelante de manera progresiva, sacando ventajas de los resquicios del orden institucional. De acuerdo a Marx en cambio, esos desarrollos simplemente sentaban nuevas condiciones para el éxito de la revolución social: a su juicio la maduración de la burguesía y el mayor desarrollo de las fuerzas productivas del capital tenía como complemento antagónico la potenciación de las fuerzas del proletariado en un marco de incrementada polarización social.

La progresiva ampliación del derecho al sufragio que tuvo lugar en esta época introdujo las contradicciones sociales en el sistema político y abrió nuevas perspectivas a la lucha de clases. La extensión de ese derecho a los varones no propietarios debió tanto al empuje de las organizaciones gremiales y políticas de la clase obrera y la pequeña burguesía, muchas de cuyas organizaciones habrían de converger en la Asociación Internacional de Trabajadores, como a los conflictos entre la ascendente burguesía comercial e industrial y la aristocracia terrateniente asentada sobre el atraso productivo y financiero. Fueron procesos que tuvieron tanto de confrontación como de negociación.

El asunto, que había contribuido a la ruptura entre Lassalle y Marx en la década de 1860, tres décadas más tarde despertó entusiastas expectativas en Engels (incluyendo un caballeroso reconocimiento a Lassalle):con el eficaz empleo del sufragio universal entraba en acción:

(…) un método de lucha del proletariado totalmente nuevo. Se vio que las instituciones estatales en las que se organizaba la dominación de la burguesía ofrecían nuevas posibilidades a la clase obrera para luchas contra esas mismas instituciones. (…) Y así se dio el caso de que la burguesía y el gobierno llegasen a temer mucho más la actuación legal que la actuación ilegal del partido obrero, más los éxitos electorales que los éxitos insurreccionales (…) Nosotros, los “revolucionarios”, los “elementos subversivos”, prosperamos mucho más con los medios legales que con los ilegales y la subversión (Engels 1895:18, 24).[4]

Es en este momento de la teoría política que se inscribe el pensamiento de Gramsci. La hipótesis revolucionaria de un momento jacobinode asalto al poderse cierra en esa parte de Europa no sólo porque, como él mismo dirá, la organización de los estados se hace “compleja y sólida”, o por la potenciación que recibe de la expansión imperialista, sino porque la herramienta electoral parece abrir las posibilidades, para los partidos obreros, de luchar por el poder desde adentro de la “sociedad política” –ante todo el Parlamento y la producción normativa.En esta línea de análisis, y sin abdicar de su desprecio por Lassalle, Gramsci destacóel papel de los sindicatos y los grandes partidos políticos en las nuevas arenas de combate, en su condición de “reflejo y nomenclatura de las clases sociales” (BC:81,100;I:45; M:32).

La política involucra actividades prácticas dirigidas a ampliar las bases sociales de sustentación del grupo dirigente que deviene tal no solamente por su inserción estratégica en la matriz socioeconómica sino por la eficacia con que, a partir de ella, construye una unidad de propósito que sintetiza las aspiraciones de justicia, bienestar, etc. del conjunto, en función de un diseño político-ideológico que es, en su núcleo, el diseño de una parcialidad. De acuerdo con esto el Estado es presentado “como organismo propio de un grupo, destinado a crear las condiciones favorables para la máxima expansión del mismo grupo; pero este desarrollo y esta expansión son concebidos y presentados como la fuerza motriz de una expansión universal, de un desarrollo de todas las energías “nacionales»” (M: 58).

En Hobbes ese núcleo estaba conformado por la nobleza terrateniente conductora de séquitos armados; tras el desarrollo de la agricultura comercial ese rol lo asumió la burguesía mercantil en inestables alianzas con aquella y con la monarquía. La Revolución Francesa la dotó de una fisonomía decididamente plebeya cuando la burguesía logró integrar a su programa a amplios sectores sociales. Con la industrialización y el socialismo el proletariado fue visto como fuerza conductora.

No hubo en esto ineluctabilidad estructural sino el resultado contingente de luchas sociales, guerras, antagonismos y convergencias de intereses referenciables a cambiantes apoyaturas materiales de los protagonistas como en su capacidad para hacer de esas apoyaturas condiciones políticas que potenciaran sus empeños. Ello explica la variedad de situaciones que es posible registrar en una misma época en diferentes escenarios, en función de específicas correlaciones de fuerza. En todos esos momentos la política reveló su condición de actividad constructora de un orden consensuado y dirigido hacia el logro de fines vividos como colectivos por el conjunto social, por más que originariamente expresen intereses parciales, que sin embargo no podrían alcanzarse sin esa colaboración. Lo que convierte a una fuerza social en políticamente hegemónica –es decir conductora del conjunto- no es su dimensión cuantitativa sino la eficacia de su programa de organización y dirección del conjunto de acuerdo a fines que son percibidos como de todos. Esta es una tarea eminentemente ideológica: una construcción espiritual con cimientos asentados en determinado momento del desarrollo económico, que mantiene siempre, como ultima ratio, la eventualidad de la coerción.

 

 

2. Hegemonía y guerra de posición

 

Ningún sujeto social puede aspirar a la conducción hegemónica si no desempeña un papel estratégico en el desarrollo de la sociedad –entendiendo por papel estratégico su eficacia en impulsar dicho desarrollo más allá de sus fronteras materiales y culturales. Dicho de otra manera: sólo puede aspirar a esa conducción un sujeto que se encuentra en condiciones efectivas de construir políticamente un proyecto nacional a partir de su perspectiva singular. La fuerza que expresa la mayor contradicción con el orden establecido debe buscar alianzas con otras fuerzas que posiblemente no van tan lejos o tan a fondo en el antagonismo, pero que aceptan el liderazgo, es decir la articulación de sus demandas en el programa y en las condiciones que propone la fuerza que dirige, e incrementan el número de los combatientes.

Al igual que para Marx, para Gramsci ese actor era el proletariado industrial; lo mismo que para Lenin, el desafío fundamental de la construcción hegemónica desde el proletariado (en realidad, desde el partido político del proletariado) era proyectar la conducción de la clase hacia el campesinado, que tanto en Rusia como en Italia y de hecho en toda Europa constituía la mayoría de la población y permanecía subordinada de diversas maneras al poder terrateniente y eclesiástico.“Alianza” no debería ser entendida como una sumatoria simple de sujetos que preservan su identidad individual sino como la fusión político-ideológica de los integrantes y su conversión ideológica en un sujeto político; un proceso en cuyo desarrollo una fuerza organizada ejerce la conducción intelectual y moral sobre un conjunto de grupos subordinados, “planteando todas las cuestiones en torno a las cuales hierve la lucha no sobre un plano corporativo sino sobre un plano «universal»” (M:57-58).

El desarrollo ulterior del capitalismo cambió la fenomenología del asunto en lo que respecta a la fisonomía socioeconómica de los actores, a la configuración de las clases, a su heterogeneidad interna, al surgimiento de nuevos sujetos sociales, etc., y en consecuencia se discute que sea posible o relevante asignar al sujeto “clase” la centralidad heurística del pasado. El cuestionamiento es válido desde la perspectiva sociológica, pero no descalifica la proposición gramsciana. Lo que Gramsci postula es que los procesos de construcción hegemónica siempre giran en torno a un sujeto que, por efecto del desarrollo capitalista y su particular inserción en ellos, están en condiciones de proponer una visión de la sociedad que de una manera u otra se hace cargo de las perspectivas de otros grupos subalternos, de sus demandas y expectativas de mejoramiento existencial y de unificarlos sea en la reproducción o en el enfrentamiento al orden de poder existente y la redefinición integral del mismo. En este contexto la expresión “clase” no significa nada más –en realidad, nada menos- que la eficacia del diseño político y moral para sostener o sustituir radicalmente ese orden de poder, incluyendo el sistema de organización socioeconómica que lo sostiene.

 

La construcción de hegemonía es siempre un proceso político y moral que guarda correspondencia con la función que el grupo dirigente desempeña en la estructura socioeconómica; entre otras razones, porque son las condiciones de inserción en ella las que orientan y alimentan las elaboraciones espirituales o ideológicas del conjunto sintetizado en la práctica de la hegemonía. No es necesario ser determinista o economicista para darse cuenta que es dificil que el progreso de los “grupos subalternos” surja de, o sea conducido por, banqueros, especuladores inmobiliarios, CEOs de corporaciones multinacionales o titulares de fondos buitre, o que –porque en política nunca hay que decir nunca- ante una crisis hegemónica que no deje alternativas, lo harían en los términos y con los alcances de procesos conducidos por actores menos favorecidos por las ventajas de la vida. La hegemonía, como forma específica de construcción y ejercicio de poder político, no tiene por definición teórica un sujeto privilegiado en lo que dice relación con una dada identidad socioeconómica, sino con la función estratégica que desenvuelve en un cierto contexto histórico, que da plausibilidad a sus pretensiones de conducción. La fisonomía de ese sujeto puede ser contingente, pero no lo es el papel habilitante, simplemente porque no todas las contradicciones y los conflictos de poder sobre los cuales se organiza un ordenamiento político-estatal son antagónicas o pueden desplegar la misma virtualidad antagonizante. La corporización de esa virtualidad antagónica en un determinado sujeto en un determinado momento y escenario es una contingencia histórica, pero no una aleatoriedad. Ya Maquiavelo había advertido que las contingencias políticas no deben ser confundidas con el azar, y que la fortuna, siempre volátil y veleidosa, debe ser provocada por las acciones virtuosas del Príncipe.

 

La efectiva construcción de hegemonía no es, entonces, algo que esté al alcance de cualquier sujeto subalterno y tampoco es el fruto directo de actos de voluntad de una conducción exitosa. Sin las condiciones materiales el programa no va más allá de un conjunto de proposiciones literarias, de análisis académicos, de aspiraciones de deseos o de intransitivas explosiones de ira social; sin programa político la propuesta no supera el plano de lo económico-corporativo(M:56).[5] De ahí el papel relevante de los intelectuales orgánicos, es decir intelectuales que, sin pertenecer necesariamente (en términos sociológicos) a una determinada clase o grupo social, expresan o estilizan en su producción literaria, filosófica, o en sus energías y aptitudes organizadoras, la práctica social de esa clase o grupo.[6]

 

En el capitalismo desarrollado la hegemonía se construye en la sociedad civil, que abarca al conjunto de organismos “vulgarmente llamados «privados»”: medios de comunicación, iglesias, sindicatos, partidos, escuelas, asociaciones de esparcimiento (I:30). Un grupo debe ser socialmente hegemónico para llegar a serlo en el plano político, pero la plena explicitación de la función hegemónica sólo tiene lugar cuando el grupo, de hecho la coalición de grupos y su expresión organizativa (frente, movimiento, partido) se convierte en Estado, porque éste dota de imperatividad universal a los intereses, objetivos y visiones de esa parte de la sociedad. Este es el trayecto que la burguesía recorrió y del que también debe hacerse cargo la clase obrera:

Las clases subalternas, por definición, no se unifican ni pueden hacerlo hasta que puedan devenir «Estado»: su historia, por lo tanto, está entrelazada a la de la sociedad civil, y es una función «desagregada» y discontinua de la historia de la sociedad civil y, por ello mismo, de la historia de los estados o grupos de estados (BC:118)

Gramsci descartó la viabilidad de la estrategia bolchevique basándose en las diferencias entre el escenario político-económico en que había triunfado(“Oriente”, donde la sociedad civil era “primitiva y gelatinosa”), y “Occidente” (Alemania ante todo) donde había sido derrotada. Aquí la sociedad civil es sólida y constituye una especie de trinchera o sistema de trincheras que rodea defensivamente al Estado y neutraliza cualquier intento de ataque directo (M:81, 83).[7]La avanzada frontal sobre el poderfue exitosa en Rusia porque la sociedad civil no presentaba esas defensas; montado sobre los efectos de la guerra y la crisis económica, el partido bolchevique embistió contra el Estado y lo sustituyó –“La revolución fue una emanación directa de la guerra y ésta fue a la vez la piedra de toque en que se probaron los partidos y las fuerzas de la revolución” (Trotski 1918:22). La construcción de la hegemonía se hizo a partir del Estado; la sociedad que no se revolucionó antes “desde abajo” debió revolucionarse después “desde arriba” a lo largo de muy violentas confrontaciones político-militares. La sociedad civil primitiva y fragmentada que favoreció la táctica bolchevique fue también la gran reserva de la contrarrevolución que se activó durante la guerra civil y el terror blanco subsiguientes: “la revancha de la historia por la facilidad con que habíamos obtenido el poder” (Trotski).

Es fácil apreciar en la formulación de Gramsci la gravitación de la experiencia de la Revolución Francesa. Existe sin embargo una diferencia importante entre lo que podemos llamar hegemonía desde el poder estatal, y (contra) hegemonía “desde abajo”. La hegemonía burguesa se asienta culturalmente en una unidad que oculta las bases efectivas de la dominación y las causas reales de la explotación y la subordinación; bloquea, a través del despliegue de una variedad de prácticas y aparatos, la intelección de las contradicciones y vulnerabilidades de esa dominación/subordinación; los grupos subalternos, por su posición estructural en el capitalismo, se encuentran “expropiados” de los instrumentos institucionales de producción ideológica (Anderson 1981). En consecuencia la hegemonía de estos sujetos debe tomar como punto de partida el “desvelamiento de los engaños ideológicos que ocultan la dialéctica de la realidad” (Gerratana 2013). Esta especie de hegemonía de la verdad y la transparencia de clase no se reduce a una cuestión simplemente moral o simbólica. La contradicción que ella plantea con la condición estructuralmente subordinada de las clases trabajadoras explica la coincidencia de Gramsci con la tesis leninista de la imposibilidad de generación espontánea de una conciencia crítica que vaya más allá de lo corporativo; por lo tanto la necesidad de un actor externo que cumpla esa tarea (Lenin 1902; M:56-57). La relevancia de la orientación externa se debe a que la nueva concepción del mundo no puede limitarse a la relación categorial inmediata (propietario-no propietario, obrero-capitalista) sino que debe abarcar las relaciones de todas las clases sociales entre sí y en sus relaciones con el Estado; que proporcione una visión integral de la sociedad y no la experiencia inmediata, corporativa del proletariado o de cualquier otro actor individualmente considerado (I:35-36).

Aquí adquiere especial significado el conocido pasaje sobre el alcance y los límites de los compromisos, concesiones y sacrificios del grupo dirigente en la construcción hegemónica:

El hecho de la hegemonía presupone indudablemente que se tienen en cuenta los intereses y las tendencias de los grupos sobre los cuales se ejerce la hegemonía, que se forma un cierto equilibrio de compromiso, es decir que el grupo dirigente hará sacrificios de orden económico-corporativo, pero es también indudable que tales sacrificios y tal compromiso no pueden concernir a lo esencial, ya que si la hegemonía es ético-política no puede dejar de ser también económica, no puede menos que estar basada en la función decisiva que el grupo dirigente ejerce en el núcleo rector de la actividad económica (M:40-41).

Qué es lo “esencial” y qué no lo es resulta cuestión contingente dela conformación de los proyectos hegemónicos en conflicto y deriva, en definitiva, del modo en que cada sujeto racionaliza la realidad a partir de su inserción en ella y los intereses que alimenta; cada sujeto considera esencial aquellos aspectos de la formación socioeconómica y política cuya transformación cuestionaría la reproducción y las perspectivas de ampliación de su inserción en ella; esto implica no solo factores “estructurales” u objetivos sino el modo en que el sujeto los evalúa en su articulación política con otros sujetos. Hegemonía no es solamente un hecho político, ético y cultural, pero sus condiciones de posibilidad no emergen directamente desde la estructura. Tampoco es suma o agregado de sujetos subalternos a la manera de la “muchedumbre” deHardt y Negri o de las masivas pero a la postre efímeras movilizaciones globalifóbicas del pasado reciente, sino subsunción y síntesis en una conciencia colectiva y una conducción ideológica que dirige organizandola propia complejidad.[8]

Esta es la fase “más estrictamente política, que señala el neto pasaje de las estructuras a las superestructuras complejas”, en la cual

las ideologías ya existentes se transforman en «partido», se confrontan y entran en lucha hasta que una sola de ellas, o al menos una sola combinación de ellas, tiende a prevalecer, a imponerse, a difundirse por toda el área social, determinando además de la unidad de los fines económicos y políticos, la unidad intelectual y moral (M: 58)

Gramsci puso énfasis en la dimensión cultural o ideológica de la dirección del consenso y la cooperación política, en disputar en el campo de las ideas las trincheras ocupadas por las fuerzas del orden, pero no hasta el punto de descartar la eventualidad del recurso a la coacción y las vías de hecho como demarcación del siempre movedizo límite exterior de la colectividad política; además, el combate por la ideas siempre implica, cuando apunta a la construcción de poder, algo más que la simple contraposición de argumentos intelectuales, como lo demuestra su discusión de las “formaciones especiales” (M:75 y sigs.). Es verdad que diferenció, a este respecto, entre el “adentro” y el “afuera” de la construcción hegemónica: para los de adentro, dirección; para los de afuera, dominación. Pero la diferenciación entre unos y otros no sólo está sujeta a reformulación permanente a medida que los proyectos avanzan, se estancan, sufren reveses, se reformulan, o de las características del conflicto, sino que el balance “dirección-dominación” no reproduce necesaria ni mecánicamente la frontera “adentro-afuera”, porque la preservación de los grupos aliados e incluso su incorporación subordinada a la alianza se produce como resultado de previas y a menudo prolongadas y severas confrontaciones internas en torno, entre otros asuntos, al tipo de relación que se sostendrá con otros actores –hasta dónde, en una situación concreta, llegan los sacrificios y a partir de dónde comienza “lo esencial”.

La dispersión operativa de la lucha por las “trincheras” en la guerra de posición exige una fuerte centralización de la conducción estratégica, “una inaudita concentración de la hegemonía” que prevenga la dispersión de los esfuerzos y la disgregación de la fuerza propia (PP:53). Corolario de esto es el señalamiento acerca de la función de policía que en mayor o menor medida desempeñan los partidos políticos, quedando sujeto a discusión solamente “los modos y direcciones en que se ejerce tal función” (M:35, 73). En consecuencia: la hegemonía implica cierto tipo de consenso, pero la política es más que pura hegemonía; implica conducción, control y eventualmente coerción.

La coincidencia con la tesis de Lenin respecto a que en el nivel económico o reivindicativo la clase trabajadora no podría desarrollar una conciencia crítica de su propia explotacióny mucho menos aspirar a la hegemonía del conjunto de las clases subalternas tiene baseen los hechos de la realidad. En general los grupos subalternos tienen una idea muy difusa de las causas de su condición y del modo en que podría ser superada; usualmente esa idea es tributaria del papel pedagógico de una amplia variedad de aparatos y prácticas ideológicas a través de los cuales los grupos en el poder ejercen la hegemonía –la función pedagógica, latu sensu, del Estado. La idea de que solamente un cambio integral genera condiciones para su propio progreso muy raramente se desarrolla espontáneamente y las más de las veces está asociada a una fantasía de preservación.[9]Además, la propia diferenciación de los grupos subalternos en este nivel de las percepciones existenciales y de los intereses inmediatos conspira contra el reconocimiento de una dimensión compartida de opresión y explotación; es difícil que se desarrolle en ellos algo más que un sentimiento de imposibilidad de seguir soportando el presente orden de cosas.[10]

 

La intervención de un agente exterior al sujeto en tanto categoría socioeconómica (el príncipe moderno, es decir el partido) desempeña la tarea intelectual y política de superar esa contradicción, permitiendo a la clase pasar del primer momento o grado de la relación de fuerza de los intereses corporativos, al “segundo momento”, en el que se configura la hegemonía, cuando se logra “la conciencia de que los propios intereses corporativos, en su desarrollo actual y futuro, superan los límites de la corporación de grupo puramente económico y pueden y deben convertirse en los intereses de otros grupos subordinados” (M:57).La organicidad de los intelectuales consiste en su contribución a que los actores subalternos asuman su condición de tales, admitan la injusticia –es decir el inmerecimiento- de esa situación, la posibilidad de ponerle fin, la conciencia de que esa realidad, más allá de su especificidad,planteaplausibles coincidencias con otros grupos también subordinados; vale decir, el desarrollo de una visión crítica de la situación propia y la convicción de que al modo específico de su subordinación sólo puede ponérsele fin luchando contra toda forma de subordinación. Este no es un proceso unilineal desde los esclarecidos o supuesta vanguardia hacia las masas, ni tampoco solamente desde estas hacia aquellos, sino un ida y vuelta en el que ambos elementos construyen una unidad de concepto, el punto de no retorno del proyecto político.

En este enfoque permanece de todas maneras la incongruencia de afirmar, a un mismo tiempo, la imposibilidad del desarrollo de una conciencia crítica a partir de los intereses económico-corporativos en una sociedad civil cuya anatomía “hay que buscarla en la Economía Política” (Marx 1859)y la premisa de que la hegemonía se construye en la sociedad civil antes de manifestarse en el plano político. Gramsci resolvió esa incongruencia trasladando conceptualmente a la sociedad civil al plano de las superestructuras. Efecto de ese pasaje sociedad civil resulta ahora el conjunto de relaciones sociales prácticas y simbólicas que se instaura y desenvuelve sobre la base de unas dadas relaciones de producción y de los modos en que los sujetos las conceptualizan:“uno de los dos grandes planos superestructurales” en las sociedades de “Occidente”, siendo el otro plano el de la sociedad política o Estado (I:30).

Es cuestión ajena al objeto de este trabajo dilucidar qué tan “marxista”, “revisionista” o “postmarxista” es este desplazamiento teóricoque ha motivado amplios e inconclusos debates. La propia caracterización de Marx de la sociedad civil señala una interpenetración de lo estructural -“todo el complejo de las relaciones materiales entre los individuos en el seno de un determinado grado de desarrollo de las fuerzas productivas”- con lo superestructural -su necesidad de afirmarse “hacia el exterior como nacionalidad y organizarse hacia el interior como Estado” (Marx y Engels 1846:72) y la de la clase obrera en erigirse como “clase nacional”(Manifiesto, II). Apoyándose en la tesis según la cual los hombres toman conciencia de los conflictos de la estructura en el terreno de la ideología (Marx 1859; BC:47; M:42), y de su propia concepción de la “historicidad de la filosofía de la praxis” (R:100), Gramsci elaboró el concepto-síntesis de bloque histórico, como “unidad entre la naturaleza y el espíritu (estructura y superestructura), unidad de los contrarios y de los distintos” (M:19). “Estructura y superestructura forman un «bloque histórico» donde el complejo discorde y contradictorio de la superestructura es el reflejo del conjunto de las relaciones sociales de producción” (I:99-100).

La expresión “reflejo” desorienta a quienes privilegian el acento en la dimensión ideológica de la hegemonía y a primera vista resulta poco gramsciana, pero me parece que en este contexto no significa más que la vocación hegemónica de un actor no deriva de fantasías e imaginaciones –ya lo habían advertido Maquiavelo y Spinoza- sino “de la relación entre la voluntad humana y la estructura económica” (BC:99): la diferencia sustancial entre utopía y dirección política. “Bloque histórico” no refiere únicamente a la conflictiva correspondencia entre estructura y superestructura en una determinada formación económico-social sino a un momento fundamental de la lucha política que se desenvuelve en ella.

El modo en que esa relación “discorde y contradictoria” se procesa no es el efecto inercial o necesario de un movimiento de la estructura sino del modo en que la conciencia de los sujetos la procesa como ideología, ética, cultura. Lo histórico del bloque histórico radica, precisamente, en esa articulación, que en su forma precisa de configurarse siempre está abierta a la intervención de una multiplicidad de factores. La óptica gramsciana cuestiona el supuesto de la determinación de las superestructuras por la estructura de la producción material; ésta, como máximo, define las condiciones de posibilidad sobre las que opera la intervención de los individuos y sus agrupamientos sociales, la praxis, con resultados siempre contingentes. Es la política la que convierte al “deber ser” de los fines e intereses en “realidad efectiva” (M:47,50). Pero esto no ocurre en alas del azar: “Una reforma intelectual y moral no puede dejar de estar ligada a un programa de reforma económica, o mejor, el programa de reforma económica es precisamente la manera concreta de presentarse de toda reforma intelectual y moral” (M:15, 159). Por eso Gramsci vuelve una y otra vez a la doble advertencia de Marx en el Prólogo de laContribución a la Crítica de la Economía Política -“los dos principios fundamentales de ciencia política” (M:83):

Ninguna formación social desaparece antes de que se desarrollen todas las fuerzas productivas que caben dentro de ella y jamás aparecen nuevas y más altas relaciones de producción antes de que las condiciones materiales para su existencia hayan madurado en el seno de la propia sociedad antigua (Marx 1859).

El desplazamiento de la sociedad civil a las superestructuras no la emancipa de su apoyatura respecto del modo y grado de desarrollodel capitalismo, pero habilita reconocer el papel material de lo político-ideológico y no sólo, a la manera convencional, su determinaciónunilateral por la estructura.En este sentido es importante destacar que la glosa al Prólogo de 1859 estuvo acompañada de una advertencia: “Se entiende que estos principios deben primero ser desarrollados críticamente en toda su importancia y depurados de todo residuo de mecanicismo y fatalismo” (M:83). Hay aquí una implícita referencia a las Tesis sobre Feuerbachy a la Crítica a la Filosofía del Estado de Hegel, y al papel de la actividad humana consciente en la configuración de la realidad objetiva en que ella se desenvuelve. Gramsci pone el acento en la creatividad humana, pero una creatividad que se desarrolla y aspira a la eficacia en configuraciones históricas cambiantes; como él mismo destaca, del señalamiento de 1859 “depende en forma inmediata el problema de la formación de una voluntad colectiva” (M:99). Esa voluntad colectiva es el Estado, entendiendo por tal “hegemonía revestida de coerción” y, más ampliamente, “sociedad política + sociedad civil” (M:158).

Así entendida la sociedad civil de Gramsci tiene poco que ver con la “sociedad civil” de los documentos programáticos de los organismos financieros internacionales y su nutrida y variada red de “organizaciones no gubernamentales”, de la ideología neoliberal o del postmodernismo. En éstas se afirma una dicotomía entre sociedad civil y Estado y sus respectivos sujetos (el burgués, el ciudadano) que vacía de política a la primera y le deja como contenido la dinámica del mercado y la competencia de los intereses particulares, y concomitantemente reduce el segundo a pura coacción. De esta manera se despolitiza la conflictividad inherente a las relaciones “sociales”, y lo político –el poder, la soberanía- se confina en el Estado. Es ésta una concepción que en su formulación inicial es posible rastrear en la visión dicotómica de Norberto Bobbio (Bobbio 1972). Bobbio vio en Gramsci una especie de Marx invertido: donde éste señala la determinación del Estado (lo político coactivo) por la sociedad civil (el “teatro de la lucha de clases”)Gramsci simplemente invertiría la relación: la sociedad civil determina al Estado. En los dos casos desaparece el papel de la política como mediación entre estructura y superestructura o, mejor aún, como momento teórico-práctico de la síntesis que se expresa en el bloque histórico. Se invierte el sentido de la relación, la prioridad de uno u otro de sus elementos, pero la relación dicotómica se preserva. Al contrario, para Gramsci la distinción entre sociedad civil y sociedad política es metodológica y no orgánica (M:39), porque la estructura se conserva o se transforma a través de la acción política, y ésta no puede prescindir de los factores subjetivos -cultura, tradiciones, memorias... La caracterización misma de la economía como economía política indica que sus categorías no son simples datos objetivos sino el resultado de la lucha política.[11]

Es evidente de todas maneras la funcionalidad de la reconceptualización gramsciana de la sociedad civil en la perspectiva de la guerra de posición. Se advierte claramente un efecto de reciprocidad entre la construcción hegemónica en aquella y la conquista gradual, progresiva de sus “trincheras”: la hegemonía alternativa avanza sobre las trincheras de la sociedad civil, y ese avance es también avance en el Estado y finalmente la convierte en éste. La herramienta de ese doble movimiento es el partido, el “príncipe moderno”, el “hombre colectivo”, la fuerza política de intelectuales orgánicos, prefiguración del “estado educador”, que aporta a las clases subalternaslo que ellas no están en condiciones de alcanzar desde sus condiciones materiales de vida: organización, herramientas de desarrollo de un pensamiento crítico (escuelas, formación política, medios de información), participación electoral, propuestas legislativas, y la eventual formación de alianzas o convergencias con otros grupos y organizaciones subordinados (M:154-155; MB:85). Desde el punto de vista de la dinámica política, hegemonía y guerra de posición deben ser entendidas entonces como dos aspectos de un mismo proceso.

 

Ahora bien: ¿en qué medida o en qué sentido la metáfora “guerra de posición” expresa un concepto nuevo, significativamente distinto, de la práctica política convencional en las democracias representativas, o es simplemente un nuevo nombre, sin dudas efectista, para la política democrática de siempre, pero que en aras de las exigencias de la retórica política de la época le da un revestimiento más combativo a la afirmación de que el tiempo y las condiciones para una revolución a la manera bolchevique, han pasado –una especie de “lassallismo de izquierda”?Tampoco queda claro hasta dónde puede llegar políticamente, es decir como disputa de poder, la guerra de posición. ¿Puede, por ejemplo, afectar eso que Gramsci llamaba “lo esencial” –los límites de la configuración actual del orden de poder-? ¿O conducir a la progresiva disolución del Estado como contrapartida de la igualmente progresiva conquista de las trincheras? Lo cierto es que la realidad a la que la metáfora alude no es otra que la de la política democrática y su competencia de mayorías y minorías, alianzas y oposiciones. Las clases y grupos que se expresan a través de los partidos buscan sostener o incrementar la hegemonía en la sociedad y en el Estado; compiten electoralmente para aumentar su gravitación en el parlamento y otros órganos representativos y en los órganos de ejecución. Dada la inviabilidad del asalto político- militar al poder, solo quedan como alternativa, en el planteamiento gramsciano, “las modificaciones moleculares que en realidad modifican progresivamente la composición precedente de las fuerzas y se convierten por lo tanto en matrices de nuevas modificaciones" (M:85).

Surge de la propia construcción intelectual de Gramsci que la afirmación precedente no es otra cosa que el corolario de una dada correlación de fuerzas que se sostiene dinámicamente en el tiempo. Esto no diluye sin embargo la interrogante que él mismo se planteó, que se ubica en otro nivel de razonamiento y para la cual no adelantó respuesta:

¿Se quiere que existan siempre gobernados y gobernantes o, por el contrario, se desea crear las condiciones bajo las cuales desaparezca la necesidad de que exista tal división? O sea, ¿se parte de la premisa de la perpetua división del género humano o se cree que tal división es un hecho histórico, que responde a determinadas condiciones? (M:26).

3. Guerra de posición y revolución pasiva

 

La máxima expresión de un sistema hegemónico se alcanza cuando los cuestionamientos de los grupos subalternos se manifiestan y procesan a través de las vías y en los términos que el mismo sistema define. Sin embargo la construcción contrahegemónica (la “guerra de posición”) les permite dar la pelea por el trazado efectivo de esos límites de acuerdo a la generación de teorías, marcos interpretativos, criterios axiológicos y su instalación en el plano estatal (legislación, tribunales, sistema escolar, universidades, medios de comunicación…) y su corporización en prácticas sociales y aparatos institucionales. Sin ir más lejos así se desarrolló e instaló el derecho laboral, conjunto de normas positivas y criterios de interpretación que intentan compensar el desbalance de poder que surge del mercado de trabajo y de la configuración estructural del capitalismo (Korsch 1980). El “sistema” es la síntesis de las convergencias, alianzas y antagonismos planteados por los proyectos hegemónicos en pugna.

Sin perjuicio de su señalamiento sobre los frutos que podrían recogerse de la lucha política dentro del sistema institucional, Engels reconoció los previsibles límites de la misma: las clases gobernantes, advertidas de la caja de Pandora que habían contribuido a destapar, podrían decidir volver a cerrarla por la vía coactiva, tirando abajo las libertades y derechos hasta entonces reconocidas y ganadas por las luchas populares (Engels 1895). La larga lista de golpes de estado, fraudes y otras manipulaciones electorales, proscripciones, pustchs ejecutados desde entonces para contener o revertir el avance popular le dan la razón.

Gramsci tampoco alimentó ilusiones; desde las páginas de l’Ordine Nuovo, el periódico del PCI del que era director, denunció con insistencia las tropelías de las escuadras fascistas destinadas a sembrar el terror (por ejemplo ON:35), y en sus notas desde la cárcel llamó la atención sobre las tentaciones de apoltronamiento, burocratización, corrupción o chantaje ante las que podrían incurrir o sucumbir los funcionarios de los partidos populares y las organizaciones sindicales, su cooptación por los grupos del poder o su infiltración por los aparatos represivos del Estado (M:72, 73). No prestó atención al riesgo planteado por Engels, pero en cambio admitió la eventualidad de que el Estado, ante las amenazas planteadas por la guerra de posición, escapara “hacia adelante” haciéndose cargo de algunos de los planteamientos centrales de las fuerzas contrahegemónicas, articulándolos de manera subordinada a su propio proyecto de dominación –es decir, sin que ello implicara un cuestionamiento de “lo esencial”. A esto le llamó revolución pasiva.

El momento en que la revolución pasiva se presenta como posibilidad se caracterizaría por un fuerte y persistente despliegue de fuerza por las clases subalternasen ejercicio de la guerra de posición, que pone en jaque la hegemonía del bloque dominante. Ante la eventualidad de la crisis, el Estadointerviene directamente en la relación de fuerzas, haciéndose cargo de acciones reclamadas por las clases subalternas y previniendo de esta manera una mayor radicalización. La función hegemónica que corresponde al grupo dirigente es asumida en la coyuntura por el Estado. “Lo específico de la revolución pasiva no es que un grupo social sea el dirigente de otros sino que el Estado sea dirigente de aquél y que ponga un ejército y una fuerza político-diplomática a su servicio” (R:61). A través de sus aparatos administrativos el Estado introduce mejoras en las condiciones de existencia de las clases subalternas en la sociedad civil y en su involucramiento activo en la sociedad política, aunque no altera su condición de subalternidad: la antítesis se desarrolla en los términos de la tesis (M:86). En consecuencia “tiene la virtud de crear un periodo de expectación y esperanzas (…) y por lo tanto de mantener el sistema hegemónico y las fuerzas de coerción militar y civil a disposición de las clases dirigentes tradicionales” (id. loc.cit.). La revolución pasiva sería así la correspondencia, en el campo político, de la guerra de posición en el terreno de la sociedad civil (R:200; M:83).

Gramsci formuló la idea en sus reflexiones sobre elRisorgimento italiano y el triunfo de los sectores moderados de la burguesía en la concreción de la unidad nacional. Fue, a su juicio, una “revolución sin revolución” porque no se apoyó en una revolución política burguesa que, en una etapa de radicalización jacobina,hubiera dado definido final a la dominación tradicional (R:47). A partir de esa experiencia generalizó el concepto a los procesos de reformas que no hubieran surgido de una revolución política –que, ya se vio, su propia concepción descartaba- y por lo tanto no fueran un resultado de ella sino de un reacomodo interno en la relación de fuerzas al que llamó transformismo (M85).Si la guerra de posiciones es una forma metafórica de expresar la práctica de una política de reformas, la revolución pasiva es un nivel de esa guerra en el que el avance político y no sólo reivindicativo de las fuerzas populares,y las transformaciones “internas” que el bloque de fuerzas populares experimenta a medida que el proceso se desenvuelve, obliga a la introducción de modificaciones en el bloque de fuerzas dominantes que son quienes impulsan, consienten o negocian medidas específicas de reforma.

A través del Estado las clases tradicionales retienen la iniciativa, se ponen por delante de la organización y las movilizaciones populares. Esto no descarta conflictos entre el Estado y algunos de los grupos integrantes del bloque en el poder y consiguientes modificaciones dentro de ese bloque. A su turno estos conflictos y las reformas introducidas contribuyen a ampliar la hegemoníadel Estado y la reproducción del sistema político económico y su reformulada división en dirigentes y subordinados. Por esa razón Gramsci se refiere a la revolución pasiva como “revolución-restauración"(M:86). La virtualidad revolucionaria de los avances populares se conjuga con la restauración (¿la modernización?) de un poder cuestionado por esos avances y la reformulación de las relaciones internas en el bloque de poder; pone fin por un tiempo a una crisis de hegemonía restaurando dinámicamente el principio de autoridad del capitalismo.

Ejemplo frecuente de revolución pasiva es el de las reformas del canciller Bismarck. Ante el fracaso de la política represiva con que intentó frenar el avance del partido socialdemócrata y los sindicatos obreros, Bismarck promovió e hizo aprobar en el Parlamento el sufragio universal (masculino) y una legislación de protección social que incorporaron al sistema político sectores amplios de las clases asalariadas; beneficios sociales que integraban el programa de confrontación del socialismo y que ahora el Estado asumía en el marco de la preservación de la fórmula de poder en la que se sustentaba. Para ello, Bismarck debió superar las objeciones y resistencias de su clase de origen y de los industriales (cfr Przeworski 1988). También se presenta como ejemplo de revolución pasiva al populismo latinoamericano y en especial al peronismo, tanto en su versión original como en posteriores resignificaciones (por ejemplo Kohan 2006; Svampa 2013); el discurso de Perón en la Bolsa de Comercio de Buenos Aires (Perón 1944) es normalmente interpretado como un caso típico de anticipación estatal reformista a una insurrección obrera de inspiración comunista.[12]En estos y otros ejemplos el Estado aparece desempeñando una función hegemónica en la que se presenta como expresión de la Nación.

El concepto de “revolución pasiva” puede ser leído como un desvío en el camino teórico diseñado por el marxismo revolucionario, forzado por determinadas correlaciones de fuerzas, una imposición de la realidad política: la toma del poder por asalto no es posible y la hegemonía desde la sociedad civil (guerra de posición) no basta; las crisis económicas no son suficientes, y en ocasiones tampoco necesarias, para catapultar el asalto al poder. ¿Significa esto que en el capitalismo avanzado sólo son viables las revoluciones pasivas? En los términos en que Gramsci presentó el asunto, sólo es posible una respuesta afirmativa, coincidente con su afirmación sobre la imposibilidad de las revoluciones “activas”. De acuerdo a su referencia al Prólogo de 1859, los desarrollos experimentados por el capitalismo como sistema político-económico demostrarían que, en cuanto modo de producción, éste todavía no alcanzó sus límites y por lo tanto no se dan aún las condiciones objetivas para su reemplazo por un sistema mejor. Sí parece posible introducir modificaciones y reformas en la medida en que no afecten las “variables esenciales” (estructurales y políticas) de ese sistema, que son también las que definen y aseguran la reproducción de los grupos subalternos como tales. Pero ponerse de acuerdo respecto de qué de esencial en esas variables no es sencillo, en cuanto también ellas son el producto de una conjunción de elementos objetivos y de valoraciones ideológicas o culturales en función de intereses y apreciaciones políticas; en último análisis, de un acto interpretativo avalado por una dada relación de fuerza.

La revolución espasiva porque en ella las clases populares carecen del nivel de autonomía organizativa y de iniciativa política que hacen posible plantearse la cuestión política del poder en los términos de eso que él mismo caracterizó como el tercer nivel, político-militar, de la relación de fuerza (M:59), mientras que el Estado capitalista despliega una iniciativa de la que la burguesía carece. Pero no queda claro en qué sentido una revolución pasiva es una revolución, o qué hay de revolucionario en una revolución pasiva.¿Una revolución es el momento puntual de la ruptura “jacobina” por vías ilegales, generalmente violentas, que derriba un sistema estatal y lo sustituye por otro, o es eso más la transformación del orden socioeconómico y político acorde con esa ruptura? Y derivado de lo anterior: ¿cuál es el tiempo de una revolución?

Si por revolución se entiende“el derrocamiento político desde abajo de un orden estatal y su reemplazo por otro” (Anderson 1984), es claro que sólo hay revoluciones como producto de las guerras de movimiento. Si en cambio revolución significa la transformación de un sistema político-económico con independencia de cómo los grupos contrahegemónicos alcanzaron el poder estatal, el descarte o la admisión de lo revolucionario en una revolución pasiva pasan por una valoraciónex post en el largo plazo de las transformaciones y de los ulteriores realineamientos de fuerzas. No toda revolución “desde abajo” consiguió sustituir el viejo orden por uno nuevo y mejor, y estamos viendo en algunos países de América del Sur procesos de cambio radical impulsados desde la “sociedad política”, que le dan un sentido profundo a la esperanzada alegoría del presidente Evo Morales: “Este Parlamento será el Ejército de Liberación Nacional”.[13]

La revolución pasiva introduce modificaciones progresivas en las precedentes composición y relación de fuerzas, que “se convierten por lo tanto en matrices de nuevas modificaciones” (M:85). Es posible por lo tanto concebirla como un “período histórico”, como un proceso de prolongado desenvolvimiento en el cual guerra de posición y guerra de maniobra se identifican y en determinado momento la primera podría llegar a transformarse en la segunda (M:84). Por supuesto, éste es un “movimiento” de dirección opuesta al que planteó en Pasado y Presente (PP:53); más allá de una discordancia de momentos de escritura, parece claro que Gramsci optó por el tiempo largo de las transformaciones sustantivas; la convergencia de guerra de posición y guerra de maniobra no parece significar más que, como efecto de la primera, el aparato estatal, para hacer efectiva su intervención en lo económico-corporativo, por lo tanto su relación con las clases subordinadas y, en general, con la sociedad, debe admitir transformaciones de cierta magnitud en su diseño político-institucional que abren espacios de participación y decisión a las fuerzas subalternas.

La afirmación de la revolución pasiva como periodo histórico “largo” ha servido a algunos autores para afirmar la homología entre revolución pasiva y lo que usualmente se denomina modernidad. En esta línea de interpretación, Anderson elaboró un convincente análisis de los desarrollos socioculturales que condujeron a la configuración de lo que generalmente llamamos modernidad, a la conjugación de rupturas, continuidades y resignificaciones que condujeron a la transformación político-económica e ideológica del capitalismo del siglo XIX en las complejas formaciones de la primera mitad del siglo XX, de las que fueron motor incuestionable las movilizaciones obreras y populares enfrentadas a las resistencias de las clases tradicionales (Anderson 1984, en sentido similar Thomas 2006).

La revolución pasiva sería entonces la metáfora de un tipo particular de modernización capitalista–una debilidad de esta conclusión, que de todos modos Anderson formula de manera elíptica, es que choca con su propio concepto de revolución.[14]Dejando de lado esta cuestión que tiene que ver más con Anderson que con Gramsci, una interpretación significativa debería invertir la relación: la modernización (capitalista) y la modernidad como dimensión cultural serían en definitiva efectos o resultados de una prolongada revolución pasiva alimentada por las luchas y las confrontaciones de proyectos hegemónicos que en su antagonismo generan esa “revolución-restauración” que se expresa en el transformismo.

Emparenta con este enfoque la tesis de la democracia radical de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe. Estos autores interpretan la concepción gramsciana de la hegemonía y la guerra de posición como una especie de gambito teórico que al par que abandona la hipótesis de la revolución como cambio total del sistema socioeconómico y político, postula que el cometido propio de la política consiste en extender los ideales de libertad e igualdad de la “revolución democrática liberal” a nuevas áreas de la convivencia social. El desenvolvimiento de la modernidad/guerra de posición/política realmente existente y la dinámica de las nuevas luchas sociales encuentra en una lectura a la vez post estructural y post moderna de Gramsci una herramienta intelectual para impulsar la extensión de la democracia liberal hacia nuevos horizontes no contemplados en los diseños originales (Laclau y Mouffe 1987); “su objetivo no es crear un tipo de sociedad completamente diferente sino usar los recursos simbólicos de la tradición democrática liberal para luchar contra las relaciones de subordinación no sólo en la economía sino también los ligados a género, raza u orientación sexual, por ejemplo” (Mouffe 1996). La “democracia radical” comporta una concepción expansiva de la democracia por encima de los bordes de la concepción liberal pero no en detrimento de ésta.

El camino a la democracia radical es la guerra de posición, por lo tanto el largo plazo.“La «guerra de posición» implica precisamente la afirmación del carácter procesual de toda transformación radical –el hecho revolucionario es, simplemente, un momento interno de ese proceso-” Laclau y Mouffe 1987:223). Qué cosa es o puede/debe ser considerada una revolución, o qué tan radical es una propuesta democrática, son asuntos en definitiva contingentes a las relaciones de fuerza y a los escenarios, que han nutrido una rica y extensa bibliografía. La cuestión que se presenta aquí es otra: dada la identidad ya señalada entre guerra de posición y construcción hegemónica¿es la hegemonía una dimensión de la política en cualquiera de sus formas o, al contrario la hegemonía (por lo tanto la “guerra de posición”), es la forma de la política?

Llevados por la lógica incremental de su discurso, Laclau y Mouffe pasan de la primera opción –la hegemonía es un tipo de relación política (op.cit 185)- a la segunda: la hegemonía es la política (íd., 239), y la política es hegemonía (Mouffe 2005:24). El camino que conduce a este exceso que hace poca justicia a un libro de todos modos importante, coincide con una conclusión de paralela exorbitancia cuando el objeto temático es el populismo: éstees la política sin más, "la políticatoutcourt"(Laclau 2005a: 279; 2005b). La “razón populista” puede ser considerada la “razón política” porque ambas operan sobre el mismo antagonismo formal: pueblo vs poder constituido, con independencia del significado histórico específico que les da contenido real; llegados a este punto la insistencia previa en la indeterminación y contingencia de los sujetos y las prácticas hegemónicas, fundamentada por los autores en una variedad de argumentaciones que van desde la historia hasta el psicoanálisis pasando por la gramática y la teoría del discurso, deriva en craso esencialismo: en política todo es cuestión de amigo-enemigo, Carl Schmitt dixit. A su vezel populismo puede ser visto como la especie del género hegemonía que cuestiona el orden existente para sustituirlo por otro; “la teoría de la política como populismo es una variante de la teoría de la política como hegemonía” (Arditi 2010; íd. 2007). La misma lógica formal que conduce a reducir la política a uno de sus componentes (la hegemonía) lleva a hacer de toda política una variante del populismo.

Por diferentes senderos metodológicos las conclusiones de Laclau y Mouffe no conducen más allá ni a otro punto que las de Anderson: "revolución pasiva" es el nombre gramsciano de una lucha política prolongada para ampliar las fronteras de la democracia liberal.

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Posiblemente sea un exceso presentar a Gramsci como “el pensador de la derrota” (Portantiero 1981), pero es indudable que cierta frustración y desorientación políticas presidieron el “descubrimiento de Gramsci” medio siglo atrás en esta parte del mundo (Aricó 2005).La especificidad que da particular valor a su pensamiento, fundamentalmente a su personal lectura de Marx, deriva ante todo de la praxis que desarrolló en la Italia de su tiempo en el contexto de una Europa sacudida por la revolución bolchevique y la, esa sí, derrota de la revolución en Alemania. Encaró una y otra como desafíos para la elaboración de un marco metodológico teórico que fundamentara la viabilidad de una política de transformación del capitalismo a partir de las condiciones configuradas por las relaciones de fuerza predominantes, en las que revoluciones al estilo bolchevique resultaban, como efectivamente resultaron, inviables. En este sentido no implica una devaluación de su importancia afirmar que fue el gran teórico de una política progresista, o de izquierda, o sustantivamente democrática, en los escenarios político-institucionales, socioeconómicos y culturales del capitalismo europeo –escenarios cuya configuración se alcanzó tras largas y dolorosas luchas populares contra las estructuras y las prácticas de explotación y opresión. Ausentes las condiciones para una “guerra de movimiento”, toda la construcción intelectual de Gramsci está orientada a responder una interrogante central: ¿qué táctica impulsar entonces sin abdicar los grandes objetivos de la dignidad humana y la emancipación social, que sólo desde el Estado pueden hacerse efectivos?

Gramsci llamó a su respuesta “revolución pasiva” y, a juzgar por las notas que le dedicó, lo hizo a regañadientes.El nombre puede parecer excesivo para una política de democratización progresiva y una “guerra de posición” sostenida en el largo plazo a través de avances y retrocesos, alzas y bajas, entusiasmos y desazones, dentro de los parámetros del sistema capitalista. En realidad podría argumentarse que ni es revolución ni es pasiva: lo primero porque se desenvuelve siempre, como el propio Gramsci reconoció, dentro de las fronteras móviles del sistema capitalista; lo segundo, por la persistente evidencia de los tremendos y con frecuencia muy dolorosos esfuerzos que son necesarios para expandir la democracia más allá de los bordes que pretende fijar el poder establecido, o para impedir los retrocesos.

Por encima de los debates que se suscitan al respecto, parece fuera de discusión que las tesis gramscianas constituyen un aporte importante para fundamentar, desde una perspectiva teórica genéricamente marxista, la legitimidad de una práctica política ¿reformista? ¿revolucionaria? con los pies en la tierra de las configuraciones presentes y la mira en horizontes de emancipación social.Por eso, si no por otras razones,Gramsci entronca legítimamente con lo mejor del pensamiento político democrático occidental.

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Referencias

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[1]Vid. la introducción de Lucio Colletti a la edición de Quintin Hoare de esos textos de Marx. Colletti cuestiona la convencionalmente aceptada identidad de pensamiento entre Marx y Engels y plantea la responsabilidad de algunas obras de éste –específicamente Anti Dühring y la crítica a Feuerbach- en laversión unidimensionalmente economicista y determinista del pensamiento de Marx (Colletti 1975).

 

 

[2]Un argumento similar dará sustento en enero 1918 a la decisión de los bolcheviques de disolver la Asamblea Constituyente y sustituirla por el Consejo de Comisarios del Pueblo (Sovnarkom).

[3]Las citas o glosas de obras de Gramsci se efectúan de la siguiente manera: (BC) El materialismo histórico y la filosofía de Benedetto Croce; (I) La formación de los intelectuales; (M) Notas sobre Maquiavelo…; (ON) l’Ordine Nuovo; (PP) Passato e presente; (R)Il Risorgimento. Las referencias completas figuran al final del artículo.

[4] Engels reconoció, de todos modos, que esto tiene un límite: “a la postre (los partidos del orden) no tendrán más camino que romper ellos mismos esa legalidad tan fatal para ellos” (id. 25).

[5]Me parece pertinente traer como ilustración el caso del movimiento campesino en la Revolución Mexicana. De acuerdo a la mayoría de los historiadores esa fue la mayor limitación del zapatismo. Su programa, basado en la reivindicación del derecho a la tierra, nunca pudo erigirse en eje ordenador de un conjunto más amplio de fuerzas sociales; después de sangrientas luchas fue finalmente incorporado de manera subordinada al programa nacional que se articuló desde el Estado a partir de la Constitución de 1917. Las limitaciones “económico-corporativas” se advierten en el diálogo de incomprensiones entre Zapata y Villa que transcribe Enrique Krauze: Zapata reclama la tierra como eje de su visión integral, Villa habla del derecho a “las tierritas” como uno de los ingredientes de su programa político. Lo que para éste era un recurso de producción, para aquél era síntesis de lo primigenio (Krauze 2014:114).No pudo el zapatismo hacer pie firme más allá de su estado de Morelos, aislamiento que, ochenta años después, se reiteraría en Chiapas con el neozapatismo del pintoresco Subcomandante Marcos.

[6]Este es un asunto al que ya se había referido Marx en El 18 Brumario de Luis Bonaparte: lo que convierte estos intelectuales en representes de la clase “es que no van más allá, en cuanto a mentalidad” de donde va la clase “en sistema de vida”; “que por tanto se ven teóricamente impulsados a los mismos problemas y las mismas soluciones que impulsan (a la clase) el interés material y la situación social”.

[7]En un artículo de 1917 titulado “La revolución contra el capital” a la Gramsci destacó el modo en que, en la configuración alcanzada por el capitalismo en Rusia la estrategia de construcción hegemónica directamente en el plano político era la única vía hacia el triunfo; en esas condiciones de atraso estructural, “la revolución de los bolcheviques se compone más de ideologías que de hechos” (Gramsci 1917). Es interesante destacar que es en este artículo, aparecidoen el periódico del Partido Socialista Italiano apenas cuatro semanas después del triunfo bolchevique, donde se encuentran sus reparos más explícitos a ciertos aspectos deterministas de la obra de Marx.

[8]Lo que en el siglo XVIII postuló Sieyés y en el XIX Marx, en la Argentina del Centenario lo habría de afirmarlo la Unión Cívica Radical respecto de sí misma e inicios del siglo XX: “La Unión Cívica Radical es la opinión Nacional; es el pueblo argentino en lo que tiene de más altivo (…)”. Unión Cívica Radical (1910:447).

[9]Lo resumió Womack en el inicio de su biografía de Emiliano Zapata: “Este es un libro acerca de unos campesinos que no querían cambiar y que, por eso mismo, hicieron una revolución” (Womack 1969:xi).

[10]Es ilustrativa de este aspecto la colección de testimonios recogidos por José Bell Lara y sus colegas de la Universidad de La Habana de participantes provenientes de estos sectores sociales en la lucha revolucionaria en sus momentos iniciales (Bell Lara et al. 2012, esp. págs. 39, 41, 51, 56).

[11]Desde la economía y la antropología coincide con la visión gramsciana la tesis de Karl Polanyi (1992) acerca de las “mercancías fictas” -fuerza de trabajo, tierra y dinero- que sólo se convierten en mercancías “plenas”, objetos de intercambio y acumulación, por la intervención del poder político, asunto retomado más recientemente por Jessop (2008:15 y sigs.).

[12]Se discute si Perón recurrió a un argumento retórico ante una audiencia muy sensibilizada por el miedo de clase, o si estaba convencido de lo que decía. Sea como fuere, la eventualidad de una avanzada comunista tras el fin de la guerra también alimentaba los temores de mentes próximas al gobierno de Estados Unidos (cfr. Haring 1941:62).

 

[13]Discurso ante el Congreso en la toma de posesión de la Presidencia: Página 12, 30 de enero 2006.

[14]Revolución es un término con un significado preciso: el derrocamiento político desde abajo de un orden estatal y su reemplazo por otro. Nada se gana diluyéndolo en el tiempo o extendiéndolo a cada departamento del espacio social. En el primer caso resulta indistinguible de las meras reformas (…); en el segundo se diluye en una simple metáfora. (…) Una revolución es un episodio de transformación política convulsiva, comprimido en el tiempo y concentrado en su objetivo, con un comienzo determinado –cuando el viejo aparato estatal todavía está intacto- y un claro final, cuando ese aparato resulta decisivamente quebrado y uno nuevo es erigido en su lugar” (Anderson 1984).

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