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La izquierda latinoamericana y el resurgimiento de regímenes nacional-populares

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Carlos M. Vilas (*)

 

Resumen

En años recientes parece estar surgiendo en varios países de América Latina un nuevo tipo de izquierda política, menos confrontacional y más pragmática que sus antecedentes de las décadas anteriores al ajuste neoliberal, orientada a la construcción de amplias coaliciones políticas que apuntan a la introducción de reformas en varios de los aspectos más socialmente nocivos que ese ajuste dejó como saldo. Moderada y gradualista, con ciertas similitudes con los regímenes nacional-populares que a mediados del siglo pasado dinamizaron la modernización política y económica de la región, recurriendo a la competencia electoral así como a masivas movilizaciones públicas, la nueva izquierda suscita las expectativas ciudadanas de cambio democrático con sentido de progreso social tanto como las preocupaciones de los actores hegemónicos en la globalización.

 

Palabras clave: democracia, izquierda, neoliberalismo, populismo

 

1.         Una categoría incómoda

Nunca fue sencillo ponerse de acuerdo respecto a qué se entiende por izquierda en América Latina. Una de las especificidades de la política latinoamericana desde bien temprano el siglo XX consiste en las enormes y muy conocidas dificultades de la diferenciación convencional entre partidos o fuerzas políticas de derecha y de izquierda para dar cuenta de los más relevantes procesos de transformación social y política con sentido de progreso –algo generalmente asociado a posiciones de izquierda. Fenómenos de amplia convocatoria popular con impacto duradero en el diseño de sus sociedades y sus entramados institucionales, como las revoluciones mexicana y boliviana o las muchas variantes de regímenes nacional-populares, acoplan con dificultad con el concepto convencional de izquierda. Más aún: en diferentes momentos de su desarrollo esos procesos se vieron enfrascados en enfrentamientos ríspidos con partidos y organizaciones socialistas y comunistas, al mismo tiempo que impulsaban políticas de transformación que estimulaban las esperanzas de los trabajadores del campo y la ciudad y alimentaban la oposición de los sectores del poder económico o de las potencias que sentían cuestionada su hegemonía.

 

Como cualquier otra identificación política, la díada izquierda/derecha está históricamente determinada. Su caracterización es variable de acuerdo a tiempos y circunstancias, y su relevancia para enfocar la dinámica política es contingente. Siempre es posible identificar una derecha y una izquierda en la articulación de los procesos políticos con las dinámicas sociales, pero la relevancia o la pertinencia de tal modo de ver las cosas no constantes o insoslayables. En términos genéricos puede convenirse, por ejemplo, que izquierda refiere “al despliegue del progreso y del cambio” (Mastropaolo 1985), pero algunas experiencias sugieren que “cambio” y “progreso” no siempre resultan sinónimos. Las mudanzas sociales y económicas recientes en la mayoría de las repúblicas de la ex URSS no encajan fácilmente con la idea de progreso que en general despiertan muchos de los cambios políticos e institucionales que les sirvieron de sustento.

 

La afirmación de Bobbio de que el parte aguas entre izquierda y derecha es “la contraposición entre visión horizontal o igualitaria de la sociedad y visión vertical o no igualitaria”, “la diferente actitud que asumen los hombres que viven en sociedad frente al ideal de la igualdad” ((Bobbio 1995:131, 135) no es aceptable sin más. En la última década la problemática de la desigualdad social se ha incorporado a la agenda de algunos de los más relevantes actores de la globalización financiera y la reestructuración capitalista en clave neoliberal (por ejemplo Birdsall et al. 1996; BID 1998; World Bank 2001; De Ferranti et al. 2004). En esos organismos y en los grupos académicos vinculados a ellos la preocupación por la desigualdad aparece asociada a la necesidad de dar mayor dinamismo al crecimiento económico, consolidar los arreglos institucionales de apoyo a las reformas macroeconómicas y reducir el potencial de conflicto que se nutre de las múltiples manifestaciones de la desigualdad social. Más que la asociación entre “el ideal de la igualdad” y el de justicia a la que Bobbio alude, estos nuevos críticos están más preocupados por la difícil compatibilización entre desigualdades sociales y gobernabilidad política.

 

Si se acuerda al término un significado amplio que incluye a algunas organizaciones que habrían rechazado ser incluidas en la categoría, y por encima de sus múltiples variaciones, la izquierda latinoamericana del siglo XX puso énfasis en la reforma del sistema político con el objetivo de extender la participación de grupos sociales hasta entonces excluidos de ella y de ampliar la eficacia reformadora de la política hacia cuestiones vinculadas con las relaciones de producción y los criterios de distribución. Las propuestas de transformación incluyeron el cuestionamiento de la organización social de la producción (desde la eliminación del latifundio “semifeudal”, la promoción de modalidades de mutualismo y cooperatrivismo o la configuración de variantes de economía mixta, hasta  la abolición de la propiedad capitalista de los medios de producción), la ampliación de los alcances institucionales de organización e involucramiento político y social de los trabajadores y otros sectores populares, la secularización de la cultura y una inserción con mayores grados de autonomía en el sistema internacional de poder. En torno a este núcleo de ideas básicas se diferenciaron posiciones más o menos radicales y más o menos “reformistas”, con mayor articulación a corrientes y organizaciones internacionales o con mayor gravitación de ingredientes domésticos, así como  propuestas institucionales y metodológicas variadas.   

 

En desigual medida, en múltiples combinatorias recíprocas y con ingredientes tomados de los más variados enfoques teóricos (liberalismo, positivismo, romanticismo, marxismo, nacionalismo, catolicismo social…) que les impusieron peculiar sazón, esas proposiciones de cambio con sentido de progreso social formaron parte de un amplio arco de organizaciones políticas y sociales. En conjunto, expresaban la  insatisfacción con el tipo de capitalismo efectivamente configurado en América Latina como producto de la imposición colonial, la articulación subordinada de las formaciones sociales preexistentes que lograron  sobrevivir al precio de dramáticas mutaciones, la inserción periférica  a la estructura de poder internacional configurada desde el último tercio del siglo 19 y a sus posteriores transformaciones, los procesos de urbanización y masificación, y las modificaciones de las estructuras económicas nacionales y regionales.

 

Muchos fueron los portadores de la ideología en sus múltiples formulaciones, pero la eficacia en la transformación de las ideas en acciones de cambio societal desde posiciones de poder político correspondió a unos pocos. Posiblemente haya sido el sistema político chileno de las décadas de 1950 y 60 el que más se aproximó a la configuración europea de las coaliciones y confrontaciones: una izquierda socialista y comunista con fuerte inserción en la clase obrera y sus organizaciones sindicales, una derecha conservadora expresión de los grupos del poder económico y sus articulaciones externas, un centro liberal de arraigo relativamente amplio en las clases medias. En el resto de los países del hemisferio los procesos de cambio resultaron impulsados por los ya mencionados regímenes nacional-populares, de persistente arraigo en las masas populares urbanas y rurales y en sectores de las clases medias, con énfasis en el desarrollo nacional, la democratización social y política y cierta inclinación por el nacionalismo económico como vía de fortalecimiento de las capacidades de decisión política.[1]

 

Este conjunto no siempre armónico de ideas y de bases sociales llegó al gobierno por vías electorales en algunos casos (el batllismo uruguayo, el peronismo en Argentina, Vargas en Brasil en 1951) y en otras como producto de revoluciones (México 1910, Bolivia 1952, Cuba 1959, Nicaragua 1979) o acciones cívico-militares de ruptura institucional (Brasil 1937, Guatemala 1944, Costa Rica 1948, Perú 1968). Las actitudes adoptadas ante estos procesos por la izquierda convencional socialista y comunista, marxista y no marxista oscilaron desde la oposición frontal –incluyendo coaliciones electorales con partidos de derecha y participación en golpes militares— hasta alianzas o acompañamientos.  Lo que en algunos países de la región se dio en denominar izquierda nacional abarcó a un conjunto de partidos y organizaciones con diferentes grados de adhesión a enfoques marxistas independientes de la Internacional Comunista y de los partidos socialistas tradicionales, que de alguna manera adhirieron, a menudo críticamente,  a las propuestas nacional-populares. 

 

2.         Una nueva izquierda

Todos esos procesos plantearon enfrentamientos más o menos radicales al modo efectivo de organización política y económica de sus sociedades y al bloque de fuerzas en el poder, un fortalecimiento de las capacidades decisorias del Estado, y la ampliación de la participación popular en esas decisiones. Su evolución ulterior es conocida y no hace al núcleo de nuestro asunto. Es importante señalar en cambio el retroceso  experimentado en las últimas dos décadas por la hipótesis de una confrontación sistémica al capitalismo realmente existente, y por lo tanto la posibilidad e incluso deseabilidad de una transformación integral del mismo. El compromiso con un rediseño estructural de la sociedad y sus relaciones de poder ha cedido paso a un arco más mesurado de iniciativas de cambio. Democracia y reformas han ocupado el espacio que hasta hace no mucho pertenecía al cambio sistémico o a la revolución social. Varios factores intervinieron para este viraje, que he discutido en trabajos anteriores (Vilas 1996, 1998).

 

El eje de las propuestas de reforma de la izquierda de nuestros días se orienta mayoritariamente a dotar a la democracia representativa de eficacia política para convertir en acciones de gobierno las aspiraciones populares y de gran parte de las clases medias a una más satisfactoria calidad de vida --combate a la pobreza, morigeración de la desigualdad social, empleo, salud, seguridad y educación para todos, una más justa distribución de los esfuerzos y los beneficios, una mejor inserción en los escenarios de la globalización. Esta insatisfacción crítica con la configuración presente de la sociedad marca el hilo de continuidad con las variantes anteriores de la izquierda, mientras que el punto de ruptura con esas variantes es la relegación de las hipótesis de cambio sistémico. La nueva izquierda no plantea el socialismo como forma --utópica o realista, es cuestión aparte-- de organización del conjunto social, sino un capitalismo más equilibrado y por lo tanto más reglamentado, pero un capitalismo que de todos modos mantiene la impronta de muchos de los cambios estructurales ejecutados en las dos décadas anteriores por las severas recomendaciones de reformas macroeconómicas y sociales en clave neoliberal.

 

La recomposición de la democracia representativa después de dos décadas de dictaduras militares, terrorismo de Estado, guerras civiles, revoluciones y contrarrevoluciones coincidió con el ajuste neoliberal y las recomendaciones del llamado “Consenso de Washington” para hacer frente a la pesada carga del endeudamiento externo. Ese ajuste involucró mucho más que cambios en la organización económica y social y reformas institucionales. La modificación drástica de la asignación de recursos y en la inserción internacional implicó transformaciones sustanciales en las relaciones de poder entre actores y alteró la capacidad y eficacia de éstos para expresar sus demandas e intereses en el nuevo marco institucional. Los grandes perdedores de los nuevos diseños fueron, claramente, muchos de los apoyos sociales y de los actores protagónicos de la izquierda de las décadas precedentes (Vilas 2000).

 

Uno de los efectos de la doble transición hacia la representatividad política y hacia el libre mercado es la disyunción entre el modo en que amplios sectores de la población latinoamericana conciben la democracia, y el desempeño efectivo de los recompuestos sistemas representativos. La valoración de las democracias que la mayoría de la gente efectúa se relaciona no sólo con cuestiones institucionales o procedimentales  sino también con las decisiones que se toman a través de esos procedimientos y en esos marcos institucionales (Alarcón 1992; Franco 1993, 1998; Vilas 1999; Nun 2000).  Al contrario, lo que se desarrolló en la mayoría de los países de la región desde la década de 1980 es un conjunto de regímenes políticos que subordinan los procedimientos y las instituciones de la democracia representativa a los objetivos y las metas del llamado “Consenso de Washington”. El entonces presidente Bill Clinton las denominó democracias de mercado: sistemas políticos representativos cuyo principio legitimador es el avance del capitalismo en clave neoliberal (Lake 1993; INSS 1995).

 

En el nuevo encuadramiento institucional las interpelaciones políticas diluyeron las referencias sociales colectivas tradicionales –la clase, las relaciones laborales, la tierra, la pertenencia nacional…-- y su lugar fue progresivamente ocupado por una pluralidad de interpelaciones simbólicas que reflejaron la cohabitación de una gran variedad de nuevos actores sociales con los protagonistas, frecuentemente en retroceso por efecto de las reformas estructurales, de la “vieja izquierda”. El deterioro del mercado de trabajo y el avance de la mercantilización de las relaciones sociales abonaron la mutación del pueblo como sujeto colectivo de las transformaciones sociales de aspiración emancipatoria en una ciudadanía de referente individual: una sumatoria demográfica homogenizada por el ejercicio periódico electoral entre ofertas de administración de un orden de cosas  respecto del  cual se afirmaba que no hay alternativas.

 

La crisis de este paradigma obedece a tres factores principales. En primer lugar, el impacto socialmente nocivo que es el saldo neto más evidente de dos décadas de reformas neoliberales y el malestar social que es su consecuencia. Segundo, la  unidimensionalidad restrictiva de las democracias de mercado, reducidas al aspecto formal-institucional de la participación ciudadana y con limitaciones severas a  las proyecciones sociales y económicas de las demandas que estimulan esa participación. Tercero, el desarrollo “desde abajo” de nuevas dimensiones de la ciudadanía y los reclamos sociales --reivindicaciones étnicas, de género, ambientalistas, de usuarios y consumidores, derechos humanos, reclamos de autonomías regionales o locales, etcétera. Al igual que la mayoría de las demandas sociales y laborales de más larga trayectoria, las reivindicaciones de nuevo cuño hallaron poca receptividad en las políticas gubernamentales.

 

La tensión entre aquella concepción sesgada y restrictiva de la democracia en escenarios de mucha desigualdad y vulnerabilidad social y las aspiraciones sociales populares y ciudadanas a una democracia de mayor densidad, nutre los nuevos escenarios que parecen estar enmarcando el resurgimiento de un nuevo ciclo de cambio político con sentido de progreso social en varios países de la región.

 

Estamos en presencia de una izquierda gradualista y pragmática, sin definiciones ideológicas duras. En vez de un enfrentamiento en bloque al diseño estructural del capitalismo neoliberal, o incluso un drástico cambio de modelo macroeconómico, postulan un capitalismo más balanceado, con un Estado que, más que intervenir directamente en los mercados, regula y fiscaliza su desenvolvimiento para ampliar la competitividad,  articulando las demandas de rentabilidad y los requisitos de inversión del capital, las aspiraciones de bienestar social de la población, y la vigencia efectiva de las instituciones democráticas y los derechos humanos. Constitutivo de los diseños de reforma es el énfasis en el fortalecimiento de la sociedad civil a través de la descentralización y la promoción del asociativismo y el desarrollo local. 

 

Puede aceptarse que organizaciones o movimientos políticos como el PT brasileño, el PRD mexicano, el Frente Amplio en Uruguay, el chavismo venezolano, la Convergencia Democrática chilena, se ubican hoy en este nuevo tipo de izquierda. Cada a una a su manera, estas y otras propuestas parecidas son fruto de una convergencia de organizaciones, tendencias, perspectivas teóricas y experiencias políticas variadas, con el común denominador de la necesidad de dotar a las democracias de eficacia reformadora e impronta social. Con muy pocas excepciones, los dirigentes y las organizaciones políticas que protagonizan estas propuestas han llegado al gobierno nacional o a competir por él después de experiencias exitosas de gestión pública en gobiernos municipales y provinciales o estaduales. El aterrizaje en el más alto nivel de la decisión política nacional no es el efecto de un salto sorprendente desde el llano sino la culminación de una prolongada acumulación de fuerzas y construcción de poder: una guerra de posiciones mucho más que una guerra de movimiento, según la metáfora gramsciana.

 

La moderación de las propuestas de reforma obedece a varios motivos. Sin duda a la recién señalada trayectoria de múltiples debates y concertaciones en cambiantes coyunturas. Pero sobre todo puede verse como un reconocimiento de los múltiples acotamientos de los escenarios en que estas fuerzas políticas asumen la conducción del gobierno: pesada carga del endeudamiento externo, internalización de los actores de la globalización financiera en las estructuras institucionales de decisión política, debilitamiento de las capacidades de gestión estatal, avanzados procesos de anomia, agendas cambiantes de los actores hegemónicos en el plano internacional; estructuras jurídicas supranacionales que acotan adicionalmente las capacidades nacionales de decisión (tribunales arbitrales, prórroga de jurisdicción en virtud de tratados de garantía de inversiones, etc.).

 

Instalada en el gobierno por el voto y las esperanzas de bienestar y progreso de los pueblos, la nueva izquierda debe compatibilizar esa fuente de legitimidad democrática con los tiempos de la política y las restricciones de los escenarios en los que ella se desenvuelve. Tarea que no es sencilla no sólo por la magnitud de los intereses que confronta, sino también por la señalada variedad de percepciones, expectativas e identidades que convergen en la constitución organizativa de cada una de estas nuevas propuestas. Cuando se mira a su interior, lo que usualmente se encuentra en estas organizaciones es una especie de microuniverso de grupos, líneas y tendencias respecto de aspectos puntuales de la agenda, radicalidad de las acciones propuestas, modos de implementarlas, etcétera. Cada una de estas organizaciones presenta, hacia a dentro, “izquierdas” y “derechas”. No es un espectáculo infrecuente en la gestión gubernativa de la nueva izquierda que la pluralidad de corrientes, los compromisos internos y las alianzas externas que sumaron votos e hicieron posible la victoria electoral, dejen lugar a tensiones y eventuales desmembramientos cuando se pasa del diagnóstico a la implementación, o de la crítica a la ejecución. A esto se agregan las exigencias de la aritmética electoral, que impele a la constitución de alianzas y concertaciones con otras fuerzas políticas sobre la base de coincidencias mínimas y a menudo simplemente coyunturales.

 

El ejemplo más patético de esto lo ofrece la traumática experiencia del FREPASO (Frente por un País Solidario) Frepaso en la Argentina de 1999-2001. Su incapacidad para conducir la alianza electoral que le permitió compartir el gobierno nacional con el Partido Radical terminó entregando los resortes fundamentales de las decisiones políticas a los ingredientes más conservadores de la alianza y más vinculados al diseño macroeconómico que se suponía se habría de dejar atrás.  El abandono de los compromisos electorales aisló al gobierno, aceleró la desintegración del Frepaso en un verdadero desbande de dirigentes, legisladores y, sobre todo, votos, y agravó la deslegitimación del gobierno, para culminar con el estallido de la crisis en diciembre 2001, la caída del presidente de la Rúa y la virtual desaparición del Frepaso como actor relevante de la política argentina (Vilas 2005). Con menor dramatismo, el PT brasileño ha debido enfrentar una serie de importantes fracturas y escisiones a medida que la dinámica de las alianzas “hacia afuera” acarreó redefiniciones respecto de propuestas, conceptos y estilos que, por su radicalidad, abonaron el crecimiento y el avance político del partido pero son consideradas incómodas para la gestión de gobierno y los acomodos y reacomodos que ésta exige –cuestión que el ex presidente Fernando H. Cardoso señala con insistencia y mal disimulada ironía (Cardoso 2005). Al contrario, al estar apoyada en las sólidas columnas de dos partidos políticos de larga trayectoria, la Convergencia Democrática chilena ha podido sortear con mucho éxito las tensiones de las discusiones internas y los virajes y redefiniciones encarados a lo largo de una gestión de gobierno de más de una década.

 

3.         ¿Un resurgimiento nacional-popular?

Unas declaraciones de Tabaré Vázquez pocos días después de asumir la presidencia de Uruguay ilustran el pragmatismo y el anclaje nacional con que esta nueva izquierda despliega sus propuestas: “(…) si me pregunta si ideológicamente nuestro programa de gobierno es un programa socialista, le voy a decir que no lo es. Es un programa nacional, profundamente democratizador, un programa que busca por el camino de la solidaridad, la justicia social, el crecimiento económico con justicia, es decir el desarrollo humano”. “Los cambios que vamos a hacer son cambios a la uruguaya o no serán”. “…es un cambio pacífico, gradual, meditado, serio, profundo, responsable, con participación amplia de todos los actores de la vida económica, política y social del país, que busque un objetivo central de nuestro gobierno, que es mejorar la calidad de vida de todos los uruguayos, comenzando con el mandato histórico que tenemos que se remonta a la noche de los tiempos de nuestra nación, el ideario artiguista, cuando Artigas decía que los más necesitados sean los más privilegiados; que la causa de los pueblos no admite la menor demora” (El País, Montevideo, 4 de marzo 2005).

 

La referencia al ideario del prócer José Gervasio de Artigas hace juego con la filiación del gobierno de  Hugo Chávez y su Movimiento V República en el pensamiento y la acción de Simón Bolívar. En una especie de remozamiento de una larga tradición latinoamericana que remonta a los tiempos de la independencia y que halla su fuente en la revolución francesa, la nación es enarbolada como el encuadramiento simbólico de la acción política y como el referente que otorga plausibilidad a la interpelación a un arco amplio de sujetos por encima de su pertenencia a sectores o clases, sorteando al mismo tiempo la atomización individualista del concepto liberal del ciudadano. Al igual que el pueblo, la nación es construida por el discurso político como sujeto colectivo activado en torno a un programa de acción colectiva.

 

Sin ánimo de querer meter vino nuevo en odres viejos, resulta pertinente señalar algunos puntos de contacto de estas propuestas con los regímenes nacional-populares latinoamericanos del siglo XX. Al igual que muchos de aquéllos, son los de nuestros días el resultado de amplias convergencias político-sociales que articulan la movilización popular y el recurso periódico a procedimientos electorales con convocatorias amplias en nombre de intereses nacionales antes que sectoriales, o donde una coyuntural priorización de objetivos sectoriales se asume que redunda en beneficios para el conjunto. Practican asimismo una cierta revalorización del Estado como principio organizador de la pluralidad social y como ordenador de la articulación externa, pero también como actor que debe hacerse cargo de aquellos aspectos de la vida económica necesarios para el bienestar general en los que el mercado es incompetente o ineficaz. A mediados del siglo XX la gestión estatal de determinados aspectos de la economía se fundamentaba en las propuestas macroeconómicas de John Maynard Keynes; hoy es el revisionismo del “Consenso de Washington” quien aconseja dotar al Estado de un rol más activo (World Bank 1997; Stiglitz  1998).

 

El acento puesto en el carácter nacional de las políticas implica una rectificación del sesgo globalizante que caracterizó a las décadas precedentes. La nueva izquierda encara la dimensión nacional de la problemática a encarar políticamente como punto de partida para alcanzar una inserción más satisfactoria en lo global; practica un enfoque más balanceado entre éste y aquélla, con lo regional actuando como bisagra. Este cambio de perspectiva no implica un viraje hacia el nacionalismo económico o la estatización de empresas privatizadas como parte del esquema neoliberal; tampoco hacia el control generalizado de precios, la intervención del mercado de trabajo o la promoción política de la sustitución de importaciones –es decir, varios de los pilares del populismo “clásico” de los regímenes nacional-populares. Sobre todo hace gala de una estricta disciplina fiscal que mejora sus credenciales ante los actores del sistema financiero internacional. Se diferencia también de los populismos del pasado en la visión más plural y diferenciada de lo popular y de la nación, que ya no son resumidos en determinados actores del mundo del trabajo –la clase— o de la política –el líder o el Estado.

 

La reactivación de los debates en torno a la dinamización de mecanismos regionales de integración, la celebración de acuerdos de complementación energética o productiva, la coordinación de acciones de política exterior, el involucramiento conjunto en la resolución de crisis políticas en algunos países del área, entre otras, indican una revalorización del plano regional para potenciar el éxito de las estrategias nacionales e incrementar los márgenes de acción respecto de actores hegemónicos. La construcción de espacios de mayor autonomía en la definición de los objetivos de la política exterior y en el desarrollo de capacidades decisorias implica asumir la diferenciación respecto de las perspectivas y los enfoques que presiden la política hacia América Latina y el Caribe de los actores dominantes en la globalización. La oposición a la invasión a Irak, o la potenciación del MERCOSUR y una aproximación muy mesurada a la propuesta de ALCA, ilustran un nuevo estilo de política exterior que “habla suavemente” pero marca con firmeza las diferencias. También en esta cuestión las trayectorias nacionales, la dotación de recursos y la calidad de la gestión política juegan un papel mucho más relevante que las preferencias ideológicas.

 

Hay que reconocer que la moderación y el pragmatismo de la nueva izquierda, y su apego notable a los valores de la democracia no tienen hasta ahora un correlato evidente algunos de los opositores a la propuesta de esta izquierda. Venezuela es un caso testigo particularmente expresivo de la renuencia de grupos recalcitrantes a renunciar a la violencia y a aceptar los procedimientos institucionales de la democracia cuando ésta pone en riesgo las estructuras de poder económico o afecta intereses hegemónicos: desde el intento de golpe militar en abril 2002 con abierto apoyo de gobiernos extranjeros para derrocar al presidente Chávez y las convocatorias públicas del ex presidente Carlos Andrés Pérez a la violencia en vísperas del referendo de 2004, hasta la actual escalada de agresividad discursiva de funcionarios del gobierno estadounidense.[2] Con un poco más de sofisticación –y con menos involucramiento externo—forman parte de esa misma oposición a la brava las maniobras del establishment político mexicano para bloquear la participación de Andrés Manuel López Obrador como candidato presidencial del PRD en las próximas elecciones presidenciales.

 

Esas maniobras coinciden con la nueva retórica de algunos diseñadores de la política exterior estadounidense que coloca a las propuestas nacional-populares en un lugar muy parecido al que ocupó la amenaza comunista durante todo el lapso de la guerra fría (Rice 2005; Hill 2004, 2003).  En esa retórica el “populismo radical” integra hoy el conjunto de regímenes bajo sospecha del mundo de los negocios globales  y de las vertientes más ideologizadas del sistema político estadounidense. De acuerdo a este diagnóstico, el populismo agitaría banderas de nacionalismo económico alimentando la conflictividad social y cuestionando la gobernabilidad hemisférica. Arriesga con convertirse en precursor político-ideológico del terrorismo internacional y califica cómodamente, por lo tanto, para ser incorporado a la lista de “estados perturbadores” (Alconada Mon 2005).

 

No es la primera vez que se plantea el regreso de los regímenes nacional-populares bajo algunas variedades de neopopulismo (Vilas 2003), pero pocas veces la hipótesis se formuló con implicaciones prácticas tan preocupantes. La primera generación de estas reapariciones habría tenido lugar en el marco de los movimientos de liberación nacional en Asia y África en las décadas de 1950 y  1960 y de las transformaciones socioeconómicas y políticas impulsadas por ellos. Una segunda reencarnación se habría registrado en la década de 1990 como sorpresivo ingrediente de las reformas neoliberales dinamizadas por líderes autoritarios y vocingleros. En la primera variante, el supuesto neopopulismo habría sido un efecto de la guerra fría librada de manera caliente en el tercer mundo. En la segunda, habría sido un factor de aparente disciplinamiento social y un factor de gobernabilidad para las reformas neoliberales. De ser ciertas las prevenciones de la derecha más recalcitrante, América Latina habría ingresado a una tercera ola de neopopulismo que pone en peligro la gobernabilidad de las democracias y la seguridad internacional. La circunstancia de que tales prevenciones carezcan de sustento objetivo en la realidad del presente y en sus desenvolvimientos previsibles no disminuye el peligro que ellas encierran. Tampoco sería la primera vez que las más desastrosas decisiones políticas se toman en función de mala información, intereses miopes o prejuicios, o simplemente porque las hace factibles la superioridad en el despliegue del terror y la violencia.

 

4.         Consideraciones finales

            Izquierda, derecha, centro, son metáforas relacionales en cuanto la existencia de cada una de ellas requiere la existencia de las otras dos. La discusión respecto de la pertinencia de ubicar a determinada fuerza en alguno de estos lugares del espectro político debería referirse mucho más a las realizaciones efectivas para conservar o transformar el presente estado de cosas, que a definiciones ideológicas abstractas o a denominaciones convencionales. No significa esto descartar el aporte de las teorías y las ideologías a la configuración de las diferentes opciones políticas, pero sí reconocer que para convertirse en instituciones –es decir en organización efectiva de las conductas humanas-- la normatividad de las ideas depende en definitiva de las relaciones de poder, de los acuerdos y enfrentamientos políticos, de las coaliciones y las tensiones que dinamizan  el despliegue de la vida en sociedad. Uno de los logros más visibles de la nueva izquierda es precisamente el reconocimiento de la complejidad de los escenarios en los que deben ser aplicadas las grandes ideas generales. Uno de los peligros más serios es que, además del ideologismo, se dejen de lado los principios. La distancia entre el pragmatismo y el oportunismo puede ser corta, adicionalmente abreviada por las urgencias de la aritmética electoral. 

 

La denominación de “nueva izquierda” para agrupar al conjunto de expresiones políticas latinoamericanas a las que se hizo referencia en las dos secciones previas tiene mucho de arbitrario. Analizadas más de cerca, las similitudes que es posible identificar entre ellas son tantas como sus diferenciaciones específicas. En este texto asigné prioridad a las primeras porque es el conjunto más que sus elementos integrantes, el que permite identificar los aspectos novedosos de la escena política regional. Es también ese conjunto el que destaca los elementos de continuidad con algunos aspectos de las experiencias nacional-populares del siglo veinte que recobran actualidad en los escenarios de deterioro social construidos por el neoliberalismo.

 

La identificación de una especie de parentesco político entre algunas dimensiones de las propuestas de cambio de la nueva izquierda y de sus estilos políticos con aspectos o dimensiones de los regímenes nacional-populares que protagonizaron importantes experiencias de democratización y transformación social en el siglo veinte tiene sentido en la medida en que sea llevada a cabo con extrema cautela. Las ideas suelen sobrevivir a los escenarios que les dieron nacimiento, pero  los regímenes políticos expresan siempre la impronta de los escenarios sociales en que se desenvuelven y derivan de ellos mucho de su identidad efectiva –algo que ya fue advertido por Aristóteles hace veinticinco siglos.

 

Llamar la atención sobre aquel parentesco no implica que la nueva izquierda esté mirando hacia atrás. Significa que junto a los desafíos planteados por los nuevos tiempos y los nuevos escenarios, debe hacerse cargo de muchas de las cuestiones explicitadas en su momento por aquellas experiencias y que se mantienen abiertas después de décadas de autoritarismos, frustraciones democráticas y experimentos neoliberales: la integración nacional, la seguridad social, la participación popular, la eficacia social de la democracia.

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REFERENCIAS

 

 

 


(*)  Universidad Nacional de Lanús (Argentina). Publicado en Nueva Sociedad197 (mayo-junio 2005) 88-99.

 

[1] Empleo la caracterización “nacional-popular” en el sentido de Germani (1962, 1965).

[2]Sobre el involucramiento externo en el golpe de abril vid Busby et al. (2002); Marquis (2002); las declaraciones del ex presidente Andrés Pérez en Clarín (Buenos Aires) y El Tiempo (Bogotá) ambos del 23 de agosto 2004 pág. 23; también AFP (2004). Sobre la escalada retórica la entrevista al embajador de EEUU ante la OEA (Maisto 2004) y las declaraciones del Jefe de Estado Mayor Conjunto equiparando a Venezuela con Irak antes de la invasión de Estados Unidos: La Nación (Buenos Aires) 13 de abril 2005.