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Desigualdad social y procesos políticos

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UNA PERSPECTIVA INTERDISCIPLINARIA (*)

Carlos María Vilas

Universidad Nacional de Lanús

 

1. ¿Por qué interesarse por la desigualdad social?

Desde hace varios años la desigualdad social se ha convertido en uno de los temas recurrentes de la agenda de los gobiernos y de los organismos financieros multilaterales. Una cuestión que tradicionalmente había estado circunscripta a las preocupaciones de organizaciones sociales y políticas interesadas en la transformación social con un sentido emancipatorio y de progreso se ha convertido en centro de atención a lo ancho de todo el espectro político, aunque por supuesto con derivaciones de muy diferente signo ideológico y efectos prácticos.

 

La centralidad del asunto obedece, ante todo, a la propia realidad. En contraste con la mayor parte del siglo veinte, durante el cual la desigualdad social se redujo en prácticamente todos los países del mundo –sin perjuicio del ahondamiento de la desigualdad entre naciones desarrolladas o centrales y naciones subdesarrolladas, en desarrollo o periféricas— desde la década de 1980 la desigualdad social no ha hecho más que incrementarse (Giraud 2000).

 

El Informe sobre el Desarrollo Humano del PNUD correspondiente a 2005 señala, al respecto, que durante los últimos veinte años la distribución del ingreso medida por el coeficiente de Gini empeoró en la mayoría de los países para los cuales se cuenta con información sistemática. En 53 países que en conjunto suman 80 por ciento de la población mundial la brecha entre ricos y pobres aumentó, y se redujo solamente en nueve países, con cuatro por ciento de la población del mundo. De acuerdo a este informe, la desigualdad es particularmente marcada en Namibia, Brasil, Sudáfrica, Chile y Zimbabwe. Las disparidades siguen siendo notables incluso en países que en esas décadas experimentaron tasas altas de crecimiento económico.

 

 América Latina sigue siendo la región del mundo donde la desigualdad es mayor, incluso cuando se la compara con áreas de menor nivel de desarrollo económico o mayores proporciones de población en condiciones de pobreza (BID 1998). De acuerdo a un estudio de Portes y Hoffman al finalizar la década de 1990 “el 5% superior de la población recibía ingresos dos veces mayores que el grupo comparable en los países de la OECD, mientras que el 30% inferior sobrevivía con el 7.5% del ingreso total o sólo el 60% de la proporción respectiva en los países avanzados” (Portes y Hoffman 2003). La desigualdad del ingreso durante los años del experimento neoliberal aumentó significativamente en la región en su conjunto y, con algunas excepciones, en cada uno de los países, revirtiendo la tendencia que se había registrado hasta inicios de la década de 1980. Debe agregarse que el crecimiento de la pobreza y el ahondamiento de las desigualdades sociales tuvieron lugar al mismo tiempo que se recuperaba el crecimiento de la economía, que superó al 30% para el conjunto de la región. Además de desmentir la hipótesis neoliberal del “derrame” de los frutos del crecimiento, la percepción de la distribución desigual de esos frutos contribuyó a deslegitimar al sistema político que toleraba según algunos, promovía según otros, este resultado.

 

Todas las sociedades presentan desigualdades. La desigualdad relevante para el análisis político es la que involucra a actores colectivos: la desigualdad social en cuanto atributo de un sistema de relaciones entre conjuntos de seres humanos comprendidos en ellas por su pertenencia al conjunto: la clase social, el grupo étnico, la nacionalidad, el lugar de residencia, el sexo, la religión, los hábitos o preferencias de vida, etcétera. No basta que determinados individuos sean –o sean vistos como— diferentes de otros. La diferencia deviene desigualdad en el momento en que la estructura de poder adjudica determinados efectos a esa diferencia: ejercicio de derechos, acceso a recursos, participación política o social, u otros. Sin esa referencia a las relaciones de poder, a la subjetivación de éstas como ideologías, símbolos y valores y a su objetivación en comportamientos e instituciones, la desigualdad queda reducida a una cuestión de determinados individuos en relación con otros.

 

En uno de sus últimos libros Norberto Bobbio refirió la distinción política entre izquierda y derecha a “la diferente actitud que asumen los hombres que viven en sociedad frente al ideal de la igualdad”, “la contraposición entre una visión horizontal o igualitaria de la sociedad” característica de las izquierdas, “y una visión vertical o no igualitaria” típica de las derechas (Bobbio 1995:131, 135). Con esta afirmación Bobbio intentaba encontrar algún asidero a la pertinencia de la diferenciación izquierda/derecha en un mundo en que el comunismo y otras opciones políticas afines estaban en retirada tras los acontecimientos de 1989 y 1990 en Europa Central y en la ex Unión Soviética. Sin embargo, su propuesta no puede ser aceptada sin más.

 

En la última década la problemática de la desigualdad social se incorporó a la agenda de algunos de los más relevantes actores de la globalización financiera y la reestructuración capitalista en clave neoliberal (por ejemplo Birdsall et al. 1996; BID 1998; World Bank 2001, 2006; De Ferranti et al. 2004; United Nations 2005). La desigualdad en el ingreso y en los niveles de productividad, que para la teoría neoclásica era un ingrediente que estimulaba el desarrollo (Kaldor) o en todo caso debía ser vista como un efecto inevitable del crecimiento durante sus etapas iniciales (Kuznets), se convirtió, en la revisión neoinstitucionalista, en un lastre o por lo menos, en fuente de problemas. Las experiencias del sudeste de Asia y otros casos similarmente exitosos de desarrollo acelerado aconsejaron descartar las proposiciones neoclásicas. Con base en la evidencia aportada por esos procesos se considera hoy que la existencia de desigualdades socioeconómicas profundas se traduce en atraso educativo, exiguas calificaciones laborales, baja empleabilidad de los recursos humanos, rigideces y distorsiones en la incorporación de progreso científico-técnico, reducida competitividad, todo lo cual incrementa la vulnerabilidad del sistema económico.

 

En la agenda de los organismos multilaterales las recomendaciones políticas de moderar la desigualdad social están referidas a la necesidad de dar mayor dinamismo al crecimiento económico, a consolidar los arreglos institucionales de apoyo a las reformas macroeconómicas y a reducir el potencial de conflicto que se nutre de las múltiples manifestaciones de la desigualdad social. Más que por “el ideal de la igualdad” y de justicia al que Bobbio alude, estos actores están interesados en la difícil compatibilización entre desigualdades sociales y gobernabilidad política y por el apuntalamiento político a las reformas neoliberales.

 

Alexis de Tocqueville se preocupó, a propósito de la joven república estadounidense, por las amenaza que la democracia, con su principio igualitario, podía plantear a la libertad de los individuos, así como por el riesgo de que el principio democrático del gobierno de la mayoría degenerara en opresión tiránica de las minorías (Tocqueville 1835: I, 7 y II, 1). Hoy la preocupación dominante se refiere, al contrario, a las amenazas que la desigualdad social plantea a la efectividad y la sustentabilidad de la democracia y a la libertad y el bienestar de las grandes mayorías. Puesto de manera muy sucinta,   se trata hoy de encontrar una respuesta a una doble interrogante: cuánta democracia es posible en la desigualdad, y cuánta desigualdad es compatible con la democracia, y de apuntalar esa respuesta con acciones de política.   

 

La expresión desigualdad social sintetiza un conjunto amplio de desigualdades colectivas a partir de una variedad de elementos o características. La desigualdad económica y la desigualdad política son las que han recibido más atención en los análisis de este asunto. En las ciencias sociales de la era moderna una y otra fueron subsumidas en el concepto de desigualdad de clase y en tal condición se ubicaron como uno de los ejes conceptuales del estudio de la sociedad durante más de un siglo. Enfoques más acuciosos de la realidad demostraron que las cosas son más complejas que lo que usualmente aparentan. La  gente se identifica y acepta pertenencia en otras categorías sociales además de la clase, como  etnicidad, género, localidad, de alcances tal vez más reducidos que la clase, pero que   pueden suscitar sentimientos y comportamientos de mayor intensidad. Sabemos también hoy que las identidades son dinámicas y no necesariamente excluyentes, y que la gente demuestra una extraordinaria habilidad para “jugar” con ellas de acuerdo a situaciones y cuestiones cambiantes.

 

Ello no obstante el diseño profundo de los escenarios en que este juego de identidades tiene lugar sigue siendo el resultado de factores en último análisis económicos y polí tico-institucionales, y de manera no infrecuente la activación de identidades de género, étnicas, religiosas, regionales, culturales en sentido amplio, etcétera, apunta a modificar el acceso a recursos económicos, condiciones de empleo y reconocimiento de derechos. Por esta razón en la exposición que sigue se pone el acento sobre todo en la desigualdad de carácter socioeconómico, en cuanto síntesis y expresión de ese conjunto más amplio.

 

2. Desigualdad social y democracia

La formación histórica de las sociedades modernas y su configuración presente se basa en dos principios de coexistencia conflictiva: el principio de desigualdad propia del sistema socioeconómico y el principio igualitario del concepto de ciudadanía como igualdad de derechos y de oportunidades.

 

Desde los orígenes de la teoría política se ha reconocido la existencia de algún tipo de congruencia entre regímenes políticos y estructuras socioeconómicas y de una relación de consistencia entre pautas culturales, comportamientos políticos y configuraciones socioeconómicas y ambientales. S in embargo no hay una correlación lineal entre regímenes políticos y estructuras socioeconómicas; sería un error reducir un régimen político a sus enmarcamientos estructurales. En las sociedades modernas, la dominación política y las estructuras socioeconómicas están sometidas a procesos de determinación recíproca que incluyen la capacidad de la acción política de rediseñar, y no sólo reproducir, sus condicionantes estructurales y culturales.

 

La virtualidad de cambio social de los regímenes políticos está presente con fuerza en la caracterización práctica de la democracia en América Latina y el Caribe a lo largo del siglo veinte y del actual, con independencia de identidades políticas particulares. Un régimen democrático implica, en este sentido, el funcionamiento efectivo de determinadas instituciones y procedimientos así como la eficacia de esas instituciones y procedimientos para mejorar, en un sentido de progreso, la calidad de vida de la población (Alarcón 1992; Vilas 1999). En el fondo, esta concepción entronca con las versiones clásicas de la teoría política que vinculan el ejercicio del gobierno a la consecución del bien común.

 

L a asociación de los regímenes políticos a ciertos objetivos socioeconómicos no es producto de los tiempos recientes ni reclamo exclusivo de las clases populares. No es ocioso recordar que esa era precisamente la idea que Adam Smith tenía del ejercicio del poder político: “ El  gobierno civil, en la medida en que es instituido en aras de la seguridad de la propiedad, es en realidad instituido para defender a los ricos de los pobres, o a aquellos que tienen alguna propiedad contra los que no tienen ninguna ” (Smith 1776:674). En nuestros días la tesis de las democracias de mercado  enunciada desde las más altas esferas del gobierno de Estados Unidos, reiteró en términos un poco más sofisticados la legitimación de los regímenes políticos de acuerdo a su capacidad y disposición para promover las políticas económicas y el rediseño estructural del denominado “Consenso de Washington”.  

 

Como quiera se la defina la democracia supone una cierta igualdad entre los individuos que integran el sistema político. Todas las teorías de la democracia presuponen una “nivelación básica del terreno” (Simon 1995), metáfora que señala que la democracia presupone la ausencia de disparidades profundas en las capacidades participativas de la población.  

 

En su nivel básico, se trata de igualdad ante la ley: una igualdad entre sujetos portadores de derechos, garantías y obligaciones definidas objetivamente en textos legales y constitucionales. El reconocimiento de esta igualdad legal fue considerado por la teoría política liberal requisito suficiente para compensar las desigualdades generadas por el entramado social. Pero en la medida en que la efectiva incorporación a la ciudadanía y al ejercicio de sus derechos estaba condicionada por requisitos de variada índole –por ejemplo, sexo, edad, educación, propiedades o ingreso—, la ciudadanía era a un mismo tiempo factor de igualación (formal) de los miembros de la categoría, y desigualdad respecto de quienes quedaban excluidos de ella. En cuanto conjunto constituido a partir de identidades de clase (como el patrimonio o la educación) y biológicas (como el sexo y la edad)  que permitían intuir una comunidad básica de intereses, metas y aspiraciones, la democracia pudo ser conceptualizada como un sistema de reglas y procedimientos para dirimir sin violencia los conflictos que pudieran suscitarse entre actores fundamentalmente iguales por su común condición de varones, adultos, libres, y propietarios.

 

Los derechos políticos derivaban de esta pertenencia categorial y excluían en consecuencia a los ajenos a ella (mujeres, asalariados, menores de edad, iletrados…). “La sociedad fue creada para la protección de la propiedad; las disputas sobre la propiedad le dieron natural surgimiento” –escribió Thomas Cooper, uno de los grandes humanistas de inicios del siglo XIX, en la misma línea argumental que Adam Smith. Y continuaba: “¿Qué reclamo razonable pueden tener quienes carecen de propiedad, para legislar sobre la propiedad de los otros? ¿Qué propósito o motivo común existe entre estas dos categorías de habitantes?” (Cooper 1829).  La sociedad política fue conceptualizada así por el pensamiento moderno como un sistema de reglas sin contenido específico; el derecho, emancipado de toda idea sustantiva de justicia, se convierte en un simple artificio técnico, en regla de juego y en espacio de negociación de los intereses económicos en conflicto (Barcellona 1992).

 

 

La ampliación de este concepto minimalista legal al mismo tiempo que clasista y androcéntrico de democracia hasta sus alcances actuales es el resultado de prolongados  procesos de luchas sociales y políticas. La universalización de los derechos, deberes y garantías civiles y políticos puso fin a las pretensiones de circunscribir su ejercicio a determinadas categorías socioeconómicas o biológicas, y desplazó el debate hacia las condiciones efectivas de ese ejercicio; en particular, hacia la extensión del principio de igualdad al terreno de las oportunidades y al acceso a un conjunto amplio de recursos materiales y simbólicos.

 

Este reenfoque de la democracia presenta dos dimensiones principales.

 

Por un lado, el reconocimiento que desigualdades socioeconómicas profundas condicionan el ejercicio efectivo de los derechos cívicos y, a la postre, la calidad de la ciudadanía. Ingresos, prestigio, educación, propiedad de activos, manejo de información, son recursos que los individuos movilizan para tomar decisiones, alcanzar metas, obtener resultados,  modificar sus relaciones con otros individuos y grupos, salir adelante en la vida. Diferencias significativas en el acceso a ellos implican diferencias en recursos de poder y en eficacia política. La participación política activa que usualmente se asocia con el ejercicio pleno de la ciudadanía requiere tiempo libre, manejo de información, movilidad espacial, autonomía individual, a los que en sociedades de mercado se accede sólo o fundamentalmente mediante la disponibilidad de recursos económicos. El principio de la igualdad legal típico de la ciudadanía coexiste con una distribución desigual de las condiciones de su ejercicio efectivo, y a menudo se ve neutralizado por ella: una desigual distribución de las oportunidades por una desigual distribución de recursos de poder.

 

Por otro lado, la afirmación que la democracia debe referirse también a las relaciones sociales. Además del reconocimiento de derechos, libertades y obligaciones iguales, un régimen democrático implica, desde esta perspectiva, la eficacia del marco institucional para mejorar, en un sentido de progreso, la calidad de vida de la población y del ejercicio de la ciudadanía. Se reconoce en la democracia una virtualidad reformadora de la realidad social y económica. En particular se afirma la capacidad del estado para morigerar o compensar las desigualdades generadas por las relaciones de producción e intercambio. El constitucionalismo social del siglo XX – (por ejemplo México 1917, Alemania 1919, Italia 1946, Argentina 1949) recogió este enfoque “expansionista” de la democracia en ambas dimensiones. Así, la Constitución italiana de 1946 estableció que “es tarea de la República eliminar los obstáculos de orden económico y social que, limitando de hecho la libertad e igualdad de los ciudadanos, impidan el pleno desarrollo de la persona humana y la efectiva participación de todos los trabajadores en la organización politica, económica y social del país” ( apud Bobbio 1993:92).   Vale decir, es misión del estado democrático promover las condiciones materiales y culturales para el ejercicio de la democracia, y esto implica la proyección de la democracia a esos ámbitos de la vida social.  De alguna manera, e l concepto de ciudadanía civil de T.H. Marshall refiere a este mismo aspecto en el marco del Estado de Bienestar: la “nivelación del terreno” para que la democracia sea efectiva (Marshall 1950).

 

Existe en consecuencia en la teoría y en la praxis de la democracia una tensión entre dos posiciones principales respecto del papel de la acción política y del desempeño de los gobiernos con relación a la desigualdad social, en cuanto asignan diferente gravitación a la dimensión formal o a la dimensión sustantiva de la democracia. En palabras de Castoriadis, la permanente tensión entre “ la democracia como procedimiento y como régimen ” (Castoriadis 1997). No se trata en realidad de posiciones excluyentes, sino más bien de situaciones extremas en un continuo en el que se ubican las manifestaciones históricamente determinadas del predominio de uno u otro enfoque. Ni la tesis formalista está dispuesta a aceptar que, en ejercicio de los procedimientos institucionales, se adopte cualquier tipo de decisiones, ni la tesis sustantivista prescinde de formalismos e institucionalidad.  

 

Más que una dicotomía se señala con estas u otras denominaciones el hecho, desconocido por la teoría política liberal, que todo régimen político posee una dimensión sustantiva y una dimensión formal.  La primera se refiere a los vínculos existentes entre el sistema político, las estructuras socioeconómicas y los patrones culturales -- lo que Montesquieu denominó espíritu de las leyes . Esta dimensión se expresa en el contenido de las demandas formuladas al sistema político y en el modo en que éste las procesa y  en su capacidad para movilizar recursos y adoptar decisiones pertinentes. Refiere por lo tanto a la estructura de poder. En la mayoría de las sociedades en desarrollo las múltiples fuentes de confrontación social –política, económica, étnica ¼ -- tienden a superponerse, lo cual suele conducir a una polarización mayor de los conflictos. Las desigualdades en el acceso a los recursos y en las capacidades para incidir en la política y en los acontecimientos sociales suelen ser muy profundas. La igualdad frente a la ley coexiste con desigualdades entre diferentes grupos étnico-culturales, entre hombres y mujeres, entre regiones, entre clases sociales.

 

A su turno, la dimensión formal refiere a los procedimientos e instituciones que dan marco a las relaciones de poder –procedimientos e instituciones que se supone son de observancia obligatoria por todos. Mientras la dimensión sustantiva expresa las características particulares del régimen político, la dimensión formal testimonia la gravitación de diferentes enfoques teóricos de pretensión universal.

 

Para que el estado sea reconocido como algo común y compartido, y los argumentos que legitiman el sistema de desigualdades cumplan su misión estabilizadora, algo más que mensajes simbólicos deben ser emitidos desde el poder. “ Hay un cierto grado de homogeneidad social sin el cual no resulta posible la formación democrática de la unidad ”, afirmó Herman Heller en su polémica con el jurista nazi Carl Schmitt. Esa unidad deja de existir “ allí donde las partes del pueblo políticamente relevantes no se reconocen ya en la unidad política, allí donde no alcanzan ya a identificarse en modo alguno con los símbolos y representantes del estado. En ese momento se ha quebrado la unidad y se tornan posibles la guerra civil, la dictadura, la dominación extranjera ” (Heller 1985:262). Sin homogeneidad social, la más radical igualdad formal se torna la más radical desigualdad y la democracia formal, dictadura de la clase dominante ” (Ibíd. 265).

 

Las enormes distancias en oportunidades y estilos de vida entre los muy ricos y los muy pobres conspiran contra el desarrollo de sentimientos firmes de solidaridad y de común pertenencia a la res publica. Desigualdades sociales profundas cuestionan la efectiva vigencia de códigos compartidos de referentes y significados que hacen posible sentimientos de identidad y de solidaridad más allá de los grupos de pertenencia o de identificación inmediatos. Esos códigos se desarrollan y transmiten a través de procesos sociales e instituciones públicas y privadas: escuelas, medios de comunicación, iglesias... El discurso cívico integrador de las instituciones democráticas pierde credibilidad ante la evidencia cotidiana de la fragmentación y la exclusión social. Después de cierto tiempo es difícil para la gente expulsada o marginada de la educación formal, del acceso a recursos sociales elementales como la atención en salud, una vivienda decente, y similares, a causa del desempleo y el empobrecimiento, sentirse miembros del mismo conjunto social que aquellos mucho mejor dotados de las conveniencias de la vida. A su turno la lealtad a la clase y al mundo de los negocios o de los consumos globalizados se refuerza en los niveles más altos de la riqueza y el poder. De manera progresiva las élites pierden vínculos materiales y simbólicos con un país en particular o con una ciudadanía determinada.

 

La ampliación de la distancia entre derechos y libertades formales y derechos y libertades efectivas, entre igualdad legal e igualdad de oportunidades, conspira contra la calidad de la democracia y de la ciudadanía. El paradigma liberal del individuo soberano de sí mismo y de su circunstancia, decidiendo en nombre de la voluntad general los mejores destinos del país o de su comunidad, cede ante la persistencia o la reaparición del clientelismo y el patronazgo, la impunidad de los poderosos, la intolerancia, la manipulación de las voluntades. Por su lado la insistencia del sistema político, a lo largo del tiempo, en tomar decisiones que sistemáticamente excluyen las demandas de sectores amplios de la población, reduce la confianza de éstos en la eficacia de dicho sistema para avanzar sus propias propuestas y antes o después conduce a un descrédito institucional y a la búsqueda de vías alternativas a las institucionales para el logro de los objetivos. Como advirtió Tocqueville, ningún estado puede sostener a la larga un gobierno democrático cuando las principales fuentes de prosperidad económica están desigualmente distribuidas entre sus ciudadanos.

 

3. La tolerancia a las desigualdades

Todas las sociedades presentan diferencias distributivas. En principio y dentro de ciertos márgenes ello no es obstáculo para el desarrollo de sistemas políticos democráticos. Las diferencias sociales se tornan desigualdad y ésta en problema político y en desafío a la democracia cuando van más allá de lo que la gente considera aceptable.

Es decir, cuando va más allá de lo que podemos denominar conciencia social de la justicia . Por tal me refiero al conjunto de valores preceptivos y de acciones derivadas de ellos respecto a cuánta desigualdad una sociedad considera legítima, o al menos natural , en momentos determinados de su historia.

 

La condición subjetiva básica del mínimo de unidad requerido para la existencia de una comunidad política es que la población de una determinada delimitación territorial sienta que integra, efectivamente, un todo compartido, una colectividad que es de todos y de todas. La reproducción cotidiana del estado como forma específica de organización política es un proceso que conjuga instituciones y mandatos formales y prácticas informales, que en conjunto dan testimonio de una conjugación multifacética entre utilidad y afectividad, entre intereses y emociones. “ El estado –resume Emmanuel Todd-- es, esencialmente, una creencia colectiva ” (Todd 1998:39). La desigualdad vivida como injusticia debilita esa creencia y el sentimiento de pertenencia que ella alimenta. Cuando estas situaciones registran algún tipo de intervención del poder político, la deslegitimación afecta, antes o después, al gobierno que por pasividad o a través de determinadas acciones, contribuye a su generación o reproducción.

 

Ahora bien: ese sentido de pertenencia no surge por arte de magia ni existe en el aire; tampoco es simplemente el resultado de una articulación discursiva o de procesos de constitución simbólica. Para que las comunidades puedan ser “inventadas” o “imaginadas” algún tipo de evidencia material debe darles sustento tangible. Los procesos estatales de construcción de la nación como cuerpo colectivo conjugaron ambas dimensiones. A través del sistema escolar, la creación de bibliotecas y museos, la conscripción militar, los medios de comunicación, la imposición de nomenclaturas y la “oficialización” del idioma, la elaboración de estadísticas y cartografías, la construcción de puentes y caminos, el afianzamiento de las fronteras externas y la subsunción de las regiones en una única unidad territorial, el estado moderno constituyó políticamente a la nación como unidad de pertenencia. Una constitución que incluyó la consagración del sistema de desigualdades a partir del cual se organizó el conjunto de las relaciones socioeconómicas y políticas y se institucionalizaron canales y modalidades de participación política.

 

Todas las sociedades, aún las más complejas, se basan en sistemas implícitos de reciprocidades. La percepción de que existe un equilibrio básico entre lo que se contribuye a la comunidad, al estado o a los otros –en trabajo, obediencia, respeto, impuestos...-- y lo que se recibe a cambio –salario, educación, salud, seguridad, reconocimiento o cualquier otra cosa que se considere valiosa-- constituye el referente último de lo que la población percibe como justo y legítimo.  La metáfora del contrato social expresa, en términos racionalistas, esta dimensión básica del orden social. Sin embargo lo que el contractualismo presenta como producto de acciones individuales racionales convergentes en un resultado común, es en realidad efecto de complejos y prolongados procesos cuyo desenvolvimiento no excluye momentos de fuerte conflictividad y recurso a la violencia, y de un sistema de interacciones y transacciones que se reproduce tanto en el plano microsocial de la vida cotidiana como en el nivel de las grandes instituciones y los procesos macrosociales.

 

La legitimidad reconocida al orden así constituido incluye la aceptación de un conjunto amplio de desigualdades en múltiples aspectos de la vida colectiva. Tan importante como la magnitud de esas desigualdades y los aspectos a los que se refieren, es la capacidad de la gente de encontrarles una explicación (Parkin 1978). El surgimiento de nuevas desigualdades o la profundización de las existentes por encima de los niveles hasta entonces justificados y tolerados –por ejemplo, la extensión de la jornada de trabajo, una reforma tributaria regresiva, la reducción de los salarios, la exclusión institucional de algunos grupos— plantea a los afectados una pérdida de reciprocidad en la red de intercambios sociales. La eficacia de las explicaciones disponibles (religiosas, políticas, tradicionales o de cualquier otra índole) que dotaban de cierto equilibrio al orden anterior se reduce o desaparece.

 

En el fondo, y con mayor o menor sofisticación, esas explicaciones siempre tienen un componente de autoinculpación o de inevitabilidad: a uno le va mal en la vida porque hay cosas que ha hecho mal, o porque no hay alternativas –no se es suficientemente ahorrativo, no se trabaja suficientemente duro, el mundo es un valle de lágrimas, “las cosas siempre han sido así”….  Recuérdese que durante bastante tiempo el argumento fundamental para que la gente aceptara el ajuste neoliberal y sus costos sociales fue, precisamente, la supuesta falta de alternativas al mismo. O el “ algo habrán hecho ” con que muchos trataron de justificar la desaparición de personas y el terrorismo de estado. Pero cuando en las relaciones con los otros o con el poder uno ha hecho todo lo que se espera que haga –pagar impuestos, trabajar duro, obedecer las leyes, acatar órdenes, callarse la boca, etcétera— y las cosas no funcionan como se supone deberían, las justificaciones no sirven. Antes o después la aceptación de la desigualdad cede terreno a lo que Barrington Moore Jr caracterizó como ofensa moral : el trato que recibimos no es el que se nos debe o el que merecemos (Moore Jr 1978). La desigualdad se vive como injusticia, como opresión e incluso como explotación (Wright 1994:21-31).

 

Es difícil “medir” cuánta desigualdad es aceptable para determinada categoría de población en un momento dado, porque en definitiva estamos frente a elaboraciones subjetivas por más que desarrolladas a partir de datos de la realidad objetiva. Existen muchos casos de una sorprendente tolerancia al maltrato, la arbitrariedad y los abusos por parte de quienes son víctimas de ellos sin que las supuestas víctimas ejerzan algún tipo de reacción incluso en ausencia de situaciones dictatoriales o de opresión política, así como reacciones de extraordinaria conflictividad frente a agravios aparentemente más soportables sin perjuicio del carácter dictatorial del régimen político.

 

La Teoría de la Justicia del filósofo John Rawls puede ser leída como un intento de hallar explicación a esta aparente paradoja. De acuerdo a este autor, las desigualdades sociales son aceptables y legítimas cuando redundan en beneficio del conjunto social y, en particular, de sus miembros más desfavorecidos. Además, esas desigualdades deben estar ligadas a funciones  y posiciones  abiertas a todos en condiciones de igualdad de oportunidades (Rawls 1979). Al acordar prevalencia al beneficio colectivo respecto del individual, y al referir ese beneficio colectivo a los grupos menos favorecidos por el estado de cosas actual, Rawls parece asignar prioridad al juicio de estos grupos  en la aceptación o rechazo de ciertas desigualdades, según evalúen que las mismas redundan en beneficio o perjuicio propio y a la postre del conjunto social. Pero la teoría de Rawls contribuye poco a identificar los procedimientos cognitivos por los cuales se arriba a ese juicio y los factores que intervienen en ellos.

 

En particular, no parece evidente que Rawls reconozca en este asunto un espacio para la organización política y la estructuración de toda sociedad de acuerdo a relaciones de poder. Más precisamente, no es posible determinar a partir del planteamiento de Rawls de qué manera, o a través de qué procedimientos, o en qué condiciones, el juicio de los individuos se transforma en consenso --salvo, quizás, por efecto de una hipotética mecánica aditiva.

 

¿Cómo fue posible que millones de personas aceptaran como beneficiosas en las más variadas circunstancias y en diferentes momentos de la historia,  teorías de superioridad racial o religiosa o la discriminación contra las mujeres? Individuos con ideas racistas, sexistas o de fundamentalismo religioso existen incluso en las sociedades más democráticas e igualitarias. Para que un agregado de opiniones individuales se convierta en pauta de comportamiento colectivo, para que determinados estereotipos –sea respecto de los pobres, los trabajadores, las mujeres, los extranjeros, los jóvenes, los judíos, los indios, o cualquier otro— alcancen fuerza normativa,  debe existir una intervención del poder político, una acción política orientada a tolerar la manifestación pública de esas opiniones y estereotipos, a otorgarles espacio institucional y, en el límite, a dotarlas de eficacia.

 

Es evidente el vaciamiento político que Rawls efectúa de este asunto. Los conflictos, antagonismos, relaciones de poder, formas de subordinación y de represión de toda sociedad políticamente organizada están ausentes de su análisis. El criterio de “desigualdad aceptable” que Rawls propone surge de una interacción abstracta y autorregulada de lo social, en una visión más cercana a algunas vertientes del pensamiento anarquista que a la tradición del liberalismo político incluso en sus variantes democráticas.

 

La teoría de Rawls sigue suscitando debates académicos interesantes y su formulación original fue sometida a algunas revisiones parciales por su propio autor. Mi intención no es sumarme aquí a ese debate; me he referido a ella porque considero que muestra con particular fuerza las limitaciones de los enfoques que desconocen la dimensión política de la desigualdad social.

 

El concepto clásico, o tradicional, de la justicia como el “dar a cada uno lo suyo” supone un acuerdo y por lo tanto una decisión respecto de qué es “lo suyo” de “cada uno”. Requiere, en consecuencia, la existencia de una autoridad concensuada con facultad para intervenir cuando esa relación resulta vulnerada, o cuando los patrones socio-culturales de “lo suyo” experimentan modificaciones.

 

La determinación de “lo suyo” es el resultado de pautas culturales en su sentido más amplio que expresan la interacción de valores éticos,  restricciones socioeconómicas e intervenciones del poder político.  La articulación de estas tres dimensiones da pie a lo que el sociólogo peruano Carlos Franco denomina “ principio de la desigualdad socialmente aceptada ” (Franco 1996). Este principio refiere a la eficacia del poder político para limitar la desigualdad social que sea incompatible con la gestión política de los conflictos,  y extender, con los recursos proveídos por el orden económico, todos los derechos de ciudadanía que no pongan en cuestión las garantías básicas a la propiedad del capital y el funcionamiento del mercado. Cuando este principio resulta vulnerado, y esa vulneración no va acompañada de argumentos que den una justificación aceptable de la situación nueva, se genera en la población negativamente afectada un sentimiento de injusticia que puede conducir a un cuestionamiento del gobierno e incluso del propio sistema político.

 

La desigualdad social puede aumentar como efecto de causas variadas: guerras, catástrofes naturales, cambios en los sistemas de producción o en las relaciones de poder político, acciones gubernamentales, crisis económicas, u otras. En todos los casos alteraciones bruscas en el patrón existente de desigualdades tienden a generar tensiones fuertes en los sistemas políticos, sean éstos democráticos o no. La velocidad del cambio puede ser tan importante, y en ocasiones aún más importante, que la magnitud del mismo (Vilas 1994). Cambios vertiginosos en las relaciones sociales y en su patrón de desigualdades hacen difícil la adaptación a las nuevas situaciones y, sobre todo, la formulación y aceptación de nuevas argumentaciones orientadas a justificarlas. Las expectativas respecto del comportamiento de los otros pierden sentido; la incertidumbre y la inseguridad aumentan. “El mundo puesto de cabeza” (the world turned upside down) fue la expresiva metáfora con que la sociedad inglesa de los siglos XVI y XVII trató de resumir las incertidumbres provocadas por la acelerada destrucción de las formas tradicionales de vida por el avance del capitalismo industrial (Hill 1972).

 

En estos escenarios la gente pierde su ubicación previa más rápido de lo que avisora una nueva. Usualmente esto se presenta asociado a un incremento importante en los sentimientos de inseguridad que debilita la confianza de los grupos afectados en las instituciones políticas y otras expresiones de autoridad. Cuando, además, el gobierno es visto como auspiciando o tolerando esas modificaciones, las condiciones para la politización de la desigualdad están dadas.

 

Los gobiernos cuentan, frente a esto, con un repertorio de acciones para demorar la politización de la protesta social, moderar su intensidad  o reducir sus alcances. La introducción preventiva de nuevas diferencias en las categorías de población afectadas por la modificación del patrón vigente de desigualdad, o en los movimientos de protesta social, es la más evidente. La distribución desigual de recursos asistenciales, por ejemplo, tiende a fomentar divisiones dentro del conjunto de los demandantes y a debilitar su capacidad conjunta de acción. Se ha señalado también que el objetivo de ciertas políticas asistenciales, programas de emergencia y acciones contra la pobreza, tienen como finalidad real reducir el nivel de conflictividad social estimulado por otras dimensiones de la política gubernamental (Vilas1998; Béjar 2001).

 

La eficacia de éstas y otras acciones no es despreciable, pero normalmente depende de un conjunto amplio de factores ajenos a ellas, el menor de los cuales no es la oportunidad en que son ejecutadas. Es aceptado que programas sociales de este tipo, como el PRONASOL en México o el FONCODES en Perú, contribuyeron decisivamente a la legitimación de gobiernos hasta entonces severamente cuestionados por partes importantes de la población (Gordon 1995; Haya de la Torre 1995). En Argentina la ejecución de un amplio programa de subsidios familiares de emergencia desempeñó un papel importante en la contención de la protesta social que había  crecido de manera exponencial por el estallido de la crisis de 2001 (Vilas 2005). Los resultados reportados por estos programas en materia de lucha contra la pobreza o amortiguación de la desigualdad social distan mucho de ser relevantes, pero su objetivo central no era ése sino más bien contribuir a prevenir o reducir la conflictividad social y su traducción en confrontación política.

 

4. Desigualdad social y conflictividad política

Aristóteles fue el primero en afirmar una relación de causalidad entre desigualdad social y sublevaciones políticas y de reconocer que “en general los que se sublevan lo hacen buscando la igualdad” (Aristóteles 1951:206). El análisis político contemporáneo es un poco más sofisticado que el viejo maestro, pero sus conclusiones son básicamente las mismas. Trátese de revoluciones, revueltas, puebladas o sublevaciones, de una u otra manera siempre se encuentra, en el fondo de sus causas, el repudio al sistema vigente de desigualdades sociales.

 

Sin embargo la relación entre desigualdad y violencia política o social no es directa ni mecánica. Se encuentra mediada por el plexo de valores, expectativas, actitudes y comportamientos predominantes en la sociedad, reproducido y reforzado por un conjunto amplio de prácticas y agencias públicas y privadas: por ejemplo el sistema escolar, los medios de comunicación, las iglesias, la familia y otros. Frente a situaciones críticas existe siempre un repertorio de respuestas posibles; la opción por una respuesta específica depende de un arco amplio de factores. La relación entre cambios en la desigualdad y comportamientos colectivos se procesa a través del tamiz de una variedad de elementos culturales, político-institucionales y de desarrollo. Intervienen aquí las tradiciones culturales y de acción colectiva de los diferentes actores, sus experiencias previas, la calidad de las instituciones políticas y su mayor o menor receptividad y eficacia frente a la formulación de demandas sociales de sentido cruzado, los temas involucrados, la magnitud y características de los recursos en juego, coyunturas internacionales, etcétera que permiten a los actores arribar a decisiones respecto de la oportunidad y la conveniencia de la acción colectiva.  

 

No todas las reacciones contra la desigualdad adquieren características políticas en el sentido de cuestionar y eventualmente modificar relaciones de poder. James Scott ha estudiado las múltiples formas de cuestionamiento simbólico cotidiano de esas relaciones, por ejemplo bromas y habladurías que ponen en ridículo o descalifican moralmente a los poderosos del lugar, trabajo a desgano, pequeñas obstrucciones a los procedimientos legales, y similares. Según Scott estos comportamientos constituyen  “armas de los débiles” frente a los que mandan, oprimen o explotan,  que contribuirían a generar “subculturas de disidencia” espontáneas frente a las estructuras de poder y a las arbitrariedades de la vida diaria (Scott 1985, 1990).

 

Las investigaciones de Scott ponen de relieve facetas interesantes de los múltiples artilugios culturales a que echan mano los grupos subordinados en sus relaciones con los poderosos. Ello no obstante la experiencia indica que por sí mismas estas transgresiones simbólicas tienen poca eficacia para algo más que hacer un poco más llevaderas las asperezas de la vida diaria. Implican, ciertamente, críticas al poder, pero también pueden ser enfocadas como contribuyendo a la reproducción del sistema de desigualdades y dominación objeto de las disidencias simbólicas, en la medida en que descomprimen el peso cotidiano de la desigualdad (Vilas 1994; Tilly 2000). Los señalamientos de Scott son importantes, sin embargo, en cuanto llaman la atención sobre el inicio frecuentemente espontáneo de acciones que, dadas ciertas condiciones coadyuvantes, pueden actuar como detonantes de procesos de cuestionamiento político de mayores proyecciones, o por lo menos de explosiones masivas de protesta social.

 

El modo en que la desigualdad se vive y las actitudes colectivas ante ella dependen en gran medida de la calidad del sistema político. Las democracias administran las desigualdades mejor que los regímenes autoritarios. Un régimen democrático cuenta con recursos y procedimientos institucionales para moderarlas o eliminarlas, y admite la libertad de organización orientada a tales efectos. En la medida en que las instituciones dan cabida a las demandas de los ciudadanos, el sentido de pertenencia al conjunto, y el acatamiento a los actos del poder, resultan fortalecidos. Pero, igual que en todos los órdenes de la vida, las promesas y los discursos, para alcanzar y conservar verosimilitud, deben ser abonados por la contundencia de los hechos. Persistencia o incremento de la desigualdad social sin respuestas materiales o simbólicas compensadoras de parte del poder político generan en el mediano plazo un deterioro de la ciudadanía y deslegitiman a la postre al propio sistema político como ámbito consensuado de procesamiento de demandas y gestión de conflictos.

 

La Centroamérica de las décadas de 1960 y 1970 ofrece una buena ilustración al respecto. La explicación de que en Costa Rica y Honduras no se hayan desarrollado procesos revolucionarios como los que tuvieron lugar en El Salvador, Guatemala y Nicaragua no se debe, fundamentalmente, a que en aquellas dos naciones la estructura socioeconómica fuera menos desigual que en las otras tres. Costa Rica y Honduras presentaban a finales de la década de 1960 estructuras de tenencia de la tierra altamente concentradas –un elemento fuertemente asociado en  las sociedades agrarias a la inestabilidad política-- que contrastaba con la mucho menos polarizada de Nicaragua. Un panorama similar surge de la comparación de los índices de desigualdad en la distribución del ingreso tanto nacional como urbano: Honduras y Costa Rica tenían perfiles de concentración muy parecidos a los de Guatemala –y Honduras, en realidad, índices de desigualdad mayores que los de Guatemala. Por otro lado las mismas influencias ideológicas contestatarias que inspiraban a los revolucionarios de Nicaragua, Guatemala y El Salvador –por ejemplo la teología de la liberación y el marxismo—ejercieron influencia en los movimientos sociales de Costa Rica y Honduras en la misma época. La explicación del desarrollo desigual de la protesta violenta en unos y otros países debe buscarse más bien en la mayor o menor receptividad de los respectivos sistemas políticos a las demandas de los grupos socialmente más vulnerables, incluyendo el reconocimiento del derecho a la organización gremial y política, o al grado de tolerancia gubernamental a la protesta social y la disposición a poner ciertos límites a la desigualdad y la explotación social, frente a las respuestas represivas y brutales  en otros (Vilas 1994).

 

El tratamiento de las desigualdades regionales por estados de diferente calidad democrática ofrece evidencia en similar sentido. En Europa Central y Oriental, así como en lo que fue la Unión Soviética, el sofocamiento de los sentimientos de identidad étnico-regional, el excesivo centralismo y la falta o fragilidad de tradiciones democráticas parecen haber contribuido a que esos sentimientos se orientaran hacia procesos de secesión y fragmentación político-territorial de los estados (Skolkay 2000; Kopecky & Mudde 2000). Al contrario, la democracia española post-franquista acordó un tratamiento muy diferente a las reivindicaciones regionales, y a través de un avanzado régimen de autonomías conjugó la unidad del estado con la diversidad regional. En similar sentido, la democracia italiana ha podido confinar las fantasías de la Lega Nord de Umberto Bosi y su reivindicación de una supuesta Padania al escaparate de las curiosidades.

 

La resistencia a las desigualdades consideradas excesivas y el enfrentamiento al poder político al que se hace responsable de ellas no son patrimonio exclusivo de algún actor social en particular. La historia política registra movimientos de este tipo protagonizados por lo más variados actores sociales, con desiguales niveles de masividad y de eficacia política. No sólo los pobres: también los ricos han impulsado e impulsan acciones, muchas de ellas de gran contundencia, contra sistemas de desigualdad social que consideran gravosos a sus intereses, derechos o simplemente expectativas. Ello no debería llevar, sin embargo, a una homologación ética de unas y otras. Los reclamos de los de arriba se refieren, con abrumadora frecuencia, a la preservación de derechos adquiridos, mientras que la protesta de los de abajo apunta a la conquista y reconocimiento de viejos y nuevos derechos.

 

La protesta contra la desigualdad social tampoco implica una definición ideológica predeterminada, por más que Bobbio imaginara lo contrario. La derecha radical antiliberal de Europa del este o de Francia, Italia, Suiza o Austria ha podido dar expresión política al malestar social generado por el desmantelamiento del Estado de Bienestar –tanto en sus versiones socialistas como capitalistas-- no porque la población que se siente agraviada por esas acciones sea ideológicamente fascista o de vocación totalitaria, sino ante todo porque esas políticas fueron adoptadas o promovidas por gobiernos socialdemócratas y partidos que agitaban promesas de libertad (Kitschelt 2002; Swank & Betz 2003;  Mudde 2004). Culpan a los gobiernos socialdemócratas o post comunistas, a los liberales, a los globalizadores, por la adopción de medidas que objetivamente les afectan de manera negativa. Se equivocan en muchos de los blancos a los que dirigen sus dardos y en las políticas que recomiendan. Pero no están descaminados en la intención de poner fin a las desigualdades cuyas consecuencias les agravian –el desempleo, la caída de los ingresos, la inseguridad, el acortamiento de la esperanza de vida, la desprotección social…. La canalización de estos reclamos hacia el molino de la derecha radical en sociedades de larga tradición democrática como Suiza, Italia o Francia ilustra de manera dramática la tensión, señalada al inicio de esta exposición, entre democracia política y desigualdad social, no menos que el espacio dejado vacante, en aras del pragmatismo o de lo que fuere, por organizaciones y corrientes políticas que tradicionalmente habían sido la expresión de las demandas democráticas y de justicia social de las clases populares.  

 

5. Consideraciones finales

El patrón de desigualdades predominante en una sociedad no es algo aleatorio o producto de las circunstancias o el acaso, o de una supuesta idiosincrasia nacional. Guarda relación con la configuración socioeconómica básica de la sociedad y, sobre todo, con su estructura de poder, y se reproduce como cultura. Desigualdades, como dicen las viejas, han existido siempre, pero la utilización de las desigualdades ha sido y es variable de acuerdo a los diferentes modos de organización social y a los objetivos que esa organización persigue. No es lo mismo erigir pirámides o catedrales que  construir puertos y caminos, o lanzar cohetes espaciales; no es lo mismo producir mantequilla que fabricar cañones. Tan importante como la detección de la desigualdad social y el reconocimiento de sus expresiones es la identificación de cómo ella es “usada” por las sociedades.

 

Puesto que la desigualdad social está presente en todas las sociedades, y es elemento constitutivo de todas ellas, el cuestionamiento de la desigualdad social es también propuesta de sustitución de un patrón determinado de desigualdad por otro. La “superioridad” de éste respecto de aquél deriva tanto de sus características sustantivas como de las valoraciones sociales edificadas en torno a ellas. Es posible que cuando en alguno de sus escritos políticos Marx y Engels señalaron que en la crítica al capitalismo lo central no es el enjuiciamiento de la desigualdad sino el de la explotación, estuvieran haciendo referencia a este punto. Tan importante como la constatación de las desigualdades es la intelección del papel que desempeñan en la organización y el desarrollo de la sociedad.

 

En este sentido, cuando se afirma que desigualdades sociales profundas atentan contra la calidad de las democracias, ello refiere tanto al impacto de esas desigualdades en las condiciones de ejercicio de los derechos ciudadanos y en la eficacia de ese ejercicio, o en el desempeño de las instituciones, como a los objetivos a los que las desigualdades contribuyen. Cuando algunas sociedades presentan niveles de polarización tan extremos como los que registran algunas de las de América Latina, es difícil creer que la desigualdad social redunde en beneficio del conjunto.

 

La desigualdad social es producto, en definitiva, de una dada estructura de poder y es, al mismo tiempo, parte constitutiva de esa estructura. Es por eso que, antes o después, el cuestionamiento de la desigualdad social deriva en algún tipo de cuestionamiento político, y en particular al régimen político que la preserva o refuerza cuando las justificaciones morales, religiosas o utilitarias, ya no son suficientes.

 

La desigualdad social, cuando es vivida como sinrazón, ofende al sentido básico de justicia que anida siempre en la conciencia y en la voluntad de los pueblos. Esa conciencia y esa voluntad de justicia han impulsado a través de los tiempos los esfuerzos colectivos por una vida mejor. Es inevitable que  los empeños emancipatorios de los pueblos, su búsqueda de justicia, combinen grandezas y pequeñeces, aciertos y errores, “valores y doblez”, como en el Cambalache de Discépolo. El balance final de esas combinaciones lo resumió la sentencia de Ernesto Palacio: “Los pueblos yerran en el juicio, pero no en la voluntad” (Palacio 1962:78). Es tarea de los intelectuales, con nuestras peculiares herramientas de trabajo, ayudar a fortalecer el recto juicio de los pueblos que incremente la eficacia de su voluntad.

 

 

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REFERENCIAS

 

 

 

 

(*) Publicada en Cuyo, Anuario de Filosofía Argentina y Americana vol. 24 (2007) 9-33.